Documentos de Trabajo de la Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales |
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Biblioteca de la Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales. UCM. |
Autor(es): José Luis Ramos Gorostiza
Título: La Tierra: Propuestas de política pública y reforma social (II) Gossen, Walras y Wicksteed: la nacionalización de la tierra
Resumen:
1.
INTRODUCCIÓN
Al
margen de la tradición socialista, la nacionalización de la tierra –que
nunca llegó a ser apoyada por los clásicos– también fue propugnada por tres
autores importantes de la corriente principal de la economía, Gossen, Walras y
Wicksteed, precursor y promotores –respectivamente– del marginalismo. Se
trata de tres economistas que, salvo en el caso de la tierra, defendieron sin
ambages la institución de la propiedad privada y contribuyeron a ilustrar
diversos aspectos del libre funcionamiento del mercado con sus trabajos teóricos.
Por ello, tiene especial interés analizar cuáles fueron las razones que les
llevaron a defender la nacionalización de la tierra y en qué medida esta
postura es coherente con el resto de sus ideas económicas.
Asimismo, se pretende poner de manifiesto que la
nacionalización de la tierra –que, más allá de simples medidas impositivas
o de reforma agraria, puede resultar hoy una propuesta bastante drástica– no
fue una curiosa rareza defendida por unos pocos. Bien al contrario, en la
segunda mitad del siglo XIX fue una cuestión muy popular y debatida en Gran
Bretaña, por aquel entonces el país más avanzado del planeta. Buena prueba de
ello es que, aparte de J.S. Mill, Hobson y los fabianos –cuyos planteamientos
ya se analizaron en el documento anterior–, el asunto despertó el interés de
otros nombres importantes del panorama intelectual británico, como los
economistas Philip H. Wicksteed, Henry Sidgwick y Alfred Marshall, el sociólogo
Herbert Spencer, o el famoso científico Alfred Russel Wallace.
2.
SIDGWICK Y MARSHALL EN EL DEBATE SOBRE LA NACIONALIZACIÓN
Henry Sidgwick (1838-1900), profesor en Cambridge, fue quizá el último
filósofo moral que hizo una contribución importante a la Economía. De hecho,
su discusión del papel del Estado en la vida económica sigue siendo un hito
incuestionable en el intento de analizar sistemáticamente el ámbito de la política
económica. Marshall –poco dado a reconocer deudas intelectuales y méritos
ajenos– admitió abiertamente la importante influencia que Sidgwick había
ejercido en su formación como economista.
En sus Principios, Sidgwick
(1968[1883]) sigue básicamente la línea de J.S. Mill, y su discusión de la
renta de la tierra se limita a matizar en profundidad la idea ricardiana[1]. En cualquier caso, tenía
razones para mirar con suspicacia este ingreso “no ganado”, y estaba
dispuesto a considerar seriamente las propuestas de reforma social relacionadas
con la tierra.
Precisamente, en un artículo de 1886 titulado “Economic Socialism”,
dedicó especial atención a discutir la idea de nacionalización de la tierra,
por entonces en primera línea del debate público en Inglaterra, con figuras
como J.S. Mill (muerto en 1873), Alfred R. Wallace y Henry George. En concreto,
Sidgwick pretendía responder al influyente sociólogo Herbert Spencer
(1820-1903), quien, desde la publicación de su Estática Social [1851] –donde hacía
una delimitación de los derechos individuales–, se había convertido en uno
de los más firmes críticos del derecho de propiedad privada sobre la tierra.
Spencer sustentaba su postura en dos ideas: por un lado, se apoyaba en la teoría
de la renta de Ricardo, y por otro, en la justificación de la propiedad privada
basada en el derecho a los frutos del propio trabajo. A partir de ambas ideas,
señalaba que los “poderes naturales y originales del suelo” debían
pertenecer, por derecho natural, a la
comunidad humana en su conjunto. También afirmaba que “el derecho de toda la
humanidad a la superficie de la tierra [era] válido a pesar de contratos,
costumbres, y leyes”, que “el derecho a la posesión privada del suelo no
[era] en absoluto un derecho”, o que “ninguna cantidad de trabajo aplicada
por un individuo sobre una parte de la superficie de la tierra [podía] anular
el derecho de la sociedad sobre dicha parte”. Incluso llegaba a declarar que
privar a los otros de sus derechos al uso de la tierra era un crimen sólo
inferior a los cometidos contra la vida o la libertad personal.
Para valorar en justo término la postura de Spencer a
favor de la nacionalización de la tierra –de la que se retractó casi al
final de su vida, hacia 1892–, hay que tener en cuenta que fue un
individualista radical, contrario a la intervención del Estado en la sociedad.
Para Spencer, el Estado era un mal necesario: es cierto que en las comunidades
militares, que representaban una etapa primitiva de la evolución social, el
Estado ejercía una función importante imponiendo la cooperación; pero en la
sociedad industrial, que representaba el estadio superior de dicha evolución,
el Estado debía dejar a la libre iniciativa de los agentes la realización
voluntaria de acuerdos y contratos, limitándose a garantizar los derechos
individuales y a proteger a la colectividad de enemigos externos. En
consecuencia, Spencer –autor de El hombre contra el Estado [1884]– atacó decididamente el
socialismo por implicar el desarrollo de la centralización y la extensión del
poder gubernamental, con la consiguiente subordinación del individuo. Además,
Spencer fue uno de los principales referentes del socialdarwinismo, doctrina según
la cual la interferencia del gobierno en los asuntos sociales distorsionaba
necesarimente la adaptación de la sociedad a su entorno.
En cualquier caso, el énfasis con el que Spencer arremetía
contra la propiedad privada de la tierra en su primer libro hizo afirmar a
Sidgwick que, a su lado, el popular Henry George parecía un simple imitador,
casi al borde del plagio. Sidgwick tenía serias reservas frente a los
argumentos spencerianos. Por un lado, pensaba que, utilizando estrictamente
dichos argumentos, tan ilegítima era la propiedad de tierras como la propiedad
de materias primas y productos de la Naturaleza –que habitualmente se
consideraban capital–: el trabajo realizado para extraer o recolectar tales
materias primas no invalidaba el derecho de otros hombres a reclamarlas, pues de
la argumentación de Spencer parecía deducirse que la comunidad tenía derecho
–en toda circunstancia– al libre uso de su medio ambiente natural, el cual
no era creación de ningún hombre concreto (Sidgwick, 1886: 629).
Por otro lado, la idea de expropiar a los terratenientes conllevaba
dificultades de todo tipo. Al margen de la dificultad financiera de negociar una
compensación, la tarea de poseer tierra y alquilarla no se adaptaba bien a la
gestión gubernamental; además, “se [podía] obtener de la tierra más
cantidad de utilidad bajo el estímulo de la completa propiedad que bajo un
sistema de arrendamiento” (Sidgwick, 1886: 630). Por tanto, Sidgwick
contemplaba con poco entusiasmo la idea de nacionalización de la tierra, que
curiosamente se había convertido en punto de encuentro entre los socialistas y
algunos individualistas liberales (como era Spencer). Parecía inclinarse más
bien por la vía de gravar la renta de la tierra: esto es, dejar a los
terratenientes la propiedad de sus tierras, pero haciendo que compensasen a la
sociedad por disfrutar de esos regalos de la Naturaleza. Sin embargo, Sidgwick
no entra en detalles ni define claramente una postura concreta a este respecto.
Se limita a recordar la dificultad de fijar la citada compensación tomando en
consideración todos los intereses en juego.
Por su parte, Alfred Marshall –que no consideraba que el
análisis clásico de la renta estuviera esencialmente errado– también terció
en el debate abierto sobre la nacionalización de la tierra. Marshall dedicó
tres conferencias dictadas en Bristol en 1883 a criticar las ideas de Henry
George sobre el impuesto único (recogidas en Stigler, 1969). En la tercera de
ellas, “Is Nationalisation of the Land a Remedy?”, hizo referencia directa a
Alfred Russel Wallace, por entonces uno de los líderes más destacados del
movimiento en favor de la nacionalización. Además, en el mismo año de 1883
–uno antes de integrarse en la Universidad de Cambridge– Marshall intercambió
cuatro cartas con Wallace (recogidas asimismo en Stigler, 1969).
El científico A.R. Wallace (1823-1913) había elaborado una teoría
evolucionista de los organismos vivos basada en la selección natural
independientemente de Charles Darwin[2] y, como éste, también se había inspirado en el
principio maltusiano de la población. Siendo ya un personaje respetado y
admirado en Gran Bretaña, Wallace había sido presentado por J.S. Mill a la
“Asociación para la Reforma de la Tenencia de la Tierra”, organización que
desaparecería tras la muerte del economista inglés en 1873. Tiempo después, a
partir de 1880, Wallace radicalizaría su postura, pasando a desempeñar un
papel bastante más activo en el debate público sobre la reforma de la
propiedad de la tierra. De hecho, fue durante muchos años presidente de una
nueva asociación, la “Land Nationalisation Society” (Sociedad de
Nacionalización de la Tierra)[3],
y llegó incluso a escribir un extenso libro sobre el tema, titulado explícitamente
Land Nationalisation. Its
Necessity and its Aims
[1882].
Al
parecer, según lo describe Marshall, el plan de Wallace consistía en
nacionalizar la tierra dejando los edificios y otras mejoras en manos privadas.
En compensación, los terratenientes (y los descendientes nacidos en vida de aquéllos)
recibirían una anualidad que sería igual a la renta que estuvieran percibiendo
en el momento de producirse la nacionalización. Además, cuando el Estado
alquilase la tierra, el arrendatario estaría obligado a comprar al antiguo
propietario los edificios y las mejoras incorporadas al terreno, pudiendo
obtener para tal fin un préstamo del correspondiente municipio.
Se trataba, en definitiva, de asegurar el libre acceso al
suelo, la tierra libre. Wallace quería
poner fin así a la dependencia de los obreros frente a los capitalistas, pues
si se nacionalizaba el suelo nadie querría trabajar “por un salario de hambre
si [estaba] seguro de poder encontrar su pan de cada día” en una tierra
libre. Ni tampoco sufriría “paro forzoso, puesto que siempre [habría] suelo
que cultivar”. El libre acceso al suelo resolvería así el problema del
pauperismo y del paro forzoso (Gide y Rist, 1924: 632).
Las críticas de Marshall a Wallace eran claras (Stigler:
1969: 206-7): aunque ciertamente los granjeros ricos adquirirían enseguida
ventajas similares a las de la propiedad, el sencillo plan de Wallace perjudicaría
a los campesinos con pocos recursos, que no sólo estarían obligados a
encontrar capital para poner en cultivo la finca arrendada, sino también para
comprar los edificios e instalaciones. Así, el trabajador inteligente se vería
desincentivado a convertirse en pequeño granjero, e Inglaterra acabaría
perdiendo su lugar como pionera del mejoramiento agrícola. Por otro lado,
Marshall no creía que la compensación propuesta por Wallace pudiese
considerarse plena.
