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La noche de los tiempos

Javier Gimeno Perelló - 21 de Junio de 2010 a las 09:18

Antonio Muñoz Molina: La noche de los tiempos. Alfaguara, 2010

Ignacio Abel -acaso alter ego literario de Modesto López Otero, arquitecto de la Ciudad Universitaria madrileña- fue el encargado de diseñar, por iniciativa del doctor Juan Negrín, a la sazón ministro de Hacienda de Azaña, el futuro campus de la institución cisneriana. Al principal mandatario no le hacía demasiada gracia que para construir los edificios académicos con su gran biblioteca central tuvieran que desaparecer los pinares que poblaban la gran explanada del oeste madrileño desde donde se divisan las mejores vistas de la sierra de Guadarrama. No le faltaba razón al presidente. Como en tantas otras cosas, Manuel Azaña era un adelantado de su tiempo y las causas ecológicas no aterrizarían en el país hasta bien entrada la democracia, muchas décadas después.

Eran los años previos al golpe de estado fascista y el ambiente no resultaba el más favorable al estudio y a la docencia. Falangistas exaltados arremetían contra todo individuo sospechoso de afinidad al Gobierno, golpeando, secuestrando, asesinando; muy pronto, grupos autodenominados socialistas, comunistas, trotskistas o anarquistas hacían lo propio con sospechosos de pertenecer a la burguesía, al clero o a las mismas huestes falangistas, y hacían suya la máxima según la cual "la iglesia que más ilumina es la que arde".

El ambiente se tornaba cada vez más irrespirable e Ignacio Abel no sabía qué hacer con su vida. Simpatizante de las ideas krausistas de la Institución Libre de Enseñanza, su carácter pausado y un espíritu medio depresivo le impedían participar de la exaltación de sus afines políticos. Su aspecto cuidadoso de hombre culto y educado le provocó más de un susto y el riesgo de ser fusilado por algún grupo de descerebrados pro República, llamáranse ácratas, comunistas, lo que fuere, se hizo evidente en más de una ocasión. Su desasosiego, esa suerte de incertidumbre que le provocaba el panorama caótico de aquellos tiempos obscuros, se veía incrementado por un ambiente familiar asfixiante: casado con una mujer buena, católica y sentimental de familia bien acomodada, más proclive a los sublevados que a la legitimidad de un gobierno en crisis, no le quedaba otro remedio que codearse con un suegro bonachón pero franquista, un cuñado de la Falange, tan integrista como el arma que lucía con descaro y prepotencia, y un entorno aristocrático que le menospreciaba por ser hijo de quien era: una portera de la calle Toledo y un maestro de obras. No bastaba para su familia política un flamante título de arquitecto; la sangre es la sangre y ni los diplomas ni los doctorados la limpian de residuos plebeyos.

Hasta que conoce a Judith Biely, conoce el amor apasionado, conoce el placer de un cuerpo moldeado para él y todo su ser le explota en las entrañas. No hay otra solución posible que huir de un país ya en la ruina física y existencial, a las puertas de la noche más negra y más larga de su historia. La propuesta de construir una hermosa biblioteca universitaria en Estados Unidos e impartir clases le salva de una muerte segura y compartida por miles de seguidores de la República, o de un silencio cadavérico de años, el mismo que sufrieron tantísimos republicanos que no tuvieron ocasión de exiliarse. El amor que le enciende la vida va a abrirle un horizonte impensable pocos meses atrás. Muy probablemente se inspiró Muñoz Molina en la norteamericana Katherine Witmore, amor de Pedro Salinas, cuyos versos del poema Para vivir no quiero, del libro La voz a ti debida, transitan esa pasión desenfrenada: "Para vivir no quiero / islas, palacios, torres. / ¡Qué alegría más alta: / vivir en los pronombres! / Quítate ya los trajes, / las señas, los retratos; / yo no te quiero así, / disfrazada de otra, / hija siempre de algo. / Te quiero pura, libre, / irreductible: tú".

 

Muñoz Molina retrata en largas páginas la España convulsa de los últimos años republicanos y la guerra civil interminable, cuya lectura es la propia de una prosa abundante y no pocas veces repetitiva, propia de este autor pródigo en largas descripciones y en hondos análisis psicológicos de sus personajes.

 

Conocidas personalidades de aquellos tiempos surcan los párrafos de la novela: Moreno Villa, quien desde su residencia permanente en la Residencia de Estudiantes, se desviviera por ayudar a nuestro frágil arquitecto; José Bergamín, cuyo virtuosismo literario le salva un poco de su dogmatismo estalinista; el mismo Juan Negrín, más ocupado del bienestar de la gente que preocupado por las veleidades políticas, aunque finalmente tuvo que lamentarse de ellas; García Lorca, cuya muerte cruel no dejó de infundir serios temores a Ignacio Abel; un Alberti obsesionado por procurarse un exilio dorado; el aúrea aristrocrática de la mayor generación poética española que no vacilara en menospreciar a poetas cabreros impropios de su alcurnia; la afabilidad con Ignacio Abel de un Neruda transido sin embargo por ese mismo aristocratismo, a pesar, o precisamente por sus diplomacia proletaria de salón, etc.

 

Sin dejar de ser literaria, esta obra es historia de un pasado tantas veces contado por sus testigos, nuestros padres y abuelos, que vivieron y sufrieron el dislate de una intolerancia que nunca aceptó ni acepta aún en buena parte las derivas librepensadoras ni los intentos de mejorar las condiciones de vida de los más desposeídos y salvaguardar los derechos más elementales de las personas. Pasear hoy por los caminos que surcan las facultades o por las pingües arboledas que sobrevivieron a la arquitectura de esta Ciudad Universitaria que ni Negrín ni Azaña, ni el propio Ignacio Abel, alcanzaron a contemplar, nos traslada a esos años aciagos profusamente retratados por Muñoz Molina en esta noche de los tiempos.

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