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Autor(es): Diego Guerrero; Emilio Díaz Calleja
Título: Estado del bienestar y redistribución de la renta nacional en España desde la transicción
Resumen:
Introducción.
Cualquier análisis empírico de la redistribución estatal de la
renta exige una solución previa a numerosos problemas de orden teórico y metodológico
que condicionan por completo el enfoque dado al lado cuantitativo de la investigación.
Una primera cuestión importante es la de cómo ha de medirse esa renta nacional cuya
distribución y redistribución nos interesa. Aunque pueda parecer que se trata de un
problema resuelto, esto es así sólo en el marco de la contabilidad nacional
convencional, que parte de categorías aparentemente claras, pero que sólo lo son por
convención, no porque hayan servido para resolver los agudos problemas conceptuales
pendientes. A modo de ejemplo, piénsese en el problema que plantea que la
"producción" de los funcionarios se considere parte integrante del PIB y no lo
sea la "producción" doméstica: si se excluye ésta última, por útil que
pueda ser, basándose en consideraciones de que no se trata de producción mercantil,
habría que hacer lo mismo con la primera, pues tampoco en ese caso aparece por ninguna
parte la producción de valor. De hecho, esto es lo que se hará en este trabajo,
siguiendo los postulados que se explican más ampliamente en otro lugar (véanse Guerrero
1989 y Díaz Calleja 1993). Una segunda cuestión es el enfoque que se la da a la
redistribución de la renta por parte del Estado. Como veremos, este problema no es
independiente del tratamiento más general que se haga del problema previo de la
distribución de la renta, ya que si se piensa que ésta se lleva a cabo retribuyendo el
mercado a cada factor con el equivalente de su aportación a la producción no hay lugar
para la cuestión que nos va a ocupar más tarde, a saber, la de cómo corrige el Estado
esta distribución espontánea del mercado, pues no tiene sentido corregir una
distribución que ya de por sí es óptima y justa. En consecuencia, antes de entrar en la
cuestión de la redistribución y del papel que desempeña en ella el Estado (epígrafe
2), habrá que abordar el problema teórico de la distribución de la renta (epígrafe 1),
y sólo tras ambas reflexiones estaremos bien equipados para pasar a la vertiente
empírica de la investigación (que desarrollaremos en el epígrafe tercero).
1. La distribución de la renta.
Como vamos a apostar claramente por una de las teorías de la
distribución de la renta, descartando otras más generalmente aceptadas, hay que comenzar
aclarando las razones que nos llevan a esta elección. Las teorías más extendidas de la
distribución de la renta han demostrado sus limitaciones. Tanto la teoría neoclásica
(clarkiana) como la neorricardiana (sraffiana) están imbuidas del principio de la
estática comparativa, que anula el análisis dinámico y disminuye la capacidad
explicativa de estas teorías en un marco como el capitalista, que es cualquier cosa menos
estático. Guerrero 1996 ha insinuado que quizás sea preciso un nuevo enfoque global de
la historia del pensamiento económico, que resitúe las aportaciones de los distintos
paradigmas y escuelas en función de los nuevos desarrollos logrados por los autores que
parten de la teoría laboral del valor como principio interpretativo básico. En
particular, habría que comenzar a pensar en dos grandes ramas de la economía neoclásica
(que quizás habría que llamar mejor "economía estática"): en lugar de
identificar neoclasicismo y marginalismo, habría que aclarar que los supuestos
implícitos de la teoría de Sraffa coinciden, de una manera mucho más profunda de lo que
hasta ahora se venía intuyendo, con los de Walras, de forma que sería más correcto
distinguir, dentro de la corriente estático-neoclásica -o quizás, mejor,
estático-matemática moderna- dos grandes ramas. En primer lugar, el marginalismo,
caracterizado siempre por su subjetivismo aunque ya no por el utilitarismo al que se
asociaba originalmente, y en segundo lugar el matricialismo, caracterizado por un
objetivismo no utilitarista pero sí fisicalista. Ambos se oponen al análisis dinámico,
característico de los clásicos y de Marx, y más acorde con la naturaleza del sistema
que se pretende investigar. Por ello, nuestra primera tesis consiste en afirmar que esta
oposición, más que suponer un avance analítico, retrotrae necesariamente el análisis
económico a estadios premarxianos (e incluso preclásicos en algunos casos), por lo que
se impone una reacción contra esta tendencia, basada en la necesidad de recuperar el
análisis dinámico para poder, así, avanzar a partir de lo ya adquirido. Pero veamos
más de cerca las dos versiones de la teoría estática de la distribución, antes de
resumir la teoría alternativa.
A. La teoría neoclásica de la distribución de la renta es un
edificio teórico asentado sobre el ilusorio principio de que los factores productivos
(trabajo, tierra, capital, etc.) son remunerados de acuerdo con su contribución
específica a la producción. Más particularmente, esta teoría postula que la
remuneración de cada factor, en condiciones de competencia perfecta -que es el marco
obligado de referencia para los neoclásicos convencionales-, viene dada por el valor de
su producto marginal a corto plazo (es decir, el resultado de multiplicar el producto
físico obtenido por la última unidad de factor, que se supone decreciente, por el
precio, que se supone constante, de ese producto). La posibilidad de calcular productos
marginales (y, en consecuencia, costes marginales) estriba en el debatido supuesto de
ausencia de indivisibilidades y de discontinuidades en el uso de todos los factores, pero
este problema no tiene que ver, como creen algunos, con la forma (lisa y convexa, o bien
diferente) de las isocuantas de producción, sino con la unidad de medida de la cantidad
de factores, por lo que no es un problema prácticamente relevante. Más importante es,
sin embargo, la cuestión de los "plazos" en el contexto del "tiempo
ficticio" que suelen usar los neoclásicos.
