Titulo: Lecturas de teoría sociológica clásica
Profesor: Mario Domínguez Sánchez
Departamento de Sociología V/Teoría Sociológica
Curso 2000-2001

 

TEMA 2.    La Ilustración
                   Montesquieu
              Jean-Jacques Rousseau
TEMA 3.    El saber enciclopédico: Hegel
TEMA 4.    El ideal del industrialismo: Saint-Simon
TEMA 5.    El positivismo: Comte
TEMA 6.    El evolucionismo universal: Spencer
TEMA 7.    Antiguo Régimen y Revolución: Tocqueville
TEMA 8.    La teoría social en Karl Marx
TEMA 9.    Socialistas, marxistas y anarquistas
TEMA 10.  El evolucionismo clásico y el darwinismo social

 

Tema 2. La Ilustración

MONTESQUIEU

La ordenación del universo

(Del Espíritu de las Leyes, libro I)

CAPÍTULO I: De las leyes en sus relaciones con los diversos seres.—Las leyes en su más amplia significación son las relaciones necesarias que se derivan de la naturaleza de las cosas En este sentido, todos los seres tienen sus leyes: las tiene la divinidad, el mundo material, las inteligencias superiores al hombre, los animales y el hombre mismo.

Los que afirmaron que todos los efectos que vemos en el mundo son producto de una fatalidad ciega, han sostenido un gran absurdo, ya que ¿cabría mayor absurdo que pensar que los seres inteligentes fuesen producto de una ciega fatalidad?

Hay, pues, una razón primigenia. Y las leyes son las relaciones que existen entre esa razón originaria y los distintos seres, así como las relaciones de los diversos seres entre sí.

Dios se relaciona con el Universo en cuanto que es su creador y su conservador. Las leyes según las cuales lo creó son las mismas por las que lo conserva. Obra conforme a estas reglas porque las conoce; las conoce porque las ha hecho y las ha hecho porque tienen relación con su sabiduría y su poder.

Comprobamos que el mundo, formado por el movimiento de la materia, y privado de inteligencia, sigue subsistiendo. Es preciso, por tanto, que sus movimientos tengan leyes invariables, de modo que si se pudiera imaginar otro mundo distinto de éste tendría igualmente reglas constantes, pues de lo contrario se destruiría

De este modo la creación, que se nos presenta como un acto arbitrario, supone reglas tan inmutables como la fatalidad de los ateos. Sería absurdo decir que el Creador podría gobernar el mundo sin estas reglas, pues sin ellas no subsistiría. Dichas reglas constituyen una relación constantemente establecida. Entre dos cuerpos que se mueven, todos los movimientos son recíprocos, y según las relaciones de su masa y su velocidad, aumentan, disminuyen o se pierden. Toda diversidad es uniformidad y todo cambio es constancia.

Los seres particulares inteligentes pueden tener leyes hechas por ellos mismos, pero tienen también otras que no hicieron. Antes de que hubiese seres inteligentes, éstos eran ya posibles. Antes de que se hubieran dado leyes había relaciones de justicia posibles. Decir que sólo lo que ordenan o prohíben las leyes positivas es justo o injusto, es tanto como decir que antes de que se trazara circulo alguno no eran iguales todos sus radios

Hay que reconocer, por tanto, la existencia de relaciones de equidad anteriores a la ley positiva que les establece; así, por ejemplo: imaginando posibles sociedades de hombres, sería justo adaptarse a sus leyes; si hubiera seres inteligentes que hubiesen recibido algún beneficio de otro ser, deberían estarle agradecidos; si un ser inteligente hubiera creado a otro, éste debería permanecer en la dependencia que tuvo desde su origen; un ser inteligente que hubiera hecho algún mal a otro ser inteligente merecería recibir el mismo mal, y así sucesivamente.

Pero no se puede decir que el mundo inteligente esté tan bien gobernado como el mundo físico, pues aunque aquél tiene igualmente leyes que por naturaleza son invariables, no las observa siempre, como el mundo físico observa las suyas. La razón de ello estriba en que los seres particulares inteligentes son, naturalmente, limitados, y, por consiguiente, están sujetos a error. Y por otra parte corresponde a su naturaleza el poder obrar por sí mismos, de suerte que, no sólo no siguen constantemente sus leyes originarias, sino que tampoco cumplen siempre las que se dan a ellos mismos.

No sabemos si los animales se rigen por las leyes generales del movimiento o por una moción particular. Sea como fuere, no tienen con Dios una relación más íntima que el resto del mundo material y su facultad de sentir no les sirve más que en las relaciones que tienen entre sí, con los otros seres particulares y consigo mismos.

Los animales conservan tanto su ser particular como su especie por el atractivo del placer. Tienen leyes naturales porque están unidos por el sentimiento, pero no tienen leyes positivas porque no están unidos por el conocimiento. Sin embargo, no cumplen invariablemente sus leyes naturales. Las plantas, en las que no advertimos sentimientos ni conocimiento, las cumplen mejor.

Los animales no poseen las ventajas supremas que poseemos nosotros, pero poseen algunas que nosotros no poseemos: no tienen nuestras esperanzas, pero tampoco nuestros temores; como nosotros, están sujetos a la muerte, pero sin conocerla; la mayor parte de ellos se conservan incluso mejor que nosotros y no hacen tan mal uso de sus pasiones.

El hombre, en cuanto ser físico, está gobernado por leyes invariables como los demás cuerpos. En cuanto ser inteligente, quebranta sin cesar las leyes fijadas por Dios y cambia las que él mismo establece. A pesar de sus imitaciones, tiene que dirigir su conducta; como todas las inteligencias finitas, está sujeto a la ignorancia y al error, pudiendo llegar incluso a perder sus débiles conocimientos; como criatura sensible, está sujeto a mil pasiones. Un ser semejante podría olvidarse a cada instante de su Creador, pero Dios le llama a Sí por medio de las leyes de la religión; de igual forma podría a cada instante olvidarse de si mismo, pero los filosofas se lo impiden por medio de las leyes de la moral; nacido para vivir en sociedad, podría olvidarse de los demás, pero los legisladores le hacen volver a la senda de sus deberes por medio de las leyes

 

Leyes naturales y leyes positivas

(Del Espíritu de las Leyes, libro I)

CAPÍTULO II: De las leyes de la naturaleza.—Antes que todas esas leyes están las de la naturaleza, así llamadas porque derivan únicamente de la constitución de nuestro ser. Para conocerlas bien hay que considerar al hombre antes de que se establecieran las sociedades, ya que las leyes de la naturaleza son las que recibió en tal estado.

