Nº 1 Enero, año 2001 |
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EL NUEVO MAPA EUROPEO: NUEVAS
FRONTERAS, NUEVOS DESAFÍOS.
Raimundo
Viejo Viñas*
1.
La transformación revolucionaria del orden político internacional.
Introducción[i]
A poco de terminar el siglo XX, incluso aquella parte más joven de la
ciudadanía europea ha conocido alguna vez un gran cambio del mapa político.
Desde la II Unificación de Alemania hasta la Guerra de Kosova, pasando por el
divorcio de terciopelo checoslovaco, el hundimiento de la Unión Soviética y
tantos otros acontecimientos, el mapa de Europa se ha visto profundamente
modificado en el transcurso de la última década. En rigor, esta reorganización
del mapa europeo de estados no es un fenómeno exclusivo del viejo continente,
si bien es seguramente en el espacio abarcado por esta región allí donde se ha
hecho más evidente el fin del equilibrio geopolítico surgido de la Guerra Fría.
La transformación del orden político internacional tampoco es un fenómeno tan
infrecuente como se pudiera pensar en un principio o como, de hecho, predica,
por definición todo discurso conservador. En estas páginas abordaremos este último
gran cambio del mapa político desde una perspectiva histórica de longue durée
que sitúa su horizonte temporal en la historia de los últimos siglos.
Emplearemos a tal fin un enfoque incardinado en buena medida en las aportaciones
de la Sociología Histórica[ii],
si bien igualmente atento al diálogo con otras aportaciones de corte
estructural concernientes al ámbito de estudio que se reconoce como de los
movimientos sociales y que se centran fundamentalmente en los ciclos de protesta
y los procesos revolucionarios[iii].
En efecto, las aportaciones de los distintos
autores que han trabajado desde estos ámbitos nos permitirán organizar,
bien que de manera forzosamente provisional, este primer acercamiento a un tema
que, por su amplitud, difícilmente puede ser sino bosquejado a la espera de
ulteriores trabajos que precisen con todo el rigor necesario estas primeras
reflexiones.
Sea
como fuere, a la hora de analizar los grandes cambios del mapa político, o lo
que es lo mismo, los grandes cambios operados en el orden político
internacional, se ha de constatar una primera y palmaria evidencia: el
desarrollo histórico que origina un determinado equilibrio interestatal del
poder dista bastante de ser una progresión armónica, dirigida en exclusiva por
las elites a través de mecanismos institucionales. Por el contrario, en ciertas
ocasiones, el agotamiento de un orden político internacional determinado parece
apuntar más bien hacia los efectos de una alteración cíclica del equilibrio
elites-masas en la que, puntualmente, se llegan a producir amplios procesos de
movilización fruto de los cuales, a su vez, pueden tener lugar procesos
revolucionarios completos como los de 1789, 1917 ó 1989. Conviene, no obstante,
recordar aquí las pertinentes reflexiones de Charles Tilly al distinguir entre
"situaciones" y "resultados" revolucionarios; pues, de otro
modo, podríamos confundir procesos igualmente revolucionarios pero que
finalmente no condujeron a una alteración del orden político internacional
(por ejemplo, el proceso revolucionario que tiene en 1968 su fecha emblemática
y que en ninguno de sus dos casos más conocidos, Francia y Checoslovaquia, logró
alcanzar un resultado revolucionario)[iv].
De igual modo, es importante tener presente otra de las distinciones realizadas
por Tilly cuando alude al dilema de la múltiple soberanía, esto es, a la
presencia de dos o más bloques de poder irreconciliables que pugnan por el
control de la totalidad de un territorio estatal. La actualización de la vieja
noción trostskiana es tanto más importante si tenemos en cuenta su dimensión
cultural. En efecto, toda soberanía ha de vertebrarse necesariamente sobre una
instancia de legitimación diferenciada en virtud de la cual resulta posible la
acción colectiva. Como tendremos ocasión de analizar, la Nación ha sido una
de las principales instancias de legitimación del poder sobre la cual se han
producido diferentes dilemas de múltiple soberanía. Resulta pertinente, por
otra parte, señalar que la variante revolucionaria de la transformación del
orden político internacional no ha de ser confundida con la variante bélica[v],
ya que, allí donde la primera responde a un incremento notorio de la presión
de las masas, la segunda opera justo en sentido contrario. Asimismo, considerada
en su dimensión cultural, toda variante revolucionaria comporta la aparición
de nuevas entidades estatales legitimadas sobre instancias de legitimación
hasta entonces inéditas (así, por ejemplo, la Nación y el Estado nacional en
1789, el Partido y el Estado soviético en 1917).
A
partir de estas consideraciones preliminares, en lo que sigue abordaremos el
estudio de la variante revolucionaria de la transformación del orden político
internacional siguiendo un esquema a la par histórico y analítico que, tomando
la génesis del Estado nacional por punto de arranque llegue hasta su crisis
presente, pasando por su consolidación y difusión en la Europa central y
oriental. En este orden de cosas, veremos como las distintas formas de Estado
hicieron frente a sucesivos ciclos de protesta implicados en un doble proceso de
crisis y adaptación dependiente de las condiciones específicas de la relación
entre elites y masas, así como de la interacción entre unas y otras. Bajo esta
perspectiva, la Revolución de 1989 se nos presenta como un momento
particularmente crítico para la Europa central y oriental, toda vez que
representa la extensión hacia el Este del modelo de Estado nacional gestado y
consolidado en la Europa occidental en el transcurso de los dos últimos siglos
y que, paradójicamente, se encuentra sumido en un profundo proceso de crisis.