La productividad marginal decreciente deriva de la conocida
"ley de los rendimientos decrecientes", que sólo rige en el contexto de la
estática comparativa, donde la técnica está dada de forma inalterable. Si, con una
técnica dada, se supone dada la escala de la planta y del equipo de la empresa (su
capital fijo), la productividad del factor variable (trabajo directo, materias primas,
energía...) terminará disminuyendo a medida que se añaden cantidades adicionales del
mismo. Así expresado, se trata de un resultado absolutamente indiscutible, pero
completamente trivial e irrelevante en la práctica si lo que nos interesa es comprender
el funcionamiento de las empresas capitalistas. En la realidad de este sistema, la
técnica varía continuamente en el tiempo real, y esto permite la existencia de
rendimientos crecientes en el tiempo (en la evolución histórica). Por otra parte, el
trabajo nunca opera en solitario (sin materias primas, sin energía, etc.), so pena de
engendrar un producto marginal igual a cero, por lo que, en buena lógica neoclásica,
habría que concluir que el producto marginal del factor(es) variable(s) es, en realidad,
el precio de una mercancía compleja y extraña, formada por el trabajo más las materias
primas más la energía, etc. Por último, si, aplicando la peculiar simetría analítica
de la teoría neoclásica, se supusiera variable el capital -la planta y el equipo-, y
fijo el trabajo (más las materias primas y la energía), el precio que se obtendría en
este caso a partir de la correspondiente productividad marginal del factor variable sería
el precio de la planta y el equipo, pero todavía faltaría por demostrar qué tipo de
relación existe entre éste y la tasa general de ganancia o el tipo de interés de la
economía.
Ahora bien: no hace falta suponer la productividad decreciente de
los "factores" individuales en el corto plazo estático para determinar su
precio. Basta aplicar la ley general de la demanda, que por cierto tampoco requiere
referencia alguna al concepto de utilidad, como pretenden los neoclásicos castizos. El
argumento es tan sencillo como esto: en nuestro sistema, cualquiera que necesite algo, sea
un bien o un factor, deberá pagar su precio mercantil; por consiguiente, dada la renta
disponible de los demandantes para tal fin, bastará con que baje el precio de ese algo en
cuestión para que al menos un demandante, y por tanto el conjunto de ellos, supuesto
cierto nivel de descenso en el precio, y ante la mayor capacidad adquisitiva real generada
por el descenso de ese precio, aumente la cantidad demandada al nuevo precio. En Guerrero
1995 se muestra, siguiendo a Rubin 1929, cómo, si el coste de producción del bien o del
factor está dado socialmente, el precio tenderá a establecerse alrededor de ese coste o
precio de producción (incluyendo una tasa de ganancia que tiende a la tasa media de la
economía), y cómo la demanda no hace, en el largo plazo real, sino determinar la
cantidad adquirible a dicho precio.
B. Los críticos neorricardianos y sraffianos del marginalismo
rechazan, como nosotros, la teoría clarkiana de la distribución de la renta, pero en
cambio defienden otra teoría que es asimismo incapaz de superar el marco de la estática
comparativa neoclásica. Ellos insisten en que es imposible calcular cualquier cantidad
física de capital de la que pudiera derivarse, antes de conocer los precios (de
producción), un "producto marginal físico del capital" que sirva para
determinar el precio de este factor (como en el modelo marginalista). Por tanto, recurren
a un sistema de ecuaciones simultáneas y al álgebra matricial para determinar de forma
no secuencial, sino simultánea, los precios de producción y la variable distributiva (de
las dos a que se reduce este modelo: tasa de ganancia y salario real) cuyo valor no se
fija exógenamente. Ante esto hay que señalar dos cosas. En primer lugar, que es verdad
que la distribución y los precios se determinan simultáneamente, pero no a la manera
como acostumbran a hacerlo estos autores sino en la forma en que señalara Marx y que han
desarrollado modernamente otros autores (véanse Giussani 1993/94, Freeman 1995 o Carchedi
y de Haan 1995). Pero, en segundo lugar: la cuestión fundamental estriba en la teoría
subyacente del valor. Para Marx, los precios están determinados por el trabajo abstracto
necesario para reproducir las mercancías, es decir, por los valores, y éstos vienen
determinados a su vez por la productividad, que es otra manera de referirse al estado de
la técnica (el desarrollo social de la fuerza productiva) en un determinado momento
histórico. Como ésta es cambiante y tiende a mejorar con el tiempo, la productividad
aumenta y los precios o valores descienden (en términos de dinero constante). Por lo
tanto, es de fundamental importancia teórica incluir esta tendencia descendente en los
modelos explicativos de la realidad empresarial capitalista, y es esto precisamente lo que
se pierde cuando se deja de usar este enfoque dinámico en favor de la estática
comparativa (tanto en la versión marginalista neoclásica como en la versión
matricialista sraffiana).
C. Si se toma en cuenta esta tendencia, lo que más importa es
observar cómo evolucionan los precios actuales en relación con los precios pasados (del
periodo inmediatamente anterior). Por tanto, el principio metodológico clave consiste en
considerar dados los precios antiguos (que están ya materializados en los elementos
adquiridos por los capitalistas y que integran el valor de sus activos o balances
empresariales al comienzo del periodo productivo), y en comprender cómo, en el mismo
proceso en que se determinan la producción y los precios presentes, se determina la
distribución "simultánea" de la renta. Pero esta distribución es el resultado
de un proceso doble, que, en cuanto proceso social, está condicionado por la lucha de
clases entre el capital y el trabajo, pero que, desde un punto de vista económico, se
reduce a la manifestación de una doble tendencia. Por una parte, el proceso de
competencia intrasectorial tiende a fijar precios (presentes) únicos en el sector (para
un mismo bien de determinada calidad) a partir de precios (pasados) dados de los inputs;
y, por otra parte, el proceso de competencia intersectorial tiende a fijar precios
(presentes) que permitan una remuneración del capital proporcional al stock global
invertido (ya valorado a precios pasados).
Desde este punto de vista, no existe el famoso "problema de la
transformación" que muchos han esgrimido como razón fundamental para rechazar la
teoría laboral del valor. Según ésta, el origen del beneficio -que no es sino la
expresión monetaria del plusvalor- radica en la diferencia entre el valor nuevo que el
trabajo humano crea en la producción mercantil y el valor de los medios de subsistencia y
reproducción de ese trabajo humano. Luego el beneficio no es la retribución de los
servicios de ningún factor, sino una parte del valor creado por el trabajo que los
capitalistas están en condiciones de apropiarse porque son los propietarios de los medios
de producción y también los propietarios del trabajo desarrollado por la fuerza de
trabajo que ellos han comprado de acuerdo con el principio general de intercambio de
equivalentes.
1Figura 1: El doble flujo, moentario y real, de la renta nacional, en el enfoque neoclásico.
