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El paseo (menos es más)

Ana Isabel Rábade Obradó 19 de Enero de 2010 a las 00:11 h

El autor "pasea tan a gusto como escribe", confiesa el escritor suizo Robert Walser. La confesión, más allá de comunicar sus gustos personales, encierra una cierta poética. Una poética plácidamente subversiva. Pues, ¿qué podría haber en nuestros tiempos más subversivo que pasear por amor al paseo?

         Hay muchas maneras de pasear, pero casi nadie practica ya sus formas más puras. Se trota por las calles haciendo jogging. Por los montes se hace trekking. Por el campo, senderismo. En vacaciones se peregrina hasta alguna meca cultural o de esparcimiento (se suele preparar de antemano con detalle a dónde ir y cómo). Es fácil cruzarse en la playa con hombres y mujeres parapetados detrás de sus gafas de sol, la gorra bien calada y auriculares en los oídos para aislarse del entorno -incluso del batir relajante del mar- y marcar el paso a un buen ritmo: las mismas personas haciendo el mismo recorrido a la misma hora, y uno sospecha que siempre a idéntica velocidad. Los macrocentros comerciales han terminado prácticamente con la variante frívola del pasear por las calles mirando escaparates (¡con lo divertido que puede ser escrutar con ojo crítico ese producto tan ridículamente caro que permanecerá siempre del otro lado del cristal, pues nunca lo adquirirás, mientras disfrutas del solecito, que es gratis!). ¿Qué nos queda? No tenemos tiempo y no queremos perderlo. Hay pocos partidarios del dolce far niente y hasta las vacaciones hay que "aprovecharlas" (es decir, hacer ansiosamente en breve tiempo todo aquello que nuestras ocupaciones habituales nos impiden).

 

         ¿Que por qué, además de cada vez más desacostumbrado, me parece subversivo el paseo? Cuando uno pasea no es un "estimado cliente" ni un consumidor. Tan sólo es una persona que camina y, de cuando en cuando, mira a su alrededor. El paseante no se convierte en negocio para nadie (el fomentado "ocio organizado" suele salir bastante más caro). Para pasear, basta ropa cómoda (esos zapatos viejos que no se usarían en ninguna otra ocasión) y buen ánimo. En contra de lo que algunos opinan, tampoco hace falta un lugar muy especial: para quien realmente ama el paseo vale casi cualquier lugar, como casi cualquier momento, aunque haya -¡como no!- lugares mejores y peores y también momentos del día o del año que lo hacen más apetecible.

         "Declaro que una hermosa mañana, ya no sé exactamente a qué hora, como me Con paraguas perpendicular a su figura erectavino en gana dar un paseo, me planté el sombrero en la cabeza, abandoné el cuarto de los escritos o de los espíritus, y bajé las escaleras para salir a buen paso a la calle". Así comienza El paseo de Robert Walser. El librito -no llega a 80 páginas en la bonita edición castellana de Siruela- acompaña al autor en su paseo desde que sale a la calle hasta que decide regresar a casa cuando, avanzada la tarde, le rodea la oscuridad.

         La prosa de Robert Walser es deslumbrante. No hay adjetivo que le cuadre mejor a una escritura dotada de una rara cualidad lumínica. Dotada, también, de una extraordinaria ligereza: nada de complicados artificios, de alardes estridentes de virtuosismo, de pesados juegos intelectuales. Aunque su sencillez puede ser engañosa: la simplicidad es resultado de una depurada disciplina y la falta de aparentes pretensiones es crítica irónica de la aparatosa pretenciosidad de tanta "gran literatura". Menos es más.

         El paseo comienza por presentar contrapartida irónica al tópico paseante rCon paraguas perpendicular a su figura erectaomántico, abismado en su tormentosa subjetividad en una desasosegada búsqueda de lo sublime. La mirada de Walser es fundamentalmente juguetona -a veces casi pueril- y se recrea en la pequeña fugacidad de lo cotidiano. Resulta curioso pensar que el paseante romántico -característicamente representado en los cuadros de Friedrich- recorría a menudo paisajes semejantes a aquellos por los que se perdía Walser en sus caminatas.

         En las breves páginas de El paseo hay lugar para la observación y la sensación, para la ensoñación y para la crítica social. Hay incursiones en lo grotesco e incluso en lo fantástico -el encuentro con el gigante Tomzack-. Hay mucha reflexión sobre el trabajo de escritor, al que pertenece imprescindiblemente el paseo -para tener algo que contar hay que mantener los ojos bien abiertos hacia el mundo- y guiños al lector: "Todo esto (...) lo escribiré después en una obra de teatro o en una especie de fantasía que titularé El paseo". En las últimas páginas, el tono se vuelve sombrío como el crepúsculo que se cierne sobre el paseante.

 

         Para el que todavía se sienta tentado a leer y a juzgar a Walser con precipitación, que piense que entre los rendidos admiradores del escritor suizo se encuentran Kafka, H. Hesse, W. Benjamin, Canetti o Max Sebald. No deseo recurrir a ningún argumento de autoridad, pero algo tendrá Walser, ¿no? Por cierto, que entre los que acabo de citar hay también más de un paseante habitual.

 

         El 25 de diciembre -día de navidad- de 1956 Robert Walser salió a dar uno de sus acostumbrados paseos largos y solitarios. Unos niños lo hallaron tendido en la nieve, muerto. ¡Qué extraordinario encontrar muerte tan apropiada!

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