2. El
nacimiento del estado nacional: la revolución de 1789, primera transformación
revolucionaria del orden político internacional.
Si
atendemos a los grandes cambios del mapa político, la historia del continente
europeo puede ser vista como la historia de una sucesión de equilibrios más o
menos duraderos con periodos de crisis intercalados. Desde la Paz de Westfalia
(1648) hasta el Tratado de Versalles (1919) pasando por el Congreso de Viena
(1815), el Europa ha conocido distintas formas de lo que se ha dado en llamar
orden internacional. En dicho orden político, el Estado nacional no siempre ha
sido la unidad básica sobre la que se ha constituido el poder. De hecho, bajo
la perspectiva que nos brinda considerar los procesos de construcción estatal (State-building),
la historia que se desarrolla entre la Europa del Estado absolutista y nuestro
presente no es sino el largo proceso de génesis y difusión de una modalidad
concreta del Estado moderno, a saber, aquél que denominamos Estado nacional.
2.1.
De
la Paz de Westfalia a la Revolución de 1789: las bases del Estado nacional.
Regresemos brevemente a los tiempos en que tuvo su origen el Estado moderno. Tras una de las más largas contiendas bélicas que haya conocido Europa, la Paz de Westfalia pone fin a la Guerra de los Treinta Años (1618-1648). Todos los estados del continente europeo, directa o indirectamente, quedaron afectados por estos acuerdos de paz: algunos de ellos, por la redefinición territorial que supusieron; todos, por la nueva trama geopolítica surgida en Westfalia[vi]. Al mismo tiempo, en la Europa occidental daba comienzo un periodo marcado por la entronización de nuevas dinastías: en la península ibérica, la dinastía borbónica sustituyó a la casa de Habsburgo en una entidad estatal que por vez primera comenzará a ser conocida como "España", en singular, pues, al término de la Guerra de Sucesión, los Decretos de Nueva Planta darían fin a la potestad legislativa autónoma de los diferentes territorios peninsulares —salvo Portugal, independizado de nuevo en 1668— conforme a su ideal de Estado centralizado. En las islas británicas, la unión con Escocia y la constitución del Parlamento del Reino Unido (1707), por una parte, y la desaparición de la casa Orange, instaurada tras la revolución gloriosa de 1688, por otra, condujo a Jorge I (1714-1727), de la casa Hannover, al trono británico. Gracias a la Bill of Rights, aprobada en el siglo anterior, Inglaterra se aseguraba el primer régimen parlamentario de Europa.
En cuanto a la situación del centro y oriente de Europa, los Países Bajos, que habían estrenado su independencia tras la Guerra de los Treinta Años, fueron consolidando no sólo su equilibrio interior sino que iniciaron asimismo una fase de expansión exterior fuertemente condicionada por una expansión comercial puramente capitalística. Por su parte, más al Este el Imperio Alemán se enfrentaba a los problemas derivados de la entronización de Carlos VI y la emergencia del antiguo ducado de Brandemburgo, germen del Estado de Prusia que dominaría Europa posteriormente. Al norte, suecos y rusos estaban inmersos en una guerra por el control del mar del Norte a la vez que sajones y polacos iniciaban la guerra de sucesión polaca (1733-1735). Consecuencia de todo ello, el poder sobre el Este del continente pasó a estar en manos del Imperio Ruso de los Romanov, que tras la fundación de San Petersburgo (1703) y el dominio sobre los Balcanes (conquista de Belgrado, 1717), inició bajo la soberanía de la gran zarina, Catalina la Grande (1729-1796), su época de mayor esplendor[vii].
Todos estos cambios en el equilibrio entre provocaron una profunda transformación del mapa político europeo. En primer lugar, el fin de la guerra entre suecos y rusos (1721) supuso que Livonia, Estonia, Carelia y parte de Finlandia pasasen a integrar las posesiones del Imperio ruso. En segundo lugar, tras la conversión de Prusia en reino con la coronación de Federico II (1740-1786), el antiguo ducado de Brandemburgo incrementó sus posesiones con Moesia y Silesia (1742). El antiguo reino de Polonia agravó su crisis interna hasta el punto de que la coronación del monarca afín a Catalina la Grande, Stanislav II Poniatovski (1764), sólo sirvió para que Prusia, Rusia y Austria se repartiesen en 1774 la mayor parte de su territorio. En definitiva, conflictos puntuales solucionados por la vía diplomática supusieron grandes cambios en el aspecto territorial de un viejo continente que veía como unas monarquías apoyadas en ciertos resortes representativos, concentraban progresivamente el poder en pocas manos. Esta política de elites, prácticamente incontestada sirvió para sentar las bases políticas del absolutismo que habría de derrumbarse en Francia a finales del siglo XVIII[viii]. En efecto, ningún otro Estado mejor que el francés logró encarnar la variante absolutista del Estado moderno. La guerra de los Treinta Años había permitido alcanzar al reino de Francia una posición hegemónica en el continente. Durante el reinado de Luis XIV, los grandes beneficios territoriales adquiridos a costa de las pérdidas españolas (Franco Condado, Flandes) fueron rápidamente consolidadas y el poder del Estado progresivamente centralizado. El reinado de Luis XV y el gobierno del cardenal Fleury facilitaron el crecimiento económico y la preponderancia política a un poder monárquico que pudo así emprender la aventura colonial. Paralelamente a las campañas militares tendría lugar un desarrollo capitalista sin precedentes.
2.2.
El
Estado nacional y el nacionalismo.
