Nº 1 Enero, año 2001 |
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Un
hecho real que parece una anécdota muestra en toda su desnudez el nudo de
contradicciones que podemos reconocer en los procesos de transición en el
centro y Este de Europa. En la portada del suplemento del Sunday Times de un fin
de semana de julio de 1993 aparecía un anuncio con el siguiente título: El
presidente Vaclav Havel busca un nombre para su país”. El anuncio incluía
algún premio para el afortunado ganador o ganadora.
Resulta
difícil imaginar un procedimiento tan sui
generis en alguno de nuestros países si ocurriese que hubiera que buscar
nombre para nuestro común suelo. Pero además de la originalidad el método
ofrece más acercamientos. Podría pensarse que el Presidente Havel, como el
Comandante Marcos, estaba apelando a algún procedimiento propio de una
democracia internacional; o en un plano diferente, que el nombre del país podía
encontrarse a través de un concurso de ideas al margen de otros factores. Vaya,
como si fuera una ocurrencia.
En
fin, me parece que este ejemplo reune las condiciones para poder presentarse
como ejemplo del encanto y la aparente inocencia que algunos analistas han
descubierto en los procesos de transición política en estos países.
Pero
estamos lejos de compartir que el calificativo que mejor les cuadre sea,
precisamente, el de inocentes. Más bien, creemos que un análisis detallado
debería incluir algunas variables sin cuyo concurso difícilmente podemos
explicarnos algo de lo que aun acontece como un proceso vivo en este lugar de
Europa.
Deseo,
simplemente, ofrecer una enumeración de algunos aspectos que considero
relevantes para el diagnóstico. Y anticipar una conclusión: casan mal con la
realidad las apreciaciones apresuradas y las sentencias dogmáticas. La
reconocida complejidad de estos procesos es una invitación permanente al
estudio particularizado. Esto sin prejuicio de los elementos de contexto que
ofrecen el ámbito de realidad en el que se desarrollan.
En
primer lugar, la presión del pensamiento único. Un reciente libro de Jean François
Revel llama terroristas intelectuales a todos aquellos que se atrevan a salirse
del marco del pensamiento liberal-democrático y de sus instituciones históricamente
reconocibles. Cualquier propuesta fuera de aquí nos situa en un plano
delictivo. Su condena incluye los intentos de la tercera vía. Le parecen al
autor que deben ser, algo así, como intentos por demorar lo inevitable y que,
por eso, nos hacen perder el tiempo.
Resulta
difícil de creer que el debate intelectual haya llegado a este punto. Los que
no están incluídos en el estrecho límite del pensamiento único (o simple o
cero, según nos parezca) pueden considerarse en la ilegalidad intelectual y
académica.
Esta
es la presión y este es el contexto analítico y propositivo en el que se ha
realizado la transición. Una poderosa obligación a favor de un único camino
como alternativa al finiquitado modelo soviético. Las claves del modelo, con
diferentes ritmos y acentos, eso sí, son la construcción de un sistema democrático
homologable al de los países europeos y una economía de mercado abierta y
competitiva. El modo de cumplimentar estos objetivos ha estado basado en la
combinación de un recetario que incluía: liberalización, estabilización y
privatización en lo económico.
El
resultado de esta estrategia ha producido una profunda crisis en toda la zona y
la caída a niveles desconocidos del nivel de vida de la mayoría de sus
habitantes y la aparición de fenómenos cuasi desconocidos: desempleo, pobreza
extrema en amplios sectores de la población, desprotección social, inseguridad
generalizada etc.
En
el plano político estas limitaciones del mito del “único camino” ha
producido un importante estrechamiento del discurso político. De tal modo que
en la mayoría de los países, en términos
clásicos, las propuestas de las principales fuerzas políticas podría situarse
en el campo del centro derecha. Algunos autores han hablado de las “dos
derechas” por ejemplo para referirse al caso ruso. En estas dos derechas estarían
incluídos los yeltsinianos de todo pelo, pero también los dirigentes del
Partido Comunista de la Federación Rusa y otros partidos y movimientos
asociados. Puede que no resulte muy cómodo observar el problema desde esta
perspectiva, pero es muy difícil explicar lo que ocurre en los sistemas de
partidos sin acudir a una interpretación similar.
En
segundo lugar, conviene mencionar que esta deriva ha sido propiciada, animada,
auspiciada y defendida por diversos organismos internacionales que no pueden
argumentar inocencia ni candor. El diseño estratégico de la transformación ha
sido llevado a cabo según los designios del Fondo Monetario y el Banco Mundial.
