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La libertad del no consenso

Arturo Fernández Peral 24 de Abril de 2017 a las 14:44 h

"Reniego de sus verdades, hace tiempo que dejé de creer en ellas."

 

Una triste trompeta plateada exhalaba su último aliento, mientras sus sentencias silenciaban la acallada voz de un lamento. Un quejido quejumbroso, perdido en el viento, enmudeció la sala.

 

 Al fin se anunció el veredicto, y quedó prohibida toda verdad única en el pueblo. Se recuperaron palabras antaño perdidas, y un vendaval de posibilidades invadió a sus habitantes. Embriagóse el pueblo en júbilo, pues múltiples caprichos rondaban el intelecto de cada uno, la libertad de llegar a un común desde varios caminos, o de no encontrarse nunca de acuerdo y mantener la cordialidad de un falso consenso, llenaban a muchos de ilusión. Pero la libertad dio paso a la duda, la duda al desconcierto, y éste, finalmente al miedo. Algunas voces grises, de un tono grave y envejecido acusaron entonces a la nueva ley de suicida, pues el pueblo no se podía sostener sin consenso, y habían creado un caos donde antaño había vida.

 

La triste trompeta habíase tornado en oro, la conformidad tiempo atrás se había ido; ahora era capaz de tocar una misma melodía en diversos tonos, pero estas viejas voces querían de nuevo doblegarla al yugo uniforme de un sólo bramido.

 

Si la verdad es múltiple, por qué nos abruma este conocimiento, por qué nos asusta la libertad del no consenso. Nos negamos a escuchar el dulce tañido del caos resonar en el cielo, corremos a refugiarnos en el amparo lógico con el que enmudecemos el sonar de la trompeta y temerosos del bosque construimos pueblo.

 

El peso del orden ganó adeptos, y la ignorancia dejó de escuchar entonces las tenues voces libres para aunarse en cientos. Estas pocas, juguetonas y coquetas, las que no se conforman, las que se enfrentan a lo eterno, siguieron cuestionando el poder proclamarnos libres aún cuando el engaño se convierte en norma.

 

El pueblo finalmente decidió derogar la ilógica situación en la que se encontraba; a pocos causó congoja, aún a menos causó pena. La mayoría se mantuvo feliz entre sus antiguas leyes creadas, oxidadas ya y consideradas como válidas, únicas o verdaderas, pues de nuevo imperaban cálidas ante el frío descontrol de la libertad plena.

 

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