Durante largo tiempo el equilibrio alcanzado por el Estado absolutista en Francia parecía llamado a lograr instaurar un orden político internacional duradero. Sin embargo, en 1789, coadyuvado por unas condiciones estructurales favorables, se desencadenaría un proceso revolucionario que daría pie al nacimiento del Estado nacional. En este orden de cosas, el caso francés nos permite identificar algunas de las principales claves interpretativas que explican el proceso de construcción y difusión del Estado nacional en Europa. En primer lugar, la aparición del Estado nacional francés tiene lugar sobre el más acabado ejemplo de Estado absolutista: así lo evidencia una centralización del poder que alcanzaba su máxima expresión en la figura del monarca y el entramado simbólico sobre el que se legitimaba un poder que se decía de origen divino. En efecto, desde su consolidación bajo el reinado de Luis XIV (L'Etat c'est moi), el Estado absolutista había alcanzado un notable grado de desarrollo en los distintos procesos de centralización del poder que había facilitado a su vez un importante crecimiento económico por medio de medidas tan significativas como la creación de un mercado interior. Paralelamente, era configurado todo un modo y aparato simbólico de legitimación por medio de la pompa y boato con que la corte festejaba el poder absoluto del monarca (desde la construcción de Versalles hasta la escenificación del poder real por medio del sol, pasando por las sofisticadas reglas de conducta y jerarquización de la vida cortesana). Tras la muerte del monarca estas pautas se consolidarían y reproducirían autónomamente, ajenas por completo al resto de la sociedad de suerte tal que, hacia finales del siglo XVIII, ya se habían creado las condiciones para una transformación radical de los principios constitutivos del Estado: tanto en la organización de la economía y la sociedad como en su funcionamiento institucional, el Estado absolutista era una realidad agotada en sí misma[ix]. Por ello mismo, el ciclo de protesta iniciado con las revueltas campesinas terminaría por desencadenar una situación revolucionaria tras la aparición, en primer lugar, de una estructura de oportunidad política apropiada manifiesta en (1) la división entre elites que suponía, de facto, rebelión aristocrática de frente a las reformas de Loménie de Brienne y (2) la alteración del funcionamiento institucional del régimen que expresaba la convocatoria de los Estados generales en mayo de 1789. Finalmente, la realización política de un resultado revolucionario producto del proceso creativo de interacción entre elites y masas que tendría su máxima expresión en el nacimiento del Estado nacional.
Pero, además, el cambio revolucionario requería a su vez desarrollo de un segundo factor, a saber: el desarrollo de una primer forma de opinión pública de masas y con ella la posibilidad misma de la aparición de la Nación[x]. En otras palabras, la transformación estructural de la vida pública operada en el seno del Estado absolutista permitió el surgimiento de una comunidad política imaginada por una ciudadanía capaz de realizar simultáneamente la experiencia de la multitud a una escala muy superior a la que, hasta entonces, habían permitido los límites de la modernización[xi]. Por ello mismo, la idea misma de pertenencia a una comunidad más allá de las relaciones unipersonales características del absolutismo desencadenaría finalmente en un proceso revolucionario. En efecto, durante el transcurso del ciclo de protesta, los poderes absolutista y liberal terminarían por conformar un dilema de múltiple soberanía entre distintas fides políticas que acabaría resolviéndose a favor del segundo y, por ende, de la Nación como "instancia de legitimación legal-impersonal del Estado burgués"[xii]. Así, de manera inequívoca, la Declaración Universal de los Derechos del Hombre de 1789 explicitaba la incompatibilidad de la soberanía nacional con cualquier otra[xiii]. El liberalismo político y la variante patriótico-constitucional del nacionalismo movilizarían así los recursos que harían posible la emergencia del mundo político contemporáneo. En los años siguientes a la Revolución de 1789, los cimientos el orden político internacional europeo sucumbirán al progreso del ciclo de protesta revolucionario. La política expansionista de Bonaparte vería su fin tras varias derrotas militares y la consiguiente recomposición del nuevo equilibrio de poder entre los estados europeos que conocemos como el Congreso de Viena (1815).
3.
La difusión del estado nacional: capital y coerción en Europa.
Entre
su origen y el presente median dos siglos en los que el Estado nacional se ha
ido convirtiendo en la forma de organización estatal por excelencia del mundo
contemporáneo. Sin embargo, esto no siempre fue así e incluso en la actualidad
perviven formas de organización estatal cuya soberanía no puede ser definida
como nacional (la ciudad-Estado del Vaticano muestra a este respecto uno
de los ejemplos más claros en la Europa de hoy).
De hecho, durante mucho tiempo el Estado nacional hubo de competir con otras
formas de organización estatal: en pugna con las monarquías absolutistas, la
ciudad-Estado o el Imperio, el Estado nacional hubo de superar una dura
concurrencia antes de alcanzar su primacía actual. En este sentido, si
atendemos a aquella área geopolítica que más nos interesa, la Europa central
y oriental, podemos constatar como su historia contemporánea es la historia de
una pugna entre estados de todo tipo; desde los grandes imperios, como el ruso,
el otomano y el austrohúngaro, hasta las pequeñas ciudades-Estado como la República
de Ragusa (actual Dubrovnik)[xiv].
Sea
como fuere, las grandes transformaciones estructurales que tendrían lugar a
escala planetaria en el transcurso de los dos últimos siglos pronto acelerarían
la conformación de un sistema europeo de estados nacionales. Así, el
progresivo desarrollo del sistema capitalista hacia un único sistema mundial o
sistema-mundo, por emplear aquí la terminologría de Immanuel Wallerstein[xv],
pronto crearía el marco estructural sobre el que posteriormente habrían de
intervenir actores políticos tan relevantes a los efectos que nos ocupan como
la variante etnicista del nacionalismo y la variante leninista-estalinista del
movimiento obrero. En lo que sigue abordaremos por separado, aunque de cara a
una eventual síntesis complementaria, las variables de carácter estructural y
dinámico implicadas en la conformación del Estado nacional. De esta suerte,
podremos acometer la parte final de este trabajo, esto es, el fin del mundo soviético
y el nacimiento de la Europa de hoy.
