Titulo: Lecturas de teoría
sociológica clásica
Profesor: Mario Domínguez Sánchez
Departamento de Sociología V/Teoría Sociológica
Curso 2000-2001
ÍNDICE
TEMA
2. La
Ilustración
Montesquieu
Jean-Jacques Rousseau
TEMA
3.
El saber enciclopédico: Hegel
TEMA
4.
El ideal del industrialismo: Saint-Simon
TEMA
5.
El positivismo: Comte
TEMA
6.
El evolucionismo universal: Spencer
TEMA
7.
Antiguo Régimen y Revolución: Tocqueville
TEMA
8.
La teoría social en Karl Marx
TEMA
9.
Socialistas, marxistas y anarquistas
TEMA
10. El
evolucionismo clásico y el darwinismo social
Tema 10. El evolucionismo
clásico y el darwinismo social
Thorstein
Veblen
El ocio
ostensible
El efecto
inmediato de una lucha pecuniaria como la que se ha descrito
esquemáticamente sería—de no estar modificada su
influencia por otras fuerzas económicas u otras
características del proceso emulativo—hacer a los hombres
industriosos y frugales. Este resultado se produce en
realidad, hasta cierto punto, por lo que se refiere a las
clases inferiores, cuyo medio ordinario de adquirir bienes es
el trabajo productivo. Ello puede afirmarse, sobre todo, de
las clases trabajadoras de una comunidad sedentaria que se
encuentre en un estadio agrícola de desarrollo industrial, y
en la que haya una considerable subdivisión de propiedad, y
en la que leyes y costumbres aseguren a esas clases una
participación más o menos definida del producto de su
industria. Esas clases inferiores no pueden eludir en ningún
caso el trabajo y la imputación del trabajo no es, en
consecuencia, especialmente denigrante para sus miembros, al
menos dentro de su propia clase. Por el contrario, siendo el
trabajo su modo de vida reconocido y aceptado, tiene un cierto
orgullo emulativo en conseguir una reputación de eficiencia
en su trabajo, que es a menudo la única línea de emulación
que está a su alcance. En aquellas personas para quienes la
adquisición y la emulación sólo son posibles dentro del
campo de la eficiencia productora y el ahorro, la lucha por la
respetabilidad pecuniaria operará en cierta medida en el
sentido de aumentar la diligencia y la sobriedad. Pero hay
ciertas características secundarias del proceso emulativo de
las que no se ha hablado aún, que vienen a circunscribir y a
modificar la emulación practicada en esas direcciones tanto
en las clases pecuniariamente inferiores como en la clase
superior.
Pero lo que nos
importa aquí de modo más inmediato es otro aspecto de la
clase pecuniaria superior. Tampoco le falta a esta clase el
incentivo de la diligencia y el ahorro; pero su acción está
cualificada en tan gran medida por las demandas secundarias de
la emulación pecuniaria, que prácticamente cualquier
emulación en este sentido está superada, y cualquier
incentivo de la diligencia viene a ser ineficaz. La más
imperativa de estas demandas secundarias de la emulación y a
la vez la de ámbito más extenso es la exigencia de
abstenerse del trabajo productivo. Esto es cierto de modo
especial en el estadio bárbaro de la cultura. En la cultura
depredadora, el trabajo se asocia en los hábitos de
pensamiento de los hombres con la debilidad y la sujeción a
un amo. Es, en consecuencia, una marca de inferioridad y viene
por ello a ser considerada como indigna de un hombre que ocupa
una buena posición. Por virtud de esta tradición se
considera que el trabajo rebaja y esta tradición no ha muerto
nunca. Por el contrario, con el avance de la diferenciación
ha adquirido la fuerza axiomática que es consecuencia de una
prescripción de largo tiempo e indiscutida.
Para ganar y
conservar la estima de los hombres no basta con poseer riqueza
y poder. La riqueza o el poder tienen que ser puestos de
manifiesto, porque la estima sólo se otorga ante su
evidencia. Y la demostración de la riqueza no sirve sólo
para impresionar a los demás con la propia importancia y
mantener vivo y alerta su sentimiento de esa importancia, sino
que su utilidad es apenas menor para construir y mantener la
complacencia en uno mismo. En todos los momentos, salvo en los
estadios culturales más bajos, el hombre normalmente
constituido se ve ayudado y sostenido en su propio respeto por
las "apariencias decentes" y la exención de
"trabajos serviles". Una desviación forzosa de su
patrón habitual de decencia, tanto en lo accesorio de la vida
como en la clase y alcance de su actividad, se siente como un
desprecio de su dignidad humana, aun aparte de toda
consideración consciente de la aprobación o desaprobación
de sus semejantes.
La arcaica
distinción teórica entre lo bajo y lo honorable en el modo
de vida de un hombre conserva aún hoy mucha de su antigua
fuerza. Tanto es asé que hay muy pocos miembros de la clase
más elevada que no tengan una repugnancia instintiva por las
formas vulgares de trabajo. Tenemos un fuerte sentido de
suciedad ceremonial que tiene especial intensidad al pensar en
las ocupaciones asociadas en nuestros hábitos mentales con el
trabajo servil. Todas las personas de gusto refinado sienten
que ciertos oficios —que convencionalmente se consideran
serviles—llevan unida con inseparabilidad una cierta
contaminación espiritual. Se condena y evita sin titubear un
instante las apariencias vulgares, las habitaciones mezquinas
(es decir, baratas) y las ocupaciones vulgarmente productivas.
