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Tocar los libros

José Manuel Lucía Megías 7 de Enero de 2011 a las 08:40 h

Jesús Marchamalo nos regala, y por tercera vez, un texto ameno y divertido, curioso y entretenido en que el libro es la excusa para hablar de lectores, de bibliotecas, de manías y de sueños...

El 7 de julio de 2010, se terminó de imprimir el libro de Jesús Marchamalo "Tocar los libros". Una pequeña joya bibliográfica editada, con el buen hacer de siempre, por la editorial Fórcola, que incita a toquetear el libro, a pasar, una y otra vez, las manos sobre su portada verde, sobre esa jota y esa eme de la cubierta, y con ese título como si fuera un sello... Como cuenta el propio Marchamalo en la "Apología" con que comienza el libro, esta joya tiene su propia historia: nació como una conferencia en Valladolid en el 2001 y se convirtió en libro dos años después en la colección Cuadernos de Mangana que editaba por entonces el Centro de Profesores de Cuenca.

Setecientos ejemplares que se agotaron y que se han convertido en una de esas piezas de bibliófilo experimentado y cuidadoso. Y de nuevo a la conferencia, un 23 de abril en el CSIC, ahora del año 2008 y una nueva edición, precisamente en ela Serie 23 de abril, para volver a convertirse en una rareza que solo unas pocas bibliotecas pueden exhibir con orgullo y satisfacción. Una tercera oportunidad, una tercera vida para este texto exquisito, para este libro que da gusto tocarlo tanto con las manos (el fetichismo del libro) como con los ojos y el entedimiento (el fetichismo del texto) es el que nos ofrece ahora la editorial Fórcola.

 

“Tocar los libros” es un libro sobre libros o, mas bien, sobre sus lectores y nuestras manías. Libros que forman parte de nuestra cultura, de nuestro pasado, de nuestros recuerdos y que ocupan un espacio en nuestras estanterías, en las paredes de nuestra casa o en los espacios más escondidos de los baúles, de los armarios, de las buhardillas. Libros que se han tocado, que se han abierto y hojeado por primera vez en una librería, libros que atesoran en sus páginas las huellas de sus derrotas y de sus victorias en los lectores anteriores, libros que hemos visto y compartido en las estanterías de las casas de los amigos, libros que hablan de las manías de sus creadores, de sus lectores, de sus libreros, libros que adquieren las formas más extrañas con la única finalidad de atraer nuestra atención, como animales en celo, libros que se dejan, una y ota vez, tocar y tocar, manosear, compartir, volver y volver a ellos como quien lo hace a la fuente cuando se tiene sed. Y “Tocar los libros” es eso y mucho más. Es un recorrido por algunas de las obsesiones de su autor y de la de algunos de los escritores que salen en letras mayúsculas en los manuales de literatura. Y con ese estilo directo, tan periodístico, pero jugueteando con las palabras, sabiendo que quiere entretener sin dejar nunca de enseñar (y de enseñarse), Jesús Marchamalo ha sido capaz de escribir un libro que más que tocarlo, se devora.

 

Los libros que se poseen y que a veces se convierten en un problema de espacio, llegando incluso a ocupar las paredes del cuarto de baño, a los que los escritores han dado diferentes soluciones; los libros que se leen y se olvida su contenido, aunque por esos caprichos de la memoria, somos capaces de recordar detalles que son totalmente anecdóticos, como el lugar en que los leímos, el color de su cubierta, su grosor e incluso algunas palabras del prólogo, pero de su contenido, nada de nada; los libros que se ordenan, que encuentran su lugar y su orden dentro de metódicas bibliotecas y otras que solo hallan en el desorden de su dueño una razón de ser; los libros que se ordenan según el capricho de personas ajenas, como esa típica ordenación de nuestras madres por tamaños (¿no me digas que no quedan mucho mejor así?), o aquella niña que se acercó a la casa de Juan Carlos Onetti para ordenarle sus libros, demostrando su habilidad recitando de carrerilla el alfabeto… y la sorpresa de Onetti cuando al volver a su biblioteca se encontró que la letra J “reunía a Joyce, Rulfo, Cocteau, Jiménez, Le Carré, Swift, Cortázar y Borges”.