3.1.
Condicionamientos
estructurales: el difícil camino del Estado nacional en el Este.
En
un intento por explicar las pautas del proceso histórico de construcción del
Estado, en general, y del Estado nacional, más en particular; Charles Tilly
identificó tres trayectorias posibles hasta nuestros días: la vía intensiva
en capital, la vía intesiva en coerción y la vía de la coerción capitalizada[xvi].
Atendiendo al modelo de Tilly, cabe reconocer en la Europa central y oriental un
claro predominio de la vía intensiva en coerción. Sirva de ejemplo en este
sentido, el Drang nach Osten o
estrategia expansionista hacia el Este dirigida por el Imperio austro-húngaro
contra su vecino el Imperio otomano en virtud de la cual se fueron forjando los
distintos movimientos nacionalistas
que habrían de pugnar finalmente, ya en su madurez política[xvii],
por la desaparición de la para entonces obsoleta forma de organización estatal
imperial. En efecto, a diferencia de la trayectoria seguida por los países de
la Europa occidental, en la Europa central y oriental, o, por recurrir aquí al
clásico de Perry Anderson[xviii],
la Europa que se extiende al Este del río Elba, el proceso de construcción
estatal fue articulado sobre las formas personalizadas y coercitivas del
ejercicio del poder, dejando de lado la modalidad puramente económica que
brindaba el sistema capitalista de mercado. Los imperios austrohúngaro, ruso y
otomano, primero, y la superpotencia soviética, después sentaron las bases
coercitivas comunes a la configuración del Estado en la región.
En
cualquier caso, esto no significa que en el momento presente nos encontremos
exclusivamente ante vías intensivas en capital. Baste con recordar aquí las
guerras balcánicas y caucásicas o la presencia activa de la violencia, ya sea
de tipo político, ya sea puramente criminal, en la política de la parte
oriental del continente. Es igualmente orientativo comprobar como a medida que
nos alejamos de las grandes capitales de la Europa occidental el grado de coerción
se va incrementando de manera progresiva. En este sentido, las desaparecidas RDA
y Checoslovaquia, Polonia, Eslovenia y Hungría pueden servir como ejemplos de
un desarrollo histórico orientado progresivamente hacia la vía intensiva en
capital dejando a su vez constancia de la superación del límite histórico del
río Elba. Así las cosas, la vía de la coerción capitalizada, presente en la
organización no pocas veces mafiosa del Estado que caracteriza las
"cleptocracias" o "democracias demediadas" de buena parte de
las antiguas repúblicas soviéticas y los Balcanes, es con mucho la más
extendida; y ello con independencia del grado particular con que se dé en cada
caso. Sean las cosas como fueren, parece probado que, a diferencia de la Europa
occidental, la Europa central y oriental, primero[xix],
y tan sólo la segunda actualmente, no han dispuesto de unas condiciones
estructurales favorecedoras para el surgimiento de un Estado nacional, como
tampoco para la emergencia de unos actores políticos semejantes a los surgidos
en la Europa occidental.
3.2.
El
papel de los actores: etnonacionalismo y estalinismo.
Si
las condiciones estructurales para la difusión y consolidación del Estado
nacional en la Europa central y oriental no fueron particularmente favorables,
el balance que arrojan las variables de carácter dinámico no es mucho mejor.
Efectivamente, la desafortunada historia de los movimientos nacionalistas de
corte patriótico-constitucional o la precariedad del liberalismo, primero, y de
los movimientos obrero, del feminismo sufragista y demás subjetividades de la
modernidad, más tarde; evidencian, en primer lugar, un desarrollo histórico
políticamente cercenado y, en segundo, la conformación, a través de una larga
interacción represiva con las elites, de variantes notablemente más
autoritarias que las de la Europa occidental[xx].
De hecho, la experiencia de la coerción transformó sustantivamente el
repertorio de la acción colectiva y terminó por moldear, en buena medida, una
cultura política autoritaria, tendente a la enajenación de la voluntad
ciudadana, la mistificación inducida de los fundamentos normativos de las
instituciones y aun otras características propias del autoritarismo. Hemos de
precisar, en todo caso, que esta descripción de corte ideal, así como su
negación para el Estado nacional en la Europa del Oeste, no se corresponde de
manera exacta con la realidad; si bien siempre puede constituir un primer
acercamiento a la cuestión.
Sean las cosas como fueren, el hecho
es que en esta parte del continente pronto se pudo apreciar un fortalecimiento
de las variantes autoritarias, particularmente relevante en el caso de los dos
grandes movimientos (nacionalista y obrero)[xxi].
Tanto en el repertorio simbólico y de ideas de los distintos movimientos, como
en sus modalidades organizativas y de la acción colectiva, la sucesión de
ciclos de protesta forjó unas reglas de juego no pocas veces inclinadas a un
uso generalizado de la violencia generalizada como respuesta a la intervención
represiva del los diferentes estados en que tenía lugar un contencioso
particular (progromos, destierros, encarcelamientos, etc.).
No de otra manera resulta posible comprender las biografías políticas
de los principales protagonistas políticos de los dos últimos siglos; desde
los nacionalistas polacos enfrentados a Rusia, Prusia y Austria, hasta los líderes
del movimiento obrero ruso, acostumbrados a vivir y huir de su reclusión en
Siberia. De esta suerte, la variante orgánico-historicista o etnicista del
nacionalismo, encarnada por el totalitarismo nazi como posición extrema, por
una parte, y la variante autocrática del totalitarismo estalinista, por otra,
impidieron (o destruyeron) el proceso de construcción del Estado nacional.
