Documentos de Trabajo de la Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales |
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Biblioteca de la Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales. UCM. |
Autor(es): José Luis Ramos Gorostiza
Título: La Tierra: propuestas de política pública y reforma social
Resumen:
LA
TIERRA: PROPUESTAS DE POLÍTICA PÚBLICA Y REFORMA SOCIAL
José
Luis Ramos Gorostiza
1.
INTRODUCCIÓN GENERAL
De mediados del siglo XVIII a comienzos del siglo XX las propuestas de
política pública relacionadas con la tierra ocuparon un lugar importante en
la agenda normativa de los economistas. Desde el impuesto único fisiocrático
o el simple gravamen de la renta de la tierra (Smith), hasta la
nacionalización con compensación económica (Gossen, Walras y Wicksteed) o
sin ella (Marx), pasando por la confiscación de los incrementos de renta pura
(James y J.S. Mill) o de la totalidad de ésta (Henry George). Además, entre
los comentaristas de lujo de estas propuestas encontramos nombres como los de
Marshall, Sidgwick o Hobson.
Sorprende la diversidad de posturas y la importancia de los economistas
que se han acercado a la cuestión de la tierra desde corrientes tan
diferentes como la fisiocracia, la escuela clásica, el marginalismo, o el
socialismo de distinto signo. Tal variedad de posturas se apoya, a su vez, en
una variedad de justificaciones que casi siempre aparecen de forma
entremezclada formando parte de reflexiones de carácter más amplio. Entre
dichas justificaciones hay argumentos puramente económicos (el produit
net del modelo fisiocrático del funcionamiento de la economía),
argumentos económicos con un fuerte corolario ético (la teoría ricardiana
de la renta como ingreso
de escasez –“no
ganado”–
que no es necesario para que haya oferta del recurso),
fiscales (la necesidad de garantizar unos ingresos públicos suficientes con
una mínima distorsión del funcionamiento de la economía),
jurídico-filosóficos (la legitimidad de los derechos de propiedad sobre
los recursos naturales),
político-sociales (el ideal igualitario y la reforma de la social, la
reconsideración del papel del Estado, la crítica al capitalismo, etc.), e
incluso religiosos (la referencia georgista a la voluntad divina o la
gosseniana a la Providencia).
Este trabajo –estructurado en dos documentos separados– pretende
hacer una revisión tanto de las propuestas de política pública relacionadas
con la tierra, como de los argumentos que les han servido de apoyo a lo largo
de la historia del pensamiento económico. Se trata de analizar qué
caracterizó la evolución de las recomendaciones de los economistas en este
terreno, y cuáles fueron los factores explicativos de dicha evolución (p.
e., influencias de unos autores sobre otros, avances en el ámbito de la
teoría económica, relevancia de problemas prácticos relacionados con la
tierra, etc.).
En
este primer documento se analizan las propuestas fiscales: el impuesto único
fisiocrático sobre el excedente generado en la agricultura, la postura de los
clásicos frente a la imposición sobre la renta de la tierra, y el impuesto
único propuesto por Henry George –epígono de la escuela clásica– con el
fin de confiscar la totalidad de la renta pura
[1]
. Asimismo, se revisará la cuestión de la nacionalización de la
tierra en el socialismo.
Dicha cuestión fue planteada explícitamente desde los mismos orígenes de la
tradición socialista, en el siglo XVIII, por autores como Spence o Babeuf, y
más tarde estuvo presente tanto en el ideario de radicales como de moderados,
marxistas o no marxistas. Como se tendrá ocasión de comprobar, la igualdad
fue el argumento más comúnmente esgrimido desde las filas socialistas para
abogar por la propiedad pública de la tierra, aunque no el único.
2.
LA FISIOCRACIA Y EL IMPôT
UNIQUE
Para la fisiocracia la agricultura era la única
actividad productiva, en tanto que único sector generador de un producto
neto (en términos físicos y monetarios), esto es, un excedente sobre el
coste necesario de producción que podía considerarse un “regalo de la
Naturaleza”. La manufactura y el comercio se limitaban, respectivamente, a
transformar y distribuir lo que proporcionaba la agricultura
[2]
.
Así, el
excedente físico generado por la clase productiva (los agricultores),
expresado en términos monetarios como renta o pago por las facultades
productivas de la Naturaleza, era la auténtica “sangre” de la economía,
que luego circulaba –gracias a sucesivas transacciones– por el resto de
las clases (los terratenientes o propietarios, y la clase estéril de
comerciantes y trabajadores manufactureros). Esto es básicamente lo que
refleja el famoso Tableau économique,
el
primer modelo abstracto sobre las complejas interrelaciones que tienen lugar
en una economía, y que representa el funcionamiento de la actividad
económica como un flujo circular similar al flujo sanguíneo.
Partiendo de esta concepción, parece lógico que para los fisiócratas
la renta generada en el sector agrícola fuese el único ingreso del cual
poder pagar impuestos con que financiar un Estado garante de la justicia, el
orden público y los derechos de propiedad
[3]
. Es decir, al final, fuera cual fuera la estructura impositiva,
los tributos se acababan pagando del producto neto de la tierra. Por tanto, lo
más eficiente, sencillo y barato era gravar directamente –desde un
principio– la renta agrícola, el ingreso que recibía la clase
terrateniente y con el que, en última instancia, se acababan sufragando todos
los tributos
[4]
. De este modo, bastaría un único impuesto, que sustituiría a
las innumerables figuras tributarias de la Francia de la época.
Al margen de la validez del contenido literal del argumento, es
importante destacar que los fisiócratas anticipan aquí la moderna idea
fiscal de traslación impositiva: los impuestos no los pagan necesariamente
aquellos sobre quienes se gravan, sino que pueden acabar recayendo sobre otros
individuos distintos a través del mecanismo de mercado. O en otras palabras:
la política tributaria del Estado puede tener consecuencias ocultas o
imprevistas.
Por otra parte, hay que situar la propuesta fisiocrática en el
contexto concreto de la Francia de la época (Meek, 1975: 24-28): una
agricultura necesitada de capital y con métodos de cultivo no superiores a
los de la Edad Media en la mayor parte del país, donde los grandes
propietarios estaban poco preocupados por la dirección adecuada de sus
tierras, los pequeños propietarios campesinos no tenían iniciativa debido a
la carga de los tributos señoriales, y los métayers
carecían tanto de capital como de iniciativa. La agricultura estaba
sujeta, además de los sustanciosos y arbitrarios tributos señoriales y los
diezmos, a los crecientes impuestos estatales derivados de las guerras y los
gastos de la corte, tanto indirectos como directos –principalmente la taille,
el impuesto sobre la tierra, del que estaban exentas las clases privilegiadas.
En este escenario, François Quesnay sintetizaba así su visión de la
política fiscal:
“Que
los impuestos no sean destructivos o desproporcionados a la masa de las rentas
de la nación, que su aumento siga al aumento de las rentas de la nación, que
sean establecidos sobre las rentas de los propietarios y no sobre las
mercancías –pues multiplicarían los gastos de percepción y perjudicarían
al comercio– y que no se recauden sobre los adelantos de los colonos de los
bienes raíces, cuyas riquezas deben ser conservadas para que puedan subvenir
a los gastos del cultivo y para evitar pérdidas de rentas”
[5]
.
No obstante, Quesnay tenía claro que una cosa era el ideal tributario
que él proponía –y que se resumía en la idea del impuesto único–, y
otra bien distinta descender a la realidad fiscal de su época para intentar
mejorarla en lo posible.
Así, a lo largo de sus textos aparecen alegatos en favor de modificaciones
concretas de sistema tributario francés de la segunda mitad del siglo XVIII
que distan mucho de ser propuestas de cambio radical. Por ejemplo, Quesnay
aboga por mejoras sencillas, tales como “sujetar los impuestos [que pagan
los campesinos] a reglas invariables y juiciosas [...], que dieran garantías
a quienes han de hacer efectiva [la imposición] de que se verían libres de
recaudadores mal intencionados o dados a establecer falsas conjeturas”
[6]
. En este sentido también señala que “establecer el pecho sobre
una base proporcional al alquiler de las tierras es la regla más segura para
determinar los impuestos que han de pagar los colonos y para evitarles los
inconvenientes de las imposiciones arbitrarias”
[7]
.
Ante todo, Quesnay está especialmente preocupado por los efectos
destructivos que los impuestos que gravaban al campesinado tenían sobre la
población y la riqueza del país:
“Un
agricultor que pierde su fortuna [...] por los impuestos o por otras causas no
puede continuar sufragando los gastos que exige el cultivo, con lo que el
Estado pierde los sucesivos productos de las riquezas y el trabajo de los
campesinos [...]. Si [los campesinos] están sujetos a impuestos, a
prestaciones y a otras cargas que anulan la esperanza de poder obtener las
mínimas comodidades que ofrece la vida [...], limitan su trabajo a obtener la
ganancia que pueda darles no más que lo rigurosamente necesario parta existir
[...]. Así pues, al Estado no ha dejarle indiferente que el bajo pueblo viva
desahogadamente o que su consumo sea reducido a lo más necesario. Dado que
esta parte de la población es muchísimo más numerosa que la de los ricos,
el Estado pierde cuando reduce el consumo que sus trabajos deberían
permitirle mediante impuestos mal entendidos que agotan la fuente de las
rentas del soberano y de la nación”
[8]
.
En definitiva, los impuestos en ningún caso debían afectar a la
capacidad de reproducción del sistema económico. Si se gravaba a los
agricultores arrendatarios, su capacidad para financiar la siguiente cosecha
se vería fatalmente disminuida, de manera que se reduciría el producto neto
disponible en el siguiente periodo productivo; y si se gravaba a los artesanos
u otros componentes de la clase estéril, éstos recortarían sus compras a
los agricultores, reduciéndose también así el producto neto. El efecto
neutral en el Tableau sólo se
lograría –según Quesnay– absorbiendo en torno a un tercio de la renta o
producto neto que recibían los propietarios a través del impôt
unique
[9]
. En la medida en que se controlaran los gastos públicos y
aumentara la productividad de la agricultura, dicha cantidad sería más que
suficiente para atender las necesidades del Estado. Sin embargo, es evidente
que la propuesta del impuesto único era inviable, pues atentaba contra el status y los intereses de la clase dominante –la aristocracia
terrateniente–, hasta entonces exenta del pago de tributos.
Con todo, a pesar de la primera impresión que pudiera derivarse de la
forma de plantear el impôt unique –como un impuesto que recaía por completo sobre los
propietarios–, los fisiócratas en ningún momento pusieron en cuestión la
propiedad privada ni pretendieron desafiar la posición de los terratenientes.
El derecho de propiedad –incluido el derecho de propiedad sobre la tierra–
era sagrado, además de constituir la base de la libertad individual y el
incentivo fundamental a la laboriosidad (pues es la seguridad que da poseer
una serie de cosas, dice Quesnay, la que induce al hombre a realizar el
trabajo necesario para el bienestar de la sociedad). Por otra parte, como
señalan Ekelund y Hébert (1992: 94), los terratenientes tenían derecho a
una parte del producto anual al haber realizado la inversión inicial para
poner la tierra en condiciones de ser cultivada
[10]
. La desventaja inmediata que para ellos pudiera suponer el pago
del impuesto único “se vería más que compensada a largo plazo por los
incrementos subsiguientes a la inversión agrícola y por los mayores valores
que alcanzaría el producto neto, y por consiguiente, también las rentas”.
Como se tendrá ocasión de comprobar, la idea de los economistas
franceses de que la renta de la tierra era el objeto de imposición más
adecuado volvió a surgir más tarde en boca de autores como James Mill o
Henry George. Sin embargo, las razones que sustentan dicha idea son
completamente distintas en cada caso, pues renta de la que hablan los
fisiócratas –un
excedente debido al uso de factores gratuitos como la lluvia y el sol–
no es la renta pura ricardiana que crece a consecuencia del incremento de
población.
3.
LOS ECONOMISTAS CLÁSICOS Y LA IMPOSICIÓN SOBRE LA RENTA DE LA TIERRA
3.1.