La ley que imprimiendo en nosotros la idea de un creador nos lleva hacia él, es la primera de las leyes naturales por su importancia, pero no por el orden de dichas leyes. El hombre en estado natural tendría la facultad de conocer pero no conocimientos. Es claro que sus primeras ideas no serían ideas especulativas. Pensaría en la conservación de su ser antes de buscar su origen Un hombre así sólo sería consciente, al principio, de su debilidad, su timidez sería extremada. Y si fuera preciso probarlo con la experiencia, bastaría el ejemplo de los salvajes encontrados en las selvas, que tiemblan por nada y huyen de todo.

En estas condiciones cada uno se sentiría inferior a los demás o, todo lo más igual, de modo que nadie intentaría atacar a otro. La paz sería, pues, la primera ley natural.

Hobbes atribuye a los hombres, en primer término, el deseo de dominarse los unos a los otros, lo cual no tiene fundamento ya que la idea de imperio y de dominación es tan compleja y depende de tantas otras ideas, que difícilmente podría ser la que tuvieran los hombres en primer lugar. Hobbes se pregunta «¿Por qué los hombres van siempre armados si no son guerreros por naturaleza, y por que tienen llaves para cerrar sus casas?» Con ello no se da cuenta de que atribuye a los hombres, antes de establecerse las sociedades, posibilidades que no pueden darse hasta después de haberse establecido, por no existir motivos para atacarse o para defenderse

Al sentimiento de su debilidad el hombre uniría el sentimiento de sus necesidades, y, así, otra ley natural sería la que le inspirase la búsqueda de alimentos.

He dicho que el temor impulsaría a los hombres a huir unos de otros pero los signos de un temor recíproco y, por otra parte, el placer que el animal siente ante la proximidad de otro animal de su especie, les llevaría al acercamiento Además, dicho placer se vería aumentado por la atracción que inspira la diferencia de sexos. Así, la solicitación natural otro constituiría la tercera ley.

Aparte del sentimiento que en principio poseen los hombres pueden, además adquirir conocimientos. De este modo tienen un vinculo más del que carecen los demás animales. El conocimiento constituye, pues, un nuevo motivo para unirse. Y el deseo de vivir en sociedad es la cuarta ley natural.

CAPÍTULO III: De las leyes positivas.—Desde el momento en que los hombres se reúnen en sociedad, pierden el sentimiento de su debilidad; la igualdad en que se encontraban antes deja de existir y comienza el estado de guerra.

Cada sociedad particular se hace consciente de su fuerza, lo que produce un estado de guerra de nación a nación. Los particulares, dentro de cada sociedad, empiezan a su vez a darse cuenta de su fuerza y tratan de volver en su favor las principales ventajas de la sociedad, lo que crea entre ellos el estado de guerra.

Estos dos tipos de estado de guerra son el motivo de que se establezcan las leyes entre los hombres. Considerados como habitantes de un planeta tan grande que tiene que abarcar pueblos diferentes, los hombres tienen leyes que rigen las relaciones de estos pueblos entre sí: es el derecho de gentes. Si se les considera como seres que viven en una sociedad que debe mantenerse, tienen leyes que rigen las relaciones entre los gobernantes y los gobernados: es el derecho político. Igualmente tienen leyes que regulan las relaciones existentes entre todos los ciudadanos: es el derecho civil.

El derecho de gentes se funda en el principio de que las distintas naciones deben hacerse, en tiempo de paz, el mayor bien, y en tiempo de guerra el menor mal posible, sin perjuicio de sus verdaderos intereses.

El objeto de la guerra es la victoria; el de la victoria, la conquista; el de la conquista, la conservación. De este principio y del que precede deben derivar todas las leyes que constituyan el derecho de gentes.

Todas las naciones tienen un derecho de gentes; lo tienen incluso los iroqueses que, aunque se comen a sus prisioneros, envían y reciben embajadas y conocen derechos de la guerra y de la paz. El mal radica en que su derecho de gentes no está fundamentado en los verdaderos principios.

Además del derecho de gentes que concierne a todas las sociedades, hay un derecho político para cada una de ellas. Una sociedad no podría subsistir sin Gobierno. La reunión de todas las fuerzas particulares, dice acertadamente Gravina, forma lo que se llama estado político.

La fuerza general puede ponerse en manos de uno solo o en manos de muchos. Algunos han pensado que el Gobierno de uno solo era el más conforme a la naturaleza, ya que ella estableció la patria potestad. Pero este ejemplo no prueba nada, pues si la potestad paterna tiene relación con el poder de uno solo, también ocurre que la potestad de los hermanos, una vez muerto el padre, y la de los primos-hermanos, muertos los hermanos, tiene relación con el gobierno de muchos. El poder político comprende necesariamente la unión de varias familias. Mejor sería decir, por ello, que el Gobierno más conforme a la naturaleza es aquél cuya disposición particular se adapta mejor a la disposición del pueblo al cual va destinado.

Las fuerzas particulares no pueden reunirse sin que se reúnan todas las voluntades. «La reunión de estas voluntades—dice también Gravina—es lo que se llama estado civil.»

La ley, en general, es la razón humana en cuanto gobierna a todos los pueblos de la tierra; las leyes políticas y civiles de cada nación no deben ser más que los casos particulares a los que se aplica la razón humana. Por ello, dichas leyes deben ser adecuadas al pueblo para el que fueron dictadas, de tal manera que sólo por una gran casualidad las de una nación pueden convenir a otra.

Es preciso que las mencionadas leyes se adapten a la naturaleza y al principio del Gobierno establecido, o que se quiera establecer, bien para formarlo, como hacen las leyes políticas, o bien para mantenerlo, como hacen las leyes civiles.

Deben adaptarse a los caracteres físicos del país, al clima helado, caluroso o templado, a la calidad del terreno, a su situación, a su tamaño, al género de vida de los pueblos según sean labradores, cazadores o pastores. Deben adaptarse al grado de libertad que permita la constitución, a la religión de los habitantes, a sus inclinaciones, a su riqueza, a su número, a su comercio, a sus costumbres y a sus maneras.

Finalmente, las leyes tienen relaciones entre sí; con sus orígenes, con el objeto del legislador y con el orden de las cosas sobre las que se legisla. Las consideraremos bajo todos estos puntos de vista.

Lo que me propongo hacer en esta obra es examinar todas estas relaciones que, juntas, forman lo que se llama el espíritu de las leyes (...).

 

La causalidad física y su influencia sobre la sociedad

(Del Espíritu de las Leyes, 3ª parte, libro XIV)

CAPÍTULO I: Idea general.—Si es verdad que el carácter del alma y las pasiones del corazón son muy diferentes según los distintos climas, las leyes deberán ser relativas a la diferencia de dichas pasiones y de dichos caracteres..

CAPÍTULO II: Los hombres son diferentes según los diversos climas.—El aire frío contrae las extremidades de las fibras exteriores de nuestro cuerpo; ello aumenta su actividad y favorece el retorno de la sangre desde las extremidades al corazón. Disminuye además la longitud de dichas fibras, por lo que su fuerza queda aumentada. El aire cálido, por el contrario, relaja las extremidades de las fibras y las alarga, por lo que su fuerza y su actividad disminuyen.