4.
El fin del mundo soviético: la revolución de 1989.
En 1989 el Telón de Acero se vino abajo y con él todo un modelo de
organización estatal que había operado durante décadas en la Europa central y
oriental. Desde los orígenes mismos del Estado soviético, el debate entre las
principales figuras teóricas del movimiento obrero internacional partidarias de
la estrategia revolucionaria había puesto de manifiesto una clara divisoria
entre los partidarios de desarrollar dicha estrategia en los escenarios
coercitivo y capitalístico. Mientras que para los representantes de la
estrategia libertario-consejista (Luxemburg, Pannekoek, Rühle, etc.) la
revolución rusa no tenía otro sentido histórico que el de desencadenar una
revolución en occidente, para los representantes de la estrategia autocrático-partidista
(Lenin, Stalin, etc.) el proceso seguido por el Imperio ruso gozaba de valor per
se y corroboraba lo acertado de su estrategia[xxii].
4.1. “El corto siglo XX”: el desafío soviético.
Al
historiador británico, Eric Hobsbawm, debemos la popularidad de la expresión
“el corto siglo XX” acuñada en contraposición al “largo siglo XIX” y
que pretender brindar un marco conceptual a la centuria histórica que da
comienzo con la I Guerra Mundial y posterior Revolución de 1917 y que termina
con la Revolución de 1989 y la posterior desaparición de la Unión Soviética,
en 1991. Durante este siglo, el desafío soviético a la hegemonía mundial
emergente de los EE.UU. y, en cualquier caso, a las potencias occidentales en su
conjunto, pasará por distintas fases sometidas en cualquier caso a la sucesión
de equilibrios y realineamientos internacionales: desde el intento por desplegar
una revolución socialista mundial a raíz de la creación de la Unión Soviética,
hasta la división en dos bloques del planeta pasando por la alianza con las
potencias occidentales frente a los totalitarismos fascistas durante la II
Guerra Mundial. Al finalizar esta, el modelo soviético alcanzaría su máxima
expansión abarcando las nuevas repúblicas de la Europa central y oriental,
pronto convertidas en satélites de Moscú. A pesar de todo, el modelo soviético
no alcanzaría a suprimir (seguramente con la excepción de la RDA tras su
reforma constitucional), una soberanía nacionalista alternativa, manifiesta
junto a otras en ocasiones concretas (Hungría, Praga y Varsovia), latente las más
de las veces. Sobre este particular, tal y como hemos expuesto en otro lugar[xxiii],
cabe señalar que el difuso ciclo de protesta que se inicia con el levantamiento
de Berlín de 1953 y termina en 1970 en Varsovia, pasando por las insurrecciones
de Budapest (1956) y Praga (1968), refleja un primer momento de crisis del orden
internacional surgido de conformidad con los requisitos tipológicos de la
variante bélica tras la II Guerra Mundial.
El
equilibrio bipolar en el sistema de estados surgido en Yalta y que daría a la
Guerra Fría ya había dejado de ser una realidad económica para cuando el
primer ciclo de protesta de la Europa oriental llegaba a su momento culminante y
emblemático, el año 1968. La presión coercitiva ejercida por el
"exterminismo"[xxiv]
mediante el recurso a la amenaza nuclear, hallaba su expresión diplomática en
la Doctrina Brézhnev. Sólo a mediados de los años ochenta, tras el
nombramiento de Mijaíl S. Gorbachov y la puesta en marcha de la política de
reformas identificada en las palabras Glasnost y Perestroika, comenzó a
resquebrajarse el Imperio soviético. La retirada de las tropas soviéticas de
Afganistán y el intento por sacar adelante una política de reformas orientada
hacia la tardía introducción en la economía soviética de los criterios
propios del capitalismo de mercado, evidencian en este sentido el comienzo de un
proceso de transición tan complejo como imprevisible. Antes de que terminase la
década, la Doctrina Brézhnev daría paso a la "Doctrina Sinatra"
(“cada cual a su manera”) y un nuevo ciclo de protesta, tímidamente
iniciado en los astilleros Lenin de Gdansk/Danzig con los primeros años de la década,
culminaría en el proceso revolucionario del año 1989 que daría al traste con
el orden político europeo surgido de la II Guerra Mundial[xxv].
4.2. La Revolución de 1989: la modalidad europeo oriental de transición.
En
uno de los intentos más brillantes por categorizar los cambios ocurridos tras
la caída del Muro de Berlín, Claus Offe apunto una de las tesis más
relevantes de cuantas se han escrito al respecto. Formulada de manera sucinta,
la tesis de Offe viene a incidir en el carácter simultáneo de tres
transiciones. En efecto, a diferencia de las transiciones precedentes de América
latina y la Europa mediterránea, en los cambios de la Europa central y oriental
se produce un dilema de la simultaneidad de las transiciones (1) territorial, o
de redefinición de las fronteras de los estados en el contexto de la emergencia
de los nacionalismos; (2) económica, o de establecimiento del marco
institucional del sistema capitalista (propiedad privada, mercado, etc.) y (3)
institucional, o de instauración de nuevos regímenes políticos democráticos.
El hecho de que estas tres transiciones coincidiesen cronológicamente nos
permite un primer acercamiento a las claves explicativas de la Revolución de
1989. Pero junto a este factor habría que añadir al menos otros dos para tener
una visión más completa de lo que fueron las transiciones que dieron lugar a
la nueva Europa central y oriental.