Adam Smith
Al
discutir la propiedad de la tierra como posible fuente de ingresos del Estado
de finales del siglo XVIII, Adam Smith subraya su absoluta insuficiencia, en
contraste con lo que luego opinarían autores como George o Walras: “la
renta de todas las tierras del país, administradas como lo serían si
perteneciesen a un único propietario, apenas alcanzaría a los ingresos
ordinarios con que el pueblo contribuye aún en tiempos de paz” (Smith,
1988[1776]: 849). Al hilo de esta cuestión, Adam Smith
tiene oportunidad de explayarse sobre la propiedad estatal de la
tierra, mostrando una opinión muy negativa al respecto y abogando por su
venta a manos privadas:
“En todas las grandes monarquías de Europa hay grandes extensiones de tierra que pertenecen a la corona. Generalmente son bosques en los que, en ocasiones, tras viajar muchas millas, no se encuentra un solo árbol, sólo zonas despobladas y baldías. En toda gran monarquía europea la venta de las tierras de la corona produciría una suma importante de dinero que, de ser dedicada al pago de las deudas públicas, deshipotecaría unos ingresos muy superiores a los que dichas tierras jamás aportarían a la corona. [...] Cuando las tierras de la corona se convirtieran en privadas, en pocos años habrían mejorado y estarían bien cultivadas. El aumento de su producto incrementaría la población del país al aumentar los ingresos y el consumo del pueblo” (Smith, 1988[1776]: 851).
Una
vez que Smith descarta que el Estado posea tierras y que éstas puedan ser una
fuente importante de ingresos públicos, pasa a analizar la conveniencia de un
impuesto sobre la renta de la tierra, mostrándose en este caso como un firme
partidario de dicha figura tributaria. Esto es algo, sin embargo, que –después
de haber leído las páginas que Smith dedica a definir la renta de la tierra–
resulta chocante.
Y
es que su discusión teórica sobre
la renta es confusa. A veces parece que habla en términos físicos, como los
fisiócratas, subrayando
que la renta de la tierra se paga por la utilización de un elemento ‘productivo’.
Otras veces –al abordar el problema del valor– indica que la renta entra a
formar parte del coste de producción, y que por tanto es un elemento
determinante del precio natural de las mercancías concretas; parece entonces
como si reconociera que la tierra tiene usos alternativos, siendo la renta la
cantidad competitiva que un producto tendría que pagar para que la tierra se
consagrara a ese uso prescindiendo de los demás. Sin embargo, al tratar la
cuestión de la distribución, Smith se refiere a la renta de la tierra como
un ingreso de monopolio que no es determinante del precio, y que varía con la
fertilidad y la localización geográfica. En definitiva, tras leer el libro I
de La Riqueza no cabe identificar
una postura terminante por lo que a la renta se refiere.
Sin
embargo, en el libro V, al pasar a las consideraciones prácticas
relacionadas con la tributación, Smith parece optar
claramente por la idea de renta como ingreso de monopolio. De hecho, afirma
con nitidez que los impuestos sobre las rentas de tierras y solares no
perjudican ninguna actividad económica, y que probablemente son los ingresos
más apropiados para ser gravados de forma directa:
“Tanto la renta de los solares como la renta ordinaria de la tierra son dos formas de ingreso cuyo titular disfruta, en muchos casos, sin que medie atención o cuidado por su parte. Aunque se detraiga una parte de estos ingresos para sufragar los gastos del Estado, no se perjudicará actividad económica alguna [...]. Por consiguiente, la renta de los solares y la renta ordinaria de la tierra son, quizá, las dos clases de ingresos más aptas para ser gravados mediante un impuesto específico” (Smith, 1988[1776]: 870).
Con todo, Smith considera que las rentas de los solares urbanos, que
cree bastante más cuantiosas que las rentas agrarias o rentas comunes de la
tierra, son aún más adecuadas que éstas como objetos de imposición, pues
en las rentas vinculadas a los solares urbanos no se da el problema de que
parte de la renta responda a la inversión realizada en mejoras
[11]
, y además son en gran medida consecuencia del buen gobierno. En
cualquier caso, Smith destaca que, en general, los impuestos sobre la renta de
la tierra –ya sea ésta agrícola o urbana– son pagados por el
propietario, y no tienden a disminuir la cantidad ni a elevar el precio del
producto.
3.2.
Más allá de Ricardo: James Mill y la renta pura de la tierra
Una vez expuesta su teoría de la renta diferencial, Ricardo había
dejado escrito en sus Principios de
Economía Política y Tributación [1817]:
“un impuesto sobre la renta de la tierra afectaría a ella exclusivamente: recaería por entero sobre los terratenientes y no podría ser transferido a ninguna clase de consumidores. El propietario no podría elevar la renta, porque con el impuesto no se altera la diferencia entre le producto obtenido en la tierra menos productiva de las que se cultiven y el obtenido en la tierra de cualquier otra calidad [...] El impuesto no podría tampoco elevar el precio del producto” (Ricardo, 1973[1817]: 143).
Es decir, según Ricardo un impuesto sobre la renta pura de la tierra
no afectaba a los precios naturales (pues la renta en ningún caso formaba
parte del coste de producción) y no era trasladable ni a consumidores ni a
arrendatarios, recayendo únicamente sobre los terratenientes. De este modo,
el funcionamiento del sistema económico no parecía verse afectado en
absoluto, y además, los ingresos del Estado se obtenían por esta vía
gracias a una renta “no ganada”, fruto del simple crecimiento de la
población en un contexto de tierra fértil escasa y sujeta a la ley de los
rendimientos decrecientes. Tan peculiares características, en principio,
otorgaban un enorme atractivo a este tipo de tributo.
Con todo, en la práctica se planteaba un problema importante: la renta
total pagada por el arrendador al terrateniente no sólo incluía la renta
pura, sino también lo que se “paga por el uso de los edificios,
instalaciones, etc., y son realmente beneficios del capital del propietario”
(p.144). De esta forma, si no se distinguían bien ambos componentes el
impuesto podría acabar perjudicando al cultivo, “a menos que se elev[ara]
el precio del producto”, en cuyo caso el tributo sería trasladado a los
consumidores.
Hasta aquí las consideraciones realizadas por Ricardo sobre la
posibilidad de gravar la renta de la tierra. Sin embargo, dado el corolario de
su teoría de la renta diferencial –la existencia de un ingreso “no ganado”–
era lógico deducir la conveniencia de una medida de política fiscal más
radical que la que había apuntado el propio Ricardo, y el encargado de
hacerlo fue James Mill (1773-1836), que propuso la confiscación de todos los
incrementos de la renta pura. En general, Mill siguió fielmente a Ricardo en
los aspectos tributarios, pero en el caso concreto del impuesto sobre la renta
de la tierra fue más allá de las recomendaciones políticas de su amigo
[12]
. Así, en la sección 5 del capítulo IV de sus Elementos
de Economía Política [1821] discutió en detalle su propuesta fiscal,
incidiendo en sus excelencias teóricas: el hecho de no afectar a la industria
del país ni distorsionar la libre asignación del capital, permitiendo al
mismo tiempo que los trabajadores disfrutasen del total de sus salarios y los
capitalistas del total de sus beneficios
[13]
(J. Mill, 1965[1821]: 248-9). Poco tiempo después, ya en el
terreno práctico, Mill pretendió convertir su impuesto sobre la renta de la
tierra en la base del sistema fiscal de la India
[14]
.
3.2.1.
La propuesta de confiscación de los incrementos de renta y la postura de
Ricardo
James Mill sostuvo que, con objeto de sufragar los gastos de Estado, se
deberían confiscar los incrementos futuros de la renta pura de la tierra,
pues –según él– las rentas vigentes determinaban el precio pagado por la
tierra
[15]
, mientras que cualquier aumento futuro en la renta era una simple
bonificación al propietario (J. Mill, 1965[1821]: 253). Evidentemente, Mill
se equivocaba en su argumentación, pues la expectativa de una corriente
creciente de ingresos se refleja en el precio, algo que más tarde
reconocería su hijo.
James Mill llegó incluso a defender que toda medida legislativa que
aumentara el valor de la tierra supusiera el correspondiente gravamen sobre el
excedente resultante (p. 251). Ricardo, sin embargo, desaprobaba en términos
generales la idea milliana de gravar los incrementos de la renta pura. En una
carta de 1821 en la que comentaba críticamente a James Mill sus Elementos
de Economía Política, Ricardo exponía tres argumentos distintos. En
primer lugar, no creía posible discernir qué parte del aumento de la renta
era consecuencia de la legislación o del crecimiento de la población, y
cuál era debida a la introducción de mejoras. En segundo lugar, sostenía
que en países nuevos “habría un periodo, más o menos largo, en el cual no
existiría renta, y por tanto no habría ingreso público” (Ricardo,
1965[1821]: 96). Por último, en tercer lugar, era de la opinión de que un
impuesto como el que proponía Mill conduciría al fraude y al juego con las
tierras: “la tierra se vuelve una gran fuente de ingresos fiscales, su
precio fluctúa ante las perspectivas de paz o guerra (puesto que la guerra
requiere ingresos extra) y el resultado es la especulación” (O´Brien,
1989: 348). En palabras del propio Ricardo:
“Al
aproximarse la guerra, la tierra bajaría [de precio] en proporción a las
expectativas de duración de la misma, y con cada batalla o con cada tratado
la gente especularía según predominaran sus esperanzas o sus temores. La
tierra constituiría una propiedad tan incierta que no se podría hacer
ninguna disposición de ella, emanada de su posesión, a favor de los hijos”
(Ricardo, 1965[1821]: 96).
Ricardo concluye abogando por mantener el sistema vigente de
tributación antes que introducir un impuesto sobre la renta de la tierra como
el defendido por Mill. Y puestos a innovar, en vez del citado tributo prefiere
la nacionalización completa, esto es, “considerar
al gobierno en todo tiempo, tanto en la guerra como en la paz, el poseedor
único de la tierra, y el único con derecho a recibir toda la renta” (p.
96).
Aparte de Ricardo, entre los clásicos el principal crítico de los
argumentos de Mill padre fue John Ramsay McCulloch (1789-1864), que volvió a
subrayar lo que ya había apuntado Ricardo, esto es, la dificultad para
delimitar la renta neta (o pura) dentro de la renta bruta total que recibía
el terrateniente, y por tanto, el consiguiente peligro de desincentivar la
introducción de mejoras en la tierra. McCulloch también indicó que el hecho
de otorgar un lugar preeminente en el sistema tributario al impuesto sobre la
renta de la tierra supondría una violación del criterio de justicia
intersectorial, al gravar sólo una clase de propiedad
[16]
(O´Brien, 1989: 348)
y a una clase de personas, la cuales podían haber comprado sus tierras con
ahorros acumulados mediante años de trabajo.
En otro orden de cosas, McCulloch –que admitía la idea de Mill de
que en países como Estados Unidos el Estado retuviera en propiedad pública
las tierras aún no apropiadas privadamente para beneficiarse así del
incremento secular de las rentas
[17]
–, señaló que había otras fuentes de ingreso que, al igual que
la renta, podían aumentar por economías externas, y por tanto era difícil
saber donde detenerse a la hora de fijar un impuesto (Blaug, 1975: 278;
Schwartz, 1968: 359n). Sin embargo, James Mill no entendió esta idea que
McCulloch había desarrollado para el suplemento de 1824 de la Encyclopaedia
Britanica (en un artículo titulado “Taxation”), y en la segunda
edición de sus Elementos [1824] se
limitó a recalcar que los beneficios del capital nunca eran ingresos “no
ganados” –o ganados sin esfuerzo–, puesto que el capital era siempre
resultado del trabajo humano
[18]
(J. Mill, 1965[1821]: 253-4). Mill hijo sí entendió la crítica
de McCulloch, pero –como se verá en el próximo apartado– la desestimó.
3.2.2.
La India y el intento de aplicación práctica de las ideas fiscales
de James Mill
En 1820 Mill entró a formar parte de la Compañía de las Indias
Orientales, en la que acabarían trabajando también tres de sus hijos, entre
ellos J.S. Mill. En principio, resulta chocante que James Mill decidiera
integrarse en una organización que tanto había criticado anteriormente por
su monopolio comercial. Sin embargo, la Compañía le ofrecía una oportunidad
única para poner en práctica sus ideas, y Mill pasó a justificar la
existencia de la misma una vez que ésta hubo perdido su monopolio comercial y
su papel quedó reducido al de administración y al ejercicio de la soberanía
[19]
.
En efecto, el propio Mill era consciente de que un buen gobierno de los
territorios bajo jurisdicción de la Compañía de las Indias Orientales –con
casi sesenta millones de personas– otorgaba una enorme capacidad para
influir en la esfera de la felicidad humana. Se trataba de un inmejorable “campo
de experimentación”, con una libertad de maniobra para aplicar (probar) los
últimos avances de la teoría económica muchísimo mayor que la que hubiera
llegado a tener nunca en su propio país.