Por tanto, no es válido observar el proceso de creación y
circulación de la renta nacional como se hace habitualmente en los manuales de economía,
a la manera en que se recoge en la figura 1. Más bien habría que interpretar dicho
proceso como se representa en la figura 2. En ésta se observa cómo hay una división
esencial tanto en el interior de las empresas como en el conjunto de las familias. En las
empresas, la renta que el trabajo crea sólo se destina parcialmente a los trabajadores:
puesto que el capital que los capitalistas dedican a pagar la masa salarial es el capital
"variable", es decir, el único que crece en magnitud por medio del proceso de
producción, llamaremos a la renta de los asalariados V1 (posteriormente
aparecerán los conceptos "corregidos" de V2 y V3, que no
son sino cuantías modificadas del capital variable), mientras que el trabajo no pagado da
origen a la renta de los capitalistas, que nace como PV1 (el plusvalor del que
surgen posteriormente PV2 y PV3). Las familias asalariadas reciben V1
y lo gastan íntegramente en bienes de consumo, mientras que las familias capitalistas
reciben PV1 y lo destinan a consumir una parte de los bienes de consumo y a
comprar la totalidad de los bienes de inversión. Evidentemente, en el esquema se
prescinde del ahorro y del sistema financiero con el mismo título con el que se prescinde
también de la presencia del Estado (con ánimo puramente simplificador de la
exposición), pero de lo que se trata a partir de ahora es de analizar cómo incide el
Estado en la distribución primaria de la renta (entre V1 y PV1)
obtenida en el interior de las empresas: veremos en el epígrafe 3 cómo la distribución
inicial se transforma primero en una distribución entre V2 y PV2,
y, finalmente, en un reparto entre V3 y PV3 -pues de lo que se trata
es de comparar estos nuevos repartos con el original, para descubrir así, empíricamente,
el efecto de la presencia intervencionista del Estado-; pero previamente analizaremos el
papel del Estado desde un punto de vista teórico (epígrafe 2).
2Figura 2: El esquema circular de la renta, en un modelo con dos clases sociales.
2. El Estado y la redistribución de la renta.
a) La relación entre economía, sociedad y Estado.
Hay dos enfoques ortodoxos de las relaciones entre el Estado, la
economía y la sociedad: el "liberal-neoclásico" y el
"socialdemócrata", éste último compartido en lo esencial por una amplia gama
de corrientes teóricas, que va desde los keynesianos y los postkeynesianos a los
regulacionistas, los radicales, los polanyanos y habermasianos, muchos marxistas, la
generalidad de los teóricos del "Estado del bienestar", etc. Para los
neoclásicos típicos, la sociedad no existe sino como un agregado de individuos, y el
Estado se limita -o debiera limitarse- a establecer el marco legal de la economía de
mercado en el contexto delimitado por la capacidad básica de autorregulación del sistema
mercantil. El resultado es el mercado autorregulador concebido como una bendición y un
ideal, que se plasma en la operación práctica de mercados omnipresentes, eficientes,
óptimo-paretianos, benefactores y generadores de armonía social.
Para el segundo enfoque citado, la idea misma del mercado
autorregulador -autosuficiente y benefactor- es una utopía imposible que debe sustituirse
o complementarse con el concepto más realista de la (simultánea) heterorregulación
estatal y/o institucional. El mercado tiene quizás una relevancia especial dentro del
conjunto de instituciones sociales, pero la dinámica económica está, de forma
importante, sujeta a la regulación del Estado y de su política económica, de modo que
será normalmente posible (aunque imperfectamente) corregir los fallos que ocasiona el
funcionamiento "espontáneo" del mercado, y aliviar sus costes sociales. La
economía actual, desde este punto de vista, no es sino una superación del mercado
autorregulador puro, que ha pasado a ser, en cuanto tal, cosa del pasado. En su versión
polanyana, tan de moda actualmente, y que no es sino una visión oweniana y
socialista-utópica moderna -aunque, en cualquier caso, es una versión muy crítica con
el enfoque liberal dominante-, la interpretación al uso es que los fallos de mercado (del
mercado autorregulador típico del siglo XIX y de las primeras décadas de siglo XX)
llegaron a ser tan numerosos y tan nocivos para la esencia social del hombre, o esencia
humana de la sociedad, que a ésta no le quedó más remedio que reaccionar, y, en su
reacción, la sociedad no pudo menos que terminar destruyendo el mercado autorregulador,
dando paso a un Estado de tipo intervencionista y protector -lo que tantos llaman hoy el
"Estado del bienestar"- y a nuevas formas de economía acordes con lo anterior.
En esto consiste, pues, la "gran transformación" que se estaba produciendo a
mediados de este siglo, según el famoso libro de Polanyi (1944).
Pero los dos anteriores no agotan todo el espectro. Todavía hay
lugar para un tercer enfoque, que diverge por igual del liberal y del socialdemócrata, y
que se caracteriza fundamentalmente por sus pretensiones "realistas". Desde este
punto de vista, el mercado autorregulador es aún hoy no sólo una posibilidad
perfectamente real sino una realidad perfectamente posible, y al mismo tiempo es una
enorme desgracia para la mayor parte de la humanidad. Sometidos a la esclavitud del
mercado hasta en el uso de la propia capacidad laboral, los hombres se ven además
bombardeados con los argumentos del debate sobre si son más abundantes los tradicionales
"fallos de mercado" o los más novedosos "fallos del Estado" con los
que contraatacan los liberales a ultranza, ignorando que ambos términos no hacen sino
ocultar al unísono la verdad esencial: que el fallo es el mercado, y, por tanto, ni la
sociedad ni su economía podrán funcionar hasta liberarse de él. En términos de las
relaciones entre la sociedad, el Estado y la economía, esta tercera posición puede
desarrollarse a partir de los tres enunciados básicos siguientes: 1) la idea de que el
mercado lo pone el Estado; 2) que, a su vez, el Estado lo pone el mercado; y 3) que el
mercado autorregulador, o la mano invisible de Smith, sigue operando también en la
economía capitalista contemporánea, a pesar de lo mucho que tanto el Estado como los
monopolios (o grandes empresas) han aumentado su tamaño y su peso relativo.
1. Desde un punto de vista histórico, el Estado desempeñó un
papel esencial en la creación del mercado nacional (el mercado interior como algo opuesto
a los mercados locales y al comercio exterior o internacional; el mercado de trabajo; la
propia economía de mercado: temas todos ellos abordados por Polanyi 1944), junto a la
evolución paralela en el ámbito material, técnico y social, dominada por la transición
de la herramienta a la máquina y de la cooperación simple y la manufactura a la gran
industria fabril y el sistema automatizado de máquinas. En este sentido, no cabe duda que
el mercado lo pone el Estado, y basta para ello ilustrar la idea con el análisis de la
acumulación originaria del capital que realiza Marx en El Capital (Marx 1867, cap.
24).