Son incompatibles con la vida en un plano espiritual
satisfactorio—con el "pensamiento elevado"—.
Desde los días de los filósofos griegos hasta los nuestros,
los hombres reflexivos han considerado siempre como un
requisito necesario para poder llevar una vida humana digna,
bella o incluso irreprochable, un cierto grado de ociosidad y
de exención de todo contacto con los procesos industriales
que sirven a las finalidades cotidianas inmediatas de la vida
humana. A los ojos de todos los hombres civilizados, la vida
de ociosidad es bella y ennoblecedora en sí misma y en sus
consecuencias.
Este valor
directo, subjetivo, del ocio y de las otras demostraciones de
riqueza es, en gran parte, sin duda, secundario y derivado.
Es, en cierta medida, un reflejo de la utilidad del ocio como
medio de conseguir el respeto de los demás y, en otra parte,
resultado de una sustitución mental. La ejecución del
trabajo ha sido aceptada como prueba convencional de una
inferioridad de fuerza; en consecuencia, viene a ser
considerada, utilizando un atajo mental, como intrínsecamente
baja.
Durante el
estadio depredador propiamente dicho, y en especial en las
etapas primeras del desarrollo cuasi-pacífico de la industria
que sigue al estadio depredador, una vida ociosa es la
demostración más sencilla y concluyente de fuerza pecuniaria
y, por tanto, de superioridad de poder, con tal de que el
caballero ocioso pueda vivir siempre con facilidad y desahogo
manifiestos. En ese estadio, la riqueza consiste
principalmente en esclavos y los beneficios que deriva de la
posesión de riqueza y poder toman principalmente la forma de
servicio personal. La abstención ostensible del trabajo se
convierte, por tanto, en marca convencional de éxitos
pecuniarios superiores y en índice convencional de
reputación; y recíprocamente, como la aplicación al trabajo
productivo es un signo de pobreza y sujeción, resulta
incompatible con una situación respetable en la comunidad.
Por lo tanto, allí donde predomina la emulación pecuniaria
no se estimulan de modo uniforme los hábitos industriosos y
frugales. Por el contrario, esta especie de emulación
desaprueba en forma directa la participación en el trabajo
productivo. El trabajo se convertiría inevitablemente en
deshonroso—en cuanto demostración de pobreza—, incluso
aunque no hubiese sido considerado ya como indecoroso bajo las
tradiciones antiguas derivadas de un estadio cultural
anterior. La antigua tradición de la cultura depredadora
consiste en que hay que rehuir el trabajo productivo, como
indigno de los hombres cabales, y con el paso del estadio
depredador a la forma cuasi-pacífica de vida esa tradición
se esfuerza en vez de ser desechada.
Incluso aunque
no hubiese surgido una clase ociosa junto con la aparición
primera de la propiedad individual, hubiese sido en cualquier
caso— por la fuerza del deshonor unido a la ocupación
productiva—una de las primeras consecuencias de la
propiedad. Y hay que notar que mientras la clase ociosa
existía en teoría desde el comienzo de la cultura
depredadora, la institución tomó un significado nuevo y más
pleno con la transición del estadio depredador a la siguiente
etapa de la cultura pecuniaria. Desde ese momento existe una
"clase ociosa" tanto en teoría como en la
práctica. De ahí data la institución de la clase ociosa en
su forma consumada.
Durante la
etapa depredadora propiamente dicha, la distinción entre las
clases ociosas y laboriosas es, en cierto sentido, meramente
ceremonial. El hombre cabal está celosamente apartado de todo
lo que es, en su concepto, trabajo rutinario y servil; pero su
actividad contribuye apreciablemente al sustento del grupo. El
estadio subsiguiente de industria cuasi-pacífica se
caracteriza generalmente por la existencia de una esclavitud
consolidada en la cual los esclavos son cosas, de rebaños de
ganado y de una clase servil de pastores y de vaqueros; la
industria ha avanzado hasta el punto de que la comunidad no
depende ya para su subsistencia de la caza ni de ninguna otra
forma de actividad que pueda ser calificada justamente de
hazaña. Desde este momento el rasgo característico de la
vida de la clase ociosa es una exención ostensible de toda
tarea útil.
Las ocupaciones
normales y características de esta clase en la fase madura de
su historia a la que nos estamos refiriendo son, desde el
punto de vista formal, muy semejantes a las de sus primeros
tiempos. Esas ocupaciones son el gobierno, la guerra, los
deportes y las prácticas devotas. Personas exageradamente
amigas de las sutilezas teóricas complicadas pueden sostener
que esas ocupaciones son aún "productivas",
siquiera sea de modo incidental e indirecto, pero hay que
notar como hecho decisivo del problema que tratamos el de que
el motivo ordinario y ostensible que tiene la clase ociosa
para ocuparse de esas tareas no es, evidentemente, un aumento
de riqueza por medio del esfuerzo productivo. En éste, como
en cualquier otro estadio cultural, se gobierna y se hace la
guerra, al menos en parte, en provecho pecuniario de quienes
dirigen ambas actividades; pero es un provecho conseguido
mediante el método honorable de la captura y la conversión.