Así, pues, el hombre tiene más vigor en los climas fríos: la acción del corazón y la reacción de las extremidades de las fibras se realizan con más facilidad, los liquidas se equilibran mejor, la sangre fluye con más facilidad hacia el corazón y, recíprocamente, el corazón tiene más potencia. Este incremento de fuerza debe producir muchos efectos, por ejemplo: más confianza en sí mismo, es decir, más valentía; mayor conciencia de la propia superioridad, es decir, menor deseo de venganza; idea más afianzada de seguridad, es decir, más franqueza, menos sospechas, menos política y menos astucias. Finalmente, ello debe dar origen a caracteres muy diferentes. Pongamos a un hombre en un lugar caliente y cerrado: por las razones que acabo de exponer experimentará un desfallecimiento muy grande del corazón. Si en estas circunstancias le proponemos una acción atrevida, creo que le encontraremos poco dispuesto a emprenderla; su debilidad presente produce el desaliento en su alma y temerá todo porque se da cuenta de que no puede nada. Los pueblos de los países cálidos son tímidos como los ancianos; los de los países fríos son valientes como los jóvenes. Si fijamos nuestra atención en las últimas guerras que son las que tenemos más a la vista y en las que podemos observar mejor ciertos efectos leves, imperceptibles de lejos, veremos fácilmente que los pueblos del Norte, trasladados a los países del Sur, no han llevado a cabo tan bellas acciones como sus compatriotas, los cuales, combatiendo en su propio clima, disponían de todo su arrojo.

La fuerza de las fibras de los pueblos del Norte hace que extraigan de los alimentos los jugos más bastos, de lo que se derivan dos consecuencias: que por su gran superficie, las partes de quilo o de la linfa pueden aplicarse mejor sobre las fibras y nutrirlas mejor, y que, por su tosquedad, son menos apropiadas para dotar de sutilidad al jugo nervioso. Estos pueblos tendrán, pues, gran corpulencia pero poca vivacidad.

Cada uno de los nervios que llegan de todas partes al tejido de nuestra piel está constituido por un haz. Normalmente sólo actúa una parte infinitamente pequeña del nervio, y no todo él. En los países cálidos, donde el tejido de la piel está relajado, los extremos de los nervios están desplegados y expuestos a la mínima acción de los más débiles objetos. En los países fríos el tejido de la piel está contraído y las papilas comprimidas; los hacecillos están en cierto modo paralizados, de manera que la sensación sólo pasa al cerebro cuando es fuerte y cuando se ejerce en todo el nervio. Pero la imaginación, el gusto, la sensibilidad, la vivacidad, dependen de un número infinito de pequeñas sensaciones.

He examinado el tejido exterior de una lengua de carnero por la parte en que aparece, a simple vista, cubierta de papilas. Con un microscopio he visto sobre dichas papilas unos pelillos o una especie de pelusilla; entre las papilas había unas pirámides que formaban en su extremo como pequeños pinceles. Es muy posible que dichas pirámides sean el principal órgano del gusto.

Hice congelar la mitad de la lengua y, a simple vista, he notado que las papilas habían disminuido notablemente; algunas filas de ellas se habían metido incluso en sus fundas. Examinando el tejido al microscopio ya no se velan las pirámides. Pero a medida que la lengua se fue deshelando, las papilas se fueron elevando a simple vista, viéndose reaparecer los mechones al microscopio.

Esta observación confirma mi opinión de que en los países fríos los hacecillos nerviosos están menos desplegados, semiocultos en sus fundas, donde quedan a cubierto de la acción de los objetos exteriores. Las sensaciones son, pues, menos vivas.

En los países fríos se tendrá poca sensibilidad para los placeres; pero dicha sensibilidad será mayor en los países templados y muy grande en los países cálidos. Del mismo modo que se distinguen los climas según el grado de latitud, se podrían distinguir también, por decirlo así, según los grados de sensibilidad. He sido espectador de ópera en Inglaterra y en Italia; los mismos actores interpretaban las mismas obras, pero la misma música producía efectos tan diferentes en ambas naciones, una tan sosegada y la otra tan apasionada, que parece increíble.

Lo mismo ocurrirá con el dolor, que tiene su origen en el desgarramiento de alguna fibra de nuestro cuerpo. El autor de la naturaleza ha dispuesto que el dolor sea más fuerte a medida que el trastorno sea mayor; ahora bien, es evidente que los cuerpos grandes, o las fibras toscas de los pueblos del Norte, Son menos susceptibles de trastornos que las fibras delicadas de los pueblos de países cálidos. Así, pues, en dichos países el alma es menos sensible al dolor: hay que desollar a un moscovita para que sienta algo

Con la delicadeza de órganos propia de los habitantes de países cálidos, el alma se conmueve grandemente por todo lo que se relaciona con la unión de los dos sexos: todo conduce a este fin.

En los climas nórdicos apenas se hace sensible lo físico del amor; en los climas templados, el amor, acompañado por mil accesorios, se hace agradable por cosas que parecen ser amor, pero que aún no lo son; en los climas más cálidos se ama al amor por sí mismo: es la única causa de felicidad, es la vida.

En los países del sur, una máquina delicada, débil pero sensible se entrega a un amor que nace y se extingue sin cesar en un serrallo, o bien a un amor que, al disponer las mujeres de mayor independencia, está expuesto a mil perturbaciones.

En los países del Norte, una máquina sana y bien constituida, pero pesada, encuentra el placer en todo aquello que puede poner el espíritu en movimiento: la caza, los viajes, la guerra y el vino. Encontraréis en los climas nórdicos pueblos con pocos vicios, bastantes virtudes y mucha sinceridad y franqueza. Pero si nos acercamos a los países del Sur nos parecerá que nos alejamos de la moral: las pasiones más vivas multiplicarán los delitos y cada uno tratará de tomar sobre los demás todas las ventajas que puedan favorecer dichas pasiones. En los países templados veremos pueblos inconstantes en sus maneras y hasta en sus vicios y virtudes; el clima no tiene una cualidad lo bastante definida como para hacerlos más constantes.

El calor del clima puede ser tanto, que el cuerpo se encuentre sin vigor. En tal caso el abatimiento pasará también al espíritu: no habrá curiosidad, ni noble empresa alguna, ni sentimientos generosos; las inclinaciones serán todas pasivas, la pereza constituirá la felicidad, los castigos serán menos difíciles de soportar que la actitud del alma, y la esclavitud menos insoportable que la fuerza de espíritu necesaria para guiarse por sí mismo (...).

Las distintas necesidades en los diferentes climas han dado origen a los diferentes modos de vida, y éstos, a su vez, han dado origen a las diversas especies de leyes. En una nación donde los hombres se relacionan mucho unos con otros harán falta leyes determinadas; pero harán falta otras distintas en un pueblo donde no haya apenas relación entre los hombres (...).