2. Por otra parte, el Estado lo pone el mercado, ya que, como ha
afirmado Block, en nuestra sociedad el Estado es "estructuralmente dependiente de la
economía de mercado" (Block 1977). Esto significa que, con independencia de la
cuestión de a qué clase pertenezcan en concreto los funcionarios del Estado, y sin
necesidad de recurrir al concepto de Estado como puro instrumento al servicio de la clase
dominante, existe una doble funcionalidad que el aparato del Estado debe prestar a la
reproducción capitalista (permitir la acumulación libre del capital y contribuir a la
legitimación del sistema) y que viene exigida por la simple persistencia de las
relaciones de producción capitalistas. O sea, que el mero hecho de que en el seno de una
sociedad domine el modo de producción capitalista, con la consiguiente privatización
universal del trabajo y de sus resultados (la plusvalía, la acumulación o inversión, el
stock de capital, etc.), pone en manos de la clase de los propietarios capitalistas, de
forma objetiva, las herramientas necesarias (el control de la inversión y de los flujos
financieros, cuando no la huelga de inversiones, etc.) para bloquear la autonomía del
Estado en caso de que ésta exceda ciertos límites. Todo ello exime de la necesidad de
usar el Estado como si de un nuevo instrumento para regular la economía de tratara:
mientras los instrumentos básicos sigan siendo la competencia intrasectorial y la
tendencia a la igualación de las tasas sectoriales de ganancia (para los capitales
reguladores), el Estado sólo puede adaptarse al funcionamiento de estas leyes. Pero esto
no quiere decir que la humanidad no pueda liberarse de la tiranía del mercado: sólo
significa que para ello no basta con aplicar otra política económica; se necesita
primero acabar con la privatización del trabajo, es decir, cambiar de raíz las
relaciones de producción y permitir así un cambio en la naturaleza del Estado, para que
éste pueda poner en práctica una política al servicio del ciudadano, liberada de la
camisa de fuerza que imponen el mercado y la competencia.
3. Por último, la mano invisible de Smith sigue operando más de
dos siglos después. Despojada de la envoltura apologética en que aparece inicialmente,
la idea de la mano invisible está también presente en Marx aunque con un significado
distinto: la sociedad puede reproducirse materialmente sin necesidad de que el trabajo sea
directamente social, como lo demuestra la factibilidad de la sociedad capitalista, donde
la reproducción es posible por la vía indirecta del trabajo privado socializado ex
post, por intermediación del mercado y los precios mercantiles. Es más: no sólo es
posible esta reproducción capitalista, sino que en términos históricos esta forma
social se ha mostrado muy superior a otras anteriores, en términos de su contribución al
desarrollo de las fuerzas productivas y al crecimiento económico. Ahora bien, al
socializar cada vez más, y al mismo tiempo, el trabajo colectivo y la fuerza productiva
vinculada a la ciencia y la técnica, el desarrollo capitalista elimina poco a poco la
base material sobre la que se desarrolló este sistema: el trabajo privado. Dicho de otra
manera, engendra poco a poco la base material de la autolimitación y autodestrucción del
sistema antiguo que la sociedad puede utilizar como trampolín para la construcción de un
nuevo sistema económico y social, que, lógicamente, reclamará un Estado de nueva planta
(pero la posición relativa entre el Estado y la economía no cambia en el interior de la
economía capitalista, sino que sólo a una nueva forma social le corresponderá una
economía y un Estado diferentes).
b) Verdad y mito del Estado del Bienestar.
Al mito de que el mercado y la competencia perfecta producen
resultados óptimo-paretianos y máxima eficiencia social se oponen quienes creen
necesaria una buena dosis de intervención estatal para corregir los numerosos
"fallos de mercado" que caracterizan la competencia real y el funcionamiento de
los mercados en la práctica. Sin embargo, éstos últimos han terminado por mitificar
también sus argumentos, dando lugar a una concepción diferente aunque también
idealizada de las sociedades capitalistas contemporáneas. En esta nueva versión, se
supone que el peso y el poder del Estado en la economía son suficientes para corregir de
manera sustancial el modus operandi del mercado, no sólo a través de otras
dimensiones de la política económica, sino también por la vía de la redistribución de
la renta que la maquinaria del Estado puede poner en práctica. Esta función
redistributiva tiene numerosas vertientes que no vamos a analizar en este trabajo -la
redistribución interregional o geográfica, la intergeneracional, la redistribución de
los ocupados hacia los parados, etc.-, pero un componente esencial que se supone siempre
presente en cualquier definición del llamado "Estado del bienestar" consiste en
el efecto redistributivo que, aparentemente desde el capital al trabajo, genera la
existencia del moderno "salario social" (compuesto por las pensiones y otras
prestaciones sociales y sanitarias, más ayudas y asistencia de naturaleza diversa) que ha
venido a completar de forma cada vez más importante el "salario directo" pagado
por las empresas a sus trabajadores.
La interpretación dominante de esta función redistribuidora del
Estado (desde un punto de vista funcional) es que la misma permite amortiguar de forma
importante la tendencia a la desigualdad que se asocia, en este enfoque, y en contraste
con la interpretación puramente neoclásica, con el funcionamiento espontáneo del
mercado. Así, se supone en este caso que gracias a la intervención pública las clases
populares están en condiciones de acceder a unos niveles de renta disponible y de consumo
superiores a los que podrían disfrutar en caso de que la distribución inmediata que se
genera en el interior de las empresas no fuera modificada por la presencia del Estado del
bienestar. Esta interpretación se encuentra tanto en análisis ortodoxos como radicales,
como se observa en los dos ejemplos que comentamos a continuación.
En un informe para la OCDE (véase OCDE 1987, pp. 9-354), Saunders y
Klau resumen las principales conclusiones de varios estudios (situados en la primera
línea citada) sobre la "incidencia presupuestaria neta" de la siguiente manera:
(1) "La fiscalidad en su conjunto es grosso modo
proporcional a la renta inicial" (ibid., p. 310). En el caso del Reino Unido (1971),
según un estudio de O'Higgins y Ruggles, resulta sin embargo regresiva para los niveles
más bajos; conclusiones similares se desprenden, según este estudio, en el caso de los
Estados Unidos (1971). Para Canadá (1970), según Dodge, "la fiscalidad en su
conjunto es aproximadamente proporcional en los tramos intermedios de renta, regresiva
para las rentas inferiores... y ligeramente progresiva en los tramos más elevados"
(ibid., p. 318). Únicamente en Suecia (1970), según un estudio de Franzen, Lörgren y
Rosenberg, parece existir una mayor progresividad de la fiscalidad global.