Algunos autores –Peter Gowan, por ejemplo- han ciriticado la renuncia de
Europa a confrontarse con Estados Unidos por el tipo de transición más
conveniente para la estabilidad política y económica en el continente. Y también
para producir un modelo de ingreso en el club europeo no subordinado ni
clientelar.
El
hecho es que estas economías han seguido las conocidas y universales recetas
del Fondo. El modelo ha sido muy similar al seguido en los paises
latinoamericanos. Si consideramos las diferencias de todo orden entre ambas
situaciones debería alarmarnos, como mínimo, la simpleza de las soluciones e
interrogarnos gravemente por la solvencia del análisis. El resultado, en
cualquiera de los grados de “terapia de choque” aplicada ha dado resultados
funestos y ha hecho que personajes tan relevantes como Jefrey Sachs, hayan
tomado algunas distancias respecto a lo que ahora ocurre y respecto al futuro más
inmediato.
Sea
como fuere, los organismos internacionales han sido actores privilegiados sin
cuyo concurso resulta simplemente imposible explicarse la transición en el
centro y este de Europa.
El
tercer factor a considerar es el de la cultura política. La persistencia de los
elementos culturales en la vida de las sociedades es un hecho contrastado. En términos
generacionales, las gentes se socializan en pautas de comportamiento y comprensión
de los fenómenos públicos que son anteriores a su existencia.
Estas
constricciones del pensamiento cero se dan en el contexto de una cultura política
marcada por, al menos, tres factores: el autoritarismo, la ausencia de hábitos
negociadores en las clases dirigentes y una relación de vasallaje entre la
ciudadanía y el estado.
La
pervivencia de esta cultura, alimentada por un modelo único de transición, ha
producido un modelo de estilo tecnocrático y extremadamente dogmático en
algunos casos. Las sociedades han sido sometidas a un auténtico experimento
social de increíble magnitud. Una suerte de “estalinismo” invertido para el
que apenas han contado las poblaciones y sus intereses más perentorios.
No
parece extraño, por ello, que el desánimo y el desinterés haya sido una de
las consecuencias más inmediatas. El índice de participación en las
elecciones se ha situado en niveles inesperadamente bajos en países como
Polonia y Hungría y reflejan el descrédito de la política por parte de
sectores muy amplios de la ciudadanía.
En
fin, por último, y en lo que nos afecta, nuestro acercamiento a estas
realidades ha estado condicionado por unos medios de comunicación cuyas
obligaciones profesionales han sido satisfechas solo en parte. En general,
recibimos aproximaciones llenas de lugares comunes respecto al pasado y al
presente. Parece que, en general, estos medios han respondido a los esquemas con
los que occidente ha interpretado el proceso de transición en estos países. Si
la conclusión era que Yeltsin resultaba el mejor –o el único- dique contra
el retorno de los comunistas, entonces Yeltsin se convertía en un adalid de la
democracia al que había que perdonarle su incompetencia, su probada inclinación
por el vodka y sus groseros modos de gestión de lo público.
Si
resultaba que la “democracia” rusa saltaba por los aires en octubre de 1993
en un ejercicio increíble de vulneración del marco constitucional que el
propio dignatario se había dado a sí mismo, entonces una tribuna de corífeos
pontificaba que Yeltsin había hecho lo único posible para restablecer la
democracia ante un soviet supremo que era un vestigio del pasado comunista. Y así
por centenares...
No
es inocente esta construcción de la realidad y no han sido inocentes los
resultados. La aparente ternura del anuncio de Vaclav Havel nos conmueve menos
cuando comprobamos la realidad.
Además
de estos factores conviene incorporar al análisis algunos otros elementos que
permitirán completar el cuatro de diagnóstico de estos procesos de transición.
El
primer dato tiene que ver con el momento en el que tiene lugar esta ola
democratizadora. Nos parece esencial contextualizar el proceso de construcción
institucional de una democracia hoy en la ola mundializadora.
La
mundialización no puede explicarlo todo ni, naturalmente, es “el mal”, es
decir, la responsable de todos los agravios y problemas con los que convivimos.
Pero la certeza de su existencia, de la que nadie duda, tiene fuerte
implicaciones para la comprensión del tipo y consistencia de las democracias
que hoy se articulan.
En
relación con estos países podemos decir que su modelo democrático está
condicionado por dos procesos simultáneos: la globalización ya mencionada y el
proceso de integración en la Unión Europea.
Respecto
al primero convine señalar antes de entrar en los factores específicamente políticos,
algunas de sus características más significadas en lo económico.