En primer lugar, el que Timur Kuran
denomina "elemento sorpresa", o lo que es lo mismo, el carácter
inesperado del curso que siguieron los acontecimientos que pusieron fin al mundo
soviético. En efecto, una visión general a los medios de comunicación que
cubrieron los hechos históricos de 1989 nos permite concluir sin grandes
dificultades lo sorprendente que estos fueron para todos los actores y
observadores implicados. En su afán por dar una explicación racional a este
fenómeno, Kuran identificó en la falsificación de las preferencias
individuales, o lo que es igual, en el salto entre la posición pública y la
posición privada que cada ciudadano de una sociedad dada mantiene respecto al
poder constituido, una de las claves del desarrollo de los acontecimientos de
1989. Conforme a esta explicación, el factor sorpresa no se saldría de la
normalidad de los fenómenos políticos, sino que, por el contrario, constituiría
una muy racional estrategia política propia de una modalidad revolucionaria de
cambio de régimen.
En segundo lugar, junto al elemento
sorpresa cabría destacar aquí el papel desempeñado por las amplias
movilizaciones ciudadanas que tuvieron lugar a lo largo, pero muy especialmente
en el momento culminante del ciclo de protesta. Presentes en todos los cambios
de la región, la implicación masiva de la ciudadanía en los procesos de
movilización social condicionó en no pocas ocasiones el decurso de los
acontecimientos. Más aún, allí donde lo hizo de una manera más intensa, los
límites territoriales terminaron por devenir contingentes ante los ojos de unas
elites perplejas y una ciudadanía capaz de erigirse en dueña de sus propios
destinos a través de la acción colectiva de masas. En este sentido,
seguramente aquellos ejemplos más acabados o próximos a lo que cabría definir
como un tipo ideal weberiano en el que se incluyese esta variable, nos permitirían
confirmar esta hipótesis. Nos referimos claro está a los casos de la
desaparición de la RDA (II Unificación de Alemania) y de Checoslovaquia (el
Divorcio de Terciopelo). En ambos casos la participación masiva de la ciudadanía
en las movilizaciones contra el régimen condujeron a la modificación de los límites
territoriales de aquellos estados en los que vivían. En este sentido, los
nacionalismos cumplieron el papel de dar expresión política a la resolución
del dilema de la múltiple soberanía.
En definitiva, el dilema de la
simultaneidad, el elemento sorpresa y la movilización social (no pocas veces
explícitamente nacionalista) apuntan hacia una modalidad revolucionaria de
transición difícilmente equiparable a las de la Europa mediterránea y América
latina. Sin embargo, si atendemos a las soluciones que se han ofrecido a lo
largo de esta primera década de transformación, todo apunta hacia una mimesis
inoperante de las soluciones occidentales, ajena por completo a las realidades
sociales sobre las que debería operar toda política de reformas eficiente. La
intensidad de la polémica académica que autores como David Stark o el propio
Claus Offe han suscitado con sus tesis sobre el "capitalismo de diseño"
o las críticas al constitucionalismo de la Europa central y oriental de Ulrich
K. Preuß revelan hasta que punto los procesos de la antigua Europa del este son
en buena medida procesos abiertos, inconclusos; marcados por la crisis misma de
un modelo político, económico y social antaño triunfante en Europa occidental
y hoy inmerso en plena crisis.
5.
La globalización y poder constituyente: conclusión.
Hasta aquí hemos considerado las
variantes conforme a las cuales se ha ido configurando el Estado nacional en la
Europa central y oriental, así como la modalidad de cambio revolucionaria de la
Europa del Este, esto es, una modalidad de cambio en la que se produce una
triple transición, fuertemente condicionada por la intervención de una
ciudadanía movilizada que resuelve el dilema de la múltiple soberanía por
medio del recurso a los nacionalismos. A continuación intentaremos apuntar
algunas claves interpretativas sobre la situación de inestabilidad surgida en
el antiguo mundo soviético a partir del análisis de la relación entre las dos
primeras partes de nuestra exposición.
Entre
las paradojas políticas surgidas del fin del mundo soviético, sin duda la
velocidad con que tuvo lugar la difusión del Estado nacional y su pronta crisis
es una de las más relevantes. El éxito del Estado nacional como forma de
organización estatal por excelencia en el presente no parece, empero, que vaya
a prolongarse durante mucho tiempo; al menos no en las formas que hemos conocido
hasta el presente. En su ensayo sobre la "revolución liberal", Bruce
Ackerman incidía en la necesidad de constitucionalizar la Revolución de 1989[xxvi].
De manera semejante, otro de los teorizadores liberales del cambio en la Europa
del Este, Ralf Dahrendorf, apuntaba la importancia de reconocer el salto entre
las que denomina "política constitucional" y "política
normal"[xxvii]. En ambos autores se
encuentra presente un inequívoco interés por resolver las limitaciones del
Estado nacional como forma de poder constituido. En este sentido, las
reflexiones de Ackerman acerca de la necesidad de encontrar una arquitectura o
diseño constitucional que, inspirado en buena medida del norteamericano,
recojan dos niveles diferentes de organización del poder (el de la política
constituyente y el de la política constituida), no parece que sea capaz de
resolver la que Antonio Negri ha descrito como “crisis de un concepto” (en
alusión a los problemas que teorización que el "Poder Constituyente”
representa para el constitucionalismo contemporáneo[xxviii]).