(2) Dada la naturaleza no progresiva, en general, de la imposición
fiscal, los efectos redistributivos parecen reducirse a los gastos públicos; en
particular, los gastos en "transferencias desempeñan un papel esencial en la
redistribución de la renta, en la medida en que benefician esencialmente a los tramos
más bajos" (ibid., p. 322), particularmente porque en los tramos más bajos de renta
se concentran las parejas de jubilados. En un estudio elaborado por Medel, Molina y
Sánchez para el caso de España (1981), se advierte, sin embargo, que si bien
"porcentualmente el gasto público beneficia a los más pobres, en términos
absolutos la situación se invierte" (Medel, Molina y Sánchez 1988, p. 74).
En cuanto a la economía radical, hay trabajos que llegan a
conclusiones parecidas a las anteriores. Bowles y Gintis, conocidos representantes de esta
corriente, plantean, en su conocido trabajo sobre la crisis del "capitalismo
democrático liberal", que "la formación social capitalista avanzada pude
representarse más adecuadamente como una articulación del Estado democrático liberal y
la producción capitalista" en la que resulta esencial la dinámica de la lucha de
clases, ya que el poder de los trabajadores en la lucha política por una distribución
más favorable se presenta como el impedimento central de la desaceleración de la
acumulación de capital, y está por tanto en la base de la crisis económica actual
(Bowles y Gintis 1982, pp. 51-52). La tesis central de estos autores se basa en la idea de
que el Estado democrático liberal, y los vínculos que ligan la propia democracia liberal
con la acumulación de capital, sólo pueden reproducirse gracias a lo que describen como
un acuerdo histórico, y en consecuencia coyuntural, de clase entre capital y trabajo. En
este sentido, el acuerdo que reconstituye las relaciones entre capital y trabajo en el
periodo de la postguerra, que incide de manera decisiva en la propia dinámica de la
acumulación, tiene consecuencias distributivas que se materializan en "una
substancial redistribución desde el capital al trabajo" por medio del impacto
redistributivo de la intervención estatal, y más concretamente del denominado citizen
wage o salario social (ibid., pp. 69-70).
Pero como afirman Shaikh y Tonak (1987), "la metodología
convencional hace difícil abordar muchas cuestiones importantes relativas al impacto
social de los impuestos y los gastos públicos. En primer lugar, porque los estudios
convencionales clasifican generalmente a la población en función de la magnitud de la
renta que recibe, uniendo en un mismo grupo a quienes reciben rentas del trabajo y quienes
las reciben de la propiedad. Esto significa que se diluye la distinción entre
trabajadores y no trabajadores. En segundo lugar, al analizar el impacto del gasto
público sobre estos grupos, se tratan todos los gastos públicos como puros gastos
sociales. En este contexto, la noción misma del gasto social pierde todo sentido, ya que
una gran expansión del gasto militar (como en los años de la guerra del Vietnam) se
considera esencialmente equivalente a una expansión del gasto en bienestar social. En
esta medida, la metodología subyacente vela realmente los costes y ventajas sociales de
la intervención estatal" (p. 183). Por esta razón, en los últimos tiempos se ha
abierto camino una nueva interpretación del fenómeno redistributivo del Estado que pone
en entredicho el modo anterior de ver las cosas, y ello no siempre desde posiciones
marxistas o inspiradas en la teoría laboral del valor, sino también desde perspectivas
menos heterodoxas. La conclusión básica de estos estudios es que el impacto neto de la
intervención estatal sobre la distribución de la renta, en términos
"funcionales" o "interclasistas", no es significativo, por lo que
puede afirmarse que el Estado redistribuye más bien en sentido "horizontal" (en
el interior de las clases sociales) que en sentido "vertical" (entre las
diversas clases sociales).
Para un analista clásico de la política social como Richard
Titmuss, esta idea es perfectamente factible desde los orígenes del Estado del bienestar,
lo que le llevó a poner en entredicho el papel redistributivo de la política social
británica en sus tres primeros lustros de existencia (Titmuss 1964). En el mismo sentido,
Mishra ha señalado que "la conclusión general que la mayoría de los estudios pone
de manifiesto es que la redistribución de la renta inter-clases, i. e. desde los grupos
socioeconómicos más altos hacia los más bajos, es más bien modesta, y que la
naturaleza de las transferencias de renta implicadas es principalmente de tipo
intra-clases o de tipo generacional" (Mishra 1989, pp. 120-121). También en España,
Rodríguez Cabrero y J. Roca se han expresado de forma similar, al afirmar el primero que
"la financiación de los servicios sociales se hace a a partir de un sistema
impositivo en el que contribuyen todos los niveles de renta, siendo los escalones
medio-bajos el eje central de financiación, de forma que la redistribución de renta y
bienestar es más una redistribución entre ciclos sociales (de ocupados a parados, de
activos a inactivos, etc.) que entre clases sociales (de las clases altas a las
bajas)" (Rodríguez Cabrero 1986, p. 48); en cuanto a Roca, escribe en un trabajo
sobre España (1970-1988) que "el sector público ha actuado más como redistribuidor
en el seno mismo de la clase trabajadora que como redistribuidor desde otros grupos
sociales a los trabajadores asalariados, y no ha alterado las grandes tendencias de la
participación de los asalariados en la renta total (Roca 1991).
Desde posiciones marxistas diversas, también se ha llegado a estas
conclusiones. Así, Mandel asegura que lo que se produce es una "redistribución
'horizontal' mediante una centralización de partes del plusvalor y de los salarios
('salarios indirectos'), cuyo efecto es asegurar que ciertos gastos, que aun siendo
importantes para la preservación de la sociedad burguesa no son cubiertos por desembolsos
privados de los dos principales grupos de ingresos, se realicen efectivamente"
(Mandel 1972, pp. 313 y ss.). Y Claus Offe escribe: "A despecho de las innegables
ventajas en condiciones de vida de los asalariados, la estructura institucional del Estado
del Bienestar ha hecho poco o nada por alterar la distribución de ingresos entre las dos
clases principales que son el trabajo y el capital. La enorme maquinaria de
redistribución no funciona en la dirección vertical sino en la horizontal, esto es,
dentro de la clase de los asalariados" (Offe 1980, p. 143).