En
primer lugar, su espacialidad triádica. La globalización es un proceso que
compromete básicamente a los tres grandes polos del planeta: Estados Unidos,
Europa y Japón. El resto del globo es cada vez más, la periferia del mundo.
Desde este punto de vista, los países que analizamos –no todos- pueden
participar de modo indirecto del polo europeo. Correspondería a otro artículo
analizar el modo en que se está produciendo esta integración, aunque nuestra
conclusión es que cabe destacar su carácter subsidiario y subordinado, de modo
que pasarán a formar parte de la periferia del núcleo duro de la Unión
Europea.
En
segundo lugar su carácter asimétrico tanto en la distribución de riquezas y
recursos como de poder.. Esto es importante porque su lugar como país en el
proceso de globalización implica, cada vez más, sus posibilidades de decidir
autonómamente determinadas cuestiones. La relación necesaria entre democracia
y soberanía es cada vez más problemática.
La
mundialización impone a las democracias una agenda que no está sujeta a
negociación. Los procesos económicos trascienden las posibilidades reales de
intervención de las politeias
nacionales. El demos que tiene como
referencia el Estado nacional o plurinacional aparece permanentemente
trascendido por la realidad de flujos económicos, financieros y políticos cuya
coordinación y regulación se produce en instancias ajenas a las propias de la
democracia representativa.
Por
otra parte se produce un traslado de soberanía a actores e instancias públicas
y privadas no sujetas a control democrático. Las transnacionales se han
convertido en el auténtico sujeto protagonista de la mundialización. Pero no
son el único. También han sido importantes en este proceso algunos estados que
han hecho posible una significativa pérdida de control de las poblaciones sobre
sus propios destinos en mor de asegurar la competitividad de su economía o
alguna otra cosa parecida.
El
resultado de esta colusión entre intereses privados y reformulación del papel
de las instituciones públicas es la aparición de una auténtica lex
mercatoria en el ámbito internacional con crecientes repercusiones
nacional-estatales.
Los
organimos internacionales son continuamente preteridos o ignorados por esta
nueva coalición de actores cuyos objetivos pasan tanto por maximizar los
beneficios económicos como por incrementar el poder de algunos actores
estatales.
Un
segundo plano significativo de esta realidad multinivel es la Unión Europea.
Esta variable ha intervenido como un sujeto “actuante” desde el inicio. La
idea del «retorno a Europa» se convirtió en una auténtica obsesión política
para las nuevas elites en la Europa postcomunista. Pero históricamente este es
un concepto problemático. Presupone demasiadas identidades comunes a ambos
lados de lo que un día fue el telón de acero como para que pueda ser asumido
sin matices. A nosotros nos ahorra el esfuerzo de singularización sin el cual
cualquier acercamiento al lado de allá carece de validez. Algunos historiadores
han querido ver en la división de bloques la frontera oriental del imperio
carolingio. Puede resultar plausible la hipótesis de que el cisma religioso del
1054 creó una línea divisoria muy estable que va de Norte a Sur y que divide
Europa en una cristiandad latina y otra griega. La dominación mongola de los
principados rusos entre los siglos XII y XIV, así como la dominación turca
sobre los balcanes entre los siglos XIV y XIX, profundizaron esta división e
impideron que estos pueblos se sumaran a los procesos de modernización
comenzados durante el renacimiento. En este caso habría que excluir a Hungría
y Polonia que por razones diferentes sí estuvieron vinculados al resto de
Europa.
Siguiendo
con la hipótesis anterior, esta división habría producido con el transcurrir
de los siglos diferencias culturales sensibles: inexistencia de sociedad civil
en el Este, centralidad dominante del Estado, ausencia de individualización en
el proceso modernizador, ausencia de proceso secularizador etc.
De
entre estas diferencias se puede destacar la dicotomía entre una concepción
occidental y otra oriental de la nación. Según la primera, deudora de
Rousseau, la nación sería un grupo de individuos libres que consienten en ser
gobernados como una unidad. Según la concepción oriental, explicada por
Herder, la nación es una entidad orgánica con alma propia, diferencia de otras
naciones por una comunidad de cultura y sobre todo, de lengua.
Este
fresco impresionista de una historia más que compleja explica en realidad muy
poco, pero sí quiere poner el acento en un hecho menos incontrovertible: al
menos desde el siglo XVI en adelante, Europa Oriental ha sido y sigue siendo una
parte marginal y económicamente subdesarrollada del continente europeo, aún más,
con cualesquiera de los presupuestos metodológicos adoptados, el período del
socialismo real no ha hecho sino empeorar la posición relativa que sus paises
mantenían en la economía mundial antes de la II Guerra Mundial. La percepción
de este proceso generó la célebre confrontación entre eslavófilos y
occidentalistas particularmente significativa en Rusia y en la ex Unión Soviética.