Efectivamente,
a lo largo de la Historia, la configuración del Estado se ha visto
permanentemente sometida a la necesidad de adaptarse a las transformaciones
sociales ocurridas en su seno. Permítasenos recordar aquí algunas de las
palabras con que Rosa Luxemburg:
«La
producción legislativa y la revolución no son pues dos métodos diferentes del
progreso histórico que se puedan escoger en el bufete de la Historia tal y como
se puede hacer con las salchichas calientes o las salchichas frías; sino que se
trata de distintos momentos en el desarrollo de la sociedad de clases que se
condicionan y se complementan mútuamente al tiempo que se excluyen como, por
ejemplo lo hacen el polo norte y el polo sur, la burguesía y el proletariado.
Entre
tanto no es la constitución jurídica un mero producto de la revolución.
Mientras que la revolución es el acto creativo de la historia de clases, la
producción legislativa es el vegetar posterior de la sociedad. El trabajo de
reforma legal no tiene en si mismo ninguna fuerza motora independiente de la
revolución; se conduce en cada periodo histórico solo en la línea y por tanto
tiempo como le haya permitido el avance operado en la última transformación o,
hablando en lo concreto, sólo en el marco de la última transformación de las
leyes universales de las formas sociales. Este es el punto central de la cuestión.
»[xxix]
Un breve ejercicio final de reflexión
sobre estas palabras nos permitirá valorar hasta qué punto una forma de
organización estatal, y entre ellas también el Estado nacional, se encuentra
supeditada a su capacidad para articular un modo de dominación (Herrschaft)
específico. Es por ello que, al igual que la historia de los grandes cambios
del mapa político europeo ha sido la historia de una sucesión de equilibrios más
o menos duraderos con periodos de crisis intercalados, la historia de las
distintas formas de organización estatal es la historia de su capacidad para
hacer frente a la resolución de los conflictos sociales que alberga en su seno.
Si fechas como 1648, 1815, 1919, 1945 ó, en cierto modo 1991 (año de la
desaparición de la URSS, de la Guerra del Golfo y la proclamación de un
“nuevo orden internacional”), representan una sucesión de equilibrios entre
estados dentro de un proceso general de difusión del Estado nacional; 1789,
1848, 1871, 1917, 1968 ó 1989 nos ofrecen una sucesión de ciclos de protesta más
o menos exitosos, en los que constatamos el desafío recurrente de los
movimientos sociales a las diferentes estructuras de autoridad estatal.
Notas
*
Profesor asociado.
Facultade de Ciencias Políticas e Sociais. Universidade de Santiago de
Compostela
Campus Sur s/n. 15706 Santiago de Compostela. Tel. 981 56 31 00 ext. 15167. raiviejo@hotmail.com
[i] El autor quiere
dejar constancia de su agradecimiento a Pedro Chaves y Ruth Ferrero por su
invitación a tomar parte en las jornadas organizadas por la FIM en
colaboración con Papeles del Este y la
Asociación de Economía Alternativa bajo el
título “Transiciones postcomunistas” los días 14 y 15 de
diciembre de 2000 y en el transcurso de las cuales fue presentada una
primera versión de este texto. Asimismo, debemos agradecer aquí las
sugerentes observaciones de Jaime Pastor Verdú, quien, durante el
transcurso de sus observaciones como comentarista de la ponencia presentada,
señaló muy oportunamente las insuficiencias de algunas de nuestras
afirmaciones.
[ii] Reputada
como una disciplina académica de textos prolijos y eruditos, la Sociología
Histórica nos ha dotado de algunas de las herramientas más importantes de
que seguimos disponiendo para analizar los procesos de formación del Estado
nacional. En este sentido siguen siendo en extremo pertinentes las
reflexiones de dos de sus principales fundadores, Reinhard Bendix y Charles
Tilly.
Vid.
Bendix, Reinhard. Force, fate and freedom : on historical sociology.
Berkeley: University of California Press, 1984; Tilly, Charles. As sociology
meets history. Orlando: Academic Press, 1981
[iii] Hacemos
referencia en este caso a los textos de Sidney Tarrow en que desarrolla sus
modelos para un análisis estructural de la protesta, por una parte; pero
también a los trabajos de Charles Tilly y Karl Dieter Opp sobre los
procesos políticos, por otra.
Vid.
Opp, Karl Dieter (en colaboración con Peter y Petra Hartmann). The
rationality of political protest. Boulder: Westview, 1989; Tarrow, Sidney.
"Ciclos de protesta". En: Zona Abierta, 1991, n. 56, pp. 53-75;
Tarrow, Sidney. "Aiming a moving Target: Social Science and the Recent
Rebelions in Eastern Europe". En: PS: Political Science & Politics,
1991, v. XXIV, n. 1, pp. 12-20; Tarrow, Sidney. "Kollectives Handeln
und politische Gelegenheitsstruktur in Mobilisierungswellen: Theoretische
Perspektiven", Kölner Zeitschrift für Soziologie und
Sozialpsychologie, 1991, n. 43, pp. 647-670; Tarrow, Sidney. "Cycles of
Collective Action". En: Social Science History, 1993, n. 17, pp.
281-307; Tilly, Charles. From mobilization to revolution. New York: Random
House, 1978; Tilly, Charles. European Revolutions, 1492-1992. Oxford:
Blackwell, 1993.
[iv] Vid.
Tilly, Charles. European Revolutions...
[v] Ibid.
[vi] Bajo tal denominación
se conoce a los once tratados diferentes firmados en 1648, resultado de tres
años de negociaciones que tuvieron lugar en las ciudades imperiales de Münster
y Osnabrück. Los tratados posteriores de los Pirineos y Oliva fijarían
definitivamente el marco de las relaciones internacionales a la par que
definirían las nuevas esferas de influencia. En su diseño fundamental, el
orden de estados europeo quedaría establecido por un largo espacio de
tiempo.