El trabajo de Shaikh y Tonak representa un paso adelante esencial en los trabajos empíricos sobre esta materia. No se trata sólo de la crítica de trabajos anteriores situados en el campo crítico, donde muestran que "al examinar de cerca tales estudios se revela que, o bien se han ignorado los impuestos pagados por los perceptores de los gastos de bienestar social", como en el caso de Therborn 1984, "o bien se han subestimado muy seriamente", como en el caso de Bowles y Gintis (Tonak y Shaikh 1987, p. 183). Se trata esencialmente de la mejora metodológica decisiva que contienen sus trabajos. Así, Tonak ha desarrollado un método empíricamente operativo para responder a la siguiente cuestión: "¿Cuál es el impacto neto de las actividades distributivas del Estado sobre los salarios de la clase trabajadora en su conjunto y sobre varios segmentos en su interior?" (Tonak 1986, p. 47). La derivación conceptual del impuesto neto -que permite obtener una medida apropiada del salario "real", esto es, el salario nominal ajustado por las cargas tributarias soportadas y por los beneficios recibidos (en dinero y en especie) por los trabajadores- se efectúa de acuerdo con un procedimiento que consta de seis fases (ibid., pp. 49-51):
(1) El agregado contable de que se parte es el producto nacional neto, dado naturalmente a precios de mercado. En este primer paso, dicho agregado se divide en dos partes: la renta laboral bruta (RLB) y la renta no laboral bruta (RNLB). La RLB está compuesta por los sueldos y salarios brutos (incluyendo las contribuciones de los trabajadores y de los empresarios a los seguros sociales) y por una partida residual, denominada otras rentas laborales. La RNLB se halla compuesta por las rentas de los propietarios, los beneficios de las empresas, la renta de terrenos, los intereses netos, los impuestos indirectos recaudados por las empresas y, finalmente, las transferencias realizadas a las empresas.
(2) El segundo paso entraña la asignación de las cargas tributarias entre los segmentos laboral y no laboral. Entre las segundas se incluye el déficit estatal (carga tributaria negativa).
(3) A partir de los cálculos de la 2ª fase , las rentas brutas obtenidas en la primera fase se ajustan para estimar: i) la renta laboral después de impuestos (RLDI) que resulta de restar a la RLB las cargas tributarias asignadas a los trabajadores; ii) la renta no laboral después de impuestos (RNLDI), que resulta igualmente de restar a las RNLB los impuestos pagados por el segmento no laboral.
(4) En este fase se asignan los gastos estatales, en dinero y en especie, a los segmentos laboral y no laboral.
(5) En esta fase se calcula el impuesto neto soportado por ambos segmentos, basándose lógicamente en los cálculos correspondientes a las fases 3 y 4.
(6) En función de la magnitud y el signo de los impuestos netos
laboral y no laboral, las rentas después de impuestos obtenidas en la fase 3 se ajustan
para estimar las rentas después de beneficios e ingresos recibidos; en el caso de los
trabajadores, se trata del cálculo del salario real observado.
Los cálculos de los "impuestos netos" obtenidos para los
Estados Unidos (1952-1980) muestran una clara transferencia neta desde el segmento laboral
hacia el segmento no laboral (y hacia la mera "absorción" estatal de las
detracciones laborales netas) en el subperiodo 1952-1970, y una transferencia inferior y
de signo contrario desde 1970, por lo que la conclusión es que parece "difícil
argumentar que el Estado del Bienestar ha provisto de beneficios netos a los trabajadores
de los Estados Unidos" (Tonak 1986, p. 64). Asimismo, la evolución en el periodo
más reciente (hasta 1989) les lleva a comentar que los perceptores de rentas salariales
"pagaron más en impuestos de lo que recibieron en concepto de gasto social del
Estado" (Shaikh y Tonak 1994, p. 141).
Por último, en nuestros propios trabajos hemos sustituido el
análisis de la incidencia "funcional" por el de la incidencia
"económica" de la intervención global del Estado, cuya novedad más importante
estriba en el hecho de que se prima la incidencia de los flujos de renta monetaria por
encima de la incidencia de los flujos de valores de uso ligados a las prestaciones de los
servicios públicos. Así, por ejemplo, la retribución de los funcionarios se asigna
íntegramente al sector de los asalariados -en lugar de asignarse en términos de las
diversas funciones que desempeña cada tipo específico de funcionarios- sencillamente
porque su retribución adopta la forma de salarios y porque este colectivo de
trabajadores, a pesar de sus especificidades, debe considerarse parte integrante del
conjunto de los asalariados. En el próximo apartado, detallamos el método de asignación
seguido para cada ingreso y para cada gasto público.
3. La redistribución de la renta en España desde la
transición. El modelo operativo y los resultadios empíricos.
El modelo que desarrollamos a continuación parte sencillamente de
introducir en el esquema del flujo circular de la renta (figura 1) dos propiedades que
están siempre ausentes en el enfoque neoclásico. Se trata, en primer lugar, de dar
entrada a la distinción entre trabajadores y capitalistas, distinción que, por
simplificada que sea, no lo es más que el supuesto convencional de suponer que todas las
familias de la sociedad son iguales e indistintas (por estar identificadas todas como
simple poseedoras de ciertas combinaciones de factores productivos). Esta primera
propiedad, ya comentada, nos permitió elaborar el esquema "clasista" que
recogíamos en la figura 2. Como se observa en ella, se está suponiendo que los
trabajadores son todos asalariados -es decir, operamos en términos teóricos con una
sociedad capitalista pura, en la que no hay lugar para trabajadores autónomos ni
cooperativistas ni figura alguna distinta de la de los asalariados y sus patronos- y que
no tienen, en su conjunto, capacidad de ahorro, por lo que consumen toda su renta. Por
consiguiente, el capital variable pagado por las empresas financia la totalidad de los
salarios de los trabajadores, y éstos y sus familias consumen íntegramente esta renta en
forma de una parte de los bienes y servicios de consumo producidos por el sector
productivo.
En segundo lugar, se puede introducir la presencia del Estado y
atender a la totalidad de los diferentes flujos, tanto de entrada como de salida, que se
producen entre el sector público y los sectores privados. Esto nos permite utilizar el
esquema de la figura 3, donde se da entrada al Estado y a los consiguientes flujos
redistributivos que comentamos seguidamente. Al generarse las rentas de trabajo y de
capital en el sector de empresas surge la obligación de pagar "impuestos" por
parte de ambos tipos de rentas: las de trabajo están gravadas por una cuantía total IA1
(cotizaciones sociales, el IRPF que grava las rentas de trabajo y la mitad de los otros
impuestos directos) y las de capital, por la magnitud IK1 (impuesto de
sociedades, intereses, dividendos y otras rentas percibidas por el Estado, resto del IRPF
y la otra mitad de los demás impuestos directos).
3Figura 3: Los flujos resultantes de la distribución y la redistribución de la renta en unmodelo con dos clases sociales y presencia del Estado.