Razón de los primeros sería la pervivencia del neotradicionalismo comunista tan presente en el estalinismo en sus diferentes variantes y paises. Para los occidentalistas la idea de la vinculación a Europa resultó siempre un tema recurrente y eje central de un ideario político. Antes, y hoy también, esta opción de europeización de sus Estados adquirió un significado claramente polisémico. Por Europeización podía entederse un conjunto variado y conexo de cosas diferentes:
1. Restauración de las tradiciones e instituciones europeas.
2. El proceso concreto de integración en las instituciones comunitarias.
3. Una forma especial para el desarrollo regional y nacional en el contexto del proceso de integración europea.
4. La transformación de la sociedad civil y la creación de una cultura política anclada en la democracia.
De estas acepciones no todas poseen la misma importancia y centralidad. La segunda, es decir, la inserción plena de estos paises en la institucionalidad comunitaria con plenos derechos y deberes se ha convertido en el centro de la estrategia del regreso a Europa. El cumplimiento de este camino tiene dos niveles de concreción. El primero es claramente deconstructivo e implica la retirada de los vestigios de la deseuropeización. El segundo es positivo e implica el cumplimiento de las condiciones señaladas desde el Consejo Europeo de Copenhague (1992) para ser socios de pleno derecho de la Unión. Niza parece haber abierto las puertas que permiten pensar que ese proceso se producirá antes o después.
En fin, la construcción europea parece carecer de un proyecto claramente definido y que dote de perspectiva al conjunto de los actos comunitarios. Esta parte de la realidad, el descubrimiento de las dificultades de este lado, ha resultado doloroso y generado confusión en la Europa del Este. No obstante el euroescepticismo creciente en algunos de estos paises, la decisión del anclaje en Europa por la vía de la participación en la Unión Europea no ha desfallecido entre las elites dirigentes. Niza parece haber revivido este fuego.
Lo
cierto es que nunca como antes sería tan necesaria la existencia de algún modo
de democracia supranacional y nunca como antes parecemos estar tan lejos.
Por
último, conviene reflexionar sobre las consecuencias de dos hipótesis que
contribuyen a dar alguna explicación más a los procesos que analizamos.
La
primera de ella nos habla, en palabras de Claus Offe, de una “revolución sin
teoría”. Con esto se quiere explicar que se trata de un fenómeno histórico
que a diferencia de otros –revolución rusa o francesa, verbi gracia- carece
de formulación conceptual. Y es verdad que no hay literatura que haya previsto
–siquiera fuera tentativamente- lo que podríamos denominar transición del
socialismo al capitalismo. Durante mucho tiempo se dio por supuesto que el
socialismo era la fase siguiente y natural del capitalismo. Se gastó mucha
literatura en explicar las condiciones de este tránsito y de su
ineluctabilidad. La matriz teleológica del marxismo ofreció una certidumbre
histórica sobre la evolución que no dejaba lugar a dudas: después del
capitalismo vendrá el socialismo.
Pero
nadie estaba preparado para suponer que el camino se desandaría. Nadie fue
capaz de prever lo que ocurrió en esos países. Y esto resulta mucho más
notable si tenemos en cuenta la increíble cantidad de analistas que se
dedicaban a la sovietología. Pero así fue y el resultado es que casi de la
noche a la mañana, los dirigentes alternativos de estos países se encontraron
con que debían dar respuestas a una situación para la que no había ni
precedentes, ni señales, ni caminos pensados ni siquiera en el terreno de las
hipótesis.
La
segunda hipótesis nos habla de las dificultades ligadas a la teoría de la
simultaneidad. Dificílmente, encontraremos procesos donde deban ofrecerse
respuestas urgentes a la confluencia de procesos donde se interrelacionan de
manera simultánea las transformaciones políticas, económicas y territoriales.
Lo
cierto es que la complejidad de este contexto en el marco del proceso de
mundialización posibilitó el éxito de la propuesta neoliberal. El derrumbe de
estas sociedades y la resolución de sus anteriores crisis, se llevó por
delante cualquier intento de buscar una tercera vía. La República Checa puede
utilizarse como ejemplo paradigmático. Los dirigentes de la primavera de Praga
del 68 no jugaron ningún papel en el proceso de transición después de
diciembre de 1989. Pero la persepctiva neoliberal propone un orden de
prioridades que asigna a la democracia un papel muy subordinado en relación con
el resto de factores.