Respecto a la propuesta más usual de nacionalización de la tierra,
basada en que el Estado comprase la tierra a los particulares al precio de
mercado, Marshall también mostraba serias reservas[4]. El Estado tendría que
endeudarse de forma considerable y luego acometer los gastos de gestión del
patrimonio. Por otra parte, los ingresos derivados del alquiler de la tierra no
serían tan cuantiosos como en un principio cabría esperar, puesto que –según
Marshall– el precio de la tierra se componía de tres elementos, el último de
los cuales era una parte importante por la que el Estado pagaría, pero de la
que no podría obtener después ningún ingreso: el valor de la renta actual de
la tierra, el valor capitalizado de los probables incrementos en su precio, y el
valor de mercado de la posición social que la propiedad de la tierra otorgaba.
Además, Marshall consideraba que, si bien la renta pura de la tierra había
aumentado en torno a un 50% durante el último siglo, no podía asegurarse que
el precio de la tierra fuera a seguir incrementándose de forma importante en el
futuro, pues las pautas demográficas entre las clases trabajadoras podían
cambiar, tendiéndose a una población estacionaria. E incluso con una población
en crecimiento, el poder de compra del oro –si éste se generalizaba como patrón
internacional– podría aumentar más deprisa que el valor de la tierra (a
pesar de que por aquellos días los descubrimientos de minas en Australia y
California parecieran dibujar un futuro diferente).
En otro orden de cosas, no había que olvidar el enorme
poder que el Estado adquiriría como propietario de toda la tierra del país,
con importantes posibilidades de derivar en corrupción política. El alquiler
de la tierra por largos periodos de tiempo en subastas públicas sería quizá
el único medio eficaz de atemperar en alguna medida el grave problema de las
corruptelas.
Según Marshall (en Stigler, 1969: 201-4), al abordar la cuestión
de la nacionalización de la tierra a menudo se ponía en cuestión la validez
del derecho de los terratenientes a sus propiedades remitiéndose a un pasado
remoto: la tierra, no creada por el hombre y en origen perteneciente a la
humanidad en su conjunto, había sido apropiada por grandes señores que habían
utilizado su poder para dar a esa apropiación forma legal. Pues bien, incluso
aceptando este tipo de planteamientos, era posible encontrar puntos débiles. Así,
por ejemplo, había que tener en cuenta que la distinción entre lo público y
lo privado no era tan clara en el pasado como en la actualidad, y por tanto, no
era posible juzgar hechos ancestrales con los estándares modernos. Además, un
inmenso número de los terratenientes actuales eran descendientes de hombres
trabajadores que había adquirido sus títulos de propiedad con el sudor de su
frente. Y, por otra parte, si la tierra debía ser restituida a la nación, era
legítimo preguntarse Badoptando la
perspectiva histórica de algunos críticos con la propiedad privada del
suelo– “a qué nación”.
Marshall no creía que el sistema inglés de tenencia de la tierra
hubiera influido negativamente en la prosperidad nacional. Bien al contrario, se
adaptaba bien a los hábitos de un país en el que el valor sentimental
atribuido a la posesión de una pequeña parcela era importante. Además, los
abusos de los terratenientes eran cosa del pasado, y el nivel de vida del
trabajador agrícola inglés había crecido de forma notable y probablemente
seguiría aumentando en el futuro inmediato. Cualquier individuo con habilidades
agrícolas y un pequeño capital podía acceder a cultivar un buen pedazo de
tierra como arrendatario, en tanto que la seguridad sobre las mejoras realizadas
sólo dependía de una buena ley de compensaciones.
3.
LA OPCIÓN NACIONALIZADORA ENTRE LOS REPRESENTANTES DEL MARGINALISMO: GOSSEN,
WALRAS Y WICKSTEED
Hermann Heinrich Gossen (1810-1858),
precursor del marginalismo y de la economía matemática, permaneció totalmente
ignorado hasta que primero Jevons y luego Walras le rescataron del olvido
poniendo de manifiesto los importantes logros de su Entwicklung der Gesetze des menschlichen
Verkehrs (Desarrollo de las leyes del intercambio entre los hombres) [1854].
Hoy Gossen es recordado en los manuales de historia del pensamiento económico
por sus famosas leyes, que hacen referencia, respectivamente, a la idea de
utilidad marginal decreciente y a la condición de equimarginalidad para la
maximización de la utilidad. Ahora bien, además de las investigaciones teóricas
de la primera parte de su libro, en la segunda parte desarrolló un amplio
programa para la política económica y social. Entre sus propuestas concretas
está la idea de nacionalización de la tierra: Gossen (1983[1854]: 274-295)
aconseja que el Estado pague la tierra en forma de una amortización a largo
plazo, para lo cual debería utilizar la apreciación del valor de la tierra que
él supone aproximadamente constante. Es decir, se trataría de comprar tierras
privadas “a bajo precio” para más tarde recuperar lo invertido gracias al
crecimiento de las rentas. Según Hayek (1991[1929]: 379), la idea de Gossen
significó en la Alemania de la época una auténtica novedad, pues nunca hasta
entonces se había propuesto un plan similar de nacionalización de la tierra,
aunque –dado que el libro pasó inadvertido– su repercusión fue prácticamente
nula.
Stanley Jevons, el gran redescubridor de Gossen, situó ésta y las demás
propuestas de política práctica entre lo peor del libro del autor alemán:
“La obra concluye con especulaciones sociales un tanto vagas [...], de un mérito
inferior comparadas con los anteriores apartados del tratado” (Jevons, 1998:
54, prólogo a la edición de 1879). Sin embargo, Léon Walras –como tendremos
ocasión de comprobar– sí prestó atención a las ideas gossenianas sobre
nacionalización de la tierra, que básicamente coincidían con las suyas
propias. Así, en su “Théorie mathématique du prix de terres et de leur
rachat par l’État” (Teoría matemática del precio de la tierra y de su
adquisición por el Estado) de 1880, Walras discutió en detalle los planes de
reforma de Gossen.
Las razones de éste
para defender la nacionalización de la tierra hay que buscarlas básicamente en
la idea de renta “no ganada” de la tierra (Gossen expone su teoría de la
renta en este sentido al final de la primera parte de su libro, pp.117-132), y
en una visión de la propiedad privada de la tierra como obstáculo a la libre
elección de los individuos. Aunque sabemos muy poco de la biografía de este
asesor fiscal del gobierno prusiano –prácticamente la única información
disponible es la que recabara el propio Walras de un sobrino suyo–, nada
parece indicar su cercanía o interés por las ideas socialistas. Walras
(1958[1885]) señala que Gossen se
mostraba muy adverso a la intervención del Estado allí donde la iniciativa
privada y la libre competencia fueran “suficientes
para implantar el orden económico”; también indica que el autor alemán se
interesó siempre por las cuestiones sociales y siguió con cierta simpatía los
acontecimientos revolucionarios de 1848, aunque sin tomar nunca partido en
ellos. Por otra parte, las referencias de Gossen al socialismo en su libro de
1854 son claramente condenatorias.
3.1.1.
La idea gosseniana de renta
Al aproximarse al
problema de la renta de la tierra, Gossen recalca la idea de Adam Smith de que
la renta es un elemento de monopolio: considera la propiedad de la tierra como
el principal obstáculo a la libertad de elección necesaria para que operen las
leyes del Creador (Gossen, 1983[1854]: 115-116). Es decir, como Smith, Mill, o
–más tarde– George, Gossen parece entender la propiedad de la tierra como
una barrera de entrada que niega a las siguientes generaciones el acceso al
recurso en las mismas condiciones que la primera generación (a un coste real
original de producción nulo).
Con este punto de partida, Gossen considera que el origen de la
renta de la tierra está en las diferencias de situación y fertilidad. La renta
debe pagarse simplemente porque la tierra en cuestión ofrece “resultados más
ventajosos para el trabajo”: “iguales dosis de trabajo rinden resultados muy
diferentes dependiendo de la localización, la cual, debido a condiciones
naturales o creadas por el hombre, beneficia al trabajo en grados variables” (Gossen,
1983[1854]: 117). Como puede observarse, no se hace referencia explícita a la
idea de rendimientos decrecientes, es decir, la renta se presenta como
dependiente del margen extensivo de cultivo. Tampoco se hace explícito el
supuesto de considerar que la tierra se dedica básicamente a un único uso.
En cualquier caso, así expresada la idea gosseniana de renta
resulta sencilla y familiar, aunque la forma que tiene el propio Gossen de
exponerla es verdaderamente confusa y enrevesada. En primer lugar, en vez de
hablar de la renta como una participación en el producto o un pago en dinero,
considera que la renta se paga como una cantidad de tiempo de trabajo que el
arrendatario debe emplear en la propiedad del terrateniente. Es decir, la renta recibida es una cantidad de tiempo
de trabajo que el terrateniente luego convierte en una cantidad de producto –y
finalmente en dinero.
En segundo lugar,
Gossen introduce en su análisis variables como la habilidad, la fuerza o el
placer. Así, por ejemplo, señala que la habilidad y la fuerza –o
capacidad– de un arrendatario son las mismas trabajando en dos tierras de
igual tamaño pero de diferente calidad; sin embargo, el hecho de que la segunda
de las parcelas sea más productiva es equivalente a un incremento de la
habilidad del arrendatario en el cultivo de la primera parcela (manteniendo
constante la fuerza), y las ventajas de dicho incremento se transfieren al
propietario en forma de renta (Gossen, 1983[1854]: 117). La máxima renta que
podría pagarse por una tierra de determinada localización (renta pagable, que no tiene por qué
coincidir con la renta efectivamente pagada) no depende sólo de la calidad de la parcela, sino también
de la habilidad y la fuerza del eventual arrendatario (Gossen, 1983[1854]: 127).
En todo caso, del tiempo total de trabajo del arrendatario una parte se dedica a
la producción para el propio uso y la otra es la renta que va al terrateniente.
En tercer lugar,
Gossen realiza su análisis en un abigarrado lenguaje gráfico y matemático,
que, lejos de aclarar las cosas, las complica aún más. Así, por ejemplo,
aunque es loable su intento de estudiar la renta de la tierra en referencia a la
variable “placer” –en vez de hacerlo en términos de dinero o grano–,
los ejercicios matemáticos que Gossen realiza con tal propósito son –como
ocurre a menudo a lo largo de su libro– “tan irrelevantes como carentes de
interés” (Georgescu-Roegen, 1983: cxviii).
3.1.2.
Gossen sobre socialismo y propiedad privada
Gossen se muestra como un convencido defensor de la
propiedad privada en todos aquellos ámbitos diferentes de la tierra, pues
permite al individuo “actuar de acuerdo con las leyes naturales” –o
“vivir de acuerdo con la religión del Creador”–, y además le asegura que
obtendrá “el fruto completo de su trabajo” (Gossen, 1983[1854]: 252 y 255).
En consecuencia, Gossen rechaza explícitamente el socialismo: le parece
incomprensible que se haya podido llegar a la confusión que supone “la
creencia de que con la destrucción completa o parcial de la propiedad privada
el bienestar de la humanidad podría mejorar”. Por el contrario, considera que
“la historia prueba que las naciones progresan en su bienestar precisamente a
medida que avanza la protección de la propiedad privada” (p.252). Y para
ilustrar esto último, pone el ejemplo de las tribus indias de Norteamérica y
de las antiguas tribus germánicas, sociedades atrasadas en las que dominaba la
propiedad comunal de las cosas.