Algo semejante puede decirse de la caza, pero con una
diferencia: cuando la comunidad sale del estadio cazador,
propiamente dicho, la caza viene a diferenciarse de modo
gradual en dos ocupaciones distintas. De un lado es una
profesión, ejercida principalmente con ánimo de lucro; falta
en ella virtualmente el elemento de hazaña o, en todo caso,
no se da en grado suficiente para absolver a quien la
práctica de la imputación de dedicarse a una industria
lucrativa. Por otra parte, la caza es también un deporte —un
simple ejercicio del impulso depredador—. Como tal no ofrece
un incentivo pecuniario apreciable, pero contiene, en cambio,
un elemento, más o menos ostensible, de hazaña. Es este
último aspecto de la caza—expurgado de toda imputación de
constituir una actividad lucrativa—el único meritorio y el
único que corresponde al esquema general de la vida de la
clase ociosa desarrollada.
La abstención
del trabajo no es sólo un acto honorífico o meritorio, sino
que llega a ser un requisito impuesto por el decoro. La
insistencia en la propiedad como base de la reputación es muy
ingenua e imperiosa durante los estadios primeros de la
acumulación de riqueza. Abstenerse del trabajo es la prueba
convencional de una buena posición social; y esta insistencia
en lo meritorio de la riqueza conduce a una insistencia más
vigorosa en el ocio, Nota notae est nota rei ipsius.
Según las leyes permanentes de la naturaleza humana, la
prescripción se apodera de esta prueba convencional de
riqueza y la fija en los hábitos mentales de los hombres como
algo sustancialmente meritorio y ennoblecedor en sí; en tanto
que el trabajo es productivo, se convierte a la vez, por un
proceso análogo, en intrínsecamente indigno, y ello en un
doble sentido. La prescripción acaba por hacer no sólo que
el trabajo sea deshonroso a los ojos de la comunidad, sino
moralmente imposible para quien ha nacido noble y libre, e
incompatible con una vida digna.
Este tabú
opuesto al trabajo tiene otra consecuencia ulterior respecto a
la diferenciación industrial de las clases. Al aumentar la
densidad de la población y convertirse el grupo depredador en
comunidad industrial constituida, ganan en alcance y
consistencia las autoridades y costumbres establecidas que
rigen la propiedad. Se hace impracticable acumular riqueza con
simple captura y, como lógica consecuencia, la adquisición
por la industria es igualmente imposible para hombres pobres y
orgullosos. Las alternativas que les quedan a estas personas
son la mendicidad y la privación. Donde quiera que el canon
del ocio ostensible tenga posibilidades de operar con
libertad, surgirá una clase ociosa secundaria y en cierto
sentido espuria—despreciablemente pobre y cuya vida será
precaria, llena de necesidades e incomodidades; pero esa clase
será moralmente incapaz de lanzarse a empresas lucrativas—.
El caballero venido a menos y la dama que ha conocido días
mejores no son, ni siquiera hoy, fenómenos desconocidos. Este
penetrante sentido de la indignidad del más ligero trabajo
manual es familiar a todos los pueblos civilizados, lo mismo
que a pueblos que se encuentran en una cultura pecuniaria
menos avanzada. En personas de sensibilidad delicada que han
estado largo tiempo habituadas a las buenas formas, el sentido
de lo vergonzoso del trabajo manual puede llegar a ser tan
fuerte que en coyunturas críticas supere incluso al instinto
de conservación. Así, por ejemplo, se cuenta de ciertos
jefes polinesios que bajo el peso de las buenas formas
prefirieron morir de hambre a llevarse los alimentos a la boca
con sus propias manos. Es cierto que esta conducta puede haber
sido debida, al menos en parte, a una excesiva santidad o
tabú anejos a la persona del jefe. El contacto de sus manos
habría comunicado el tabú y habría hecho inapropiada para
servir de alimento a cualquier cosa tocada por él. Pero el
tabú mismo es un derivado de la indignidad o la
incompatibilidad moral del trabajo, de modo que, aun
interpretándola en ese sentido, la conducta de los jefes
polinesios es más fiel al canon del ocio honorífico de lo
que pudiera parecer a primera vista. Un ejemplo mejor, o al
menos más inequívoco, nos lo ofrece el caso de cierto rey de
Francia de quien se cuenta que perdió la vida por un exceso
de fuerza moral en la observancia de las buenas formas. En
ausencia del funcionario cuyo oficio era trasladar el asiento
de su señor, el rey se sentó sin protesta ante el fuego, y
permitió que su real persona se tostase hasta un punto en que
fue imposible curarle. Pero al hacerlo así salvó a Su
Majestad Cristianísima de la contaminación servil.
"Summum
crede nefas animam preferre pudori, ea propter vitam vivendi
perdere causas"
Ya se ha notado
que el término "ocio", tal como aquí se emplea, no
comporta indolencia o quietud. Significa pasar el tiempo sin
hacer nada productivo: 1) por un sentido de la indignidad del
trabajo productivo, y 2) como demostración de una capacidad
pecuniaria que permite una vida de ociosidad. Pero la vida del
caballero ocioso no se vive en su totalidad ante los ojos de
los espectadores a los que hay que impresionar con ese
espectáculo del ocio honorífico en que, según el esquema
ideal, consiste su vida. Alguna parte del tiempo de su vida
está oculta a los ojos del público y el caballero ocioso
tiene que poder dar—en gracia a su buen nombre—cuenta
convincente de ese tiempo vivido en privado. Tiene que
encontrar medios de poner de manifiesto el ocio que no ha
vivido a la vista de los espectadores. Esto sólo puede
hacerse de modo indirecto, mediante la exhibición de algunos
resultados tangibles y duraderos del ocio así empleado, de
manera análoga a la conocida exhibición de productos
tangibles y duraderos del trabajo realizado para el caballero
ocioso por los artesanos y servidores que emplea.