En
efecto, la democracia ha sido concebida en estos países como cierre del cambio
sistémico. Las instituciones han quedado relegadas al papel de legitimadores de
los “inevitables cambios”. Los agentes políticos se han convertido en los
gestores del descontento y el sumidero de las transformaciones. En ausencia de
alternativas, los residuos se han concentrado en forma de abandono del espacio público.
Por otra parte, nada disfuncional para el esquema neoliberal.
En
segundo lugar, la idea de sociedad civil se ha construído de manera
completamente ideológica, como justificación para acabar con el papel del
estado y de los poderes públicos. En sociedades con la cultura política antes
mencionada esta visión antiestatalista de la sociedad civil no ha dado como
resultado un reforzamiento de los mecanismos de autoprotección sino una
individualización creciente de la protesta. Y como sabemos la traducción
normal de este fenómeno es el incremento de la anomia social o del “sálvese
quien pueda”.
En
tercer lugar, la desmovilización popular como condición de éxito de un
proceso conducido tecnocráticamente que requeria del apoyo o del sometimiento.
Los dirigentes en estos países estaban dispuestos a discutir algunos aspectos
menores pero no la dirección de conjunto de todo el diseño de transformación.
Esta mezcla de tecnocracia y desmovilización ha ofrecido un inesperado revival
a los antiguos dirigentes de la nomenclatura que, en la mayoría de los casos,
no tuvieron tiempo siquiera para llegar a ser antiguos. De este modo y como
regalo del presente para el inmediato futuro, se ha generado un perverso
mecanismo que han convertido en muy fluído el tránsito entre la política y
los negocios. Como sabemos la corrupción ha adquirido dimensiones de auténtica
patología social en algunos de estos países.
En
fin, cabe decir, por último que consideradas las instituciones democráticas
desde el punto de vista formal, el modelo institucional es plenamente
homologable al del resto de Europa. Tal y como se han encargado de explicarnos
los dos informes anuales que hasta ahora ha presentado la Unión sobre el
cumplimiento de las condiciones de estos países para el ingreso en la UE, sólo
en algunos casos se incumplen las condiciones que acreditan el carácter democrático
de las instituciones de los países candidatos.
No
obstante, los cleavages actuales son diferentes a los que conocemos en nuestros
países y ofrecen, por eso, alineamientos de fuerzas y posicionamientos difícilmente
comprensibles desde nuestros modelos interpretativos.
Aunque
cabe señalar la vigencia del eje derecha-izquierda, otros nudos de confrontación
no son homologables y, probablemente, tengan una vida corta. Solo a título de
ejemplo nos gustaría citar algunos de ellos:
·
Comunismo/anticomunismo
·
Neoliberalismo/protección social
·
Nacionalismo/europeísmo
·
Derechos de minorías/construcción nacional
·
El papel de la intelligentsia
Este
breve fresco tiene como modesta pretensión señalar las líneas de fuerza que
deben permitirnos acercamientos más fundados y prudentes a los que
habitualmente estamos acostumbrados.
Sin
esta necesaria distancia y prudencia puede ocurrirnos que no cumplamos ni el
primer principio definitorio de la Ciencia Política: la descripción del fenómeno.
Cierto es que la realidad de los procesos de transición tiene todo el aspecto
de un oxymorón, pero no lo es menos que, a menudo, nos pueden los prejuicios.
No
debiera ocurrirnos como en esa anécdota atribuída a Lord Alfred Brown a la sazón
lider del Partido Laborista y Ministro de Asuntos exteriores entre 1966 y 1968.
Según parece, y estando Lord Alfred en una recepción diplomática, se le hizo
saber que como persona de mayor rango en la reunión debía cumplir con la
obligación de inaugurar el baile. Así es que cuando sonaron los primeros
compases Lord Alfred se aprestó a dar satisfacción a sus anfitriones. Parece,
sin embargo, que este buen señor tenía una afición desmesurada por el
champagne, de modo que salió al centro del salón dando algunos tumbos y acercándose
a una persona le dijo:
·
Preciosa señorita del traje escarlata, me haría usted el honor de
compartir conmigo este primer vals.
·
De ningún modo, le respondió una atronadora voz, en primer lugar porque
está usted muy bebido. En segundo lugar, porque esto no es un vals sino el
himno de Venezuela. Y en tercer lugar, porque no soy esa señorita del traje
escarlata a la que usted se refiere, sino el nuncio de su santidad.
Ya
ven, las cosas no son siempre lo que parecen.
Madrid
10 de enero de 2001
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