Según Gossen, la
destrucción total o parcial de la propiedad privada tendría graves
consecuencias no deseadas, aunque quizá poco tangibles al principio: habría
una reducción acumulativa en la actividad productiva y una disminución demográfica,
pues “el crecimiento de la población es una mera consecuencia del incremento
del bienestar”. Por otra parte, “el sufrimiento de la clase trabajadora no
se debe a las relaciones de propiedad establecidas”, y por tanto, “no puede
ser corregido mediante la abolición de la institución de la sociedad
privada” (p.254). Y, además, la “autoridad central proyectada por el
comunismo con el propósito de asignar los diferentes tipos de trabajo y sus
recompensas pronto encontraría que se había impuesto una tarea que excede con
mucho la capacidad de cualquier individuo” (p.255).
Tras exponer todos estos argumentos, Gossen concluye que
“la mayor protección posible de la propiedad privada es definitivamente la
mayor necesidad para la continuidad de la sociedad humana” (p.255). La
protección de la que habla el autor alemán significa, en sus propias palabras:
1. Que el individuo pueda “seleccionar la rama de producción que le parezca más
ventajosa y participar en ella”; y 2. Que el individuo pueda “recoger todo
el fruto de su trabajo y hacer de él el mejor uso sin ningún impedimento de la
ley ni de sus semejantes”. Todas las posibles trabas que supusieran
impedimentos al cumplimiento de alguno de estos dos principios debían
eliminarse: por ejemplo, la primogenitura, las medidas que restringen los tipos
de interés, las leyes sobre herencias que trastocan en algún grado la voluntad
de los benefactores, los aranceles, los subsidios dados por el gobierno
–directa o indirectamente– a la Iglesia, las artes, las ciencias o los
pobres[5],......., y también la propiedad privada de la tierra.
Según Gossen, el efecto de la propiedad privada de la
tierra era que “el individuo no [estaba] en posición de elegir la que [era]
–a su juicio– la mejor localización sobre la superficie de la Tierra para
el propósito de su actividad productiva” (Gossen, 1983[1854]: 274). Además,
bajo el sistema de propiedad privada se dejaba a la voluntad arbitraria del
propietario decidir si la parcela que le pertenecía iba a ser dedicada a la
producción más apropiada, lo que a menudo frustraba la buena organización de
un determinado sector de actividad.
3.1.3. El plan de
nacionalización gosseniano de la tierra
Los
problemas anteriores sólo podrían corregirse “si los derechos de propiedad
de todas las tierras se reservaran para la comunidad en su conjunto, que
entonces alquilaría cualquier parcela con fines productivos a los individuos
que pagasen las rentas más altas” (Gossen, 1983[1854]: 274). Es decir, Gossen
abogaba por una plan de nacionalización de la tierra[6] con tres objetivos básicos.
Primero, eliminar
el principal obstáculo a la libre elección de los individuos de la mejor
localización para sus actividades productivas, a saber: la posición monopolística
de los terratenientes[7].
Segundo, convertir el incremento sostenido de las rentas en un ingreso en
beneficio de todos. Y tercero, para cada parcela, obtener el mejor servicio
posible acorde a sus cualidades, encontrando a la persona capaz de pagar la
renta más alta.
Esto último se
lograría alquilando las tierras en subasta pública al mejor postor, de forma que todos los individuos
pudieran competir libremente por cualquier localización. Parcelas de un
determinado tamaño –el requerido, según la experiencia, para que la producción
fuera lo más eficiente posible– se alquilarían a los individuos de por vida[8]. El Estado sólo podría dar por finalizado un
contrato de arrendamiento en caso de que el individuo no pagara durante más de
tres meses, en cuyo caso se entendería que era incapaz de hacer frente a la
renta acordada (revisada anualmente). Sin embargo, a iniciativa del arrendatario
el contrato podría terminar en cualquier momento, siempre avisando con tres
meses de antelación. Además, el Estado prestaría a los arrendatarios los
fondos necesarios para mantener la parcela en buenas condiciones de producción
o para introducir mejoras que fueran inseparables de la tierra.
Según Gossen, durante el periodo de duración del
arrendamiento el arrendatario disfrutaría de pleno derecho de uso de la tierra
con total libertad, lo que a primera vista parece significar que sólo él tendría
capacidad para determinar lo que se produciría en su parcela y las mejoras que
serían introducidas en la misma. Sin embargo, Gossen (1983[1854]: 274) admite
la posibilidad de que el gobierno pueda llegar a cuestionar –o matizar– los
planes del arrendatario a partir del juicio de expertos. Por otra parte, aunque
en principio el tamaño de las parcelas en alquiler vendría fijado
unilateralmente por el gobierno, dicho tamaño podría modificarse con
posterioridad por iniciativa de los propios individuos, a través de acuerdos
particulares entre ellos con las correspondientes compensaciones. Ello permitiría
que el tamaño siempre fuera el adecuado a las cambiantes condiciones económicas
y tecnológicas.
Al revisar anualmente la renta que debía ser pagada había
que tener en cuenta que, con el aumento de la población y del bienestar
general, “muchas ramas de producción [tendrían] que desarrollar
localizaciones antes no usadas por los altos gastos de inversión inicial y
mantenimiento”, y esto sólo podría tener lugar “cuando el precio del
producto [hubiera] cambiado suficientemente para cubrir estos costes” (p.
278). Es decir, la renta de las tierras ya en uso para la producción crecía de
forma sostenida con el continuo aumento de la población y del bienestar. Pero
además del incremento de la población, tanto el aumento de la velocidad de
circulación del dinero (debida a mejoras organizativas), como la mayor producción
de metales preciosos (por los descubrimientos de minas en Australia y
California) conllevaban un incremento de las rentas pagables (p. 279).
En general, la renta o alquiler que un arrendatario había de pagar al
Estado, partiendo de una renta inicial que se determinaría en la subasta al
mejor postor, debía ajustarse –según Gossen– a la siguiente fórmula: A = a (1 + z)n, donde a sería la renta del primer año, A la renta después de n años, y z la tasa a la que crecía la renta inicial, que vendría dada por
la experiencia. Para ilustrar estas ideas, Gossen aportaba datos concretos de
Prusia e Inglaterra.
Gossen se oponía a que el Estado empleara la coacción
para hacerse con la propiedad de las tierras o a que aboliera fulminantemente la
propiedad privada. Tampoco le gustaba la opción de expropiar a cambio de una
compensación parcial (por ejemplo, en forma de un rendimiento vitalicio igual a
la renta que en el momento de la nacionalización estuviese obteniendo el
propietario de la tierra). El Estado debía limitarse, simplemente, a comprar la
tierra a los particulares en transacciones voluntarias, aprovechando sus claras
ventajas sobre los potenciales compradores individuales tanto a la hora de
financiarse como a la hora de comprar o arrendar (Gossen, 1983[1854]: 282). Por
un lado, la solvencia que ofrecía el Estado a los inversores privados hacía
que pudiera emitir bonos con tipos de interés más baratos que los de los préstamos
que se concedían a particulares. Por otro lado, al comprar tierras –fuente de
rentas en años venideros– el Estado, como agente “cuasi-inmortal” que
era, no descontaba el futuro, mientras los individuos valoraban bastante más una suma de
dinero en el presente que en el futuro, en parte porque la probabilidad de
disfrutar de un placer decrecía más cuanto más se posponía éste hacia el
futuro, y en parte porque con la edad los individuos necesitaban incrementar la
cantidad de bienes y servicios consumidos para mantener la misma cantidad de
placer (p. 282). Por último, a la hora de arrendar tierras el Estado también
tenía ventaja sobre los particulares, pues la limitada vida de los individuos,
sus limitadas finanzas, y –también en muchos casos– la limitada cantidad de
tierra poseída, hacían que les resultara desaconsejable poner en alquiler sus
parcelas en las condiciones precisas para elevar al máximo la producción de
las mismas; en suma, los individuos no querían correr riesgos, pues un error en
su contra durante el tiempo del arrendamiento de sus tierras podría suponerles
una pérdida irreparable (p. 283).
Tras exponer las ideas anteriores, Gossen concluye que el gobierno podría
comprar la propiedad de las tierras a los individuos en circunstancias muy
favorables y luego arrendarlas en buenas condiciones, obteniendo del aumento
sostenido de las rentas de las parcelas un fondo para amortizar la cantidad que
hubiese sido requerida para la compra (p. 285). En principio, para que esto último
sucediera debía cumplirse –con carácter general– lo siguiente:
z
(zA – a) < z’a,
donde
A sería el precio de la tierra, z la tasa de interés, a la renta del primer año, y z’ la tasa de incremento de la renta. Por tanto, zA serían los intereses que el Estado
tendría que pagar por el dinero que hubiera tomado prestado para pagar A (el precio de la tierra); zA
– a sería el gasto en que incurriría el Estado por encima de la renta
que obtendría el primer año; z (zA –
a) los intereses sobre dicho gasto; y, finalmente, z’a
sería el incremento de la renta de la tierra, que –según la expresión de
Gossen– debería ser suficiente para compensar con creces z (zA – a).
A continuación, Gossen mostraba que los datos disponibles
para Prusia satisfacían la condición anterior[9],
y utilizaba largas ilustraciones numéricas para mostrar cómo podría funcionar
su plan en la práctica. En cualquier caso, como señala Georgescu-Roegen (1983:
cxix), la notación utilizada por el autor alemán era inadecuada, y mostraba
que su pericia para manejar argumentos cuantitativos y expresarlos en términos
gráficos no encontraba correspondencia en su capacidad de expresión matemática.
Así, para demostrar que el préstamo estaría completamente pagado después de
un número finito de años, Gossen realizaba unos cálculos extremadamente
tediosos, cuando hubiera bastado una expresión clara y directa si hubiese
conseguido desarrollar a fondo sus ideas utilizando una notación adecuada. Por
ejemplo, podría haber llamado An
a la cantidad aún no amortizada del préstamo en el año n, zAn a los intereses pagados en
ese año, rn = a (1+ z’) n
al incremento de la renta de la tierra, y gn
= rn – zAn = a (1+ z’) n – zAn
a la ganancia (o la pérdida) de cada año. Una vez así definidos los términos,
puede demostrarse que el año en el que se produce la completa amortización de
la cantidad inicialmente prestada Ao
es la solución de la ecuación
Ao
(1 + z) n = a [(1 + z) n – (1 + z’) n]
/ (z – z’)
que
más tarde sería establecida por Walras (1990a[1881]: 277).
Con todo, Gossen mostró su perspicacia al darse cuenta de
que en la práctica surgiría un problema importante: al nacionalizar la tierra
los ingresos que antes obtenía el Estado a través de impuestos sobre la renta
de las tierras dejarían de estar disponibles. Por tanto, no todas las ganancias
anuales obtenidas con el alquiler de tierras podrían destinarse a amortizar el
préstamo recibido; parte de ellas deberían destinarse a sufragar gastos públicos.