La prueba
duradera del trabajo productivo consiste en su resultado
material—generalmente algún artículo de consumo—. De
modo semejante, en el caso de la hazaña es posible y usual
procurarse algún resultado tangible que se pueda exhibir a
modo de trofeo o botín. En una fase posterior del desarrollo
se acostumbra a emplear algún distintivo o insignia de honor
que sirva como marca convencionalmente aceptada de la hazaña
y que indique a la vez la cantidad o grado de hazaña que
simboliza. Al aumentar la densidad de población y hacerse
más complejas y numerosas las relaciones humanas, todos los
detalles de la vida sufren un proceso de elaboración y
selección y en ese proceso de elaboración el uso de trofeos
desarrolla un sistema de rangos, títulos, grados y enseñas
de los que son ejemplo típico los emblemas heráldicos, las
medallas y las condecoraciones honoríficas.
Desde el punto
de vista económico, el ocio, considerado como ocupación,
tiene un parecido muy cercano con la vida de hazañas, y los
resultados que caracterizan una vida de ocio y que sirven como
criterios de decoro tienen mucho de común con los trofeos que
resultan de las hazañas Pero el ocio en el sentido más
estricto, a diferencia de la hazaña y de todo esfuerzo
productivo empleado en objetos que no son de utilidad
intrínseca no deja ningún producto material. Los criterios
demostrativos de una ociosidad anterior toman, por tanto,
generalmente, la forma de bienes "inmateriales".
Ejemplo de tales pruebas inmateriales de ociosidad son tareas
cuasi-académicas o cuasi-prácticas y un conocimiento de
procesos que no conduzcan directamente al fomento de la vida
humana. Tales, en nuestra época, el conocimiento de las
lenguas muertas y de las ciencias ocultas; de la ortografía,
de la sintaxis y la prosodia; de las diversas formas de
música doméstica y otras artes empleadas en la casa; de las
últimas modas en materia de vestidos, mobiliario y carruajes;
de juegos, deportes y animales de lujo, tales como los perros
y los caballos de carrera. En todas estas ramas del
conocimiento, el motivo inicial de donde procede en un
principio su adquisición y de donde advino su boga puede
haber sido algo por entero distinto del deseo de mostrar que
uno no había pasado el tiempo ocupado en tareas industriales;
pero a menos que esos conocimientos hubieran sido aprobados
socialmente como demostración de un empleo improductivo del
tiempo, no habrían sobrevivido, ni conservado su puesto como
prendas convencionales de la clase ociosa.
Tales
conocimientos pueden clasificarse, en algún sentido, como
ramas del saber. Además—y más allá—de ellos hay toda
una serie de hechos sociales que pasan imperceptiblemente de
la región del saber a la de los hábitos y la destreza
físicos. Tales son los que se conocen como modales y buena
educación, usos corteses, decoro y, en términos generales,
las prácticas formales y ceremoniales. Esta clase de hechos
se presentan a la observación de modo más inmediato y
directo; son por ello requeridos con mayor insistencia como
prueba necesaria de un grado respetable de ociosidad. Merece
la pena de observar que todas esas clases de prácticas
ceremoniales a las que se clasifica bajo el epígrafe general
de modales tiene un mayor grado de estimación entre los
hombres en aquel estadio cultural en el que el ocio ostensible
tiene la máxima boga como signo de respetabilidad, que en
etapas posteriores del desarrollo cultural. El bárbaro del
estadio de la industria cuasi-pacífica es un caballero bien
nacido, de modo mucho más notorio en todo lo que se refiere
al decoro que los hombres de épocas posteriores, con
excepción de los más exquisitos. Es bien sabido— o al
menos se cree por lo general—que los modales se han ido
pervirtiendo progresivamente conforme se alejaba la sociedad
del estadio patriarcal. Muchos caballeros de la vieja escuela
se han visto obligados a notar con tristeza que en las
comunidades industriales modernas la gente de nacimiento
inferior observa los modales y costumbres de las clases
mejores; y a los ojos de todas las personas de sensibilidad
delicada, la decadencia del código ceremonial o, dicho de
otro modo, la vulgarización de la vida— entre las clases
industriales propiamente dichas es una de las más cimeras
enormidades de la civilización en los últimos tiempos. La
decadencia que ha sufrido el código en manos de la gente
industriosa atestigua—dejando aparte todo vituperio—que el
decoro es un producto y un exponente de la vida de la clase
ociosa y sólo prospera de modo pleno en un régimen de
status.
El origen—o,
mejor dicho, la procedencia—de los modales ha de buscarse,
sin duda, en algo que no sea un esfuerzo consciente por parte
de las personas de buenas maneras encaminado a demostrar que
han gastado mucho tiempo en adquirirlo. El fin próximo de la
innovación y de su elaboración ulterior ha sido la superior
eficacia de la nueva invención en punto a belleza o
expresividad. Como suponen habitualmente antropólogos y
sociólogos, el código ceremonial de los usos y costumbres
decorosos debe, en gran parte, su comienzo y desarrollo al
deseo de conciliarse a los demás o demostrarles buena
voluntad, y este motivo inicial rara vez está ausente—caso
de que llegue a faltar en alguna ocasión—en la conducta de
las personas de buenas maneras en cualquier estadio ulterior
de desarrollo. Los modales—se nos dice—son, en parte, una
estilización de los gestos y en parte supervivencias
simbólicas y convencionalizadas que representan actos
anteriores de dominio o de servicio o contacto personal. En
gran parte son expresión de la relación de status—una
pantomima simbólica de dominación por una parte y de
subordinación por otra—. Allí donde en nuestros días son
los hábitos mentales depredadores y la actividad consiguiente
de dominio y servidumbre los que imprimen carácter al esquema
general de la vida, la importancia de todos los puntillos de
conducta es extrema, y la asiduidad con la que se practica la
observancia ceremonial de rangos y títulos se aproxima mucho
al ideal implantado por el bárbaro en la cultura nómada
cuasi-pacífica. Algunos de los países del continente europeo
presentan buenos ejemplos de esta supervivencia espiritual.