Mill consideraba que la India había sido siempre una zona atrasada,
dominada por un despotismo primitivo, y que sólo bajo la tutela británica
podría salir adelante. De hecho, en su monumental Historia
de la India británica [1817], sostuvo que la difundida idea ilustrada de
que una vez había existido una gran civilización india que había entrado en
decadencia por alguna misteriosa razón, era un mito (Rodríguez Braun, 1989:
111). Los indios eran incapaces de gobernarse a sí mismos, y por tanto, la
posibilidad de una asamblea legislativa india debía rechazarse de plano. A
cambio, el paternalista Mill proponía “una forma sencilla de gobierno
arbitrario, atemperado por el honor europeo y por la inteligencia europea” (cit.
en Rodríguez Braun, 1989: 111).
El objetivo declarado del utilitarista Mill era elevar el nivel general
de vida de la población india. Es decir, poner a la India en una senda de
crecimiento económico sostenido haciendo que la gran masa de la población
pudiera participar de los frutos del progreso. A su juicio, entre las razones
que explicaban el atraso del país –y sobre las que habría que incidir–
estaba el problema cultural (supersticiones, tradiciones, etc.) y la falta de
educación. Pero también el sometimiento en el pasado a gobiernos opresivos y
arbitrarios, bajo los cuales los frutos del trabajo no habían estado seguros,
sujetos a sistemas tributarios desincentivadores de la laboriosidad y la
acumulación de capital.
Pues bien, el instrumento básico de política pública para la India
sería –según Mill– el impuesto sobre la renta pura de la tierra. Este
tributo tenía una base “científica” –la teoría de la renta
diferencial ricardiana– y, sin afectar a salarios y beneficios, permitiría
al Estado disponer de una fuente creciente de ingresos para promover la mejora
pública, básicamente a través de la creación de un entramado institucional
favorable a la expansión económica (mantenimiento de la ley y el orden y
garantía de ciertos servicios administrativos)
[20]
. Pero la renta de la tierra no sólo supondría una fuente de
ingresos, sino que también marcaría los límites de las obligaciones
fiscales que podría imponer el gobierno sin contribuir a elevar los costes de
producción.
En cualquier caso, lo más llamativo de la concepción de James Mill
es, quizá, su firme convencimiento de que las herramientas analíticas
empleadas por los clásicos para investigar los condicionantes del crecimiento
económico en Gran Bretaña podían ser utilizadas también en un entorno
institucional tan radicalmente diferente como el de la India, lo cual era
verdaderamente dudoso. Como señala Barber (1969), por una parte estaba el
hecho de que la India era una colonia, y por tanto, su economía estaba
supeditada a una metrópoli que restringía sus posibilidades comerciales en
beneficio propio, y que se apropiaba de una parte del producto indio que de
otro modo podría haber servido para fomentar la acumulación interna de
capital
[21]
.
Por otra parte, el modelo clásico sobre el funcionamiento de la
economía estaba construido sobre el presupuesto implícito de una estructura
económica bien articulada y muy monetizada. En Gran Bretaña, la tierra
estaba mayoritariamente en manos privadas, había mercados regulares de
productos y factores, existía una sencilla división en clases bien
definidas, y las fuerzas del mercado establecían participaciones en el
ingreso identificables como salarios, beneficios y rentas. Por contra, en el
caso indio la economía –agraria y basada en la tradición más que en el
mercado– estaba muy atrasada, y tanto las prácticas agrícolas como el
sistema de tenencia de la tierra diferían por completo de los de la
Inglaterra de la Revolución Industrial. Las labores agrícolas se realizaban
con trabajo familiar no remunerado, los mercados de productos agrícolas
estaban lejos de su pleno desarrollo, no había mercados organizados de
trabajo y capital, y las participaciones distributivas en las que se basaba la
economía clásica no eran claramente identificables. Además, en la India de
comienzos del siglo XIX no existía una clase social capitalista, que en el
modelo de crecimiento clásico realizaba la esencial labor de ahorro y
acumulación; sí había individuos aislados de grandes recursos económicos,
pero no se comportaban como inversores productivos, en tanto que la mayor
parte de la población apenas tenía capacidad de ahorro
[22]
(Barber, 1969: 95).
Con todo, aun reconociendo la existencia de las peculiares
características de la economía india, Mill creía en la validez universal de
la teoría ricardiana: en todas las
sociedades la renta nacía de las diferencias en fertilidad de las tierras, y
sólo era necesario evaluarlas. Es decir, el problema de la puesta en
práctica del impuesto milliano sobre la renta de la tierra era
fundamentalmente técnico, e inicialmente la fijación de las cuantías a
pagar podría hacerse utilizando un simple procedimiento de “prueba y error”
(dadas las enormes dificultades
[23]
que supondría optar por la vía del análisis del poder
productivo de parcelas concretas) (Barber, 1969: 96).
Richard Jones (1790-1855), sucesor de Malthus como profesor de
economía política en Haileybury, fue quien criticó con mayor dureza las
intenciones de Mill de gravar la renta de la tierra: en una economía como la
india, la exigencia de una obligación fiscal fija en términos monetarios,
aparte de ser difícil de satisfacer dadas la baja monetización y las
importantes fluctuaciones estacionales en la producción, probablemente
deprimiría el nivel de vida, elevaría los costes de producción, y
eliminaría todo posible incentivo a acumular capital. Es decir, los efectos
serían exactamente los contrarios a los previstos por Mill (p. 97-8).
Los hechos parecieron dar la razón a Jones en aquellas partes de la
India en las que se siguieron las recomendaciones realizadas por Mill. A pesar
de todo, la influencia de la aproximación milliana a los problemas de la
India pervivió durante mucho tiempo. Aún a finales del siglo XIX sus ideas
eran propuestas como modelo a seguir en el África Occidental.
3.3.
J. S. Mill, la imposición sobre la renta y la “Land Tenure Reform
Association”
Como señalan Ekelund y Hébert (1992: 227), J.S. Mill intentó
combinar un concepto de justicia social con la economía de mercado. Por eso,
las reflexiones sobre la propiedad de la tierra (división de las fincas más
extensas mediante la abolición de la primogenitura, severas restricciones de
la facultad de legar, apropiación estatal de los incrementos de la renta
pura, etc.) no son aspectos aislados en su obra, sino que se enmarcan dentro
de su preocupación genérica por la reforma social y la igualdad de
oportunidades, que, entre otras cosas, le llevó a defender la igualdad de la
mujer, la educación pública, la pertinencia de la acción sindical, la
progresividad en materia de impuestos sobre herencias, o la exención de
determinados niveles de renta del pago de tributos. Además, no hay que
olvidar que J.S. Mill prestó atención a las doctrinas socialistas (de Owen,
Fourier, Saint-Simon, etc.) y las discutió con cierto detenimiento.
3.3.1.
La renta pura de la tierra y la justicia tributaria
Como se ha visto en la parte de la discusión teórica sobre la renta,
aunque J.S. Mill admitía la posibilidad de que la tierra tuviera usos
alternativos, no desarrolló este aspecto y, a la manera ricardiana, tendió a
suponer que en general la tierra de un país –tomada como un todo– tenía
un único empleo, la producción de grano. Precisamente de acuerdo con esta
idea planteó su propuesta fiscal: era partidario de gravar los futuros
aumentos de la renta pura de la tierra –según las necesidades de la
Hacienda– con un tipo único por unidad de superficie, sin afectar en
ningún caso a los rendimientos derivados de las mejoras introducidas en las
parcelas. En realidad, éste era el mismo planteamiento que había realizado
su padre James Mill, aunque añadiendo algunos aspectos concretos referentes
al problema de la aplicación práctica. En cualquier caso, es importante
resaltar –como hace Schwartz (1968: 359n)– que los Mill no defendían un
impuesto sobre las plusvalías de capital de las tierras, sino sobre los
incrementos de las rentas ricardianas, un objeto imponible hasta entonces
olvidado: se trataba de establecer “un impuesto que, absteniéndose de
gravar las rentas existentes, se contenta con apropiarse de cualquier aumento
futuro que resultara de la acción de causas naturales” (Mill, 1985[1848]:
705).
Para J.S. Mill (1985[1848]: 705) resultaba evidente que un “impuesto
especial sobre un ingreso de cualquier clase que no est[uviera] contrapesado
por impuestos sobre otras clases [era] un ultraje a la justicia”. Sin
embargo, el aumento de la renta pura de la tierra era un ingreso que admitía
perfectamente un trato discriminatorio al no ser fruto del trabajo humano, y
por tanto, no ser justificable como propiedad privada (Mill, 1985[1848]: 216).
El siguiente párrafo es rotundo en este sentido:
“El
progreso ordinario de una sociedad cuya riqueza aumenta está siempre
tendiendo a aumentar los ingresos de los terratenientes, a darles una mayor
cantidad y una mayor proporción de la riqueza de la comunidad,
independientemente de cualquier molestia o gasto en que incurran. Puede
decirse que se enriquecen mientras
duermen, sin trabajar, arriesgar o economizar. Según
el principio general de la justicia social, ¿qué derecho tienen a ese
aumento de sus riquezas? ¿En qué se les habría perjudicado si la
sociedad se hubiera reservado, desde un principio, el derecho de gravar con un
impuesto el crecimiento espontáneo de la renta, hasta el máximo requerido
por las exigencias financieras? (J.S. Mill, 1985[1848]: 700) [las cursivas no
aparecen en el texto original].
Sólo el aumento de la renta debido a la inversión de capital
realizada por los propietarios en sus predios –que en realidad era un
rendimiento sobre el capital invertido– debía tener derecho a igual trato
fiscal que otros rendimientos. De esta forma no se desincentivarían
fiscalmente las mejoras
[24]
. Por otra parte, el impuesto sobre los incrementos de renta pura
tenía la ventaja de que, en principio, tampoco desincentivaba la
reasignación de tierras hacia usos más lucrativos, al no afectar a las
diferencias de precios entre las tierras
[25]
.
Además, Mill insistía una vez más en lo ya señalado por Ricardo y por su
padre: el impuesto no era trasladable y no afectaba al precio de los productos
agrícolas, que en cualquier caso quedaba determinado por el costo de
producción –en términos de salarios y beneficios– en las tierras menos
fértiles que no generaban renta (Mill, 1985[1848]: 705).
En cualquier caso, Mill parecía olvidar que la renta, además de por
las circunstancias generales de la sociedad y por las mejoras realizadas por
el terrateniente, podía incrementarse por otras razones, como la
construcción de una carretera en terrenos colindantes (es decir, como
consecuencia del disfrute de beneficios externos debidos a la buena situación
de las parcelas). Sin embargo, Schwartz (1968: 360) opina que Mill quería
eximir explícitamente de la tributación los beneficios derivados de la
especulación de la tierra, y que, además, se refería al aumento general
de las rentas como razón de ser de los impuestos sobre la tierra (y no a
incrementos de rentas en parcelas individuales y concretas).
Aparentemente, el hecho de que el nuevo impuesto sólo gravase los futuros incrementos de las rentas puras podía ser una buena forma
de hacer viable su adopción, esto es, aceptable a los ojos de los
propietarios. Además, El propio J.S. Mill afirmaba terminantemente que los
propietarios, tanto si habían comprado las tierras con el fruto de su trabajo
como si no, tenían
“derecho a no ser desposeídos [de su parcela] sin recibir su valor en dinero o una renta anual igual a la que obtenían de su propiedad [...]. Con esta limitación, el Estado es libre de usar la propiedad de la tierra en la forma más conveniente para los intereses de la comunidad, incluso al extremo, si fuera necesario, de expropiarla por completo” (Mill, 1985[1848]: 220).
Ahora bien, en realidad ni aún gravando sólo los incrementos futuros
de la renta los “derechos adquiridos” quedaban totalmente salvaguardados: incluso suponiendo que fuera posible identificar con claridad los
aumentos de renta pura, el hecho de gravar dichos aumentos afectaría al valor
actual de la tierra, pues éste último comprende tanto la renta actual como
los incrementos esperados de la renta actualizados al tipo corriente de
interés
[26]
.