Es decir,
gn
= a (1+ z’) n – zAn
= e’n + sn
siendo
e’n la parte de la
ganancia dedicada a la amortización del préstamo y sn = Sn
ei la
cantidad total de fondos usada para pagar gastos públicos en el periodo n y en los periodos anteriores.
Si ahora llamamos sn-1 a
la cantidad de dinero transferida al presupuesto estatal en los n–1 años precedentes, entonces el
ahorro en el año n, En,
será el exceso de la ganancia anual, gn,
sobre lo destinado a los gastos del Estado en los años anteriores, sn-1. Esto es,
En
=
gn – sn-1.
En este punto, Gossen realiza un supuesto clave que no
tiene justificación concreta: la proporción entre la cantidad de dinero
destinada a sufragar los gastos estatales en el año n (en) y del ahorro anual (En),
es igual a la tasa de amortización del préstamo. Es decir, en
/ En = (An+1 – An) / An.
De esta forma, Gossen consigue llegar finalmente a la expresión en = En2 / (An
+ En). A partir de ella, y con los valores disponibles para la
Prusia de la época, Gossen construye una extensa tabla en la que muestra que el
préstamo solicitado por el Estado prusiano para la compra de las tierras sería
amortizado en 75 años[10].
E incluso si la renta inicial no fuera suficiente para cubrir los intereses del
primer año, el préstamo podría ser finalmente amortizado, como muestra Gossen
en la tercera y última de las tablas de su trabajo.
Gossen concluye el capítulo 23 señalando algunas
ventajas “colaterales” de su propuesta de nacionalización de la propiedad
de la tierra. Primero, las relaciones legales entre los individuos se
simplificarían y las disputas respecto a los límites de los derechos
individuales llegaría a ser excepcionales. Segundo, para un gran número de
operaciones productivas el capital requerido se reduciría en el precio de
compra de la tierra, que ya no sería necesario pagar. Y tercero, la comunidad
obtendría un importante flujo de ingresos públicos “sin las vejaciones e
injusticias inseparablemente asociadas con cualquier sistema impositivo” (Gossen,
1983[1854]: 295).
3.1.4.
Antecedentes del plan de Gossen y valoración entre sus contemporáneos
Puede afirmarse que el plan de nacionalización de la
tierra de Gossen, con su nivel de detalle y su fundamentación minuciosa, no
tiene precedentes en la historia del pensamiento económico. Los alegatos que
antes de Gossen se habían hecho en favor de la nacionalización eran
planteamientos puramente genéricos, meras declaraciones de intenciones que no
entraban a discutir el contenido concreto de la propuesta.
Se ha querido ver en la propuesta de James Mill de
confiscación de los incrementos de renta pura el antecedente más cercano del
trabajo de Gossen, en el que quizá éste pudo inspirarse, ya que los Elementos de Economía Política [1821]
de Mill habían sido traducidos al alemán en fecha tan temprana como 1824. Sin
embargo, las diferencias entre la propuesta de Mill y la de Gossen son lo
suficientemente importantes como para pensar que éste elaboró la suya de forma
independiente. Además, entre los libros poseídos por Gossen –según informó
su sobrino a Walras– no se encontraba el de James Mill.
En 1843 Gossen –por entonces funcionario público– ya había
presentado una primera versión de su plan de nacionalización de la tierra a la
consideración de la Administración prusiana, pero su ensayo –en el que había
depositado grandes esperanzas– fue rechazado en un informe anónimo en el que
aparecían adjetivos calificándolo de “charla tonta”, “disparate”,
“fantasía desenfrenada” o “sueño vacío”. El informe concluía señalando
que “el autor es completamente incapaz para el servicio civil” (Georgescu-Roegen,
1983: cxxiv). Tan demoledora valoración no es extraña, sobre todo si se tiene
en cuenta que Gossen denunciaba los fallos de la burocracia prusiana –cuyos
altos cargos estaban ocupados por miembros de la nobleza. Así por ejemplo, al
final del capítulo 23 de su libro se refiere al “despilfarro que ha llegado a
ser costumbre en la [administración de las] finanzas públicas” (Gossen,
1983[1854]: 295). Además, el trabajo de Gossen era un ejercicio de economía
matemática muy avanzado para la época, y sin duda debía resultar insólito y
difícilmente inteligible.
Walras descubrió la obra de Gossen a
través de Jevons, y debió quedar tremendamente sorprendido al comprobar que ésta
no sólo contenía las proposiciones fundamentales sobre la utilidad expresadas
matemáticamente, sino que también incluía un plan para la nacionalización de
la tierra, es decir, desarrollaba ampliamente una idea que él mismo había
apuntado en un trabajo de 1861[11].
En su artículo “Hermann
Heinrich Gossen: un economista desconocido”, Walras calificó
el plan de Gossen como “una de las más bellas teorías que jamás he
encontrado en economía política” (Walras, 1958[1885]: 383). Incluso llegó a
decir que Gossen no sólo merecía la gloria de Copérnico que reclamaba para sí
por “su concepción del equilibrio matemático del mundo económico”, sino
también “algo de la de Newton por su solución a la cuestión social” (p.
385). Con todo, realizó algunas críticas
importantes al planteamiento gosseniano que se expondrán en el siguiente
apartado.
Wilhelm
Lexis fue el comentarista alemán más relevante del trabajo de Gossen, que
conoció a través de la exposición que de él había hecho Walras
(1990a[1881]). Lexis –que se mostraba muy sorprendido de que un claro defensor
de la superioridad del laissez-faire abogara
por una intervención tan fuerte del Estado– consideraba el plan de Gossen
propio de un mundo ideal, pues en la práctica era completamente imposible
predecir las futuras fluctuaciones de la tasa de interés o de la renta. Además,
Lexis creía que por aquel entonces los valores de la tierra en Alemania estaban
disminuyendo debido a que la población emigraba en gran número a otros países.
Otro de los contados autores que se acercó al trabajo de Gossen a través de la
exposición de Walras fue el francés Charles Gide, que en 1883 escribió un artículo
sobre la obra de H. George ligándola con las ideas del economista alemán[12]. Gide opinaba que en
Francia la estrecha vinculación a la tierra de los pequeños propietarios haría
que la más mínima insinuación de nacionalización derivase en graves
disturbios sociales. Por ello, proponía que el Estado comprase las tierras al
contado y las recibiese efectivamente al cabo de 99 años; de esta forma, los
propietarios no opondrían resistencia alguna ni se mostrarían exigentes con el
precio, pues cualquier cantidad obtenida en tales condiciones la considerarían
un verdadero regalo (Georgescu-Roegen, 1983[1854]: cxxiii; Gide y Rist, 1927:
631).
Para la mayoría de los economistas el nombre
de Walras está asociado exclusivamente al desarrollo del modelo de equilibrio
general, cuyo corolario es que el sistema competitivo funcionando en condiciones
ideales maximiza el bienestar social. Sin embargo, además del trabajo en el
campo de la teoría pura, Walras entendía que la economía tenía otras dos
partes que merecían igualmente atención: la economía política aplicada (o la teoría
de la producción de la riqueza social) y la economía social (o teoría de la distribución de la riqueza
social).
En el terreno de la economía aplicada, donde Walras se ocupó
básicamente de cuestiones monetarias (mercados bursátiles, bimetalismo, banca,
deflación, etc.), otorgaba al Estado un papel de política activa. Pero fue en
el campo de la economía social, que según Walras hacía referencia al estudio de
la distribución y la estructura de la propiedad en la sociedad, donde la figura
del Estado cobraba especial relevancia. Y es que, como señala Segura (1987:
32), para el autor francés “la solución competitiva era superior desde el
punto de vista científico, [...] pero no era un principio aplicable en forma
mecánica a los temas de la industria [...] y, además, daba lugar a situaciones
inadmisibles desde la perspectiva de la propiedad y la distribución de la
riqueza”.
De algún modo, como J.S. Mill, Walras buscó
un punto de compromiso entre el laissez-faire
y la reforma social, y de la misma forma que éste, tuvo en su padre una
referencia importante en la investigación económica. Asimismo, como J.S. Mill,
distinguió entre leyes de producción y de distribución: las leyes económicas
eran aplicables a la producción de riqueza, mientras la distribución estaba
condicionada por los principios de la ética y la justicia social. En realidad
no se trataba de compartimentos separados e independientes, como a primera vista
pudiera parecer, sino de aspectos complementarios (o reconciliables) que se
integraban en una visión global de la sociedad[13] (Cirillo, 1980:
298).
La idea de
justicia social de Walras –que mantuvo a lo largo de toda su vida– se resume
en dos principios básicos: respeto a los derechos de los otros y égalité de conditions, inégalité de
positions. La naturaleza había dotado a las personas de racionalidad y
voluntad libre para perseguir la riqueza, los honores, etc., en tanto sus
capacidades (industria, ahorros, inteligencia, previsión, carácter moral,
etc.) se lo permitiesen. Pero el derecho de los individuos a una completa
realización de su personalidad moral no podía existir al margen de la
sociedad. Por ello, tanto el respeto a los derechos de los otros como la
igualdad de condiciones sólo podían asegurarse en una sociedad organizada con
tales propósitos por el Estado[14]
(Jaffé, 1975: 812).
3.2.1. La renta de la tierra y su crecimiento
con el progreso social
Walras consideraba completamente errada la
teoría de la renta ricardiana, pues se basada en “la obtención del producto
con una sola especie de tierra” y no explicaba “la plusvalía de la renta en
una sociedad progresiva más que con la ayuda de la hipótesis de un alza del
precio de los productos”. Por ello, Walras afirmaba despectivamente que se
trataba de “una teoría tan grosera e infantil que no precisa[ba] del auxilio
de las matemáticas” (Walras, 1958[1885]: 383).
Según el
economista francés, la renta o precio de los servicios de la tierra –que tenía
múltiples usos y podía ser considerada un tipo especial de capital[15]– se determinaba
mediante la ley de la oferta y la demanda, como en los demás factores de producción. Tal afirmación suponía
una crítica implícita a la concepción de la renta que había defendido Gossen:
“la renta o el precio de la tierra se determina [...] en el mercado de servicios productivos en razón de la oferta de los propietarios inmobiliarios y de la demanda, sea de los empresarios que quieren utilizarla para fabricar productos, sea de los consumidores que quieren aplicarla directamente a su uso” (Walras, 1958[1885]: 383).
En realidad, este párrafo es un resumen refinado de la crítica a la
teoría ricardiana de la renta que aparecía en la Lección 39ª de los Elementos de Economía Política Pura[16].
A la idea anterior, Walras añadía –a reglón seguido– la explicación
de por qué la renta crecía con el progreso social, cuestión ésta que también
había abordado en sus Elementos[17]:
“Por lo demás, los valores de todos los beneficios, de todos los trabajos y de todas las tierras son proporcionales a las intensidades de las últimas necesidades satisfechas, o a las raretés, de los beneficios, de las tierras y de los trabajos directamente consumidos. Ahora bien, las intensidades de las últimas necesidades satisfechas, o las raretés, de las tierras consumidas directamente son crecientes en la sociedad a medida que aumenta la población. Los parques y los jardines disminuyen en extensión, las casas aumentan de altura, los pisos, los corredores y las escaleras se estrechan. Así pues, el valor de la tierra es creciente en una sociedad progresiva” (Walras, 1958[1885]: 383).