CAPÍTULO XI: De las leyes que se relacionan con las enfermedades propias del clima.—Herodoto nos dice que las leyes de los judíos sobre la lepra se habían tomado de la práctica de los egipcios. En efecto, las mismas enfermedades pedían los mismos remedios. Dichas leyes eran desconocidas para los griegos y los primeros romanos, así como la enfermedad de la lepra. El clima de Egipto y de Palestina las hizo necesarias, y la facilidad con que esta enfermedad se propaga nos debe hacer comprender la sabiduría y la previsión de dichas leyes.

Nosotros mismos hemos experimentado sus efectos: Las Cruzadas nos habían traído la lepra, pero los prudentes reglamentos que se hicieron impidieron su propagación a la masa del pueblo (...).

(Del Espíritu de las Leyes, libro XVII)

CAPÍTULO II: Diferencias de los pueblos en lo referente al valor.—Hemos dicho que los grandes calores enervan la fuerza y el valor de los hombres, y que hay en los climas fríos cierto vigor del cuerpo y del espíritu que predispone a los hombres para acciones largas, penosas, grandes y atrevidas. Comprobamos esta diferencia no sólo entre unas naciones y otras, sino también en distintas zonas dentro de un mismo país. Los pueblos del norte de la China son más valerosos que los del sur; los pueblos del sur de Corea no lo son tanto como los del norte.

No hay, pues, que extrañarse de que la cobardía de los pueblos del Sur sea casi siempre la causa de su esclavitud, mientras que el valor de los pueblos del Norte sea lo que les hace mantenerse libres. Son efectos que derivan de una causa natural.

Lo mismo ocurre en América: los imperios despóticos de Méjico y Perú estaban localizados en los trópicos, mientras que casi todos los pequeños pueblos libres habitaban y habitan aún hacia los Polos.

CAPÍTULO VI: Otra causa física de la esclavitud de Asia y de la libertad de Europa.—En Asia ha habido siempre grandes imperios; en Europa no han podido nunca subsistir. Ello se debe a que el Asia que conocemos tiene mayores llanuras, está dividida por los mares en fragmentos mucho más grandes, y como está más al Sur, las fuentes se agotan más fácilmente, las montañas están menos cubiertas de nieve y los ríos son menos caudalosos, formando así barreras más franqueables.

El poder debe ser siempre despótico en Asia, pues si la servidumbre no fuese extremada, se produciría una división que la naturaleza del país no podría soportar.

En Europa la división natural forma varios Estados de mediana extensión, en los cuales el gobierno de las leyes no es incompatible con la conservación del Estado, sino que, por el contrario, es tan favorable que, sin ellas, dicho Estado caería en decadencia y quedaría en inferioridad con respecto a todos los demás.

Esto es lo que ha dado origen al espíritu de libertad que dificulta la sumisión de cada una de las partes a una potencia extranjera, a no ser por las leyes y la utilidad de su comercio.

Por el contrario, en Asia reina un espíritu de servidumbre que nunca la ha abandonado, de modo que en la historia de aquellos países no se puede encontrar un solo rasgo que sea indicio de un alma libre: nunca podremos ver más que el heroísmo de la esclavitud.

 

(Del Espíritu de las Leyes, libro XVIII)

CAPÍTULO I: Cómo influye sobre las leyes la naturaleza del suelo.—La buena calidad de las tierras de un país establece en él la dependencia de manera natural. Los campesinos, que constituyen la parte principal del pueblo, no son muy celosos de su libertad, ya que están demasiado ocupados con sus asuntos Particulares. En el campo, donde se producen bienes en abundancia, se teme el pillaje y los ejércitos. «¿Quiénes forman el buen partido?—preguntaba Cicerón a Ático—. ¿Serán acaso los comerciantes y campesinos, a menos que pensemos que se oponen a la Monarquía, ellos, indiferentes a todo Gobierno desde el momento en que se sienten tranquilos?»

Así, pues, encontraremos con frecuencia el Gobierno de uno solo en los países fértiles y el Gobierno de varios en los que no lo son, lo cual es a veces una compensación.

La aridez del suelo del Ática estableció allí el Gobierno popular; la fertilidad del de Lacedemonia, el Gobierno aristocrático, pues en aquel tiempo nadie quería en Grecia el Gobierno de uno solo; ahora bien, el Gobierno aristocrático es el más parecido al Gobierno de uno solo (...).

CAPÍTULO II: Continuación del mismo tema.—Los países fértiles son llanuras donde no se puede disputar nada al más fuerte: todos se someten a él y, una vez sometidos, es imposible recobrar el espíritu de libertad; los bienes del campo son una prenda de la fidelidad. En los países montañosos se puede conservar lo que se tiene, pero es muy poco lo que hay que conservar. La libertad, es decir, el Gobierno de que se disfruta, es el único bien que merece defenderse. Así, pues, hay más libertad en los países montañosos y abruptos que en aquellos que parecen más favorecidos por la Naturaleza.

Los habitantes de las montañas conservan un Gobierno más moderado porque no están expuestos a la conquista. Se defienden fácilmente y se les ataca con dificultad: reunir y llevar hasta allí las municiones de guerra y boca necesarias, supone grandes gastos, pues el país no las suministra. Así, pues, es más difícil hacerles la guerra y más arriesgado emprenderla. Apenas tienen allí objeto las leyes que se hacen con vistas a la seguridad del pueblo.

CAPÍTULO III: Cuáles son los países más cultivados.—Los países no están cultivados según el grado de su fertilidad, sino según su libertad. Si dividimos la tierra mentalmente nos asombraremos al ver, casi siempre, desiertos en las zonas más fértiles, y grandes pueblos allí donde parece que el terreno lo niega todo.

Es natural que un pueblo abandone un país malo para buscar otro mejor, y no que abandone uno bueno para buscar otro peor. La mayor parte de las invasiones van a recaer, pues, en los países creados por la Naturaleza para ser felices. Y como nada está más cerca de la invasión que la devastación, los mejores países suelen estar despoblados mientras que el espantoso país del Norte está siempre habitado, por la única razón de que es casi inhabitable (...).

CAPÍTULO IV: Nuevos efectos de la fertilidad y la aridez del país.—La aridez del suelo hace a los hombres industriosos, sobrios, curtidos en el trabajo, valientes y aptos para la guerra, pues es preciso que busquen lo que la tierra les niega. La fertilidad de un país da, junto con la comodidad, cierta blandura y cierto amor por la conservación de la vida.

Se ha observado que las tropas alemanas reclutadas en lugares donde los campesinos son ricos, como en Sajonia, no son tan buenas como las otras. Las leyes militares podrán remediar este inconveniente por medio de una severa disciplina.