Con todo, el principal problema del impuesto propuesto por J.S. Mill y
su padre era la identificación de las rentas ricardianas, es decir, separar
–dentro de la renta total obtenida por el propietario– la parte que era
renta pura de la que correspondía a mejoras. Se trataba de buscar una medida
de carácter general, huyendo de la evaluación parcela por parcela. Pues
bien, en vez de optar por la complicada vía de la valoración directa
[27]
, J.S. Mill propuso en sus Principios
de Economía Política una solución indirecta: si el precio medio de los
productos agrícolas había aumentado, “sería seguro que las rentas [puras]
habían aumentado, e incluso en mayor proporción que la subida del precio”
(Mill, 1985[1848]: 700). Y es que según el modelo ricardiano que servía de
base a Mill, cualquier aumento de capital y población –a menos que se
introdujeran mejoras técnicas que compensasen la disminución de la
productividad– elevaría el precio del trigo, y por tanto, la renta; es
decir, en condiciones favorables todas las rentas del país se incrementaban
en parecida proporción. En fin, Mill concluía que, “basándose en éstos y
otros datos –que no especificó– podría hacerse un cálculo aproximado de
lo que había aumentado el valor de la tierra del país por causas naturales”,
y podría imponerse una “contribución general sobre la tierra, que, por
temor a equivocarse [y afectar al rendimiento derivado de las mejoras],
debería ser inferior al importe así calculado” (p. 700).
J.S. Mill también parece haber considerado por un momento la
posibilidad de utilizar como indicador “el aumento general del precio de la
tierra” –en vez del precio de los productos agrícolas– (Mill,
1985[1848]: 701), pero finalmente no adoptó esta alternativa, que por otra
parte presentaba claros inconvenientes. Por un lado, no permitía distinguir
entre plusvalía pura e incrementos derivados del esfuerzo productivo, y por
otro, llevaba a gravar cada incremento anual del valor de la tierra, a pesar
de que el aumento de renta pudiese estar concentrado de hecho en un solo
periodo.
Ya al final de su vida, Mill volvió a ocuparse del problema de cómo
distinguir los incrementos de renta pura de los debidos a mejoras, añadiendo
algunas consideraciones interesantes. En primer lugar, Mill pensaba que en un
país de pequeños propietarios tal distinción sería muy difícil, pues las
mejoras que éstos introducían eran resultado de una continua e imperceptible
aplicación de su propio trabajo y de pequeños ahorros. En otros palabras:
las mejoras en estos casos no suponían grandes obras ni un importante gasto
monetario en momentos puntuales. Sin embargo, Gran Bretaña era más bien un
país de grandes y ricos terratenientes, y las mejoras en la tierra que éstos
llevaban a cabo se realizaban con importantes desembolsos monetarios y con de
la participación de superintendentes e ingenieros, por lo que sería fácil
llevar un registro de tales operaciones que incluyera su coste. Además, si en
muchas partes de Inglaterra era costumbre compensar al arrendatario por los
mejoramientos temporales que éste había introducido, ¿por qué iba a ser
imposible valorar las mejoras permanentes? (Mill, 1986c[1873]: 1242).
Mill proponía que se realizara una encuesta en todo el país en la que
se recogieran las condiciones y rendimientos de cada propiedad, y que dicha
encuesta se renovara cada diez o veinte años, dando al terrateniente la
posibilidad de probar que los datos en ella consignados eran incorrectos (p.
1243). Una encuesta de este tipo no supondría más dificultades para el
Gobierno de las que ya implicaban muchas de las tareas que éste desempeñaba.
Además, en muchos países de Europa la valoración de la tierra con fines
fiscales era práctica habitual (Mill, 1988b[1873]: 430).
3.3.2.
La “Land Tenure Reform Association” y la postura de J.S. Mill frente la
nacionalización de la tierra
Hasta su muerte [1873], J.S. Mill “dedicó una parte importante de su
actividad pública a la cuestión de la tierra”, y “su postura en este
tema atrajo mucha atención en su tiempo” (Schwartz, 1968: 363). En 1869 se
fundó la “Land Tenure Reform Association” (Asociación para la reforma de
la tenencia de la tierra), con el objetivo declarado de conseguir una reforma
fundamental del sistema de propiedad de la tierra y con J.S. Mill de
presidente. En 1870 apareció el Programa de la Asociación
[28]
–probablemente redactado por el propio Mill–, donde, además
de gravar los futuros incrementos de las rentas puras de la tierra, se abogaba
por la abolición de todos los obstáculos a la transmisión de la propiedad
rústica –incluidos mayorazgos–, el empleo de tierras –adquiridas por el
Estado o pertenecientes a corporaciones de derecho público– para establecer
cooperativas agrícolas y favorecer la propiedad campesina, la conservación
de los montes comunales, y la concesión al Estado de facultades para mantener
propiedades que poseyeran especial belleza.
Aunque Mill apenas modificó en sus últimos años las opiniones que
había mantenido anteriormente, sí matizó y clarificó dos aspectos
concretos. En primer lugar, propuso un mecanismo para garantizar que el valor
de la tierra no se viera afectado negativamente por el establecimiento del
nuevo impuesto: el Estado debería ofrecer a los propietarios la posibilidad
de vender su tierra por el precio que ésta tuviera en el momento de
introducir el impuesto, manteniendo dicho ofrecimiento con carácter perpetuo;
además, debería compensar a los terratenientes por el incremento en el valor
de capital debido a mejoras costeadas de su propio bolsillo
[29]
(Mill, 1986b[1873]: 1234 y 1986c[1873]: 1239). Sin embargo, Mill
dejaba sin resolver otra cuestión importante a la que ya se ha hecho
referencia anteriormente: “el problema no residía en la tierra tomada en
conjunto, sino en parcelas individuales afectadas por desarrollos sociales, es
decir, que grosso modo se trataba de
un problema urbano mucho más que de terrenos dedicados a la agricultura” (Schwartz,
1968: 364). Este hecho no deja de ser curioso, pues en algunos escritos
Mill alude a aumentos en el valor de tierras suburbanas originados por
el crecimiento de Londres, aunque ello no le lleva a aceptar que tales
propiedades mereciesen una evaluación individualizada (Mill, 1986b[1873]:
1233).
En segundo lugar, J.S.
Mill definió su postura respecto a la cuestión de la nacionalización (con
compensación) de la tierra, especialmente candente en aquellos años en que
dominaba un clima favorable al laissez-faire.
Mill se mostraba partidario de un amplio patrimonio inmobiliario para el
Estado. De hecho, la Asociación que presidía hizo campaña a favor de la
compra de tierras por el Estado para su posterior arrendamiento, en parte para
conseguir el apoyo de los trabajadores, que –según el propio Mill– eran
mayoritariamente favorables a una nacionalización total.
Sin embargo, en la Inglaterra del momento Mill no creía apropiada la
nacionalización de la tierra defendida por la “Land and Labour League”
–y en la que militaba Karl Marx. A pesar de todo, en 1871 el autor inglés
no negaba la posible conveniencia en un
futuro de la nacionalización (con compensación), revirtiendo las rentas
a la Real Hacienda
[30]
(Mill, 1986a[1873]: 1228). Esta idea sí suponía una evolución
importante respecto a sus opiniones de juventud o de la época de sus Principios [1848], poco
favorables en cualquier caso a una medida de ese tipo:
“Hablando
a título personal, debo decir que la cosa
podría hacerse fácilmente, caso de que fuese conveniente hacerla, y
no sé si nos tocará hacerla en el futuro; pero, por el momento,
decididamente no lo creo conveniente. Tengo una opinión tan pobre de la
gestión del Estado o municipio, que temo que tendrían que transcurrir muchos
años antes de que la renta recogida por el Estado fuese suficiente para pagar
la indemnización que justamente reclamarían los propietarios desposeídos.
Me temo que administrar toda la tierra de un país como éste desde instancias
públicas requiere un mayor grado de virtud e inteligencia públicas de la que
hasta ahora se ha conseguido” (Mill, 1988a[1871]: 419).
Como puede observarse, Mill creía que, incluso la opción de que el
Estado poseyera un amplio patrimonio inmobiliario –sin llegar a una
nacionalización total–, presentaba dificultades. En concreto, podía haber
problemas de asignación de recursos cuando la cantidad de tierra en manos
públicas hubiera crecido de forma considerable, dada la torpeza de la
administración pública. También era consciente de que, en caso de
nacionalizar la tierra, tendrían que transcurrir muchos años antes de que
los rendimientos obtenidos por el Estado fueran suficientes para pagar la
indemnización que legítimamente pudieran exigir los propietarios
[31]
.
Con todo, Mill no dudaba en afirmar: “mientras se permita que la
tierra sea propiedad privada (y yo no puedo considerar su apropiación como
una institución permanente), la sociedad parece obligada a garantizar que el
propietario únicamente hará de ella un uso tal que no interfiera con su
utilidad pública”; o, también: “un sistema de propiedad privada que fue
justo y razonable mientras la tierra era obtenible por todos, está en
justicia sujeto a reconsideración tan pronto como ésta sea insuficiente en
cantidad y haya sido absorbida por un pequeño número de propietarios”
[32]
.
Y es que Mill veía el derecho de propiedad privada sobre la tierra
como un derecho esencialmente limitado o condicionado por la utilidad
pública, la cual identificaba con el hecho de que la tierra estuviera siendo
adecuadamente cultivada. Por otra parte, a pesar de que la propiedad sobre la
tierra no fuese justificable desde el punto de vista del trabajo, a Mill
parecía convencerle suficientemente el argumento que más se utilizaba para
defenderla, a saber: que el mayor incentivo a la producción se lograba cuando
los individuos tenían derecho exclusivo sobre la tierra (Mill, 1986c[1873]:
1236).
De cualquier modo, J.S. Mill se negaba a extender su cuestionamiento de
la propiedad de la tierra a la riqueza mobiliaria, quizá por considerar que
ninguna otra posible renta tenía la generalidad y la persistencia de la del
suelo. Así, a las objeciones de que las acciones de las compañías públicas
a menudo sufrían alzas considerables por simple especulación, o de que los
salarios de los trabajadores aumentaban a menudo sin un incremento de la
habilidad o del esfuerzo, contestaba:
“otra
propiedad distinta de la de la tierra puede, sin duda, aumentar su valor sin
esfuerzo alguno por parte de su poseedor. Pero no conozco ninguna propiedad de
cierta importancia que aumente [...] por una especie de ley natural [...]. Sin
mencionar que la tierra es un don de la Naturaleza y en cantidad limitada”
[33]
.
Como puede verse, la influencia ricardiana sobre Mill en la cuestión
de la tierra fue notable, hasta el punto de que fue en este aspecto donde
menos amplió las teorías económicas de Ricardo. Dicha influencia se deja
notar especialmente en el hecho de considerar “la tierra en su conjunto como
un monopolio natural, aun cuando la propiedad estuviese subdividida, por ser
de oferta inelástica” (Schwartz, 1968: 368).
4.
HENRY GEORGE Y EL IMPUESTO ÚNICO: EPÍLOGO DE LA ESCUELA CLÁSICA
La figura de Henry George, su obra y su influencia han sido objeto de
análisis específico en un Documento de Trabajo anterior
[34]
, al que se remite al lector interesado. Baste recordar aquí que,
partiendo de una modificación del modelo ricardiano –del que eliminó la
teoría del fondo de salarios y el principio maltusiano de la población–,
George defendió la confiscación de la totalidad de la renta pura de la
tierra a través de un impuesto único que sustituyera al resto de tributos.
El impuesto único era para George una auténtica panacea mediante la que
vincular eficiencia, equidad y bienestar social: permitiría
eliminar la pobreza, devolver a la comunidad lo que en justicia le
correspondía, corregir las fluctuaciones cíclicas derivadas de la
especulación con la tierra, eliminar los desincentivos al trabajo y al
capital provocados por los impuestos que gravaban sus rendimientos, y
simplificar y abaratar el funcionamiento del sistema fiscal.
5.
LA NACIONALIZACIÓN DE LA TIERRA EN LA TRADICIÓN SOCIALISTA
5.1.
La tierra en los orígenes del socialismo: Babeuf, Spence y Hall
La pretensión de convertir la tierra en propiedad pública puede
encontrarse desde los inicios de la tradición socialista de la mano del ideal
igualitario. Entre los primeros alegatos en este sentido destacan
especialmente, por su carácter explícito, los de tres autores de finales del
XVIII: el francés Graco Babeuf y los ingleses Thomas Spence y Charles Hall.