En gran medida,
en Walras subyace también la idea de renta “no ganada”:
“Abandonar las tierras a los individuos
en vez de reservarlas al Estado, significa dejar que una clase parásita se apropie a discreción
una riqueza que debería servir para atender a las exigencias siempre crecientes
de los servicios públicos” (Walras, 1954[1885]: 384, [la cursiva no está en
el original]).
En cualquier caso, es importante destacar que
en las primeras ediciones sus Elementos
Walras no llegó a formular, siquiera lejanamente, la teoría de la
productividad marginal, por más que el apéndice III –“Nota sobre la
refutación del señor Wicksteed de la teoría inglesa de la renta” [1896]–,
añadido a la tercera edición y luego incorporado al texto de la cuarta en la
Lección 36ª, acusara de plagio al economista inglés, quien había leído el
libro de Walras en 1882[18] (Stigler, 1951: 260).
3.2.2. La idea de la propiedad. Las
consideraciones fiscales
Es
precisamente al abordar la economía social cuando Walras va a defender la nacionalización de
la tierra y de los recursos naturales en general[19]. Auguste Walras ya había
señalado que, dado que la tierra no había sido “producida” por nadie, no
era posible hablar de derechos de propiedad privada sobre ella. También para
Walras hijo la tierra constituía una clara excepción –junto a servicios públicos
como los ferrocarriles– al principio general de propiedad privada y libre
empresa, del que era firme partidario. De hecho, Léon Walras
heredó la idea de nacionalización de la tierra de su padre, del mismo modo que
Stanley Jevons heredó del suyo la teoría de las manchas solares (Walker, 1985:
133).
La tierra debía ser propiedad del Estado por
dos razones. Primero, por derecho natural: “las facultades personales son, por
derecho natural, propiedad del individuo”, mientras “las tierras son, por
derecho natural, propiedad del Estado”. Los individuos libres y racionales
deben tener las mismas posibilidades a la hora de perseguir sus fines, y por
ello la tierra debe pertenecer a los todos individuos, colectivamente
considerados. En otros términos: los individuos sólo llegan a tener una
‘entidad moral’ como miembros de la sociedad, y la sociedad debe dar a sus
miembros los mismos derechos de utilizar los recursos naturales para cumplir su
destino. En definitiva, “en términos jurídicos, la humanidad es propietaria
y la generación actual es [sólo] usufructuaria de las tierras” (Walras,
1990b[1896]: 185 y 189).
Esta concepción tenía implicaciones
importantes, pues proporcionaba al Estado “no sólo una razón de ser autónomo
e independiente del estado de desarrollo social y político, sino, también, un
poderosísimo instrumento de utilización no regulada por principios
iusnaturales en sus relaciones con la sociedad civil” (Segura, 1987: 33); además,
la nacionalización de la tierra afectaba al poder de la clase agraria burguesa,
que, según Walras, desde 1870 no buscaba más que enriquecerse a toda costa,
habiendo abandonado su laboriosidad de antaño y oponiéndose a cualquier tipo
de reforma. Con todo, es importante notar que, a pesar de la apelación a la
idea de derecho natural, Walras no defiende la simple confiscación de las
tierras, sino la adquisición a sus propietarios pagando con los ingresos
derivados del arrendamiento que de las tierras hiciera el Estado a los
particulares. De aquí también se deduce que el Estado no se convertiría en
empresario que directamente explota la tierra, sino que se limitaría al papel
de mero arrendador: Walras no estaba dispuesto a permitir que las agencias
gubernamentales administrasen directamente la tierra tras la nacionalización de
la misma.
Asimismo,
es interesante insistir en el fuerte carácter de excepcionalidad que tiene la
propiedad de la tierra en Walras, un defensor absolutamente convencido del
derecho de propiedad privada en todos
los demás ámbitos: la propia persona
y las propias capacidades, así como el capital artificial derivado del trabajo
y de la previsión personal. La
propiedad privada, legítimamente obtenida, no sólo era un derecho natural y un
“poder moral”, sino la base de la libertad humana; precedía al Estado y era
anterior a cualquier contrato social. Estas ideas eran también parte de la
herencia intelectual recibida de su padre, y ya en una fecha tan temprana como
1860, en un libro titulado La economía
política y la justicia, Walras se había molestado en responder con
vehemencia a los ataques que Proudhon había lanzado a la propiedad (Cirillo,
1984: 55).
Por otra parte, Walras siempre se mostró
abiertamente opuesto a cualquier forma de poder de monopolio, y también en este
sentido no deja de ser curiosa la propuesta walrasiana de nacionalización de la
tierra. Sin embargo, dicha propuesta era interpretada por el autor francés como
un apoyo al libre funcionamiento del mercado: en ausencia de la propiedad
privada de la tierra, la posibilidad de que prosperasen grandes monopolios
–que, en cualquier caso, deberían ser combatidos por el Estado– se verían
notablemente reducidas (Cirillo, 1980: 298).
En segundo lugar, el hecho de otorgar la propiedad de la
tierra al Estado permitiría sufragar los gastos públicos sin afectar a la
marcha del sistema competitivo y a la eficiencia de su funcionamiento[20]. Se podrían así
eliminar todos los impuestos, que tanto Léon Walras como su padre Auguste
consideraban injustos y perturbadores del equilibrio social por afectar a
ingresos que las personas obtenían haciendo uso de sus propios recursos. Además,
gracias a la nacionalización de la tierra quedaría un capital para las futuras
generaciones que, por su propia naturaleza, continuaría incrementando su valor
en el futuro.
Conviene
considerar aquí dos aspectos separadamente. Por un lado, como indica Rodríguez
Braun (1997: 298-9), llama la atención el optimismo y la ingenuidad de Walras
frente al Estado:
“cuando Bortkiewicz [le] señaló [en una carta] que la tierra podría
no suministrar la renta suficiente como para financiar la acción de gobierno,
Walras respondió que el Estado, como los particulares que se conducen
moralmente, debía restringir sus gastos para que igualasen a sus ingresos. De
surgir crisis, habría hombres de espíritu que altruisticamente acudirían para
ayudar” (Walker, 1985: 133).
Es decir, Walras cree que
el alquiler de la tierra reportará naturalmente suficientes recursos para
sufragar un nivel de gasto razonable, para “satisfacer la demanda de servicios
públicos fijada a un nivel adecuado”. En realidad Walras está pensando en
que los estados ajusten sus gastos a sus
ingresos, condenando el déficit público como “contrario tanto a la
justicia como a una política razonable” y como reflejo de “incapacidad para
gobernar e imprevisión”. Con todo, Walras admite la posibilidad de que pueda
haber problemas excepcionales en las finanzas públicas, y es entonces cuando su
ingenuidad se hace máxima, confiando en que habrá individuos ricos que acudirán
en ayuda del Estado con regalos y herencias (p. 289).
Por otro lado,
en la Lección 42ª de sus Elementos
de Economía Política Pura, Walras afirma claramente que los impuestos
sobre el valor de las tierras son los únicos que no alteran el funcionamiento
del sistema competitivo. Mientras un impuesto sobre los salarios, por ejemplo,
supondría que la oferta disminuyese (al disminuir la población trabajadora) y
que los salarios aumentasen, incrementándose así los costes de producción, el
impuesto sobre la renta de la tierra “tendría por efecto atribuir al Estado
una parte de los ingresos de los terratenientes sin que éstos pudieran
encontrar medio alguno para hacer recaer parte del impuesto sobre los
consumidores de los productos elevando el precio de los productos de las
tierras” (Walras, 1987[1874]: 719).
Ahora bien, ¿por
qué no hablar entonces de impuestos sobre la renta de las tierras en vez de
optar por la nacionalización? La explicación ha sido muy bien desarrollada por
Segura (1987: 34): “un impuesto proporcional estable sobre la renta de las
tierras es idéntico a una disminución –en proporción igual al tipo– del
valor de las mismas, lo que no afecta a la riqueza social ni a la asignación de
recursos para Walras”. Sin embargo, una vez fijado el impuesto, la reducción
del tipo sería injustificable desde cualquier punto de vista, porque supondría
un regalo de la sociedad a quienes hubieran adquirido la tierra cuando los tipos
impositivos eran superiores. En consecuencia, sólo un tipo fijo y eterno tendría
sentido, pero esto no sería garantizable a largo plazo “porque las
necesidades financieras del Estado cambian”. Por tanto, “la única forma de
evitar discrecionalidades es un tipo del 100 por 100, es decir, la propiedad
estatal de las tierras”.
Julio Segura destaca además otra cuestión clave, que
también ha sido apuntada por Renato Cirillo (1980: 301): el argumento de
nacionalización de la tierra no es ni una simple coda del sistema teórico de
Walras ni un simple “divertimento” de carácter coyuntural. La posición
fiscal walrasiana es coherente con el sistema de economía teórica y aplicada y
desempeña un papel central en la concepción económica general del autor francés.
Por otra parte, las ideas acerca de los impuestos sobre el valor de las tierras
están en los escritos fiscales de Walras desde 1860, y provienen en buena
medida de su padre.
3.2.3. La postura de Walras frente al
socialismo
Además de las razones jurídicas
(relacionadas con la idea de derecho natural) y económico-fiscales (garantía
de un sector público financieramente sano, compatibilidad con el mercado
competitivo, factibilidad y no discrecionalidad) para defender la nacionalización
de la tierra, cabe preguntarse en qué medida desempeñaban también un papel
importante las razones ideológicas (creencia en el socialismo).
Walras se autocalificó de socialista, pero
no fue un socialista en términos estrictos[21]. Más bien fue un
economista que simpatizó con el socialismo en la idea de igualdad de
condiciones iniciales, pero que criticó a Marx y a su materialismo histórico y
apenas hizo referencias a precursores socialistas franceses como Blanc o Blanqui,
a quienes consideraba utópicos (Cirillo, 1980: 297). El mismo Walras distinguía
su socialismo “liberal” o “científico” del socialismo marxista, que,
basado en la errónea teoría del valor-trabajo, no prescribía ningún
principio para orientar la producción de forma colectiva: “El marxismo ha de
decirnos cómo se origina bajo su sistema un equilibrio de demanda y oferta del
producto. [...] ¿Cómo va el Estado a emprender su tarea en completa ignorancia
de las cantidades que deberían producirse? Ciertamente, los economistas no han
demostrado científicamente los principios de la libre competencia.
Afortunadamente para ellos la libre competencia organiza la producción más o
menos bien” (cit. Hutchinson, 1967: 221).
Al mismo tiempo que defendía una postura individualista
–“si el individuo desea la libertad, debe aceptar la responsabilidad”–,
oponiéndose a la implantación de extensos esquemas de seguros estatales,
rechazaba la hostilidad radical hacia la intervención estatal. De hecho, en sus
Estudios de Economía Política Aplicada [1898],
aboga por
“una gran experimentación, bajo las condiciones más comparables, entre la iniciativa individual y la iniciativa o intervención del Estado [...] ¿Por qué abrigar prejuicios a este respecto? Si una solución absoluta fuera necesaria, no sería exclusivamente la del individualismo. Hablando estrictamente, toda empresa podría ser colectivizada, mientras que, posiblemente, no todas podrían dejarse a la iniciativa privada. La producción colectivista es posible, y no chocaría con la libertad, la igualdad, el orden o la justicia”[22] (citado en Hutchinson, 1967: 220).