Esas comunidades se aproximan también al ideal arcaico por lo
que se refiere a la estimación atribuida a los modales como
hecho de valor intrínseco.
Los modales
comenzaron por ser símbolo y pantomima y sólo tenían
utilidad como exponente de los hechos y cualidades
simbolizados; pero sufrieron después la trasmutación que
suele acompañar en el trato humano a los hechos simbólicos.
Los modales vinieron a tener—en el concepto popular—una
utilidad per se; adquirieron un carácter sacramental
independiente en gran medida de los hechos que originariamente
representaban Las desviaciones del código del decoro han
pasado a ser odiosas per se a todos los hombres, y la
buena educación no es, en el concepto común, una mera marca
adventicia de excelencia humana, sino una característica que
forma parte del alma digna. Hay pocas cosas que nos provoquen
tanta repugnancia instintiva como una infracción del decoro;
y hemos ido tan lejos en la dirección de imputar a las
observancias ceremoniales de la etiqueta una utilidad
intrínseca, que pocos de nosotros, admitiendo que pueda haber
alguno, podamos asociar una falta de urbanidad de un
sentimiento de la indignidad fundamental del culpable. Puede
perdonarse el quebrantamiento de la palabra empeñada, pero
una falta de decoro es imperdonable. "Los modales hacen
al hombre".
No obstante,
aunque los modales tienen esta utilidad intrínseca, tanto a
juicio de quien los practica como del observador, este sentido
de la rectitud intrínseca del decoro no es más que el
fundamento próximo de la boga de los modales y la buena
educación. Su fundamento económico ulterior ha de buscarse
en el carácter honorífico de ese ocio o empleo no productivo
del tiempo y el esfuerzo, sin el cual no se adquieren los
buenos modales. El conocimiento y hábito de las buenas formas
no se consigue sino mediante el uso largo y continuado.
Gustos, modales y hábitos de vida refinados son una prueba
útil de hidalguía, porque la buena educación exige tiempo,
aplicación y gastos, y no puede, por ende, ser adquirida por
aquellas personas cuyo tiempo y energía han de emplearse en
el trabajo. El conocimiento de las buenas formas es a primera
vista una prueba de que aquella parte de la vida de una
persona bien educada que no se desarrolla bajo las miradas del
espectador se ha empleado dignamente en adquirir conocimientos
que no tienen efecto lucrativo. En último análisis, el valor
de los modales reside en el hecho de que éstos son pregoneros
de una vida ociosa. Por tanto—y recíprocamente—, como el
ocio es el medio convencional de conseguir reputación
pecuniaria, la adquisición de un conocimiento bastante
profundo de lo relativo al decoro es algo necesario para todo
el que aspire a una mediana reputación desde el punto de
vista pecuniario.
Aquella parte
de la vida ociosa honorable que no se desarrolla a la vista de
los espectadores puede servir a las finalidades de reputación
sólo en la medida en que deja tras sí un resultado tangible,
visible, que pueda ser exhibido, medido y comparado con
productos de la misma clase exhibidos por otros aspirantes que
compiten en la lucha por la reputación. Tal efecto se
produce, en forma de modales y conducta de gente ociosa, como
consecuencia del simple hecho de una persistente abstención
del trabajo, aun cuando el interesado no piense en ello y no
se preocupe de adquirir un aire de opulencia y señorío
debidos a la ociosidad. Parece ser especialmente cierto que
varias generaciones de ociosidad dejan un efecto persistente y
perceptible en la conformación de la persona, y aun mayor en
su conducta y modales habituales. Pero todas las sugestiones
de una vida persistentemente ociosa y todo el conocimiento de
lo decoroso, que son consecuencia de la habituación pasiva,
pueden mejorarse aún más de modo reflexivo mediante un
esfuerzo asiduo por adquirir los signos distintivos de un ocio
honorable, haciendo de la exhibición ulterior de estos signos
adventicios de exención del trabajo útil, objeto de una
disciplina vigorosa y sistemática. No hay duda de que éste
es un punto en el que una aplicación diligente de esfuerzo y
gastos puede fomentar de modo muy eficaz el logro de un
dominio decoroso de las facultades que distinguen a la clase
ociosa. Recíprocamente, cuanto mayor sea el grado de eficacia
y más patentes las pruebas de un alto grado de habituación a
prácticas que no sirven a ningún propósito lucrativo o
directamente utilitario, mayor es el gasto de tiempo y materia
implicados por su adquisición y mayor la buena reputación
que de ello resulta. De ahí que en la lucha competitiva por
el dominio de los buenos modales se tomen tantos trabajos para
cultivar los hábitos de conducta decorosa y de ahí que los
detalles de decoro se conviertan en una disciplina amplia a la
que se requiere que se conformen todos aquellos que aspiran a
ser considerados como gente de reputación impecable. Y de
ahí también, por otra parte, que el ocio ostensible, del que
el decoro es una ramificación, se convierta gradualmente en
una instrucción laboriosa en materia de comportamiento y en
una educación del gusto y una discriminación respecto a
cuáles de los artículos de consumo son decorosos de
consumirlos.