Al acabar la época del Terror que siguió a la Revolución Francesa, Graco
Babeuf (1760-1797) y un pequeño grupo de seguidores, insatisfechos con los
resultados de una revolución que había beneficiado sobre todo al campesinado
individualista y a los especuladores, intentaron
dar un golpe de Estado cuidadosamente preparado –conocido como la “Conspiración
de los Iguales”–, cuyo objeto era derrocar al Directorio. Pero el complot
fue descubierto y los conspiradores guillotinados. Babeuf y sus seguidores
trataban de instaurar un nuevo sistema social basado en el Manifiesto
de los Iguales, que puede considerarse la primera declaración política
socialista. En el Manifiesto, donde
se aprecian marcadamente las huellas de la Utopía
de Tomás Moro, se proclamaba –junto al derecho universal a la
educación o la obligación general de trabajar– el derecho natural, igual
para todos los hombres, a gozar de los bienes producidos por la Naturaleza, y
se abogaba por la inmediata socialización de la tierra
[35]
. Asimismo, en el texto era clara la influencia de las ideas de
comunismo utópico de filósofos del siglo XVIII como Mably o Morelly, como
también era evidente la huella del Discurso
sobre el origen de la desigualdad entre los hombres [1755]
de Rousseau.
Thomas Spence (1750-1814) defendió la propiedad colectiva de la tierra
por comunidades locales, que deberían apoderarse de las propiedades
particulares y arrendar la tierra a los campesinos a cambio de una renta. Las
rentas recaudadas servirían para financiar los gastos de un gobierno muy
básico, encargado de las labores de administración y coordinación de una
federación libre de comunidades locales. En 1775 Spence presentó una primera
versión de este plan en Newcastle ante una sociedad filosófica, y en 1801 se
publicó la versión más acabada, con el título El
restaurador de la sociedad a su estado natural. En vida, Spence tuvo
escasos partidarios y sus ideas apenas atrajeron atención. A su muerte, sin
embargo, la sociedad “Spencean Philantropists” (creada en 1812) adquirió
cierta importancia política durante un breve periodo de tiempo. En cualquier
caso, la influencia real de su obra fue muy pequeña, aunque la figura de
Spence tiene hoy gran interés por estar en los orígenes del socialismo
británico (Cole, 1964: 31). De hecho, se le considera como el antecedente
directo de las reivindicaciones posteriores a favor de la nacionalización de
la tierra, pero sin base “científica” alguna. Sus argumentos eran
puramente filosóficos, centrados en que la ilegitimidad de la propiedad
particular sobre un bien con las características de la tierra.
Charles Hall (1745-1825), médico de profesión, es otro predecesor del
socialismo en Inglaterra que abogó explícitamente por la nacionalización de
la tierra sin apenas repercusión inmediata. En 1805 publicó Los efectos de la civilización, un libro que pasó prácticamente
inadvertido hasta su segunda edición en 1850. Para Hall, lo que generalmente
tendía a llamarse “civilización” nacía de la acumulación de propiedad
en manos de unos pocos, que hacían uso de ella para explotar a los
desposeídos. En efecto, el desarrollo fabril apartaba del campo a los
trabajadores necesarios para el cultivo de la tierra, con lo que los alimentos
escaseaban, aumentaban de precio, y se creaba una masa de trabajadores
empobrecidos que, para sobrevivir, se veían obligados a vender su trabajo a
los ricos propietarios sin apenas poder de negociación, de forma que los
éstos podían comprarlo pagando sólo una octava parte de su verdadero valor
en horas de trabajo
[36]
.
La clave de todos los males, para Hall, estaba en la propiedad privada
de la tierra, que siendo la base fundamental de la desigualdad y del
empobrecimiento sociales, degeneraba en violencia y en una oposición completa
entre los intereses de los propietarios y los de los trabajadores. Un gran
terrateniente consumía improductivamente tanto como podría mantener a ocho
mil personas. Él obtenía todo del trabajo de los pobres, mientras éstos se
veían forzados a salarios de miseria por el aumento de las rentas
[37]
. Por tanto, la tierra debía convertirse en propiedad pública y
“entregarse a pequeños agricultores para un cultivo intensivo”. Al mismo
tiempo, la producción industrial debía limitarse para satisfacer las
necesidades de una población que viviera frugalmente de lo que producía la
agricultura (Cole, 1964: 42).
5.2.
Marx
Según el Manifiesto Comunista [1848],
la primera de las medidas que debería ser puesta en práctica en los países
avanzados, una vez alcanzada la dictadura del proletariado, sería la “expropiación
de la propiedad territorial y [el] empleo de la renta de la tierra para gastos
del Estado” (Marx y Engels, 1981[1848]: 129). Y es que la elevación del
proletariado a clase dominante y la transformación radical del modo de
producción capitalista sólo podrían lograrse mediante “una violación
despótica del derecho de propiedad y de las relaciones burguesas de
producción”.
La postura de Marx (1818-83) era, por tanto, bastante más extrema de
lo que pudiera indicar su pertenencia a la “Land and Labour League”, de la
que era miembro fundador y que se escindió muy pronto de la “Land Tenure
Reform Association” que presidía J.S. Mill
[38]
. Según el programa de la “Land and Labour League”, más
radical en términos generales que el de la Asociación, “la tierra debía
nacionalizarse y las rentas pagarse a Hacienda, compensándose
a los propietarios”. Esto último, sin embargo, no parece concordar con
la postura marxiana sobre la sociedad del futuro recogida en el Manifiesto, donde se transmite claramente la idea de expropiación
por la fuerza sin indemnización.
El texto más explícito de Marx sobre la nacionalización de la tierra
es un artículo del mismo título escrito en inglés en 1872 para el
periódico The International Herald,
en un momento en que el debate sobre dicha cuestión vivía momentos álgidos,
y habiendo publicado ya el primer volumen de su obra fundamental, El Capital [1867]. El artículo comienza señalando que “la
propiedad de la tierra es la fuente original de toda la riqueza y se ha
convertido en el gran problema de cuya solución depende el porvenir de la
clase obrera” (Marx, 1981[1872]: 305). La cuestión de base, según Marx, es
la falta de legitimidad del derecho de propiedad privada sobre la tierra
[39]
, dado que éste deriva inicialmente de la conquista y del empleo
de la fuerza bruta, y ha sido a
posteriori cuando se le ha intentado revestir de respetabilidad y
estabilidad, bien equiparándolo a un derecho natural, bien haciéndolo
expresión del consentimiento universal.
Marx cree la nacionalización inevitable por dos razones básicas.
Primero, pone en duda el supuesto consentimiento universal respecto a la
propiedad privada de la tierra: ésta debería desaparecer cuando “la
mayoría de la sociedad no quiera más reconocerla”. Segundo, considera que
“el
desarrollo económico de la sociedad, el crecimiento y la concentración de la
población, que vienen a ser las condiciones que impulsan al granjero
capitalista a aplicar en la agricultura el trabajo colectivo y organizado, a
recurrir a las máquinas y otros inventos, harán cada día más que la
nacionalización de la tierra sea ‘una necesidad social’, contra la que resultarán sin efecto
todos los razonamientos acerca de los derechos de propiedad” (Marx,
1981[1872]: 306).
Es decir, en un contexto de demandas alimentarias de la población
continuamente crecientes y de constante aumento de los precios de los
productos agrícolas, la nacionalización se convierte en necesidad
social porque –de acuerdo con Marx– el logro de una mayor producción
sólo puede conseguirse haciendo uso de métodos modernos (riego, productos
químicos, arado de vapor, etc.), y éstos, a su vez, “sólo pueden
aplicarse con éxito si se cultiva la tierra en gran escala”. Todo ello
lleva a Marx a concluir: “¿acaso la agricultura a escala nacional no daría
un impulso mayor a la producción?” Por otra parte, las exigencias que
plantea “un crecimiento diario de la producción” no pueden ser
satisfechas “cuando un puñado de hombres se halla en condiciones de
regularla a su antojo y con arreglo a sus intereses privados, o de agotar por
ignorancia el suelo” (p.306). Los errores y abusos –disminuciones
especulativas de la producción– serán imposibles cuando la tierra se halle
bajo el control directo de la nación y en beneficio de la misma.
Respondiendo a algunos planteamientos socialistas realizados durante la
celebración de la Primera Internacional (1864-78),
Marx niega la conveniencia de una simple reforma agraria consistente en
nacionalizar primero la tierra para luego repartirla equitativamente entre
trabajadores rurales asociados, porque –a su juicio– ello significaría
subordinar de nuevo la sociedad a una sola clase de productores. Además,
sólo si la tierra se convertía en “propiedad de la nación misma”
podría acabarse verdaderamente con el modo de producción capitalista,
desapareciendo así la base económica en la que descansaban buena parte de
los privilegios de clase y “la vida a costa del trabajo ajeno”. Con la
llegada de la revolución llegaría también la expropiación de la tierra y
de los otros medios de producción, y como forma de organización económica
–en una de sus escasas referencias al orden económico del futuro– Marx
apunta la idea de planificación centralizada:
“La
agricultura, la minería, la industria, en fin, todas las ramas de la
producción se organizarán gradualmente de la forma más adecuada. La centralización nacional de los medios de producción será la base
nacional de una sociedad compuesta de productores libres e iguales, dedicados
a un trabajo social con arreglo a un plan general y racional” (Marx,
1981[1872]: 308).
Pero antes de que inevitablemente llegase la revolución, quizá podía
impulsarse por otros medios la nacionalización de la tierra, facilitando así
de antemano un cambio que en cualquier caso habría de producirse. Por ello
Marx promovió e impulsó la “Land and Labour League”, que abogaba por una
nacionalización “suave” –con compensación económica– en Inglaterra,
el país donde las condiciones para el cambio estaban más maduras:
“Francia,
[...] con su propiedad campesina, se
halla mucho más lejos de la nacionalización que Inglaterra con su sistema de
gran posesión de la tierra de los lores
[...], [pues] el fraccionamiento de los terrenos en pequeñas parcelas
cultivadas por gentes con pocos recursos [...] excluy[e] todo empleo de
perfeccionamientos agrícolas modernos, [y] hace, a la vez, que el propio
agricultor sea el más decidido enemigo del progreso social y, sobre todo, de
la nacionalización de la tierra. [...] [Por tanto,] Francia, en su estado
actual, no es, indiscutiblemente, el país en el que debemos buscar la
solución de ese gran problema” (Marx, 1981[1872]: 307).
5.3.
La vía democrática al socialismo y la nacionalización de la tierra
La idea de nacionalización de la tierra estuvo, por supuesto, presente
entre los comunistas y los socialistas más radicales, pero también fue
compartida por socialistas moderados que creían en una transición pacífica
hacia el socialismo basada en el sistema democrático, tanto revisionistas
[40]
como fabianos (no marxistas). Sin embargo, en ambos casos no se
abogaba por una nacionalización inmediata. La nacionalización era el ideal
final, y en la transición hacia dicho ideal se planteaba en primera instancia
el establecimiento de un impuesto sobre la renta de la tierra.
5.3.1.
Revisionismo: el caso de J.B. Justo
El socialista argentino Juan B. Justo (1865-1928), destacado a nivel
internacional y autor de la primera traducción española de El Capital, es un buen ejemplo de “socialista liberal”, defensor
de los derechos civiles y políticos, pacifista, antiimperialista, partidario
de la libertad de movimientos de personas, mercancías y capitales, y crítico
con muchas de las ideas marxianas (la interpretación dialéctica de la
historia, la teoría del valor trabajo, etc.) (Rodríguez Braun, 1999: 1 y
13).
La “socialización de los medios de producción” debía ser –según
Justo– el objetivo del proletariado tras conquistar el poder político por
medios pacíficos y democráticos. Pero hasta que la evolución de la cultura
política permitiera la consecución de dicho objetivo, proponía limitar la
propiedad del suelo a través del establecimiento de un impuesto sobre su
renta, ingreso que no tenía nada que ver con la retribución del propio
esfuerzo –algo sobre lo que Justo sí admitía la propiedad privada.
Crítico con los impuestos sobre los ingresos de trabajadores y empresarios y
con los impuestos indirectos (salvo sobre “vicios” como el tabaco o el
alcohol), Justo aspiraba a “utilizar el impuesto [sobre la renta de la
tierra] como mecanismo redistribuidor, para disolver la concentración de la
propiedad
[41]
y acercar la situación argentina a la de Estados Unidos, el país
donde según escribió en 1895 ‘el capitalismo se desarrolla hoy más grande
y más libre’” (Rodríguez Braun, 1999: 19-20). Con objeto de defender su
postura, que guarda evidentes paralelismos con la de Henry George, J.B. Justo
escribió un folleto titulado El
impuesto sobre el privilegio [1902], en el que señalaba: “Sólo el
interés hipotecario y la renta del suelo son privilegio puro, sin más
trabajo que el cobrarlos [...] La contribución directa de la renta [de la
tierra] es el impuesto ideal sobre el privilegio, como que lo grava en su
forma más pura y vulnerable”. La justicia social estaba por encima de
cualquier problema derivado del impuesto: “Si el impuesto sobre la renta del
suelo es una confiscación, tanto mejor. En esa confiscación tendiente a
devolver a la sociedad los medios propios de cumplir sus fines sociales, no
reconocemos más límites que el de las necesidades y aptitudes del gobierno”
(citado en Rodríguez Braun, 1999: 20).