En cierto modo, Walras pretendía lograr una síntesis entre socialismo y
liberalismo. La democracia liberal era aceptable en lo político, y el
liberalismo también estaba en lo correcto al hablar de desigualdad de las
posiciones ocupadas por cada uno en la sociedad en función de cómo había
actuado a partir de una situación de igualdad originaria. Sin embargo, esa
igualdad de condiciones de partida para todas las personas (que era lo que en su
opinión defendía el socialismo) no se garantizaba en absoluto en la sociedad
de su época. Walras, en cualquier caso, no era un igualitarista en términos
estrictos. Simplemente pretendía lograr una solución de compromiso entre el
individualismo y el comunismo puros, pues ambos resultaban en una “mutilación
de la naturaleza humana”:
“En cuanto a las posiciones [sociales generales], el individualismo es correcto y el comunismo está equivocado. Es contrario al orden que la comunidad fije las posiciones de los individuos, y es contrario a la justicia que la comunidad se aproveche de la posición que un individuo ha creado. En cuanto a las condiciones [sociales generales], el comunismo está en lo cierto, y el individualismo, equivocado. Es contrario al orden que el individuo y no el estado fije las condiciones sociales, y es contrario a la justicia que el individuo aproveche en su exclusivo beneficio las condiciones sociales establecidas por el Estado” (citado en Hutchinson, 1967: 219).
En
cualquier caso, puede concluirse que la nacionalización de la tierra era
considerada por Walras el medio
apropiado para lograr su peculiar ideal socialista. O en otros términos, las
singulares ideas socialistas de Walras constituían una razón adicional para
justificar su defensa de la propiedad estatal de la tierra. Así, después de
una larga discusión sobre las posibilidades prácticas de financiar la
adquisición de tierras por el Estado, Walras (1990a[1881]: 307-308) termina con
unas reveladoras palabras sobre su visión del proletariado y la revolución
social:
“Puede que la abolición del proletariado mediante la supresión de los impuestos que gravan el salario del trabajo, se lleve a cabo de forma muy distinta a cómo se logró la abolición de la esclavitud y de la servidumbre [métodos violentos]. Puede que, en una palabra, la revolución social pueda reducirse a las proporciones de la operación de tesorería [adquisición de las tierras por el Estado] antes descrita”
La situación del proletariado
industrial en Francia era para Walras comparable a la esclavitud y la
servidumbre de épocas pasadas. Se trataba de tres fases empíricas de la misma
única cuestión, la propiedad y la tributación, o el problema de la distribución
de la riqueza entre los miembros de la sociedad. La solución a las lamentables
condiciones del proletariado no sólo pasaba por una buena educación, sino
también por el acceso de los trabajadores a la condición de pequeños
propietarios, dotándoles de capacidad para ejercer su libertad. Con este
objeto, el primer paso era eliminar la imposición sobre los salarios –injusta,
confiscatoria y contraria a la ley natural–, permitiendo así el ahorro y la posterior
inversión en acciones de sociedades industriales (Cirillo, 1984: 56). Pero para
eliminar los impuestos era necesario obtener los recursos públicos por otra vía,
gracias a la nacionalización de las tierras (de ahí el carácter clave de esta
medida en la reforma social). A ello hay que añadir la gran confianza que
Walras depositaba en la promoción del cooperativismo, forma organizativa que
creía llegaría a dominar la vida económica en el siglo XX[23]: los trabajadores
participarían en los beneficios de las cooperativas, lo que también contribuiría
a incrementar su pequeño capital y su capacidad de compra.
3.2.4. El plan para la nacionalización de la
tierra
Walras renunciaba explícitamente a cualquier tipo de medida que
derivase en una confiscación total o parcial de los terratenientes: insistía
en que las tierras se comprasen a precios de mercado, pues el “Estado no [debía]
restaurar la justicia cometiendo una injusticia” (Walras, 1990c[1896]: 411).
Por muy injustamente que hubieran sido establecidos los derechos de propiedad
privada sobre la tierra, los terratenientes, después de todo, no eran
responsables ni legal ni moralmente de un sistema que les beneficiaba.
Con
este punto de partida, el trabajo de Walras
de 1881 desarrollaba una larga serie de fórmulas algebraicas relativas al plan
más simple de Gossen, en el cual no se tenía en cuenta que había que
amortizar el préstamo y, a la vez, pagar los gastos públicos. Walras reconocía
que el segundo escenario planteado por Gossen era mucho más realista y tenía
mayor sentido, pero era difícil establecer un planteamiento general porque se
llegaba a una expresión no lineal. Por eso, Walras (1990a[1881) prefirió
centrarse en el primero, donde realmente no había muchas cosas que añadir a lo
ya señalado por Gossen.
De hecho, Georgescu-Roegen (1983: cxxii) opina que el único
resultado realmente importante del trabajo de Walras (1990a[1881]) fue la fórmula
del valor actual de la tierra, basada en el descuento del futuro incremento de
la renta de la tierra, pues de ella se deducía que para obtener la propiedad última
de la tierra el Estado tendría que incurrir en un coste muy importante. Y es
que Gossen no había tenido en cuenta que el probable futuro incremento de la
renta debía quedar recogido en el precio de compra si la transacción se
realizaba libremente. Aquí radicaba la crítica fundamental de Walras al
trabajo del economista alemán:
“Nos
sale al paso una objeción no advertida por Gossen. Si la renta es en una
sociedad un fenómeno económico, a la vez que experimental y racional, el
precio corriente de las tierras debe establecerse de acuerdo con ello; y si el
Estado paga a los propietarios el precio corriente muy bien podrá servirle la
renta creciente para obtener un rendimiento normal de su inversión, pero no
para amortizar el coste de adquisición” (Walras, 1958[1885]: 384).
Con todo, Walras pensaba que este problema era perfectamente soslayable
si el gobierno se adelantaba a los acontecimientos. La humanidad estaba
experimentando una evolución económica considerable al pasar del régimen agrícola,
en el que había vivido durante varios milenios, al régimen industrial y
comercial, caracterizado por un amplio empleo de capital en la agricultura con
el fin de alimentar a una población mucho más numerosa. Pues bien,
“esta
evolución, que dará como resultado una nueva plusvalía de la renta [...] no
ha sido todavía descontada por los propietarios[24].
Creo, pues, que si el Estado comprara las tierras antes de producirse esa
evolución y después pusiera todo lo que estuviera en su mano para favorecerla
(la misma compra actuaría en este sentido), encontraría holgadamente en la
nueva plusvalía un recurso para amortizar el precio de compra. No creo en
verdad que el Estado democrático y parlamentario de que disfrutamos se
encuentre a la altura de esta operación; pero el valor de una teoría económica
o social no depende necesariamente de sus posibilidades de ser o no
inmediatamente aplicada” (Walras, 1958[1885]: 385).
A
pesar de todo, la idea fundamental de Walras era en el fondo la misma que había
señalado Gossen: comprar las
tierras privadas a bajo precio de forma que más tarde se podría recuperar el
precio de compra gracias al incremento de las rentas. Aunque durante un cierto
tiempo las rentas recibidas en pago del alquiler de las tierras no cubrirían
los intereses totales de las obligaciones que hubiera contraído el Estado para
realizar la compra –por lo que su deuda se incrementaría en esta
diferencia–, en un determinado punto, gracias al incremento en la tasa de
renta, los ingresos llegarían a ser suficientes para cubrir los pagos por
intereses (Walras, 1990c[1896]: 412).
Sin embargo, si se tiene en cuenta que –además de pagar el coste
de compra de la tierra– el Estado tendría que hacer frente a sus gastos públicos,
parece claro que durante un considerable periodo el Estado no podría sobrevivir
sólo a través de rentas del alquiler de las tierra. Por tanto, los impuestos
–que Walras consideraba tan contrarios a la justicia y destructores del
equilibrio social– no podrían desaparecer de forma inmediata.
De cualquier modo, como indica Georgescu-Roegen (1983: cxxii), ni
Gossen ni Walras se dieron cuenta de una dificultad bastante evidente de sus
respectivos planes de nacionalización de la tierra, quizá porque el énfasis
en la formalización matemática les estaba distrayendo de los aspectos
verdaderamente importantes del problema: si el Estado pretendía vender sus
bonos en el mercado, a duras penas habría suficientes compradores para poder
obtener la cantidad de dinero equivalente al valor de toda la tierra; y si el
Estado se proponía pagar a los terratenientes con bonos, dada la gran cantidad
adicional de ellos en el mercado, su valor se reduciría apreciablemente y la
tasa de interés necesariamente se incrementaría.
Philip Henry Wicksteed
(1884-1927) es uno de los personajes más singulares de la historia del
pensamiento económico. Tras estudiar clásicas y teología en el University
College de Londres y en el New College de Manchester, sucedió a su padre como
ministro de la iglesia unitaria. Sin embargo, en 1897 sus ideas religiosas habían
llegado a ser demasiado heterodoxas, por lo que abandonó su puesto y pasó a
ganarse la vida enseñando y escribiendo. Fue uno de los pocos hombres de su
tiempo que combinó saberes muy diversos con un alto grado de excelencia:
medievalista experto y con amplios conocimientos sobre la Antigüedad Clásica,
economista de reputación internacional por sus contribuciones a la teoría de
la productividad marginal, y hombre con una importante capacidad para las matemáticas
y las ramas técnicas del saber (Robbins, 1973: 189-190)[25].
En sus años de formación, parece que Wicksteed leyó a
Ruskin, cuyos escritos le influyeron de forma notable. Además, según señala
Hutchinson (1967[1953]: 108), “Wicksteed, como Sidgwick y casi exactamente al
mismo tiempo, se sintió fuertemente impresionado por la marea de legislación y
aspiración socialista”, y en un artículo publicado en The Inquirer en 1890 mostraba su
esperanza de que se acercasen las ideas y objetivos de los fabianos y las de los
economistas ortodoxos, como Marshall, Foxwell y Sidgwick. En este sentido, señalaba:
“Los nuevos métodos [en Economía] aseguran una creciente armonía entre aquellos que hasta ahora han estado en campos opuestos [...] Los socialistas de cuño fabiano deben ser reconocidos como compañeros de trabajo por los economistas de la nueva escuela”[26].
Wicksteed era consciente de la vaguedad de las ideas fabianas sobre la
organización económica bajo el socialismo, y por ello quizá pensaba que los
profesionales de la Economía –trabajando por los mismos objetivos sociales–
podían contribuir a definir dichas ideas con más precisión. El propio
Wicksteed tuvo un papel importante en “el abandono claro y definitivo” por
los fabianos “del sistema de Karl Marx”. Más concretamente, fue uno de los
primeros economistas que atacó la teoría marxista del valor desde el punto de
vista de la utilidad marginal.