CAPÍTULO V: De los pueblos insulares.—Los pueblos insulares tienden más a la libertad que los pueblos del continente. Las islas tienen generalmente una extensión pequeña; no es fácil que una parte del pueblo pueda oprimir a la otra; el mar los separa de los grandes imperios y la tiranía no puede auxiliarse

Los conquistadores se ven detenidos por el mar; de ese modo los insulares no son envueltos en la conquista y conservan más fácilmente sus leyes.

CAPÍTULO VI: De los países formados por la industria de los hombres.—Los países que son habitables gracias a la industria de los hombres y que necesitan de dicha industria para existir, prefieren el Gobierno moderado. Hay principalmente tres de este tipo: las dos hermosas provincias de Kiang-Nam y Tche-Kiang en China, Egipto y Holanda (...).

CAPÍTULO VII: De las obras de los hombres.—Los hombres han hecho la tierra más apta para vivir en ella gracias a sus cuidados y a sus buenas leyes. Vemos correr ríos allí donde antes había lagos y pantanos, y esto es un bien que no ha hecho la Naturaleza, pero que ella conserva (...).

Del mismo modo que las naciones destructoras causan males que duran más que ellas, hay naciones industriosas que producen beneficios que no se terminan con ellas.

CAPÍTULO VIII: Relación general de las leyes.—Las leyes guardan estrecha relación con el modo en que el pueblo se procura el sustento. Un pueblo que se dedica al comercio y al mar necesita un código de leyes más extenso que uno que se limita a cultivar sus tierras. Este necesita uno mayor que el pueblo que vive del pastoreo. Y este último necesita uno mayor que un pueblo que viva de la caza.

CAPÍTULO IX: Del suelo de América.—La causa de que haya tantas naciones salvajes en América, es que la tierra produce por sí misma muchos frutos con que poder alimentarse. Si las mujeres cultivan una parcela de tierra alrededor de su cabaña, plantan maíz en primer lugar La caza y la pesca acaban de poner a todos en la abundancia. Además, los animales que pastan, como los bueyes, búfalos, etc., se crían mejor que los animales carnívoros, los cuales han tenido su imperio en África.

Creo que en Europa no tendríamos todas estas ventajas si se dejasen las tierras sin cultivar: sólo se darían bosques de roble y otros árboles improductivos.

CAPÍTULO X: Del número de habitantes con relación al modo de procurarse el sustento.—Cuando las naciones no cultivan las tierras, la proporción en que se encuentra su número de habitantes es la siguiente: el número de los salvajes en un país donde no se cultivan las tierras es al número de labradores en uno donde se cultivan, como el producto de un terreno inculto es al producto de un terreno cultivado. Cuando el pueblo que cultiva la tierra cultiva también las artes, la proporción que guardan pediría muchos detalles.

Tales pueblos no pueden formar una gran nación. Si son pastores necesitan un país extenso para poder subsistir en gran número; si son cazadores, son menos numerosos y forman, para vivir, una nación más pequeña.

Su país está por lo común cubierto de bosques, y como los hombres no han dado salida a las aguas, está lleno do pantanos, donde cada horda se acantona formando una pequeña nación.

 

(Del Espíritu de las Leyes, libro XXIII)

CAPÍTULO I: De los hombres y los animales con relación a la multiplicación de su especie.—Las hembras de los animales tienen más o menos una fecundidad constante. Pero en la especie humana, la manera de pensar, el carácter, las pasiones, las fantasías, los caprichos, la idea de conservar la belleza, la molestia del embarazo y la de una familia demasiado numerosa, alteran la propagación de mil maneras.

CAPÍTULO XI: De la dureza del Gobierno.—Las personas que no tienen nada en absoluto, como los mendigos, tienen muchos hijos. La razón es que se encuentran en el caso de los pueblos jóvenes: no le cuesta nada al padre legar su oficio a sus hijos que son ya, al nacer, instrumentos de dicho oficio. Estas gentes se multiplican en un país rico o supersticioso, porque no sufren las cargas de la sociedad, sino que son ellos los que constituyen una carga para la sociedad. Pero los que son pobres por vivir en un Gobierno duro, los que miran sus tierras más como pretexto para vejaciones que como fundamento de su subsistencia, tienen pocos hijos Carecen de alimento, ¿cómo podrían pensar en compartirlo?; no pueden cuidarse en sus enfermedades ¿cómo podrían criar niños aquejados continuamente de esa enfermedad que es la infancia?

La ligereza para hablar y la incapacidad para examinar, es lo que ha hecho decir que cuanto más pobres son los súbditos, más numerosas son las familias; que cuanto más cargados están de impuestos, mejor pueden pagarlos: dos sofismas que han perdido siempre a las Monarquías y que las perderán para siempre.

La dureza del Gobierno puede llegar a destruir los sentimientos naturales por medio de los mismos sentimientos naturales. ¿Acaso no abortaban las mujeres americanas para que sus hijas no tuviesen amos tan crueles?

CAPÍTULO XVI: De las miras del legislador sobre la propagación de la especie.—Los reglamentos sobre el número de los ciudadanos dependen mucho de las circunstancias. Hay países donde la Naturaleza lo ha hecho todo y, por consiguiente, el legislador no tiene nada que hacer. ¿Para qué incitar a la propagación por las leyes, si la fecundidad del clima da bastante población? A veces el clima es más favorable que el terreno; el pueblo se multiplica, pero el hambre lo destruye: es el caso de China, donde los padres venden a sus hijas y exponen a sus hijos. Las mismas causas, producen en Tonkín los mismos efectos, y para explicar esto no hay que recurrir a la creencia en la metempsicosis, como hacen los viajeros árabes, de los que Renaudot nos ha dado la relación.

Por los mismos motivos, la religión de Formosa no permite a las mujeres traer hijos al mundo hasta los treinta y cinco años: antes de esa edad, una sacerdotisa las hace abortar.

CAPÍTULO XIV: De las producciones de la tierra que requieren más o menos hombres.—Los países de pastos están poco poblados, porque son pocas las personas que encuentran ocupación en ellos; las tierras de pan llevar ocupan más hombres, y los viñedos muchísimos más.

En Inglaterra ha habido con frecuencia quejas de que el aumento de los pastos hacía disminuir el número de habitantes, y se observa en Francia que la gran cantidad de viñedos es una de las causas importantes de su gran población.

Los países en que las minas de carbón proporcionan materias combustibles, tienen la ventaja sobre los demás de que no necesitan bosques, pudiéndose cultivar todas las tierras.

En los lugares donde se da el arroz, son necesarios muchos trabajos para regular las aguas, y así se da trabajo a mucha gente. Además, para atender a la subsistencia de una familia se necesitan menos tierras que en los países donde se cultivan otros granos, y, finalmente, la tierra que se emplea en otros lugares para el alimento de los animales, sirve en éstos inmediatamente para la subsistencia de los hombres, pues el trabajo que realizan los animales en otros países, lo hacen allí los hombres, y el cultivo de la tierra se convierte así en una inmensa manufactura.

