"Dedicado a mi querida Marta Ontañón que tanto me enseñó a disfrutar lo mejor de Japón y que sigue viva en cada Hanami Taikai.
Dedicado también a mi tía Ely, que ha hecho posible mi viaje a Japón, y que me inculcó el amor por la naturaleza y el gusto por lo exótico (empezando por uno mismo)".
Yo de pequeño quería ser japonés. Me pasaba horas delante del espejo estirando mis ojos para dejarlos oblicuos. No paraba de dibujar pagodas y geishas y sabía hacer un kimono perfectamente con su obi y todo. Durante años, me resultó insoportable ver películas bélicas sobre la Segunda Guerra Mundial porque no concebía que los "malos" fueran los japoneses. Pude quitarme esa espinita años después, con Merry Christmas Mr Lawrence en la que, al menos, Ryuichi Sakamoto estaba monísimo y creaba una fuerte tensión erótica con David Bowie. Todo lo que venía de Japón (incluidas muchas cosas chinas que yo asimilaba) me fascinaba y eso mucho antes de que el manga impusiera su estética. ¿De dónde me venían ese gusto y esa devoción?
Hace unos meses, después de investigar sobre el niño de siete años que yo era, me llegó el satori y se me reveló todo como en un golpe de luz. Recordé las conversaciones interminables con mis pocos amigos del colegio y lo mucho que disfrutábamos haciendo trabajos manuales. Había un libro que estaba en casa de mi amigo Fernando Salmón que nos gustaba especialmente, El bazar de todas las cosas, en donde Elena Fortún recopilaba manualidades para pasar las tardes lluviosas de invierno. Entre otras muchas maravillas, ese libro enseñaba a hacer un jardín japonés. Recuerdo que me fascinó su descripción de lo que podíamos crear dentro de una cazuelita de barro, haciendo caminitos y un pequeño puente y decorándolo con plantas y miniaturas de animales.
Pero lo más decisivo fue el día en que, mientras mis compañeros me martirizaban por ser poco masculino y me afeaban mi gusto por las flores y el dibujo, el mismo Fernando Salmón (no en vano sus abuelos eran republicanos y tenían en casa una biblioteca muy libre para lo que entonces se estilaba) nos dejó a todos pasmados diciendo que los samuráis, que eran unos feroces y viriles guerreros, practicaban además el dibujo, escribían poemas y adornaban sus salones con ikebanas, un arte floral de lo más delicado. Los sádicos se quedaron con la boca abierta ante la elocuencia de mi amigo (nadie dudaba de las informaciones del primero de la clase) y yo descubrí un modelo de masculinidad que me venía de perlas. Definitivamente, ¡yo quería ser japonés!
Japón no me ha abandonado nunca y no ha dejado de proporcionarme placeres. En casa, en donde se tomaba té por las costumbres adquiridas por mis padres al haber vivido en Marruecos, la merienda era para mi una fiesta cuando utilizaba las tazas japonesas de una porcelana finísima. Ya no queda ni una pero le agradezco a mi madre su generosidad y ese desprendimiento tan chic para disfrutar todos los días de las cosas "de los domingos".
La primera novela japonesa que leí, debía de tener 12 años, fue Una grulla en la taza de té de Yasunari Kawabata (traducido luego con el título de Mil grullas) en la edición del Círculo de Lectores que había comprado mi hermana Maribel. Allí descubrí la belleza de la ceremonia del té, la hermosura de los objetos cotidianos, sencillos y refinados. La historia me resultó obscura y un poco sórdida pero eso era lo de menos. Yo disfruté los detalles de elegancia insuperable que contiene.
Años más tarde, al mismo tiempo que iba conociendo el fascinante cine japonés acompañado por mi querida amiga Marta Ontañón, alguien me prestó una biografía de Yukio Mishima escrita por Vallejo-Nájera. El libro no es gran cosa pero a mi me interesó mucho la estética de Mishima, sus fotos un poco kitch, enseñando músculo, y su defensa de un mundo antiguo ya desaparecido. Decidí leer Confesiones de una máscara y ahí sí que quedé fascinado por el autor y el personaje. Luego leí casi todos sus libros pero tengo un recuerdo muy especial por El pabellón de oro. Hace poco he podido visitar Kinkakuji, el templo en el que se basa la historia, en Kioto y comprendo que alguien pueda enloquecer hasta el punto de destruir una belleza que de tan espléndida le resulta insoportable.
Pero el libro que representó un antes y un después sobre mi percepción de lo japonés ha sido un ensayo, El elogio de la sombra de Junichiro Tanizaki, que leí en la revista El Paseante, en el año 1987, por recomendación de mi amigo Fernando Zamanillo. Lo he vuelto a leer varias veces y sigue produciéndome el mismo placer.
También me ha ayudado a crear mi propio "japonismo" el libro de Roland Barthes El impero de los signos. Más tarde han venido los haikus, los ukiyo-e, los cómics de Jirō Taniguchi, El viaje de Chihiro, el gusto por la cocina japonesa y mi devoción por el té verde japonés, especialmente el Gyokuro. Japón no me ha defraudado nunca y no ha dejado de enviarme señales y de acompañarme en lo cotidiano. De niño me extasiaba con el álbum de fotos de laca japonesa de mi tía Ely (que ahora está entre mis objetos fetiche) y ahora convivo en mi trabajo, en la Biblioteca de la Facultad de Bellas Artes, con una colección de estampas japonesas que no deja de asombrarme por su belleza.
Hace muy poco he tenido la suerte de viajar a Japón (una vez más, gracias a mi tía Ely) y recorrer lugares y visitar edificios que me parecía que conocía desde siempre. La modernidad de Tokio sigue siendo impactante (aunque la globalización lo iguale todo, banalizándolo) y pocas cosas pueden superar la exquisita belleza de la Villa Imperial Katsura a las afueras de Kioto (agradeceré lo que me queda de vida a Ramón Rodríguez Llera su insitencia en que hiciera los trámites necesarios para visitarla). He vuelto aún más devoto de todo lo japonés y absolutamente subyugado por su cortesía, su delicadeza y su elegancia.
¡Arigató gozaymasu!