[vii] Vid.
Kennedy, Paul. The Rise and fall of the great powers: economic change and
military conflict from 1500 to 2000. London: Fontana Press, 1989.
[viii] Vid.
Anderson, Perry. El Estado absolutista. México: Siglo XXI, 1994.
[ix] Vid.
Soboul, Albert. La Révolution Française. Paris: Presses Universitaires de
France, 1981.
[x] Sobre la génesis
de la opinión pública moderna, sigue siendo oportuno el texto clásico de
Habermas, mientras que sobre la relación entre la opinión pública, esto
es, el sistema de articulación de la comunicación política y la
emergencia de los nacionalismos, la obra no menos clásica de Karl W.
Deutsch sigue siendo una referencia insustituible.
Vid.
Habermas, Jürgen. Historia y crítica de la opinión pública. Barcelona:
Gustavo Gili, 1993; Deutsch, Karl W. Nationalism and Social Communication.
Cambridge: MIT, 1953.
[xi] Vid.
Anderson, Benedict. Imagined Communities: Reflections on the Origins and
Spread of Nationalism, London: Verso, 1991 (2ª ed. revisada).
[xii] Vid.
Pérez-Agote, Alfonso. Sociología del nacionalismo. Bilbo: UPV/Gobierno
Vasco, 1989.
[xiii] En su artículo III, la Declaración
afirmaba literalmente: «La Nación es esencialmente la fuente de toda
soberanía; ningún individuo o grupo de hombres está facultado para
ejercer ninguna autoridad que no se derive expresamente de ella».
Apud.
Breuilly, John. Nacionalismo y Estado. Barcelona: Pumares Corredor, 1990.
[xiv] Vid.
Bendix, Reinhard. Nation-building and citizenship: studies of our changing
social order. New Brunswick: Transaction Publishers, 1996 (Edición
ampliada); Tilly, Charles. The formation of national states in Western
Europe. Princeton: Univertity Press, 1975; Tilly, Charles; Blockmans, Wim P.
Cities and the rise of states in Europe, A.D. 1000 to 1800. Boulder:
Westview Press, 1994; Wallerstein, Immanuel. The politics of the
world-economy: the states, the movements, and the civilitations. Cambridge:
Cambridge University Press, 1988.
[xv] Vid.
Wallerstein, Immanuel. El moderno sistema mundial. Madrid: Siglo XXI, 1989.
[xvi] Al proceder de esta manera,
Tilly retoma de manera explícita y combinada dos interpretaciones clásicas
acerca de la naturaleza y desarrollo mismos del Estado: la marxiana (el
Estado como el "consejo de administración de la burguesía") y la
weberiana (el Estado como el "monopolio legítimo de la
violencia").
Vid.
Tilly, Charles. Coerción, capital y los Estados europeos: 900-1990. Madrid:
Alianza Editorial, 1992.
[xvii] Sin ánimo de incurrir en una
innecesaria metáfora organicista, nos parece oportuno recordar aquí la
categorización histórica del desarrollo de los movimientos nacionalistas
realizada por Miroslav Hroch.
Vid.
Hroch, Miroslav. Social precondicions of national revival in Europe.
Cambridge: Cambridge University Press, 1985; Hroch, Miroslav. "From
National Movement to the Fully-formed Nation". En: New Left Review,
1993, n. 198, pp. 3-20.
[xviii] Vid.
Anderson, Perry. El Estado...
[xix] Recuérdese
en este sentido como, sin necesidad de incurrir en determinismo socioeconómico
alguno, podemos reconocer aquí lo favorecedor de la crisis de 1929 en la
deriva totalitaria de nazismo alemán.
[xx] Vid.
Tilly,
Charles; Haimson, Leopold H. Strikes, wars, and revolutions in an
international perspective: strike waves in the late nineteenth and early
twentieth centuries. Cambridge: Cambridge University Press;
Paris:
Maison
des Sciences de l'Homme,
1989
[xxi] Vid.
Andrés, Jesús De; Ferrero, Ruth; Pastor, Jaime. “Del comunismo a los
nacionalismos. Diez reflexiones sobre el despertar nacionalista en Europa
del este”. En Gabriel Flores y Fermando Luengo: Tras el Muro: Diez años
después, El Viejo Topo. Madrid, pp. 153-184.
[xxii]
No
deja de ser relevante a este respecto el papel representado por una figura a
medio camino entre unos y otros como es Trotsky y su teoría de la revolución
permanente. Algo semejante podríamos decir de la caracterización
trotskista del Estado soviético como un obrero degenerado defendida por los
seguidores del líder soviético en la IV Internacional.
[xxiii] Vid.
Viejo Viñas, Raimundo. “¿Por qué 1989 y no 1968?” En: IV Congreso
Español de Ciencia Política y de la Administración. Granada, 1998.
[xxiv] Recordamos
aquí un concepto ampliamente divulgado por el historiador británico E. P.
Thompson.
[xxv] Vid.
Tarrow, Sidney. "Aiming a... 1991, Op.
cit.
[xxvi] Vid.
Ackerman. Bruce. El futuro de la revolución liberal. Barcelona: Ariel,
1995.
[xxvii] Vid.
Dahrendorf, Ralf. Reflexiones sobre la revolución en Europa. Barcelona:
Emecé, 1991
[xxviii] Vid.
Negri, Antonio. El poder constituyente. Madrid: Libertarias/Prodhufi, 1994.
[xxix] Vid.
Luxemburg, Rosa. Sozialreform oder Revolution? En: Gesamelte Werke. Berlin:
Dietz Verlag, 1990.
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