¿Y qué hacer con los libros que ya uno no quiere seguir teniendo en casa? ¿Y cuántos son los libros que deberíamos tener? George Perec defiende una cifra absurda: 343… y son muchas las anécdotas que se cuentan de cómo los escritores abandonan o se deshacen de sus libros: no dejar entrar un libro en casa si antes no sale otro, abandonarlos en los bancos del parque para permitirles soñar con una nueva vida en casa de otro lector… pero lo peor sin duda, la peor pesadilla para todo buen lector, todo buen coleccionista de libros (¿acaso nos hemos planteado leer todos los libros que tenemos en casa, que compramos?) sea perder los libros en un incendio; de pronto, ser conscientes de que parte de nuestra vida, esa que se ha quedado en las marcas de lectura de nuestros libros, en los recuerdos que vamos olvidando entre sus páginas (un billete de tren, fotografías, recetas antiguas… e incluso billetes de cinco dólares) un día desaperecen sin más, sin dejar más que una memoria de cenizas y de humo. Bien recuerda y casi así termina su libro Jesús Marchamalo con la imagen de un Octavio Paz desolado delante de su biblioteca quemada “porque con los libros no solo se quemaron las historias, los personajes, los lugares. Con los libros ardieron las dedicatorias, las anotaciones en los márgenes, las erratas corregidas a mano. Con los libros ardieron las tardes luminosas en las que los había leído, el olor del papel, el orden de las estanterías, el tacto de los amigos a los que se los había prestado” (p. 76).

 

Libros, libros y libros. Libros que se tocan, libros que se manosean, libros en los que dejar huellas de nuestra vida, aquella en la que compartimos un tiempo de lectura, un tiempo de viaje, un tiempo de recuerdos y de sueños e ilusiones.

 

Y libros que han de ir encontrando su espacio en los próximos años, como así lo hicieron en el pasado. Al lado del magnífico y toqueteable libro de Jesús Marchamalo tengo mi iPad, la “tablet” de Apple que me enloquece en los últimos tiempos. Paso mi mano por su pantalla tactil y las palabras, las imágenes parecen sentir mi caricia; apago la música para dejarme llevar por el último texto electrónico que me he bajado y que me permite leer en la cama sin tener que hacer pesas con el tamaño del libro… y en un momento, decido que estoy cansado de leer, que ahora quiero escucharlo… y cierro los ojos y me pongo los cascos y la letra se convierte en voz y sueño con historias que me llevan a otros mundos… tocar los libros, olerlos (en esa tinta industrial y ese mal papel al que nos van acostumbrando los editores), comprarlos, prestarlos, conservarlos… pero también escucharlos, también abrirse a las nuevas posibilidades que se nos ofrecen a nuestro alrededor, donde la ordenación y la acumulación de la información ya no se debe cuantificar en números de estanterías ni en metros cuadrados de salón o de pasillo.

 

Estoy encantado con los libros, y no dejaré de comprarlos ni de leerlos. Pero también lo estoy con mi iPad, y lo he estado con los lectores de tinta electrónica que he tenido… “Tocar los libros”, por supuesto… pero también llegar y hacer más accesibles los textos, los de ahora y los de todos los tiempos. Los libros no están en peligro (como mucho una industria editorial decimonónica que tiene que adaptarse a los nuevos tiempos, como lo ha hecho la industria discográfica); lo que aún está sin resolver es la calidad de los textos en el futuro, ya sea en formato analógico como en el electrónico. Son años apasionantes los que estamos viviendo; no los perdamos con esa falsa polémica entre el libro electrónico y el libro tradicional. Miro mi escritorio, donde escribo en mi ordenador este artículo (ya nada de papel ni de tinta), y veo el verde ejemplar de “Tocar los libros” de Jesús Marchamalo sobre la funda negra del iPad… a veces una imagen vale más que mil palabras, ya sean estas analógicas o digitales.

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