5.3.2.
Hobson y los socialistas fabianos: la generalización de la teoría de la
renta
Tanto
los socialistas fabianos como Hobson intentaron generalizar el concepto
ricardiano de renta de la tierra –excedente no ganado– a otros factores de
producción, buscando justificar la extensión de la propiedad pública más
allá de la simple nacionalización de la tierra. También utilizaron la idea
del “excedente no ganado” para mostrar las adversas consecuencias
distributivas del que creían creciente carácter monopolístico del
capitalismo.
Los socialistas fabianos representaban a finales del siglo XIX al
socialismo no marxista, y acabaron teniendo una influencia decisiva en el
laborismo británico y en la socialdemocracia
[42]
. Como señaló Bernard Shaw, cuando nació el fabianismo el
socialismo era un espectro rojo, pero ellos consiguieron transformarlo en un
movimiento constitucional al que podían afiliarse los ciudadanos más
respetables sin poner en peligro el menor resquicio de su posición social o
espiritual.
Entre
los miembros más destacados de la Sociedad Fabiana, creada en 1884, estaban
el citado dramaturgo George Bernard Shaw (1856-1950), Sidney Webb (1859-1947)
y su esposa Beatrice (1858-1943), Graham Wallas, William Clarke o Annie Besant.
Más tarde otro nombre ilustre, el del novelista H. G. Wells (1866-1946),
pasaría a engrosar las filas del grupo hasta 1909. Se trataba de personas
acomodadas que compartían la idea –en términos de exigencia ética– de
la necesidad de una acción comunitaria a favor de los sectores sociales más
desamparados. Es decir, al principio no había un programa definido, sino
sólo el objetivo genérico de lograr una sociedad más justa a través de
reformas sociales concretas. Hasta 1889 no se publican los famosos Ensayos
fabianos, que pueden considerarse el documento programático del grupo, si
bien en 1887 habían aparecido ya las “Bases” de la Sociedad. Es cierto
que los fabianos compartían el escándalo moral de Marx frente a los males
del capitalismo –al que veían como causa de la desesperada pobreza, la
excesiva desigualdad y las condiciones inhumanas de trabajo–, y también
identificaban la institución de la propiedad privada como la principal fuerza
motivadora de dichos males (Durbin, 1988: 67). Pero, aparte de esto, diferían
en casi todo de la concepción marxiana.
Entre
sus principales rasgos definitorios estaba el hecho de abogar por reformas graduales
[43]
–y no revolucionarias– a través de la vía parlamentaria,
así como un fuerte sentido puritano de implicación y responsabilidad ante el
mundo en el que se vive. Además, los fabianos entendían que el medio
fundamental para llevar a cabo su labor debía ser la educación y la
propaganda por medio de artículos, folletos, conferencias e instituciones
[44]
. Su interpretación de la historia era económica, aunque opuesta
a la concepción de la misma como lucha de clases. El socialismo era el
aspecto económico del ideal democrático, pero ni la democracia ni el
socialismo eran fruto de la ideología, sino resultado de factores económicos
y materiales (Webb, 1985[1889]). Sin embargo, a pesar de esta suerte de
materialismo histórico, los fabianos no compartían la creencia marxista de
que el capitalismo había de colapsar necesariamente: reconocían que las
crisis periódicas eran endémicas, pero estaban más impresionados por el
espectacular crecimiento a largo plazo y los beneficios derivados del continuo
cambio tecnológico (Durbin, 1988: 67).
En
lo económico, abogaron por la gradual extensión de la propiedad pública
hasta llegar a una completa
socialización de la economía
[45]
. En primer lugar, porque no creían en el llamado mecanismo
espontáneo de la “mano invisible”. El mercado estaba en la raíz de la
anarquía económica que caracterizaba los arreglos económicos
contemporáneos: las decisiones económicas atomísticas partían de la base
de una ignorancia total o relativa, y la consecuencia lógica era la
descoordinación y la mala de organización de los medios de producción, con
duplicación de plantas y equipos y deficiente utilización de tierra y
capital. Igualmente, en el ámbito de la distribución y el intercambio de
productos se producía una innecesaria multiplicación de intermediarios y una
enorme cantidad de dinero malgastada en dar publicidad a productos rivales (Thompson,
1994: 205). Por todo ello, era precisa –según Webb– “la gradual
sustitución de la anarquía de la lucha competitiva por la cooperación
organizada”; la extensión de la propiedad colectiva permitiría una
producción ordenada y racional.
La
segunda razón por la que los fabianos defendían el avance de la propiedad
estatal era porque creían que la teoría de la renta diferencial de la tierra
de Ricardo –que habían aprendido de Henry George– era perfectamente
generalizable a otros ámbitos como el capital o la cualificación en el
trabajo
[46]
. Todas las rentas “no ganadas” que se generaban en la
economía debían socializarse para ser utilizadas con fines sociales (seguros
sociales, provisión de capital para inversión pública, etc.). La extensión
gradual de la propiedad pública sería el principal medio de lograr dicha
socialización, pero, en tanto que ésta avanzaba, los fabianos proponían
establecer impuestos progresivos para apropiarse de las rentas.
En este sentido, Bernard Shaw (1985[1889]: 188) afirma muy gráficamente lo
siguiente:
“Lo
que la consecución del socialismo implica económicamente es la transferencia
de la renta de la clase que actualmente la detenta a todas las personas.
Siendo la renta aquella parte del producto no ganado individualmente, éste es
el único método equitativo de disponer de ella”.
Por
otra parte, el carácter crecientemente monopolístico del capitalismo era –para
los fabianos– uno de sus principales defectos endémicos, y precisamente por
eso tenía sentido intentar generalizar la teoría ricardiana de la renta: se
trataba de poner de manifiesto las adversas consecuencias distributivas del
creciente poder de monopolio en la sociedad capitalista, dado que generaba
ingresos económicamente innecesarios y éticamente injustificables. Según
Clarke (1985[1889]), con el crecimiento de las sociedades anónimas y la
formación de trust la propiedad se
convertía en algo cada vez más divorciado de la función empresarial, y el
capitalismo en algo cada vez menos acorde con la democracia y el interés
público. Ello proporcionaba una clara justificación para la propiedad
pública de la industria. Por otro lado, sin embargo, la irresistible
tendencia a la concentración empresarial facilitaba las cosas: evidenciaba la
dirección colectivista de la evolución social, constituyendo una firme base
organizacional e institucional para una eventual sustitución del mercado por
el control y la planificación colectivos bajo los auspicios de un sistema
parlamentario. Además, la
clara tendencia a la separación entre propiedad y control en las sociedades
anónimas –donde la gestión quedaba en manos de asalariados– indicaba que
la expropiación de las empresas por parte del Estado no tenía por qué
suponer un trastorno en su funcionamiento
[47]
.
J.A.
Hobson (1858-1940) fue un economista heterodoxo muy ligado al los socialistas
fabianos, y especialmente conocido por su teoría del subconsumo. Estudió
clásicas en Oxford y hasta 1887 se dedicó a dar clases de latín y griego en
escuelas públicas. Es decir, nunca poseyó una formación académica en
Economía, lo que le valió el desprecio de la profesión. Su referencia
básica fue John Ruskin, a quien consideraba el “el más grande maestro
social de su tiempo”. Aunque militó en el partido liberal hasta la Primera
Guerra Mundial, al final de su vida estuvo ligado al laborismo. Sin embargo,
nunca fue un socialista al uso. La actitud de Hobson hacia el mercado fue
crítica, pero positiva en muchos aspectos (Thompson, 1994: 204).
En
el terreno de la distribución, Hobson rechazaba el análisis neoclásico de
la productividad marginal, pero también el análisis marxista de la
explotación. Como base de su propia teoría de la distribución, también
intentó generalizar –sin éxito– el concepto de renta de la tierra,
aplicándolo a otros factores productivos: cualquier forma de “renta”,
procedente de la propiedad o de ventajas educativas o sociales, podía
considerarse un excedente “no ganado”. Así, en términos macro, el
producto nacional obtenido con la participación de la tierra, el trabajo y el
capital podía ser dividido en tres partes (Hutchinson, 1967: 135-6): “mantenimiento”,
“desarrollo” y “excedente”. Es decir, lo estrictamente necesario para
mantener “la eficiencia, energía y buena voluntad para trabajar de los
factores existentes” en su estado normal, una “provisión para incrementar
estos factores y su efectividad a medida que [fuera] necesario para el
desarrollo económico”, y por último, un excedente improductivo que no
contribuía nada al sistema industrial o a su desarrollo. Precisamente, el
problema de la distribución surgía de que el sistema industrial generaba
más de lo necesario para su estricto mantenimiento; a través del Estado
había que intentar que, en lo posible, ese excedente fuera a promover el
desarrollo económico, en vez de favorecer a intereses concretos.
Sin
embargo, el elemento de remuneraciones mínimas o esenciales, tan importante
en la concepción de Hobson, es convencional, por lo que, su triple
clasificación “ofrece solamente tres cajas económicas bastante vacías e
irrellenables” (p. 136). De hecho, el propio Hobson reconocía las
dificultades y peligros de aplicar su concepto de excedente para construir
sobre él una política fiscal:
“La mayor parte del excedente no es claramente localizable y medible, ya que surge en una grande y cambiante variedad de formas en medio de los enredos de la vida industrial. Dondequiera que se acumula una escasez permanente o temporal de algún factor de producción, se crea una correspondiente excedente de renta, que pasa a los poseedores de dicho factor [...][Por tanto,] está regularmente claro que no se puede idear ningún instrumento impositivo para medir directamente estos excedentes variables” [48] .
Como
los fabianos, Hobson veía en la gradual extensión de la propiedad pública
un antídoto contra el monopolio y un medio de apropiarse de los “excedentes
improductivos” para uso público. Sin embargo, la meta de los fabianos era
una socialización completa de la
economía (tierra, industria, etc.), que equivalía a la eliminación de la
anarquía, la irracionalidad y el desperdicio de recursos que acompañaba al
mercado. Hobson, por su parte, pensaba más bien en una economía mixta. Al
margen de la tierra, sólo aceptaba la socialización de determinadas
industrias donde la mecanización y estandarización de la producción
permitiese el logro de economías de escala que conllevasen la concentración
y la emergencia del poder de monopolio (Thompson, 1994: 206-7).
Además, la actitud de Hobson hacia aspectos como el comercio
internacional, el consumo privado, o el interés era bastante más favorable
que la de los fabianos.
6.
CONCLUSIÓN
Tanto
la fisiocracia como los clásicos dieron especial importancia a la cuestión
de la imposición sobre la renta de la tierra. Los fisiócratas, que
escribían desde una economía básicamente agraria, aún encorsetada por las
regulaciones mercantilistas, y con un complejo sistema fiscal, proponían –como
una de sus principales recomendaciones normativas– el establecimiento de un
impuesto único que absorbiera en torno a un tercio de la renta que recibían
los terratenientes. Dada la necesidad de financiar un Estado que garantizase
el orden y los derechos de propiedad, la única forma de hacerlo sin afectar a
la capacidad de reproducción de la economía –es decir, con un efecto
neutral en el Tableau économique– era el impuesto único. Por otra parte, el impôt unique se adecuaba al "orden natural": en tanto la
agricultura era la única actividad capaz de generar un excedente (o producto
neto) por encima del coste de producción, lo más eficiente, sencillo y
barato era gravar desde un principio
el ingreso que recibía la clase terrateniente, que –en cualquier caso–
acababa sufragando los tributos por un efecto de traslación. Es importante
destacar que las razones fisiocráticas para el impuesto único son puramente
económicas y de simplicidad fiscal (no hay argumentos éticos ni sociales).
La renta de la que habla Quesnay es un excedente debido al uso de factores
gratuitos como la lluvia y el sol, y en ningún momento se cuestionan los
derechos de propiedad privada sobre la tierra.
Adam
Smith no sólo no va a cuestionar la propiedad privada sobre el suelo, sino
que va a atacar con dureza la propiedad estatal de los recursos naturales. Su
idea de renta de la tierra está a medio camino entre la visión fisiocrática
y la de Ricardo. Pero cuando en el libro V pasa a consideraciones prácticas,
afirma con claridad y dando razones concretas que las rentas de la tierra
agrícola y de los solares urbanos son los ingresos más apropiados para ser
gravados de forma directa: no se incrementa el precio de los productos ni se
reduce la cantidad producida, y además no hay posibilidad de traslación.