CAPÍTULO XV: Del número de habitantes con relación a las industrias.—Cuando existe una ley agraria, y las tierras están repartidas con igualdad, el país puede estar muy poblado, aunque disponga de pocas industrias, ya que cada ciudadano encuentra con qué alimentarse en el trabajo de su tierra, y todos los ciudadanos juntos consumen todos los frutos del país. Esto es lo que ocurría en algunas antiguas repúblicas.

Pero en nuestros Estados actuales, los terrenos están distribuidos con desigualdad, producen más frutos de los que pueden consumir quienes los cultivan; si se descuidan las industrias, dándose solo importancia a la agricultura, el país no puede estar poblado. Los que cultivan o hacen cultivar, tienen frutos de sobra y nada les obliga a trabajar al año siguiente: los frutos no serían consumidos por las gentes ociosas,. pues éstas no tendrían con qué comprarlos. Es preciso, pues, que se establezcan las industrias para que los frutos sean consumidos por los labradores y los artesanos. En una palabra, estos Estados necesitan que muchas personas cultiven más de lo que precisan, y para ello hay que inspirarles deseos de tener cosas superfluas que sólo pueden proporcionar los artesanos.

Las máquinas, cuyo objeto es abreviar la industria, no son siempre útiles. Si una obra tiene un precio medio, que conviene igualmente al que la compra como al obrero que la ha hecho, las máquinas que simplificarían su manufactura, es decir, que disminuirían el número de operarios, serían perniciosas; si los molinos de agua no se hubieran establecido en todas partes, yo no los creería tan útiles como dicen, porque han dejado ociosos una infinidad de brazos, han privado a mucha gente del uso de las aguas y han hecho perder la fertilidad a muchas tierras.

CAPÍTULO XXVIII: Cómo se puede remediar la despoblación.—Cuando un Estado se encuentra despoblado por accidentes particulares como guerras, pestes o hambre, hay recursos para repoblarlo. Los hombres que quedan pueden conservar el amor al trabajo y a la industria, pueden tratar de reparar las desgracias, y la misma calamidad los hará más industriosos. Pero el mal e casi incurable cuando la despoblación tiene su origen profundo y remoto el un vicio interior o en un mal Gobierno. Los hombres han perecido, en ese caso por una enfermedad insensible y habitual: nacidos en la inacción y en la miseria, en la violencia y en los prejuicios del Gobierno, se han visto destruir, sin comprender siquiera las causas de su destrucción. Los países devastados por el despotismo o por las excesivas ventajas del clero sobre los laicos constituyen dos grandes ejemplos.

Para restablecer un Estado despoblado de este modo, se esperaría en vano el socorro de los niños que podrían nacer. Ya no es el momento; los hombres, en su desierto, están sin ánimo y sin industria. Con tierras para alimentar a un pueblo, apenas tienen con qué alimentar a una familia. El bajo pueblo, en estos países, ni siquiera tiene parte en su miseria, es decir, en las tierras incultas que abundan por todas partes. El clero, el príncipe, las ciudades, los grandes y algunos ciudadanos principales, han ido adueñándose de todo el territorio y éste queda inculto; las familias destruidas les han dejado los pastos y al trabajador no le queda nada.

En esta situación habría que hacer en toda la extensión del imperio lo que los romanos hacían en una parte del suyo: practicar en los períodos de escasez lo que ellos observaban en la abundancia; distribuir tierras a todas las flameas que no tienen nada, procurarles medios para roturarlas y cultivarlas. Esta distribución debería hacerse en el momento en que existiera un hombre para recibirla, de manera que no hubiera un momento perdido para el trabajo.

 

El comercio

(Del Espíritu de las Leyes, libro XX)

CAPÍTULO II. Del espíritu del comercio.—El efecto natural del comercio es la paz. Dos naciones que negocian entre si se hacen recíprocamente dependientes: si a una le interesa comprar, a la otra le interesa vender; y ya sabemos que todas las uniones se fundamentan en necesidades mutuas

Pero si el espíritu de comercio une a las naciones, no une en la misma medida a los particulares. En los países dominados solamente por el espíritu del comercio se trafica con todas las acciones humanas y con todas las virtudes morales las cosas más pequeñas, incluso las que pide la humanidad, se hacen o se dan por dinero.

El espíritu de comercio produce en los hombres cierto sentido de la justicia estricta, opuesto, por un lado, al pillaje y, por otro, a aquellas virtudes mora les que hacen a los hombres poco rígidos cuando se trata de sus propios intereses, y descuidados cuando se trata de los intereses ajenos

La privación total del comercio produce, por el contrario, el pillaje incluido por Aristóteles entre los modos de adquirir. Su espíritu no es opuesto ciertas virtudes morales, como, por ejemplo, la hospitalidad, rara en los países comerciantes, pero muy extendida entre los países que se dedican al pillaje. (...)

 

El espíritu general

(Del Espíritu de las Leyes, libro XIX)

CAPÍTULO IV. Qué es el espíritu general.—Varias cosas gobiernan a los hombres. El clima, la religión, las leyes, las máximas del Gobierno, los tiemblos de las cosas pasadas, las costumbres y los hábitos, de todo lo cual resulta un espíritu general.

A medida que una de esas causas actúa en cada nación, con más fuerza, las otras ceden en proporción. La naturaleza y el clima dominan casi exclusivamente en los países salvajes; los hábitos gobiernan a los chinos; las leyes tiranizan el Japón; las costumbres daban el tono antiguamente en Lacedemonia, las máximas del Gobierno y las costumbres antiguas lo daban en Roma.

CAPÍTULO V Hay que tener mucho cuidado de no cambiar el espíritu general de una nación.—Si hubiera una nación en el mundo que tuviera humor sociable, corazón abierto, alegría de vivir, gusto, facilidad de comunicar su pensamiento, que fuese vivaz, agradable, a veces imprudente, a menudo indiscreta, y que tuviese además valentía, generosidad, franqueza y cierto pundonor, no se deberían poner estorbos a sus hábitos, mediante leyes, para no estorbar a sus virtudes. Si el carácter es bueno en general, no importa que tenga algunos defectos.

En estas naciones se podría contener a las mujeres, hacer leyes para corregir sus costumbres y limitar su lujo, pero ¿quién sabe si con ello se perdería cierto gusto que constituye una fuente de riqueza para la nación y cierta cortesía que atrae a los extranjeros?

Corresponde al legislador acomodarse al espíritu de la nación, siempre que no sea contrario a los principios del Gobierno, pues nada hacemos mejor que aquello que hacemos libremente y dejándonos llevar por nuestro carácter natural.

Que no se dé un espíritu de pedantería a una nación naturalmente alegre, el Estado no ganaría nada con ello, ni interna, ni externamente. Dejadla que haga seriamente las cosas frívolas y alegremente las cosas serias.