En cualquier caso, lo que aquí interesa
destacar es que Wicksteed mostró durante toda su vida su adhesión a la idea de
nacionalización de la tierra, aunque sin llegar nunca a elaborar un plan específico
al respecto. Esta actitud no respondía en absoluto a una creencia en la teoría
ricardiana de la renta “no ganada”. De hecho, Wicksteed, impulsor de la teoría
de la productividad marginal, rechazaba de plano la teoría clásica de la
renta, aunque –paradójicamente– la campaña inglesa de Henry George de 1879
hubiera sido uno de los factores claves en el despertar de su interés por los
temas económicos. Como señala Blaug (1988: 531), mientras Ricardo había
utilizado el principio marginal para demostrar que el factor fijo gana un
excedente residual, Wicksteed (1992[1894]), Clark y Wicksell pusieron el énfasis
en la otra cara de la moneda, y mostraron que todo factor variable debe obtener
una remuneración igual a su productividad marginal, subrayando además que esto
era aplicable a todos los factores,
pues tomados por separado frente al resto podían considerarse variables. Es
decir, para estos autores no había nada especial por lo que se refería al
factor tierra[27].
La favorable actitud de Wicksteed respecto a
la nacionalización de la tierra parece más bien debida –como indica
Hutchinson (1967: 109)– a su calurosa simpatía hacia los ideales socialistas[28], bien que tamizada por un
profundo y tranquilo escepticismo que se fue acrecentando con los años. La razón
de dicho escepticismo hay que buscarla, seguramente, en la ingenuidad de muchos
planteamientos socialistas y en una “profunda apreciación de la fuerza motriz
del propio interés y de la espontánea organización social que su libre
desarrollo originaba”. No obstante, Wicksteed sostuvo durante toda su vida que
“los intolerables males y calamidades sociales son el resultado de nuestra
actual civilización, y [...] la sociedad, mediante su acción unida y conjunta,
debe, y puede, en gran medida, enderezar lo que está torcido”[29]. Por un lado, ensalzaba la capacidad
coordinadora de los mercados –que difícilmente podrían ser suprimidos–,
pero por otro afirmaba que la organización de la industria en aquellos días
exhibía “terribles fallos”, “defectos colosales” (Steedman, 1992: 42).
En
muchos textos de Wicksteed, de distintas épocas, pueden encontrarse frases
sueltas que lo presentan muy cercano al socialismo. Por ejemplo: “la sociedad
debería estar organizada en beneficio de los más desfavorecidos”; o
“nosotros [...] no creemos en que la miseria, la degradación, o la exclusión
de muchos sea el precio que deba pagarse para la felicidad o la exaltación de
unos pocos”. Con todo, Wicksteed no hubiera aceptado ser denominado socialista
sin hacer numerosas matizaciones: “A veces soy considerado socialista por mis
amigos que no son socialistas, y generalmente no soy considerado tal por mis
amigos que sí lo son. Quizá la razón se encuentre en la enfática distinción
que yo establezco en mi mente entre los Ideales Socialistas y las Doctrinas Económicas
del Socialismo” (citado en Steedman, 1992: 38-9).
Es posible que la mejor síntesis de la
postura de Wicksteed sobre “la nacionalización de la tierra” se encuentre
en una conferencia del mismo título dictada en 1901 ante el Political and Economic Circle of the National
Liberal Club de Londres, y
recogida parcialmente en Robbins (1973: 190-1n). En este texto, Wicksteed tacha
de inviable el plan georgista de confiscar la totalidad de la renta pura de la
tierra, y que se basaba en que los propietarios encontrarían adecuada
compensación en el nuevo y feliz orden social que supuestamente habría de
surgir tras la aplicación del impuesto único. Era un hecho que la tierra había sido
reconocida como propiedad privada por las generaciones del pasado y que había
cambiado de manos innumerables veces, de suerte que, aunque hacía mucho tiempo
–en las primeras apropiaciones– hubiera habido todo tipo de robos y
atropellos, luego se habían producido sucesivas compraventas bajo la sanción
favorable de la comunidad. Por consiguiente, el punto de partida debía ser un
total respeto hacia la propiedad privada, lo que significaba que la única vía
posible para lograr la nacionalización de la tierra era la compra libre y
gradual por el Estado de las parcelas de los propietarios individuales,
introduciendo además ciertas modificaciones legales respecto a los derechos de
propiedad sobre minerales que fueran descubiertos en el futuro. El dinero
necesario sería recaudado a través de impuestos o por endeudamiento:
“debemos tomar prestado el dinero con el que compensar a los terratenientes, y
cargarnos con una deuda que durante muchos años puede absorber los ingresos
totales derivados de la tierra”.
4.
CONCLUSIÓN
En el intenso
debate sobre la nacionalización de la tierra que tuvo lugar en Gran Bretaña
durante la segunda mitad del siglo XIX, terciaron algunos de los economistas más
importantes de la corriente principal, como Sidgwick y Marshall, que glosaron críticamente
las opiniones de distinguidas figuras públicas como H. Spencer –quien, a
pesar de ser un individualista radicalmente opuesto a la extensión del poder
gubernamental, defendió durante gran parte de su vida la nacionalización de la
tierra– o A.R. Wallace –el famoso científico, que encabezó a finales del
siglo XIX el movimiento pro-nacionalización.
Pero entre los
economistas destaca sobre todo la postura de Gossen, Walras y Wicksteed, tres
firmes partidarios de la propiedad estatal de los recursos naturales. Gossen y
Walras elaboraron planes detallados de nacionalización de la tierra, y esta
idea ocupa un lugar importante en sus respectivas concepciones de la política
económica. Wicksteed, sin embargo, estaba a favor de la nacionalización por su
simpatía –muy matizada– hacia el ideario socialista, aunque no dedicó
atención alguna a desarrollar esta propuesta, que ocupa un lugar anecdótico en
su biografía intelectual. Con la excepción de la tierra –que, no siendo
resultado del trabajo humano, debía pertenecer a la colectividad–, los tres
defendieron la propiedad privada y el libre mercado. Además, mostraron un
respeto absoluto hacia los derechos adquiridos de los terratenientes, oponiéndose
a medidas total o parcialmente confiscatorias –como las defendidas por George
o Mill: el Estado debía comprar la tierra libremente en el mercado a los
precios corrientes, compensando así a los terratenientes no sólo por la parte
de renta inmediata, sino también por la pérdida de renta futura. Asimismo, los
tres economistas se oponían a que el Estado administrase directamente las
tierras una vez nacionalizadas.
Mientras en
Walras el argumento fundamental para defender la nacionalización de la tierra
guarda relación con su idea de justicia social –la igualdad de
condiciones–, en Gossen es clave el argumento de eficiencia económica: si
cada individuo busca el máximo disfrute personal, la consecuencia es el logro
del máximo bienestar colectivo, por lo que cada agente individual debe estar en
situación de perseguir libremente su propio bienestar. Ahora bien, dos obstáculos
se lo impiden: la falta de capital (frente a lo que Gossen propone la creación
de una gran caja de préstamos regida por el Estado) y la propiedad privada del
suelo, que hace que el individuo no pueda escoger para su trabajo el lugar más
ventajoso. Por tanto, si las tierras pasaran a ser propiedad estatal y se
sacaran a subasta pública al mejor postor, se aseguraría que cada parcela
fuese explotada por el individuo personalmente más capaz, lográndose así en
cada momento –dado el estado de la técnica– la organización más favorable
de la producción.
Por otra parte, tanto Gossen
como Walras no sólo ven en la propiedad pública de la tierra la adecuación a
los designios del Creador o al derecho natural, respectivamente, sino también
el medio para eliminar la injusticia y el atropello que suponen los impuestos
sobre los rendimientos del trabajo y del capital. Gracias a una renta de la
tierra secularmente creciente debido al progreso social general (y no a los
esfuerzos de los terratenientes), el Estado podría financiarse con creces sin
tener que recurrir a la destructiva tributación. De este modo –según Walras–
los trabajadores, al recibir íntegro el rendimiento de su esfuerzo, podrían
ahorrar e invertir, convirtiéndose así en pequeños propietarios liberados de
la miseria. En su ciega confianza en la renta de la tierra como fuente suficiente de ingresos públicos, Gossen y –todavía en mayor
grado– Walras hacen gala de un
optimismo desmesurado e ingenuo.
Al margen de que
sus respectivas explicaciones de la renta difieren, ésta es, en buena medida,
un ingreso “no ganado” tanto para Gossen como para Walras (en el sentido de
que tiende a incrementarse por el simple progreso social). Sin embargo, ninguno
de los dos resalta este argumento ético –que era esencial para los Mill o
George– a la hora de defender la nacionalización de la tierra. Además,
conviene recordar que la que había sido “base científica” de las
propuestas de James y John Stuart Mill o de Henry George, la teoría ricardiana
de la renta, fue atacada sin piedad por Walras y Wicksteed, mientras que Gossen
desarrolló su propia teoría, con un enfoque peculiar, aunque en cierta medida
cercano a la idea ricardiana.
Con la llegada
del siglo XX, tras más de un siglo de continua presencia en las obras de los
autores de la corriente principal, las referencias a medidas de política pública
relacionadas con la tierra acaban desapareciendo por completo de la discusión
normativa de los economistas. Al margen de las razones concretas que explican
este hecho –y que deberían ser objeto de estudio separadamente (p.e., la
progresiva desnaturalización del
discurso económico que supuso el triunfo definitivo marginalismo, la separación
entre ética y economía, la pérdida de peso de la agricultura, etc.)– la
cuestión de la propiedad sobre los recursos naturales vuelve hoy a ser un tema
candente, por razones muy distintas y desde puntos de vista diferentes. Por
poner sólo tres ejemplos, cabría citar el importante “movimiento de los sin
tierra” en Brasil, el debate abierto por los que defienden la completa
privatización del medio natural (market
environmentalism), o los problemas asociados a la utilización particular de
la tierra en países, como la antigua Unión Soviética, donde la propiedad venía
siendo completamente estatal.
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[1] Por ejemplo, Sidgwick (1968[1883]) insistía en que lo que normalmente se llamaba renta en la agricultura incluía una parte debida a mejoras fruto del trabajo humano, y otra fruto de la escasez de tierra fértil. Además, señalaba que la demanda de productos agrícolas era un elemento importante a considerar al hablar de renta. Por otra parte, la idea de renta era más aplicable a los recursos minerales y a las tierras para construcción urbana que a la agricultura.
[2] Precisamente, la publicación en 1858 del
artículo de Wallace “On the Tendency of Varieties to Depart Indifenitely
from the Original Type”, fue lo que espoleó a Darwin a publicar su On the Origin of Species by Means of
Natural Selection.
[3] Como Presidente de la Sociedad realizó un largo viaje por Estados Unidos en el que conoció a Henry George y a muchas otras personalidades de la época.
[4] En el caso de países nuevos Marshall era favorable a que el Estado se hiciera con la propiedad de la tierra sin compensación alguna, pero después de que ésta hubiera estado cedida en usufructo a los particulares durante un determinado periodo de tiempo –por ejemplo, 100 años. Al cabo de dicho periodo, el Estado podría emplear la tierra para fines públicos o volver a cederla en usufructo bajo nuevas condiciones.