Del
concepto de renta ricardiana, que presupone un único uso para la tierra, se
derivaba la idea de ingreso “no ganado” que tiende a aumentar
continuamente con el crecimiento de la población –dada la limitación de
tierra fertil y la actuación del principio de los rendimientos decrecientes–
y que no entra a formar parte del coste de producción. A partir de esta idea,
era esperable que alguien dedujese, como hizo James Mill, la conveniencia de
gravar la renta de la tierra, tanto por motivos éticos, como
económico-fiscales: obtener un ingreso público sin afectar a la industria ni
distorsionar la asignación de capital, permitiendo a los trabajadores y
capitalistas disfrutar del total de sus salarios y beneficios. En concreto,
Mill pretendía confiscar los incrementos futuros de la renta, y –como se ha
visto– llegó a poner en práctica su propuesta en la India. Sin embargo, su
planteamiento fue criticado, entre otros, por el propio Ricardo, por McCulloch,
y por Jones. Entre los diversos argumentos críticos, el principal hacía
referencia a la dificultad para distinguir entre la parte de renta que era
renta pura y la que era debida a mejoras.
Para solventar este problema, John Stuart Mill propuso utilizar un
indicador indirecto: si el precio de los productos agrícolas había
aumentado, sería señal –de acuerdo con el modelo ricardiano– de que las
rentas puras también lo habrían hecho en proporción similar. Sin embargo,
al final de su vida J.S. Mill también consideró la posibilidad de que se
elaborase regularmente una encuesta que recogiera las condiciones y los
rendimientos de cada propiedad.
Fue precisamente en sus últimos años cuando Mill pasó a desempeñar
un papel más activo en el debate sobre la tierra como presidente de la "Land
Tenure Reform Association", matizando algunas de sus opiniones
anteriores. Así, por ejemplo, propuso un interesante mecanismo para
garantizar que el valor de la tierra no se viera afectado negativamente por la
confiscación de los futuros incrementos de la renta; además, se mostró
partidario de un amplio patrimonio inmobiliario para el Estado, llegando
incluso a considerar la nacionalización de la tierra (con compensación) como
una posibilidad deseable en el futuro, a pesar de tener una pobre opinión de
la capacidad de administración pública. En cualquier caso, siempre entendió
el derecho de propiedad sobre la tierra como un derecho esencialmente limitado
o condicionado a la utilidad pública, en la medida en que no era justificable
desde la perspectiva lockiana del trabajo.
El influyente Henry George fue más
allá de los Mill, pero sin llegar a hablar de nacionalización de la tierra.
Partiendo de una modificación del modelo ricardiano, defendió la
confiscación de la totalidad de la renta pura de la tierra a través de un
impuesto único que sustituyera al resto de tributos, concebido como una
auténtica panacea mediante la que vincular eficiencia, equidad y bienestar
social. En cualquier caso, la obra de George acabó constituyendo un apoyo
importante para los socialistas británicos defensores de la nacionalización.
Dentro
de la tradición socialista la reivindicación de la nacionalización de la
tierra se hacía ante todo en nombre del ideal igualitario frente a los dones
de la Naturaleza, aunque cada autor añadía luego
razones adicionales. Así, por ejemplo, para Marx la nacionalización se
justificaba por la falta de legitimidad de la propiedad privada sobre la
tierra, pero era además una necesidad histórica –de acuerdo con su
interpretación dialéctica de la historia–, y una necesidad social –en un
contexto de población creciente y cambio técnico. Por su parte, para los
fabianos –y para revisionistas como el argentino J.B. Justo– era central
la idea de la renta de la tierra como ingreso “no ganado”, como un
privilegio injustificable, idea que había sido muy enfatizada por Henry
George. A ello había que añadir la profunda desconfianza en el
funcionamiento del mercado que mostraban los miembros de la Sociedad Fabiana,
y que se convertía en otra razón de peso para reivindicar, con carácter
general, la socialización de los medios de producción.
Del recorrido realizado a lo largo de la historia del pensamiento
económico en este documento cabe extraer una reflexión básica. Ricardo, con
su teoría de la renta diferencial como “ingreso no ganado” –elaborada
para mostrar los perversos efectos de las leyes de granos–, aportó un
potente argumento “científico” que vino a actualizar y fortalecer una
vieja idea filosófica, generalmente aceptada, aunque hasta entonces
inoperativa (de un interés puramente platónico), a saber: la tierra como
patrimonio originario de toda la humanidad. En otras palabras, Ricardo prestó
el apoyo de la teoría económica a una vieja idea filosófica que Locke ya
había expresado con claridad en el siglo XVII: “Dios ha dado la tierra en
común a los hijos de los hombres”.
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[1] Sólo se hará una brevísima referencia a George, pues su figura ya se trató ampliamente en el Documento de Trabajo 2000-06 (Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales, UCM).
[2] “Que el soberano y la nación jamas pierdan de vista que la tierra es la única fuente de recursos y que es la agricultura quien los multiplica”(Quesnay, 1974a: 200), “Máximas generales de la política económica de un país agrícola”, III. En este mismo sentido, Quesnay afirma en otro lugar que “los agricultores [...] lo reciben todo de las propias manos de la Naturaleza, a la que sus inversiones y cuidados han convertido en productora de riquezas (Quesnay, 1974a: 265, “Diálogo sobre el comercio”). Además, el líder de la fisiocracia matiza claramente: “Hay que distinguir la agregación de riquezas de la producción de riquezas; es decir; el aumento conseguido por la reunión de materias primas y gastos en el consumo de cosas que existían con anterioridad a esa especie de aumento, de la generación o creación de riquezas que constituyen una reposición y un crecimiento real de riquezas renovadas (richesses renaissantes)” (Quesnay, 1974a: 302, “Diálogo sobre el trabajo artesano”).
[3] Samuels (1961) cree que, si bien nominalmente los fisiócratas defendieron la idea de derechos de propiedad inviolables y absolutos –con un Estado básicamente dedicado a protegerlos y favorecedor al máximo del laissez-faire–, en sus propuestas prácticas abogaron más bien por una idea instrumental de los derechos de propiedad, entendidos como “manojos de facultades” sujetos a la utilidad social, con un Estado más cercano al papel de activo manipulador que al de pasivo garante de la propiedad.
[4] Como señala Mercier de la Rivière, “la forma esencial del impuesto consiste en tomarlo directamente de donde está, y en no querer tomarlo de donde no está [...]. Los fondos que pertenecen al impuesto no pueden hallarse sino en manos de los propietarios del suelo” (P.P. Mercier de la Rivière, L´ordre naturel et essentiel des sociétés politiques, en Silva Herzog (1963: 313).
[5] Quesnay (1974b: 19), “Extracto de las Economías Reales de Sully” [2ª ed., 1759]. Dupont de Nemours expresa quizá con más precisión la idea fisiocrática de impuesto único: “Es preciso que la sociedad cubra los gastos que son esenciales a su conservación, a la observancia del orden y al mantenimiento del derecho de propiedad. La porción de riquezas que paga estos gastos se llama impuesto [...]. No depende de los hombres sentar el impuesto según su capricho; hay una base y una forma esencialmente establecidas por el orden natural [...]. El impuesto debe cubrir gastos perpetuamente renacientes, y por tanto no puede ser tomado sino de riquezas renacientes. Pero el impuesto no podría siquiera recaer indiferentemente sobre todas las riquezas renacientes. La naturaleza ha rehusado a aquellas que se llaman reintegros de los cultivadores la facultad de contribuir al impuesto, ya que les ha fijado imperiosamente la ley el ser empleados por completo en mantener y en perpetuar el cultivo, las cosechas, la población, los imperios. La porción de las cosechas llamada producto neto es pues , la única afecta al impuesto” [P.S. Dupont de Nemours, De l´origine et des progrès d´une science nouvelle [1767], en Silva Herzog (1963: 322-3)].
[6] Quesnay (1974b: 110-111), “Colonos” [1756].
[7] Quesnay (1974b: 157), “Granos” [1757].
[8] Quesnay (1974b: 233-234 y 238), “Hombres” [1757].
[9] Eltis (1975: 335-341) ilustra con ejemplos numéricos la idea de la neutralidad sobre el Tableau de un impuesto establecido sobre los propietarios, mostrando cómo –según Quesnay– resultaba indiferente si el ingreso era gastado por los propios propietarios, por la Iglesia, o por el Rey y sus Ministros.
[10] Según señala Buurman (1991: 491), en sus primeros trabajos Quesnay mantuvo claramente la postura de que la renta de los terratenientes era un ingreso no ganado. Sin embargo, en trabajos posteriores, y sobre todo en la obra de sus discípulos, la renta de los terratenientes aparece justificada por los “adelantos originarios” y por las funciones políticas que éstos desempeñaban (administración de justicia, gobierno local, etc.).
[11] Para Smith, el peligro de desincentivar las mejoras al establecer un impuesto sobre la renta de la tierra agrícola podía evitarse “permitiendo al propietario efectuar una valoración actual de sus predios, antes de iniciarse las mejoras, en presencia de los recaudadores y según el arbitraje equitativo de un cierto número de terratenientes y colonos de los aledaños [...], calculando sus rentas con arreglo a esa valoración durante el número de años que se estimase suficiente para indemnizarle de sus mejoras” (Smith, 1988[1776]: 860). Por otro lado, los posibles problemas de certidumbre y de gastos de recaudación asociados a un impuesto variable sobre la renta de la tierra también eran –según Smith– subsanables (p. 857).
[12] A partir de la correspondencia entre Ricardo y James Mill, Rima (1975) discute el papel de Mill en el desarrollo del marco conceptual del modelo ricardiano, que aparece apuntado en el Ensayo sobre los beneficios [1815] y luego desarrollado en los Principios [1817]. Rima considera que Mill –que participó activamente en los debates neofisiocráticos de comienzos del siglo XIX– anticipó la preocupación esencial de Ricardo por las participaciones distributivas y el conflicto de clases, así como la idea de preeminencia del beneficio sobre la renta como principal fuente de excedente de la economía (para Ricardo, la renta se convirtió en una simple deducción del beneficio).
[13] Por otra parte, no hay que olvidar que en el modelo ricardiano el principal problema era que el progresivo crecimiento de las rentas iba ahogando poco a poco a los beneficios, conduciendo así a la economía al estado estacionario. Por ello, quizá James Mill también pensaba –sin ponerlo por escrito– que un impuesto sobre la renta pura de la tierra podía ser una forma de atrasar la llegada de ese gris escenario (por ejemplo, utilizando los crecientes ingresos derivados del citado impuesto para compensar el cada vez menor incentivo privado a acumular a medida que la tasa de beneficio iba disminuyendo).
[14] En el terreno de su difusión práctica, el impuesto propuesto por James Mill encontraría más tarde el apoyo de los saintsimonianos (Gide y Rist, 1927: 617).
[15] Según J. Mill (1965[1821]: 250), en un momento dado la tierra se compraba y se vendía bajo la expectativa de que la renta actual que proporcionaba no iba a ser confiscada por el Estado. Por tanto, sería una clara injusticia apropiarse de dicha renta para financiar los gastos públicos, pues ello supondría romper el orden al que se ajustaban las expectativas individuales de los agentes económicos.
[16] McCulloch y Mill, ambos discípulos de Ricardo, tomaron posturas contrarias en varios aspectos importantes. McCulloch defendía la primogenitura y la vinculación de herencias, pues pensaba que las grandes propiedades fomentaban la eficacia del cultivo y servían para mantener una escala de gastos entre la clase media terrateniente que servía de estímulo económico a otras clases (Blaug, 1975: 278). Es decir, McCulloch se esforzaba en defender la armonía del sistema económico, mientras James Mill y el propio Ricardo veían un claro conflicto de intereses entre las clases sociales.
[17] James Mill estaba a favor de la posesión pública de tierras en países nuevos, y aludía a la posibilidad de obtener ingresos públicos mediante la subasta de las rentas de la tierra. McCulloch, sin negar esta posibilidad, creía fundamental la propiedad privada para estimular la inversión en mejoras. Ricardo, por su parte, opinaba que las perspectivas de obtener ingresos importantes con la propiedad pública de tierras eran remotas, dado que los países nuevos no sufrían escasez de tierra (O´Brien, 1989: 331).