Merece la pena
de notar, en conexión con esto, el hecho de que se ha
utilizado la posibilidad de producir idiosincrasias personales
patológicas y de otro tipo y de transmitir los modales
característicos mediante una imitación astuta y una
educación sistemática para crear deliberadamente una clase
culta, a veces con resultados muy felices. De esta manera,
mediante el proceso vulgarmente conocido como esnobismo, se
logra una evolución sincopada de la hidalguía de nacimiento
y educación de un buen número de familias y linajes. Esta
hidalguía sincopada da resultados que, desde el punto de
vista de la utilidad que presentan para la existencia de una
ciase ociosa en la población, no son, en modo alguno,
sustancialmente inferiores a otros que han tenido una
preparación más ardua en las conveniencias pecuniarias.
Hay, además,
grados mensurables de conformidad con el último código
acreditado de puntillos relativos a los medios decorosos y a
los métodos de consumo. Pueden compararse las diferencias
entre una persona y otra en punto al grado de conformidad con
el ideal en esos aspectos. y es también posible graduar y
clasificar a las personas con cierta exactitud, con arreglo a
una escala progresiva de modales y educación. La concesión
de reputación se hace a este respecto, por lo general, de
buena fe, a base de la conformidad, con los cánones de gusto
aceptados en las materias de que se trate, y sin una
consideración consciente de la situación pecuniaria o el
grado de ocio que ha disfrutado un determinado candidato a la
reputación; pero los cánones de gusto con arreglo a los
cuales se hace esa concesión están constantemente vigilados
por la ley del ocio ostensible y sufren continuamente cambios
y revisiones encaminados a ponerles en consonancia más
estricta con sus exigencias. Por ello, aunque la base próxima
de la discriminación pueda ser de otra clase, el principio
dominante y perdurable de la prueba de buena educación es la
exigencia de un gasto importante y evidente de tiempo. Dentro
del ámbito de aplicación de este principio, puede haber un
grado considerable de variación en los detalles, pero son
variaciones de forma y expresión y no variaciones
sustanciales.
Gran parte de
la cortesía del trato cotidiano es, desde luego, expresión
directa de consideración y buena voluntad y, en su mayor
parte, no es necesario hacer derivar este elemento de la
conducta de ninguna base subyacente de reputación para
explicar su presencia a la aprobación con que se le mira;
pero no ocurre lo mismo con el código de las conveniencias.
Estas últimas son expresión del status. Desde luego, es
suficientemente claro, para cualquiera que se tome la molestia
de observar, que nuestra conducta con respecto a los
servidores y a otras personas inferiores que dependen
pecuniariamente de nosotros es la conducta de una persona que
se encuentra en posición de superioridad dentro de una
relación de status, aunque esta manifestación se modifica
con frecuencia suavizándose en gran medida la expresión
original de dominio puro. De modo semejante, nuestra conducta
respecto a los iguales, expresa una actitud más o menos
convencionalizada de subordinación. Sirva de ejemplo la
presencia señorial del caballero o la dama de alta
categoría, que atestiguan tanto el dominio e independencia de
las circunstancias económicas y que, a la vez, apelan con
fuerza tan convincente a nuestro sentido de lo correcto y
amable. Es entre los miembros de la clase ociosa más elevada,
que no tienen superiores y que tienen pocos iguales, donde el
decoro encuentra su expresión más plena y madura; y es
también esta clase superior la que da al decoro la
formulación definitiva que le hace servir como cenen de
conducta para las clases inferiores. Y también aquí el
código es evidentemente un código de status y muestra de
modo patente su incompatibilidad con todo trabajo productivo
vulgar. Una seguridad divina y una complacencia imperiosa—como
de quien está acostumbrado a exigir que se le sirva y a no
pensar en el mañana—constituyen el derecho innato y el
criterio distintivo del caballero en su mejor forma; y en el
concepto popular, es aún más que eso, porque este modo de
conducta es aceptado como atributo intrínseco de un valor
superior, ante el cual el plebeyo de baja cuna se deleita en
inclinarse y someterse.
Como se ha
indicado en un capítulo anterior, hay razones para creer que
la institución de la propiedad ha comenzado por la propiedad
de personas y en primer lugar de mujeres. Los incentivos para
adquirir tal propiedad han sido, al parecer: 1) una
propensión a dominar y coaccionar, 2) la utilidad de aquellas
personas como demostración de la proeza de su dueño, y 3) la
utilidad de sus servicios.
El servicio
personal ocupa un lugar peculiar en el desarrollo económico.