[5] En vez de subsidios, en este caso Gossen propone préstamos a bajo interés.
[6] Parece ser que en torno al año 1843 Gossen ya tenía diseñado el plan para la nacionalización de la tierra que luego incluiría en el capítulo 23 de su libro de 1854.
[7] La idea de nacionalización de la tierra despertaba lógicas simpatías entre los socialistas. Pero curiosamente Gossen pretendía la nacionalización como una reforma que ayudara a funcionar mejor a la economía de libre mercado.
[8] Los herederos del arrendatario original tendrían derecho a continuar el contrato de alquiler en las mismas condiciones sólo durante un año.
[9] Para sus ejemplos numéricos, Gossen toma los valores z = 0,04 y z’= 0,01, que en su opinión se adaptaban bien a la realidad de la Prusia de su época.
[10] En la notación de Gossen, sin subíndices, el algoritmo es e = E2 / (A + E).
[11] En 1860, Walras –que era aún un joven periodista
residente en París que todavía no había decidido dedicarse de lleno a la
Economía– se presentó a un concurso convocado por el Cantón suizo de
Vaud. Se trataba de responder a la pregunta: “¿En el actual orden social,
qué sistema de tributación lograría la distribución más equitativa
posible de la carga fiscal sobre los contribuyentes o las mercancías
sujetas a imposición?” Con De l´impot
dans le Canton de Vaud [1861], Walras obtuvo el cuarto premio, dotado de
300 francos, y consiguió presentar su trabajo en un congreso internacional
sobre tributación celebrado en julio de 1860 (Jaffé, 1975: 810). En la
citada obra, Walras ya apuntaba que las facultades personales y los
rendimientos del propio trabajo deberían ser propiedad exclusiva del
individuo, mientras la tierra y su renta deberían ser objeto de propiedad
colectiva. La propuesta concreta para el Cantón de Vaud era “triplicar
los impuestos para el valor de la tierra (0,25%) y sobre el valor de las
edificaciones (0,1%). Dado que el Cantón referido obtenía en 1859 el 24%
de sus ingresos del impuesto sobre el valor de la tierra, esto permitiría
eliminar otras figuras tributarias y, en particular, el impuesto sobre
transmisiones de bienes raíces” (Segura, 1987: 72). En una carta a
Charles Rist fechada en septiembre de 1906 y citada en Jaffé (1975: 812),
Walras señalaba que en la década de 1860 poner abiertamente en cuestión
la institución de la propiedad privada de la tierra en Francia habría sido
motivo de cárcel; e incluso en Suiza, fuera de la jurisdicción francesa, sólo
se atrevió a esbozar muy cautamente sus ideas.
[12] Paul Leroy-Beaulieu –profesor en el Collège de France– y Alfred Fouillé son otros dos economistas franceses, citados por Walras, que defendieron la nacionalización de la tierra en la década de 1880. En Italia, destaca la figura de Aquiles Loira, que abogaba por que se obligase legalmente a los patronos a facilitar a sus obreros una unidad territorial al cabo de n años, de forma que poco a poco fueran convirtiéndose en propietarios (Gide y Rist, 1927: 633-4n).
[13] Quizá llevando esta idea demasiado lejos, William Jaffé (1977) –en lo que él llamó el sesgo normativo del modelo walrasiano– llegó a sostener que el sistema de equilibrio general llevaba implícita consigo la peculiar concepción de la justicia social del autor francés. Sin embargo, Walker (1984) ha argumentado de forma bastante convincente en sentido contrario.
[14] La postura de Walras frente al gasto público era coherente con su idea de justicia social (Jaffé, 1975: 820-1). Era moral y económicamente pernicioso buscar la igualdad de posiciones –por naturaleza desiguales– a través del dinero público, en forma de seguros (desempleo, ancianidad o accidentes), medicina social, u obras públicas destinadas a la creación de empleo. Una vez nacionalizada la tierra, eliminados los impuestos y los impedimentos al libre comercio, estabilizado el valor del dinero, convertidos los trabajadores en pequeños copropietarios, y puestos los monopolios naturales bajo control estatal, sólo habría que financiar los servicios públicos que rindieran iguales beneficios para todos: la defensa nacional, la justicia, la educación elemental, y las obras públicas claramente dedicadas al servicio general. El Estado debía asegurar las condiciones generales de existencia comunes a todos los hombres con los recursos provenientes del progreso social general (la renta de la tierra), mientras el individuo, según sus aptitudes y perseverancia, debía realizar su posición en la sociedad con los rendimientos de su trabajo y su ahorro. Individuo y Estado no se oponían, eran puras abstracciones; la única realidad era el “hombre social” (Gide y Rist, 1927: 629).
[15] En
la economía clásica el factor que desempeñaba el papel preponderante como
fuente de riqueza y valor era el trabajo, mientras el capital era en cierto
modo un elemento subsidiario o derivado de la tierra y el trabajo. Sin
embargo, en la economía neoclásica el capital, considerado como categoría
abstracta expresable en unidades monetarias homogéneas, va a pasar a
desempeñar el papel protagonista.
En este sentido, es muy ilustrativa la clasificación de los factores que hace Léon Walras. En vez de la división tripartita de los clásicos –tierra, trabajo y capital–, Walras habla sólo de capital: bien sea de capital fijo o capital en general, bien de capital circulante o renta. Con la primera denominación se refiere a “todo bien duradero, a todas las formas de riqueza social que no se consumen en forma instantánea o que se consumen sólo a la larga” (como edificios, máquinas o árboles para la obtención de frutos), y con la segunda, “a los bienes fungibles o no duraderos, a todas las formas de riqueza social que se consumen inmediatamente” (semillas, fibras textiles, leña, etc.). Asimismo, distingue como grupo aparte las existencias o rentas acumuladas con antelación (minerales en las minas o canteras, vino en la bodega, madera en la leñera, etc.) (Walras, 1987[1874]: 369-370). Pues bien, de acuerdo con la clasificación anterior, la tierra –al igual que las personas– queda incluida en la categoría de capital fijo, considerada como un capital natural que no se consume ni se destruye con su uso, inmune a cualquier cambio cualitativo (haciendo abstracción de su fertilidad, su riqueza mineralógica, etc.). Por otro lado, la madera, el vino, los minerales, la pesca, los recursos acuíferos, etc., se consideran rentas o capital circulante –siempre que sean apropiables y valorables– sin atender a sus posibilidades de reproducción
[16] Al final de dicha Lección 39ª, Walras señalaba: “Todo lo que subsiste de la teoría de Ricardo, tras un análisis riguroso, es que la renta no es un elemento componente, sino el resultado, del precio de los productos. Pero lo mismo puede decirse de los salarios y el interés. Por tanto, la renta de la tierra, los salarios, las cargas por intereses, los precios de los productos y los coeficientes de producción son todos ellos incógnitas de un mismo problema que deben determinarse en forma simultánea y no simplemente unas de otras” (Walras, 1987[1874]: 649-666).
[17] Véase Walras (1987[1874]: 633 y 721).
[18] En las primeras ediciones, Walras sólo había considerado coeficientes de producción variables en el párrafo 325 (según la edición definitiva 1926, o párrafo 307 de la 1ª edición), indicando que ello era útil para el estudio de una economía progresiva, pero sin hacer la más mínima sugerencia de una teoría explícita de la productividad marginal (Stigler, 1951: 259). Por otra parte, la teoría ricardiana de la renta era un caso especial de su propio sistema general, como afirmaba Walras, pero sólo cuando se introducían coeficientes variables (p. 260).
[19] El libro de Walras Études d´Économie Sociale [1896] es una colección de artículos publicados a lo largo de toda su vida. Las opiniones de Walras cambiaron muy poco, aunque modificase su terminología y hubiera vacíos y repeticiones propios de una colección de escritos de tres o cuatro décadas de trabajo.
[20] Parece lógico que Walras tuviera una opinión muy favorable de los fisiócratas: “Pese a las numerosas imperfecciones que pueden reprochárseles, debe reconocerse sin embargo [...] que, mezcladas con errores, se encuentran ideas de una profundidad y una justeza extraordinarias. [...] [Por ejemplo,] que el Estado debe vivir del precio de los productos de la tierra” (Walras, 1987[1874]: 640).
[21] Schumpeter (1994[1954]: 970) le califica de “semi-socialista”; Jaffé (1975: 820) lllega a utilizar el apelativo hemisemidemi-socialista.
[22] Sería el economista matemático italiano Enrico Barone el primero en analizar la posibilidad de una producción colectivizada a partir del modelo de equilibrio general desarrollado por Walras. Sin embargo, sus conclusiones –a pesar de lo que habitualmente se piensa– fueron negativas. Entre otras cosas, Barone señalaba lo siguiente: “Es francamente inconcebible que la determinación económica de los coeficientes técnicos pueda hacerse a priori de forma que satisfagan la condición de mínimo coste de producción” (Barone, E., “El ministro de la producción en un Estado colectivista” [1908], en Segura, J., y Rodríguez Braun, C., La economía en sus textos, Madrid, Taurus, 1998, p. 335).
[23] Walras escribió ampliamente sobre el tema de las cooperativas en su libro monográfico Les associations populaires coopératives [1865].
[24] Según Walras, aunque el precio de la tierra aún no se había ajustado a las nuevas circunstancias, lo haría “después de la actual crisis mundial de nivelación de los arriendos ocasionada por el desarrollo de las vías y medios de transporte y por la puesta en comunicación de los mercados” (Walras, 1958[1885]: 385).
[25] Según cuenta Robbins, el
principal trabajo sobre Wicksteed es la biografía de C. H. Herford escrita
en 1931: Philip Henry Wicksteed: his
Life and Work.
[26] Citado en Hutchinson (1967: 108).
[27] El hecho de haber desarrollado la teoría de la productividad marginal puede transmitir una imagen falsa de Wicksteed, como un individualista radical con una visión atomística de la sociedad. Sin embargo, Wicksteed, muy influido por su formación religiosa, estaba lejos de dicha postura. La interdependencia social estaba ligada tanto a la diversidad de cualidades y la especialización, como al servicio mutuo: “es sólo en sociedad que el hombre es humano [...] La moralidad no hace referencia sólo a relaciones cara a cara, sino también a la responsabilidad por los males sociales” (citado en Steedman, 1992: 36). En este sentido es interesante destacar que Wicksteed apoyó a la Iglesia del Trabajo creada por John Trevor, quien había sido su ayudante en la parroquia de Little Portland Street. Entre los principios de esta Iglesia estaba “la emancipación del trabajo” y “la abolición de la esclavitud comercial”.
[28] Un texto importante para conocer las opiniones de Wicksteed sobre el socialismo es el panfleto “The social ideals and economic doctrines of socialism”, discurso ofrecido en Nottingham el 11 de noviembre de 1908 para la National Conference Union for Social Service, y que fue recogido en The Inquirer.
[29] Citado en Hutchinson (1967: 108).
Sugerencias: Biblioteca de Económicas y Empresariales. Servicios de Internet-- Universidad Complutense
Fecha de actualización de esta página: 25/01/01