Por su parte, el Estado realiza los primeros flujos monetarios a
ambos grupos de familias, que se van a integrar en sus respectivas rentas disponibles:
paga GA1 a los trabajadores (los salarios de los funcionarios, las prestaciones
de desempleo y un porcentaje del resto de las pensiones) y GK1 a los
capitalistas (el resto de las pensiones y la totalidad de los intereses de la deuda
pública). Después de ambas operaciones, los salarios iniciales (V1) se han
transformado en V2 (= V1 - IA1 + GA1) y los
beneficios (PV1, la expresión monetaria de la plusvalía) se han transformado
en PV2 (= PV1 - IK1 + GK1). Al gastar estas
rentas disponibles (V2 y PV2), las familias deben pagar nuevos
impuestos, los llamados impuestos indirectos. Las familias de trabajadores pagarán un
porcentaje (igual a lo que representa su renta disponible en el consumo privado total) de
los "impuestos ligados a la producción y la importación" y de las
transferencias corrientes y de capital percibidas por el Estado (lo cual suma IA2).
Y las familias de los capitalistas pagarán el resto de esos impuestos y transferencias,
más la totalidad de los impuestos de capital, de patrimonio y sobre terrenos y solares
(por un total de IK2). A su vez, ambos grupos de familias recibirán nuevas
rentas del Estado: los trabajadores recibirán GA2 (un porcentaje idéntico al
anterior de las subvenciones, las transferencias corrientes y de capital pagadas por el
Estado y de las prestaciones farmacéuticas), y los capitalistas, GK2 (el resto
de esas mismas cuatro partidas). En cuanto a las compras de bienes de consumo y de
inversión por parte del Estado, y a diferencia de lo supuesto en trabajos anteriores
(véanse Guerrero 1992 y Guerrero y Moral 1990), creemos que habría que imputarlas en la
misma proporción que las últimas partidas citadas, y no íntegramente a los
capitalistas, como se hacía allí. Como resultado de este segundo tipo de intervención
estatal, V2 se habrá transformado, pues, en V3 (= V2 -
IA2 + GA2), y PV2, en PV3 (= PV2 -
IK2 + GK2).
Si ahora llamamos IA a los impuestos pagados por los asalariados en
los dos momentos señalados (IA = IA1 + IA2), IK a los pagados por
los capitalistas (IK = IK1 + IK2), y GA y GK al gasto recibido,
rspectivamente, por los primeros (GA = GA1 + GA2) y por los segundos
(GK = GK1 + GK2), podremos definir NA y NK como la diferencia entre
los gastos recibidos y los impuestos pagados por cada una de las dos clases (NA = GA - IA,
y NK = GK - IK). En la figura 4 se puede obtener una visión global de cómo han
evolucionado en España cada una de estas variables a lo largo del periodo 1970-1992, como
porcentaje de la renta nacional. En ella, se observa cómo los ingresos y gastos públicos
referidos a los asalariados son mucho más importantes cuantitativamente que los que
afectan a los capitalistas (IA y GA están muy por encima de IK y GK), y cómo el
resultado neto es poco importante en ambos casos (NA y NK casi se confunden entre sí, a
un nivel cercano a cero).
4Figura 4: % de la renta nacional representado por los impuestos y gastos que recaen sobre los asalariados (IA, GA), y sobre los capitalistas (IK, GK), así como el saldo entre ambos (NA= GA - IA, NK= GK - IK).
Sin embargo, antes de profundizar en el análisis de la
redistribución, conviene tomar en consideración el contexto distributivo primario en el
que tiene lugar aquélla. Para ello, utilizaremos dos indicadores distintos pero
interrelacionados. En primer lugar, calcularemos el "coeficiente salarial" (y su
complementario "coeficiente de beneficios") definido simplemente como la ratio
que existe entre la proporción que representan los salarios en la renta nacional y la
proporción que representan los trabajadores (ocupados y parados) en la población activa
(o el excedente y los no trabajadores, en el caso del segundo coeficiente). Ambos aparecen
en la figura 5 como CA1 y CK1 acompañados de CA2 y CK2, coeficientes corregidos que
comentaremos más tarde.
5Figura 5: "Coeficiente salarial" antes (CA1) y después (CA2) de la intervención estatal, y "coeficiente de beneficios" (antes, CK1, y después, CK2).
Puede observarse cómo los valores que toman los dos coeficientes
(CA1 y CK1) no hacen sino dispersarse entre 1970 y 1982, y especialmente entre 1982 y
1992, lo que significa un aumento de la desigualdad generada por la distribución
espontánea de la renta que responde directamente a las fuerzas de mercado. La misma
conclusión puede obtenerse a partir del segundo indicador que vamos a calcular, que no es
sino la clásica tasa de plusvalía o de plusvalor, definida como el cociente entre el
plusvalor y el capital variable. Este indicador, que cobra todo su sentido en el contexto
de la teoría laboral del valor, no debe interpretarse como una magnitud exclusivamente
medible en términos de cantidades de trabajo: a las razones teóricas para justificar su
cálculo en términos monetarios (véase Guerrero 1989) pueden unirse las razones
prácticas recogidas en Shaikh y Tonak (1994) a partir de la evidencia empírica sobre la
correlación existente entre los datos obtenidos a partir de los dos tipos de cálculos
posibles (véase también Delaunay 1984). Por consiguiente, en este trabajo se define la
tasa de plusvalía como el cociente entre la magnitud monetaria de la plusvalía (igual a
toda la renta nacional que se crea en las empresas y que los empresarios no pagan a sus
empleados como salarios netos) y el valor monetario de la suma global de los salarios
netos (remuneración de los asalariados menos cotizaciones sociales e impuestos directos)
en el sector empresarial. La tasa de plusvalía española evoluciona como se ve en la
figura 6, donde se compara al mismo tiempo con la tasa de plusvalía de los EE. UU. para
el periodo 1970-1989. En particular puede observarse cómo esta tasa ha pasado de un 150%
en el periodo 1970-1976, cuando se experimenta un leve descenso en la misma, a valores en
torno al 300% al final del periodo considerado (en la década de los noventa). Esto
significa que en la actualidad, a los trabajadores en activo en el sector de empresas
sólo se les paga la cuarta parte del tiempo de trabajo que realizan, quedando las tres
cuartas partes restantes para los distintos usos posibles de la plusvalía: el beneficio
privado de los capitalistas (para consumo e inversión) pero también los fondos
necesarios para financiar a los trabajadores del sector público, a los trabajadores sin
empleo (parados, enfermos, etc.) y a los ya jubilados (y a sus respectivas familias).