CAPÍTULO VI: No hay que corregir todo.—«Que nos dejen como somos» decía un hidalgo de cierta nación muy parecida al país del que acabamos de dar una idea. La naturaleza lo enmienda todo. Nos ha dado una vivacidad capaz de ofender y propia para faltar a todo miramiento; pero esta vivacidad va corregido por la cortesía que nos proporciona, al inspirarnos gusto por el mundo, y, sobre todo, por el trato con las mujeres.

Que nos dejen como somos. Nuestras cualidades indiscretas, unidas a nuestra poca malicia, no hacen convenientes entre nosotros las leyes que ponen trabas al humor sociable.

CAPÍTULO VIII: Efectos del temperamento sociable.—Cuanto más se coman can los pueblos, más cambian de hábitos, porque cada uno constituye un espectáculo para el otro y se ven mejor las singularidades de los individuos. El clima que hace que a una nación le guste comunicarse con otra, hace también que le guste cambiar; y lo que hace que a una nación le guste cambiar hace también que se forme el gusto (...).

CAPÍTULO IX: De la vanidad y el orgullo de las naciones.—La vanidad es un estímulo para el Gobierno, tan bueno como peligroso el orgullo. Para darse cuenta de ello no hay más que recordar, por una parte, los beneficios incontables que resultan de la vanidad, como son el lujo, la industria, las artes, la moda, la cortesía y el gusto, y, por otra parte, los males infinitos que derivan del orgullo de ciertas naciones, como la pereza, la pobreza, el abandono de todo, la destrucción de las naciones que el azar ha hecho caer en sus manos, y la ya propia. La pereza es consecuencia del orgullo; el trabajo se deriva de la vanidad el orgullo de un español le inducirá a no trabajar, mientras que la vanidad de un francés le estimulará a trabajar mejor que los demás.

Toda nación perezosa es solemne, pues los que no trabajan se consideran soberanos de los que trabajan.

Si examinamos todas las naciones, veremos que, en la mayoría, van a la par a solemnidad, el orgullo y la pereza (...).

CAPÍTULO XI: Reflexión.—No he dicho esto para disminuir en nada la distancia infinita que hay entre los vicios y las virtudes, ¡no lo quiera Dios! Sólo he querido hacer comprender que, no todos los vicios políticos son vicios morales, y que no todos los vicios morales son vicios políticos, cosa que no deben ignorar los que hacen leyes opuestas al espíritu general.

 

Montesquieu: Del Espíritu de las Leyes. Trad. de M. Blázquez y P. de Vega. Madrid: Tecnos.

 

 

 

Jean-Jacques Rousseau

 

El malestar de la cultura

(Prefacio al Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres)

¡Oh hombre, de cualquiera región que seas, cualesquiera que sean tus opiniones, escucha! He aquí tu historia, tal cual yo he creído leerla no en los libros de tus semejantes que son falaces, sino en la naturaleza que no miente nunca. Todo cuanto sea de ella, será verdadero. No habrá de falso sino lo que yo ya puesto de mi cosecha sin querer. Los tiempos de que voy a hablar están muy lejanos ¡Cuánto has cambiado de como eras! Por así decir, es la vida de tu especie lo que te voy a describir según las cualidades que recibiste, que tu educación y tus hábitos han podido depravar, pero que no han podido destruir. Siento que hay una edad en la que el hombre individual querría detenerse; tu buscarás la edad en que desearías que tu especie se hubiera detenido Descontento de tu estado presente, por razones que anuncian a tu desventurada posteridad mayores descontentos aún, quizá querrías poder retroceder; y este sentimiento debe hacer el elogio de tus primeros antepasados, la critica de tus contemporáneos y el espanto de quienes tengan la desgracia de vivir después que tú. (...)

Lo que la reflexión nos enseña en esto lo confirma completamente la observación: el hombre salvaje y el hombre civilizado difieren tanto por el fondo del corazón y las inclinaciones que lo que hace la felicidad suprema del uno reduciría al otro a la desesperación. El primero no respira sino reposo y libertad, sólo quiere vivir y permanecer ocioso, y ni siquiera la ataraxia misma del estoico se acerca a su profunda indiferencia por cualquier otro objeto. Por el contrario, el ciudadano, siempre activo, suda, se agita, se atormenta sin cesar en busca de ocupaciones aún más laboriosas: trabaja hasta la muerte, corre incluso a ella para ponerse en condiciones de vivir, o renuncia a la vida para adquirir la inmortalidad. Corteja a los grandes que odia y a los ricos que desprecia; no escatima nada para obtener el honor de servirles; se lacta orgullosamente de su bajeza y de la protección de ellos y, orgulloso de su esclavitud, había con desdén de los que no tienen el honor de compartirla. ¡Qué espectáculo para un Caribe los penosos y envidiados trabajos de un ministro europeo! ¡Cuántas muertes crueles no preferiría ese indolente salvaje al horror de una vida semejante que a menudo no está siquiera dulcificada por el placer de obrar bien! Mas, para ver la meta de tantos cuidados, sería preciso que esas palabras, podar y reputación, tuvieran un sentido en su espíritu, que aprendiese que hay una clase de hombres que tienen en mucho las miradas del resto del universo, que saben ser felices y estar contentos de sí mismos con el testimonio de otro más que con el suyo propio. Tal es, en efecto, la verdadera causa de todas estas diferencias: el salvaje vive en sí mismo; el hombre sociable siempre fuera de si no sabe vivir más que en la opinión de los demás, y, por así decir, es del solo juicio ajeno de donde saca el sentimiento de su propia existencia. No corresponde a mi tema mostrar cómo de semejante disposición nace tanta indiferencia para el bien y para el mal, pese a discursos tan hermosos de moral; cómo al reducirse todo a las apariencias, todo se convierte en ficticio y fingido: honor, amistad, virtud, y con frecuencia hasta los vicios mismos, de los que finalmente se encuentra el secreto de glorificarse; cómo, en una palabra, al pedir siempre a los demás lo que nosotros somos y no atreviéndonos a preguntarnos sobre ello a nosotros mismos, en medio de tanta filosofía, humanidad, educación y máximas sublimes, no tenemos más que un exterior engañoso y frívolo, honor sin virtud, razón sin sabiduría, y placer sin dicha. Me basta con haber probado que no radica ahí el estado original del hombre y que es únicamente el espíritu de la sociedad y la desigualdad que ella engendra los que así cambian y alteran todas nuestras inclinaciones naturales. (...)