Durante el estadio de la industria cuasi-pacífica y, en
especial, en los primeros tiempos del desarrollo de la
industria dentro de los límites generales de esa etapa, el
motivo dominante de la adquisición de la propiedad de
personas parece haber sido ordinariamente la utilidad de sus
servicios. Pero el predominio de ese motivo no se debe a una
decadencia de la importancia absoluta de las otras dos
utilidades que presentan los siervos. Lo que ocurre es, más
bien, que las nuevas circunstancias de la vida acentúan la
utilidad de los siervos en el último aspecto citado. Las
mujeres y otros esclavos son valorados en mucho, no sólo como
evidencia de riqueza, sino como medio de acumularla. Si la
tribu se dedica al pastoreo, constituyen, junto con el ganado,
la forma usual de inversión lucrativa. En la cultura cuasi-pacífica,
la esclavitud de la mujer impone hasta tal punto su carácter
a la vida económica, que la mujer llega a servir como unidad
de valor entre los pueblos que se encuentran en ese estadio
cultural—como, por ejemplo, én los tiempos homéricos—.
Donde ocurre así no puede discutirse que la base del sistema
industrial es la esclavitud del tipo que considera a los
esclavos como cosas y que las mujeres son comúnmente
esclavas. La gran relación humana que penetra todo el sistema
es la de amo y siervo. La prueba de riqueza aceptada como
indiscutible es la posesión de muchas mujeres y a la vez de
otros esclavos ocupados en servir a la persona del amo y en
producir bienes para él.
Se establece
entonces una división del trabajo por la cual el servicio
personal al amo se convierte en oficio especial de una parte
de los siervos, en tanto que los empleados en ocupaciones
industriales propiamente dichas se alejan cada vez más de
toda relación inmediata con la persona del señor. A la vez,
aquellos esclavos cuya tarea es el servicio personal,
incluyendo en ella las obligaciones domésticas, van siendo
gradualmente eximidos de la industria productiva encaminada a
fines lucrativos.
Este proceso de
exención progresiva común de las tareas industriales
corrientes comenzará generalmente por la esposa, o la esposa
principal. Una vez que la comunidad ha llegado a adquirir
hábitos de vida fijos, resulta impracticable la captura de
esposas en tribus hostiles como fuente consuetudinaria de
aprovisionamiento de mujeres. Donde se ha logrado este avance
cultural la esposa principal es de ordinario de sangre
hidalga, y el hecho de que lo sea apresura su exención de las
tareas vulgares. No podemos estudiar aquí la manera como se
origina el concepto de sangre hidalga ni el lugar que ocupa en
el desarrollo del matrimonio. Para nuestro propósito actual,
bastará con decir que la sangre hidalga es aquella que ha
sido ennoblecida por un contacto prolongado de la riqueza
acumulada o con prerrogativas inquebrantadas. Se prefiere para
el matrimonio a la mujer que tiene esos antecedentes
familiares, tanto por la alianza con sus poderosos parientes
que resulta de la unión, como porque se siente que se hereda
una sangre que ha estado asociada con muchos bienes y gran
poder. La esposa seguirá siendo propiedad de su marido, de la
misma manera que era propiedad de su padre antes de la compra,
pero a la vez es de la sangre hidalga de su padre; por ello,
desde el punto de vista moral, es incongruente que se ocupe en
las tareas denigrantes que desempeñan sus compañeras de
servidumbre. Por completa que sea su sumisión al amo y por
inferior que sea la mujer a los miembros varones del estrato
social en que la colocó su nacimiento, el principio de que la
hidalguía es trasmisible operará para colocarla por encima
del esclavo corriente; y en cuanto el principio haya adquirido
autoridad prescriptiva, la investirá en cierta medida con la
prerrogativa del ocio que es el signo principal de hidalguía.
Ayudada por este principio de la hidalguía trasmisible, si la
riqueza del propietario de la mujer lo permite, la exención
de la esposa gana en alcance hasta llegar a incluir la
exención industrial. Al avanzar el desarrollo industrial y
acumularse la propiedad en relativamente pocas manos, se eleva
el nivel convencional de riqueza de las clases superiores. La
misma tendencia a la exención del trabajo manual y, con el
transcurso del tiempo, del trabajo doméstico servil, se
amplía más adelante hasta incluir a las demás esposas, caso
de haberlas, y también a otros siervos que atienden
directamente al amo. La exención es más tardía cuanto más
remota es la relación en que se encuentra el siervo con la
persona del amo.
Si la
situación pecuniaria del señor lo permite, el desarrollo de
una clase especial de servidores personales o corporales se ve
favorecido también por la gran importancia atribuida a este
tipo de servicio. Siendo la persona del amo la encarnación de
la dignidad y el honor, tiene el máximo interés. Tanto para
su reputación en la comunidad como para su propio respeto, es
cuestión de gran consecuencia el hecho de tener a su
disposición servidores especializados y eficientes, cuyo
cuidado directo de la persona del amo no se vea distraído de
este su oficio principal por ninguna otra ocupación
subsidiaria. Estos servidores especializados son más útiles
por la exhibición que representan que por el servicio
efectivamente realizado. En cuanto no se les tiene sólo para
exhibirlos ofrecen al amo la satisfacción de servir de campo
de acción a la propensión del dueño hacia el dominio.
Ciertamente, el cuidado del aparato doméstico cada vez más
grande puede necesitar un aumento de trabajo; pero como el
aparato aumenta generalmente con objeto de servir de medio
para la buena reputación, más que como medio de comodidad,
esta atenuación no es de gran peso. Todas estas clases de
utilidad se ven mejor servidas por un gran número de
servidores altamente especializados. Por tanto, se produce una
creciente diferenciación y multiplicación de servidores
domésticos y personales junto con una concomitante exención
progresiva de tales servidores del trabajo productivo. En
virtud de que se les utiliza como demostración de la
capacidad de pago, el oficio de tales servidores domésticos
tiende constantemente a incluir menos obligaciones y, de modo
paralelo, su servicio tiende a convertirse en meramente
nominal. Ello es cierto en especial de aquellos servidores que
están, dedicados de modo más inmediato y ostensible al
cuidado del amo. Su utilidad viene así a consistir en gran
parte en su exención notoria del trabajo productivo y en la
demostración de la riqueza y el poder del señor que tal
expansión proporciona.