6Figura 6: Tasas de plusvalía en España (1970-1992) y en los Estados Unidos (1970-1989).
Por último, pasamos de la distribución a la redistribución. Una
vez analizada la tasa de plusvalía en sentido estricto, podemos complementar su
interpretación con el análisis de las diferentes "tasas de explotación", que
no coinciden exactamente con aquélla. Si ésta se define para el conjunto de trabajadores
del sector productivo, que son los que crean el valor y, por tanto, el plusvalor, la(s)
tasa(s) de explotación se corresponde(n) más bien con la distribución global de la
renta entre las dos grandes clases sociales, con independencia de que la renta que llega a
los trabajadores (o a los capitalistas) lo haya hecho directamente desde las empresas o
por la vía indirecta que transcurre por intermediación del Estado. Sin embargo, cuando
se utiliza este enfoque surge la posibilidad de calcular más de una tasa de explotación,
dependiendo del lugar del esquema de la figura 3 que escojamos para realizar el análisis.
Si excluimos de la plusvalía la parte de la remuneración de los asalariados que en
realidad constituye el "salario social" de los no ocupados en el sector
productivo, podemos calcular una primera tasa de explotación (p'1) como el
cociente de lo que hemos llamado PV1 partido por V1; una segunda
sería P'2 = PV2/V2; y, finalmente, podríamos definir p'3
= PV3/V3.
La manera más sintética de cuantificar la incidencia global de la
intervención estatal sobre la distribución de la renta que generan las fuerzas de
mercado es comparar la tasa de explotación que se forma en el momento mismo de la
producción y generación de rentas (o sea, p'1 = pv1/v1)
con la que resulta de la última fase relevante del circuito económico analizado, que
coincide con el gasto efectivo de las rentas disponibles (o sea, p'3 = pv3/v3)
y que es el resultado final del conjunto de operaciones redistributivas de ingresos y
gastos en las que interviene el Estado (Véase Díaz Calleja 1995a). La mitología del
Estado del Bienestar sólo se vería confirmada si como consecuencia de la intervención
pública la tasa de explotación del trabajo se viera notablemente afectada (más
concretamente, disminuida), pero puede comprobarse que no ha sido éste el caso en España
desde 1970. Como se observa en la figura 7, la evolución de las tres tasas de
explotación definidas es completamente paralela durante todo el periodo, salvo una
pequeña divergencia que se aprecia en los últimos años considerados. Sin embargo,
conviene recordar ahora la segunda pareja de coeficientes que aparecían en la figura 5
-CA2 y CK2, los coeficientes "salarial" y "de beneficios" obtenidos
tras tener en cuenta la intervención global del Estado-, pues la divergencia comentada
queda muy relativizada al comparar CA2 y CK2, ya que si el segundo coeficiente era 1.76
veces el primero en 1970, esta proporción había subido a 2.42 en 1982 y a 4.23 en 1992,
evidenciando así el enorme aumento experimentado en España en la desigualdad económica
entre las dos clases sociales principales.
Esta pauta objetiva contraria a los asalariados, acentuada durante
la segunda mitad del periodo analizado, no debe interpretarse como el resultado de la
política económica desarrollada en la segunda época. La razón de esto es que no parece
que la acentuación de la desigualdad se deba a un sesgo especial de los gobiernos del
PSOE, y no sólo porque podría ser que se hubiera observado esa misma pauta si los
gobiernos hubieran sido de otro partido, sino sobre todo porque la situación general de
los 80 no era la misma que predominaba en la década anterior, como demuestra la
experiencia similar del resto de los países de nuestro entorno. Lo que queremos resaltar
es que parece fuera de duda que la incidencia de los factores internos a la propia
dinámica de la acumulación de capital tuvieron un peso mucho mayor que los ligados a las
diversas modalidades intervencionistas de los respectivos gobiernos.
7Figura 7: El paralelismo de las tres tasas de explotación del trabajo asalariado (p'1, p'2, p'3).
Concretamente, el hecho de que en la década de los setenta no
hubiera habido aún tiempo suficiente para el amplio despliegue posterior de las
estrategias de restructuración productiva dirigidas a la recuperación de la rentabilidad
por la vía de los ataques al nivel de vida y a las condiciones de trabajo de los
asalariados; el aumento del desempleo ligado a la persistencia de la situación de
sobreacumulación durante varias décadas, y a las consiguientes políticas económicas
instrumentadas en los ochenta y en los noventa, en todo el mundo, para "reducir la
inflación" (es decir, para aumentar el desempleo y luchar contra las conquistas
obreras); la posibilidad, bien aprovechada, de corregir parcialmente la situación con el
recurso a los déficits públicos masivos, que alivian la tensión distributiva en el
inmediato corto plazo pero que tarde o temprano terminan por generar un efecto
redistributivo muy claro en contra de las rentas de trabajo; ...todo eso debe tener una
parte importante en la explicación del fenómeno que aquí se aborda, con independencia
de la medidas concretas instrumentadas por un gobierno u otro.
Como conclusión de todo lo anterior, digamos que la evidencia
empírica disponible, tanto para el caso de España como para otros países desarrollados
de la OCDE, apoya fuertemente la tesis aquí defendida de que gran parte de los beneficios
atribuidos al llamado "Estado del Bienestar" son un puro mito que sólo puede
ser consumido en el circuito político-mediático, pero de escasa relevancia en términos
del análisis científico. Sin embargo, ello no quiere decir que despreciemos la lucha de
los sectores sociales que se oponen a lo que hoy se llama "la necesaria reforma del
Estado del Bienestar, con vistas a su salvaguardia" (Rojo 1996, pero también Gómez
Castañeda 1995 y tantos otros). Simplemente, proponemos que se llame a las cosas por su
nombre, que el aumento del peso del Estado en el PIB no significa por sí mismo bienestar
para todos, ni el Estado capitalista parece muy apto para ser calificado de benefactor por
aquéllos que lo sufren. Si nos oponemos a lo que muchos llaman el
"desmantelamiento" del Estado del Bienestar es porque somos contrarios al
contenido de lo que se ha hecho y se pretende seguir haciendo tras esa inadecuada
denominación. Nos oponemos a la retórica del Estado del Bienestar como a la retórica de
la competitividad y del europeísmo, pero sospechamos que lo que muchos quieren
desmantelar es el conjunto de los derechos de los trabajadores, uno por uno, así como su
nivel de vida y sus condiciones de trabajo. Sin embargo, lo esencial es recordar que a una
economía de mercado y, por tanto, del malestar sólo le puede corresponder un
"Estado del malestar".
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Fecha de actualización: 10/08/98