[18] Además, Mill argumentaba que los beneficios debían asegurarse al dueño del capital para que éste tuviera motivos para preservar y aumentar el stock, mientras el hecho de “a quién fuese a parar la renta” no influía en la preservación de la tierra ni en el aumento de su producción. La renta podía ser considerada una deducción de los beneficios, un impuesto sobre el beneficio que no iba a parar al Estado, sino a los terratenientes (J. Mill, 1965[1821]: 254).
[19] La Compañía de las Indias Orientales perdió su monopolio comercial como consecuencia de la Charter Renewal Act de 1813. Con todo, James Mill siguió criticando el monopolio en las labores de gobierno, siguiendo a Adam Smith: “El gobierno de una compañía exclusiva de comerciantes quizá sea el peor de todos los gobiernos para cualquier país” (Smith, 1988[1776]: 611). Sin embargo, a partir de 1819 las reservas de Mill en este aspecto se fueron atemperando poco a poco hasta desaparecer.
[20] La educación básica de los nativos era para Mill un elemento fundamental para el progreso del país, pero no le parecía un labor factible a medio plazo, dado el pequeño número de ingleses en contacto directo con la población y la enorme extensión del país. Por otra parte, la opción de utilizar recursos para formar una pequeña clase de indios educados que pudieran realizar las labores de administración pública a menor coste tampoco le parecía a Mill apropiada, pues podía convertir en objetivo prioritario de la población el llegar a ser empleado del gobierno, en vez de fomentar la industria y la iniciativa. Además, un “buen gobierno” necesariamente tenía que importarse de Inglaterra, y aunque sus costes pudieran ser mayores, quedaban más que compensados por su contribución al progreso moral y material de la India.
[21] Ya antes de trabajar para la Compañía de las Indias Orientales, James Mill estaba convencido de que, al menos desde 1800, la India estaba recibiendo de Inglaterra mucho más de lo que aportaba a ésta. Así parecían indicarlo los déficit de la Compañía provocados –según Mill– por sus mayores responsabilidades administrativas. Por un lado, la supervisión del gasto era menor en la colonia que en la metrópoli, y por otro, los gastos de muchos servicios públicos eran mayores.
[22] J. Mill creía que la falta de inversores nacionales podía verse cubierta por los extranjeros. En ningún caso pensaba en el Estado como alternativa para suplir la falta de acumulación de capital.
[23] Entre ellas, Mill destacaba la falta de colaboración y la desconfianza de los nativos, la dificultad para controlar a empleados indios sin conocer su lengua y sus costumbres, y la enorme extensión del país.
[24] En este sentido es importante tener en cuenta que J.S. Mill mantenía una opinión similar a la de Ricardo: “El interés del terrateniente es decididamente opuesto a la introducción repentina y general de mejoras en la agricultura” (J.S. Mill, 1985[1848]: 617).
[25]
Es interesante destacar que en la actualidad sí pueden verse disminuidos
los incentivos para la reasignación de tierras a usos más lucrativos,
porque, al considerarse que la tierra tiene muchos usos y que en todos ellos
pueden aparecer rentas puras derivadas de economías externas (bien
generales, como el aumento e la población, o bien particulares, como la
urbanización de terrenos colindantes), tienden a gravarse las plusvalías
de capital de cada parcela (Schwartz, 1968: 362).
[26] Mill se daba cuenta de que el precio actual de la tierra incluía “el valor actual y todas la esperanzas de que suba en el futuro” (Mill, 1985[1848]: 701), pero no era consciente de que su propuesta impositiva pudiera afectar al precio actual.
[27] Es decir, evaluar el valor actual de toda la tierra del país, y, transcurrido cierto intervalo en el que hubiera aumentado la población y el capital de la sociedad, hacer “un cálculo grosero del incremento espontáneo de la renta desde que se hizo la valoración” (Mill, 1985[1848]: 700).
[28] “Programme of the Land Tenure Reform Association, with an Explanatory Statement by John Stuart Mill”, en Mill, J.S., Collected Works, Vol. V, Toronto, Toronto University Press, pp. 687-695.
[29] Según Mill (1986b[1873]: 1234), el terrateniente que voluntariamente o por necesidad vendía su tierra estaba, casi siempre, por debajo de la media de los propietarios en cuanto a capacidad y disposición para realizar mejoras.
[30] La propuesta de nacionalización se aplicó, al menos, en las divisiones territoriales de la Compañía de las Indias Orientales de Madrás y Bombay, donde los campesinos pagaban la renta directamente al Estado (Schwartz, 1968: 365).
[31] Como se verá en el siguiente documento, esta opinión de Mill contrasta con la de Gossen y Walras.
[32] Cartas de J.S. Mill a C.E. Norton (26.6.1870) y a J.B. Kinnear (22.7.1870), citadas en Schwartz (1968: 367).
[33] Carta de J.S. Mill a J.B. Kinnear (22.7.1870), citada en Schwartz (1968: 367). Mill (1986c[1873]: 1240) también discute el caso de las obras de arte, señalando diferencias respecto a la tierra. En primer lugar indica que, aunque las obras de arte puedan alcanzar altos precios por una fuerte demanda, en sí son productos del trabajo humano. En segundo lugar, los incrementos de precios de las obras de arte no son indiscriminados, como en el caso de la tierra, sino que tienden a tener lugar en aquellas creaciones de mayor genio. Además, los precios están sujetos a importantes fluctuaciones con los cambios de gustos, por lo que la gente que compra arte se arriesga en buena medida a perder. Por último, Mill señala que los ingresos que se podrían obtener con un impuesto sobre este tipo de posesiones serían poco relevantes para un país desarrollado.
[34] “Henry George y el georgismo”, Documento de Trabajo 2000-06, Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales, Universidad Complutense de Madrid.
[35] Sobre Babeuf y los iguales véase Manuel y Manuel (1981: 54-66).
[36] Hall es considerado el predecesor de los socialistas ricardianos, que, basándose en la teoría del valor trabajo, desarrollaron la idea de explotación.
[37]
Estas observaciones sobre Hall aparecen en
Leslie Stephen, The English
Utilitarians, vol. 2: James Mill, <http://socserv2.mcmaster.ca/~econ/ugcm/3ll3/mill/utila2.htm>,
libro originalmente publicado en Londres, Duckworth & Co., 1900.
[38] Aunque Mill estaba dispuesto a considerar favorablemente la posibilidad de nacionalización de la tierra en un futuro, lamentaba sobre todo “las formas” de la “Land and Labour League”: “La violencia furiosa y declamatoria de sus resoluciones y algunos de sus discursos parecen demostrar que habrían sido un elemento intratable en la otra Asociación” (citado en Schwartz, 1968: 363, carta de Mill a Fawcett de 24.10.1869).
[39]
“Ni siquiera toda una sociedad, una nación o, es más,
todas las sociedades contemporáneas reunidas, son propietarias de la
tierra. Sólo son sus poseedoras, sus usufructuarias, y deben legarla
mejorada, como buoni patres familias,
a las generaciones venideras” (Marx,
K., El Capital, tomo III [1894],
vol. 8, Madrid, Siglo XXI, 1981).
[40] El revisionismo consistió en el replanteamiento y la enmienda de las doctrinas de Marx. Tuvo su principal foco en Alemania y su principal representante en Eduard Bernstein (1850-1932). Bernstein se opuso a la interpretación materialista de Marx, y puso en cuestión la idea de que la desaparición del capitalismo era “inevitable”. El socialismo, si había de existir, debía ser una elección consciente, conducida a través del sistema político y educativo.
[41]
Para Justo, el latifundio –herencia
colonial– era uno de los problemas más importantes de Argentina. Justo
opinaba que “dadas las limitaciones técnicas de la agricultura, con
costes rápidamente crecientes con las distancias, no [cabían] allí las
grandes explotaciones, que sí [valían] para la industria”. Además,
veía a los terratenientes como “incapaces de una política que [poblara e
hiciese productivo] el territorio” (Rodríguez Braun, 1999: 20 y 22).
[42] La Sociedad Fabiana participó activamente en la constitución del Partido Laborista, constituyéndose en “el alma del partido, trabajando por ‘impregnarlo’ todo lo posible de sus ideas y, desde luego, ocupando puestos de responsabilidad dentro del mismo” (Gutiérrez y Jiménez, 1985: 29). En febrero de 1900 se reunieron en Londres representantes de las Trade Unions, del Partido Laborista Independiente, de la Federación Social Demócrata y de la Sociedad Fabiana. Se trataba de discutir la creación de un gran partido obrero tras varias tentativas infructuosas. Por fin, en 1906, nació el Partido Laborista, que en 1922 obtuvo ya más disputados en la Cámara de los Comunes que los liberales, accediendo en 1935 al rango de partido tradicional de gobierno en el sistema bipartidista británico. Poco después, durante los seis años consecutivos en que gobernaron los laboristas –entre 1945 y 1951– casi todos los miembros de los sucesivos gabinetes eran o habían sido en algún momento miembros de la Sociedad Fabiana.
[43] De ahí el nombre de fabianos, que viene del general romano Fabius Maximus Cunctator, el “Parsimonioso”, que consiguió sus victorias decisivas frente a Aníbal buscando reflexivamente el tiempo y mejor modo de combate: es decir, los fabianos querían prepararse adecuadamente y actuar en el momento preciso, “ganando como Fabio en la demora” (Gutiérrez y Jiménez, 1985: 20).
[44] El matrimonio Webb fundó en 1895 la “London School of Economics and Political Science” y el semanario político The New Statesman. Se trataba de influir en la opinión pública no tanto a través de una organización de masas, sino a través de la educación selectiva de unos pocos (profesionales, clases cultas y dirigentes).
[45] En lo teórico los fabianos –cuya formación económica era muy débil– fueron eclécticos: así, por ejemplo, rechazaron la teoría del valor trabajo, pero aceptaron dos ideas típicas del marxismo: la tendencia a la creciente concentración del capital y la afirmación de que el paro forzoso era inseparable del capitalismo.
[46]
De
acuerdo con Sidney Webb, el interés
–entendido como “una cantidad definida de producto”– era un
fenómeno esencialmente igual a la renta de la tierra: entre los diversos
capitales –instrumentos, máquinas, construcciones, etc.– había
diferencias de calidad y, por tanto, de capacidad de producción o
productividad material. Lucas Beltrán (1989: 200-1), explica gráficamente
el planteamiento de Webb: “los obreros que trabajan con el mínimo de
capital, sin el cual el trabajo no es posible, ganan solamente sus salarios;
los que trabajan con mayores capitales, obtienen rendimientos mayores, pero
todo el exceso sobre salarios pueden exigirlo y lo exigen los capitalistas
en pago de los capitales que prestan. El interés del capital es, pues, como
la renta de la tierra, un ingreso diferencial”. Evidentemente este
razonamiento es poco convincente, pues –entre otras cosas– las
diferentes calidades de los capitales no son calidades naturales, sino
calidades conferidas por el hombre.
Según Webb también podía hablarse de una renta
de aptitud, esto es, la diferencia entre los ingresos de personas con
talentos o conocimientos especiales y los de obreros no especializados con
mínima habilidad e inteligencia. Generalmente, esta ability rent era atribuible a la mejor educación que habían podido
recibir los hijos de los capitalistas. Pero incluso en el caso de que se
debiera a talentos naturales era inadmisible e inmoral desde una perspectiva
socialista. Con todo, la renta de aptitud sería la última en desaparecer,
pues al principio las personas con educación suficiente para ocupar cargos
directivos en las empresas estatales o municipales serían pocas. Sólo con
la difusión de la cultura las diferencias de remuneración entre distintas
clases de trabajo irían desapareciendo.
[47] A este respecto es preciso matizar algunos aspectos. Los fabianos siempre fueron claros defensores de la eficacia, rechazando tajantemente la democracia obrera en la dirección de las empresas públicas; ciertamente consideraban socialismo y democracia como términos compatibles que debían ir absolutamente unidos, pero el Parlamento –y no la empresa– era el lugar de representación de los ciudadanos, y la gestión pública debía igualar en eficacia a la privada. Asimismo, al hablar de propiedad pública, más que referirse a una “nacionalización” –que reservaban para un reducido número de industrias y servicios– hacían alusión a la “municipalización”. Dado que las empresas públicas –financiadas a partir de los impuestos sobre las rentas– no tendrían que soportar gastos ni de rentas ni de intereses, podrían ofrecer mejores salarios y condiciones de trabajo que las privadas.
[48] Citado en Hutchinson (1967: 137).
Sugerencias: Biblioteca de Económicas y Empresariales. Servicios de Internet-- Universidad Complutense
Fecha de actualización de esta página: 10/10/00