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Avenidas del tiempo de Izara Batres

José Manuel Lucía Megías 21 de Marzo de 2011 a las 10:41 h

Libro publicado por ediciones Vitruvio en el 2009.

Hay algo en la poesía de Izara Batres que convulsiona y que explota en la lectura de sus versos; algo que no se deja atrapar, que se escapa de las manos como las finas arenas de la playa (o del desierto). Pero hablar de "Avenidas del tiempo" es hablar de un libro complejo y plural, un libro en que parece que están recogidos muchos libros, muchos alientos, muchas voces... comienza el libro con un largo poema "Homenaje a Eliot", que es el que más me ha gustado, por lo que tiene de mirada al pasado mezclada con la propia literatura, los recuerdos que no es posible colocar en el plano de la realidad o en el de la ficción, recuerdos vividos o recuerdos leídos, escritos... ¿acaso se diferencian? Comienza el poema, y comienza el libro, con el verbo que a todo le da sentido: le da sentido en su significado y en su tiempo verbal: "Amé desde el principio una mirada traslúida"... amé, amé... un pasado que se va, pero en el que aún quedan cosas que nunca cambiarán: los cuadros y lo último que se ha escrito: "En la habitación, las mujeres vienen y van / hablando de Miguel Ángel".

A lo largo de 31 poemas, Izara Batres va diseccionando las relaciones y los sentimientos, los recuerdos y las lecturas a partir de ese "amé" que todo lo ilumina, que todo lo ensombrece, porque no hay una sola lectura en este libro plural... hay mil y una lecturas, que se condensan, abriéndose a nuevos caminos en el último de los poemas, el que da título al libro y que se ofrece en la pluralidad de su nombre ("avenidas"), un nuevo horizonte de versos, que se irán creando con el tiempo...

 

Avenidas del tiempo

La luna está creciendo, con la nítida irrealidad

de un globo onírico.

Tiene un asombroso resplandor febril

que inunda la tierra.

Cuando cesa el rumor de su eco destrozado,

el mar se convierte en piedra.

Las calles,

las inmensas circunferencias que gravitan

cerca del núcleo,

vuelan en pedazos.

Y la ceniza de hielo baña la superficie;

su luz es blanca.

La muerte de una sonrisa exangüe.

Como en las mejores puestas de sol,

el aire tiene, entonces, una claridad distinta.

Lo que sentimos, lo que creemos;

todo lo que hemos visto, lo que hemos escrito

conforma una gigantesca burbuja de sentido.

Oscila, igual que el universo, en el inquietante juego

del azar,

junto al frío del invierno,

por los senderos malditos, elevados

como gotas suspendidas

en un instante de eternidad.

Y es, simplemente, como el primer día

y el primer destello,

naciendo, en su lujo impertinente,

del dolor y del fuego.

Ese crepitar del infinito que vienen a ser,

absurdamente,

las avenidas del tiempo.

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