Después de
haber progresado bastante la práctica de emplear un cuerpo
especial de servidores que viven en esta situación de ocio
ostensible, se empezó a preferir a los hombres para servicios
en los que se ve de modo destacado a quien los practica. Los
varones, tales como los escuderos y otros sirvientes, deben
ser, y son sin duda, más vigorosos y costosos que las
mujeres. Son más aptos para esta tarea, ya que demuestran un
gasto mayor de tiempo y de energía humana. Por ello, en la
economía de la clase ociosa la esposa siempre afanada de los
primeros tiempos patriarcales, con su séquito de doncellas
trabajadoras, cede el puesto a la dama y el lacayo.
En todos los
grados y pasos de la vida y en todos los estadios del
desarrollo económico el ocio de la dama y el lacayo difiere
del ocio del caballero que lo es por derecho propio, puesto
que el primero es aparentemente una ocupación de tipo
laborioso. En gran parte, toma la forma de un ciudadano
minucioso y atento al servicio del amo o al mantenimiento y
elaboración de los accesorios y adornos domésticos, de modo
que esta clase ociosa sólo merece este calificativo en cuanto
que realiza poco o ningún trabajo productivo, pero no en el
sentido de que evite toda apariencia de trabajo. Las tareas
realizadas por la dama o por los servidores domésticos son,
con frecuencia, bastante arduas y están encaminadas, también
con frecuencia, a fines considerados como extremadamente
necesarios para la comodidad de toda la familia. Hasta el
punto en que tales servicios conduce a la eficiencia física o
a la comodidad del amo y del resto de las personas de la casa,
han de ser considerados como trabajo productivo. Sólo el
residuo de actividades que queda una vez deducido este trabajo
efectivo debe clasificarse como ociosidad.
Pero muchos de
los servicios clasificados como cuidados doméstico en la vida
cotidiana moderna y muchos de los bienes requeridos por e
hombre civilizado para llevar una existencia agradable tienen
carácter ceremonial. Han de ser clasificados, por tanto, como
ociosidad en el sentid en que aquí se usa esta palabra.
Pueden, a pesar de ello, ser imperativa mente necesarios desde
el punto de vista de una existencia decorosa, pus den,
incluso, ser necesarios para la comedida personal aunque su
carácter sea principal o totalmente ceremonial. Pero en
cuanto comparten este carácter son imperativos y necesarios
porque se nos ha enseñado a exigirlo so pena de incurrir en
indignidad o suciedad ceremoniales. Nos sentimos incómodos en
el caso de que nos falten, pero no porque su ausencia produzca
una incomodidad física de modo directo, ni porque un gusto no
educado para discriminar entre lo que se considera desde el
punto de vista convencional como bueno y como malo pudiera
sentirse molesto por su omisión. En la medida en que esto
ocurre, el trabajo empleado en estos servicios ha de
clasificarse como ocio, y cuando lo realizan personas que no
son económicamente libres ni dirigen el establecimiento,
deben clasificarse como ocio vicario (vicarious leisure).
El ocio vicario
al que dedican su tiempo las esposas y criados—y al que se
clasifica como cuidados domésticos—puede convertirse, con
frecuencia, en tráfago rutinario y penoso, en especial cuando
la competencia por la reputación es viva y dura. Así ocurre
con frecuencia en la vida moderna. Donde ello sucede, el
servicio doméstico que comprende los deberes de esta clase
servil puede denominarse con más propiedad esfuerzo
derrochado que ocio vicario. Pero este último término tiene
la ventaja de que indica la línea de donde derivan estos
oficios domésticos a la vez que sugiere cuál es la base
económica sustancial de su utilidad, ya que estas ocupaciones
son principalmente útiles como método de atribuir al amo o a
la casa una reputación pecuniaria fundándose en que se gasta
en ella una cantidad notoria de tiempo y esfuerzo.
De este modo
surge, pues, una clase ociosa subsidiaria o derivada, cuya
tarea es la práctica de un ocio vicario para mantener la
reputación de la clase ociosa primaria o auténtica. Esta
clase ociosa vicaria se distingue de la auténtica por un
rasgo característico de su modo habitual de vida. El ocio de
la clase señora consiste, al menos ostensiblemente, en ceder
a una inclinación a evitar el trabajo, y se presume que
realza el bienestar y la plenitud de vida del amo; pero el
ocio de la clase servil exenta del trabajo productivo es, en
cierto modo, un esfuerzo que se le exige y que no está
dirigido de modo primordial o normal a la comodidad de quienes
pertenecen a ella. Hasta el punto en que es un servidor en el
pleno sentido de esta palabra, y no es a la vez un miembro de
un grado inferior a la clase ociosa propiamente dicha, su ocio
se produce a guisa de servicio especializado, encaminado a
favorecer la plenitud de vida de su amo. La evidencia de esta
relación de servidumbre aparece, sin duda, en el porte y modo
de vida del sirviente.
Thorstein
VEBLEN (1971): Teoría
de la clase ociosa, México: FCE, pp. 44-67.
|