Un autor célebre, tras calcular los bienes y los males de la vida humana y comparar las dos sumas, ha hallado que la última sobrepasaba en mucho a la otra y que, todo considerado, la vida era para el hombre un regalo bastante malo. No estoy sorprendido por su conclusión; ha deducido todos sus razona; mientas de la constitución del hombre civil: si se hubiera remontado hasta e hombre natural, puede creerse que habría hallado resultados muy diferentes, que se habría percatado de que el hombre no tiene otros males que aquellos que él mismo se ha dado, y que la naturaleza habría quedado justificada. No sin esfuerzo hemos conseguido volvernos tan desgraciados. Cuando por un lado se consideran los inmensos trabajos de los hombres, tantas ciencias profundizadas, tantas artes inventadas, tantas fuerzas empleadas, abismos colmados, montañas allanadas, rocas rotas, ríos hechos navegables, tierras roturadas, lagos excavados, marismas desecadas, edificios enormes levantados sobre la tierra, la mar cubierta de bajeles y de marineros, y por otro lado se investigan con cierta reflexión las verdaderas ventajas que han resultado de todo esto para la felicidad de la especie humana, no puede uno sino quedar afectado por la sorprendente desproporción que reina entre estas cosas, y deplorar la ceguera del hombre que, para alimentar su loco orgullo y no sé qué vana admiración por sí mismo, le hace correr ardorosamente tras todas las miserias de que es susceptible, y que la bienhechora naturaleza había tomado la precaución de apartar de él.

Los hombres son malvados; una triste y continua experiencia nos dispensa de probarlo; sin embargo, el hombre es naturalmente bueno, creo haberlo demostrado; ¿qué es, pues, lo que puede haberlo depravado hasta ese punto sino los cambios sobrevenidos en su constitución, los progresos que ha hecho y los conocimientos que ha adquirido? Que admiren cuanto quieran la sociedad humana, no será por ello menos cierto que necesariamente conduce a los hombres a odiarse entre si en la medida en que sus intereses se cruzan, a prestarse mutuamente servicios aparentes y a hacerse en la práctica todos los males imaginables. ¿Qué puede pensarse de un trato en que la razón de cada particular le dicta máximas directamente contrarias a las que la razón pública predica al cuerpo de la sociedad, y en el que cada cual halla su provecho en la desgracia del prójimo? Quizá no haya ni un solo hombre acomodado a quien herederos ávidos, y a menudo sus propios hijos no deseen en secreto la muerte, ni un bajel en el mar cuyo naufragio no fuera una buena nueva para algún negociante, ni una casa que un deudor de mala fe no quisiera ver arder con todos los papeles que contiene, ni un pueblo que no se regocije con los desastres de sus vecinos. Así es como hallamos nuestro provecho en el perjuicio de nuestros semejantes, y como la pérdida de uno hace casi siempre la prosperidad del otro.

Comparad sin prejuicios el estado del hombre civil con el del hombre salvaje e investigad, si podéis, dejando a un lado su maldad, sus necesidades y sus miserias, cuántas nuevas puertas abrió el primero al dolor y a la muerte. Si consideráis los pesares de alma que nos consumen, las pasiones violentas que nos agotan y desalan, los trabajos excesivos con que los pobres están sobrecargados, la molicie aún más peligrosa a que se abandonan los ricos, y que hace que unos mueran por sus necesidades y otros por sus excesos; si pensáis en as monstruosas mezclas de alimentos, en sus perniciosas condimentaciones, en los productos corrompidos, en las drogas falsificadas, en las bribonadas de quienes las venden, en los errores de quienes las administran, en el veneno de los vasos en que se preparan, si prestáis atención a las enfermedades epidémicas causadas por el aire malsano entre multitudes de hombres apiñados, a las que ocasionan la delicadeza de nuestra manera de vivir, el paso alterno del interior de nuestras casas al aire libre, el uso de vestidos puestos y quitados con demasiada poca precaución, y todos los cuidados que nuestra excesiva sensualidad ha convertido en hábitos necesarios, cuya privación o negligencia nos cuesta al punto la vida o la salud, si ponéis en la lista los incendios y los terrenos que, consumiendo o destruyendo ciudades enteras, hacen perecer sus habitantes por millares; en una palabra, si reunís los peligros que todas estas causas amontonan continuamente sobre nuestras cabezas, sentiréis cuán caro nos hace pagar la naturaleza el desprecio que hemos hecho de sus lecciones.

 

El estado de naturaleza

(Discurso sobre el origen de la desigualdad)

El más útil y menos avanzado de todos los conocimientos humanos me parece ser el del hombre, y me atrevo a decir que la sola inscripción templo de Delfos contenía un precepto más importante y más ducal que todos los gruesos libros de los moralistas. Por eso considero el tema de este Discurso como una de las cuestiones más interesantes que la filosofía puede proponer, y, desgraciadamente para nosotros, como una de las más espinosas que los filósofos puedan resolver. Porque, ¿cómo conocer la fuente de la desigualdad entre los hombres si no se empieza por conocerles a ellos mismos. ¿Y cómo conseguirá el hombre verse tal cual lo ha formado la naturaleza, a troves de todos los cambios que la sucesión de los tiempos y de las cosas ha debido producir en su constitución original, y separar lo que atañe a su propio fondo de lo que las circunstancias y sus progresos han añadido o cambiado de su estado primitivo? Semejante a la estatua de Glauco que el tiempo, la mar y las tormentas habían desfigurado de tal manera que se parecía menos a un dios que a una bestia feroz, el alma humana, alterada en el seno de la sociedad por mil causas constantemente renacientes, por la adquisición de una multitud de conocimientos y de errores, por los cambios ocurridos en la constitución de los cuerpos, y por el choque continuo de las pasiones, ha cambiado, por así decir, de apariencia hasta el punto de ser casi irreconocible; y en lugar de un ser que actúa siempre por principios ciertos e invariables, en lugar de esa celeste y majestuosa sencillez con que su autor lo había marcado, ya sólo se encuentra el disforme contraste de la pasión que cree razonar y del entendimiento en delirio.

Lo que hay de más cruel todavía es que todos los progresos de la especie humana la alejan sin cesar de su estado primitivo; cuantos más conocimientos nuevos acumulamos, tanto más nos privamos de los medios de adquirir el mas importante de todos: y es que, en un sentido, a fuerza de estudiar al hombre nos hemos puesto al margen de la posibilidad de conocerle.

Es fácil ver que en estos cambios sucesivos de la constitución humana es donde hay que buscar el primer origen de las diferencias que distinguen a los hombres, los cuales, según la opinión común, son por naturaleza tan Iguales entre si como lo eran los animales de cada especie antes de que diversas causas físicas hubieran introducido en algunos las variedades que observamos. En efecto, es inconcebible que esos primeros cambios, sea cual fuere el medio por el que hayan ocurrido, hayan alterado a la vez y de la misma manera a todos los individuos de la especie; pero mientras unos se perfeccionaban o deterioraban, y conseguían diversas cualidades buenas o malas que no eran inherentes a su naturaleza, otros permanecieron mucho más tiempo en su estado original, y esa fue entre los hombres la primera fuente de la desigualdad, lo cual es más fácil de demostrar así en líneas generales que determinar con precisión sus verdaderas causas.

Que mis lectores no se imaginen, pues, que me atrevo a jactarme de haber visto lo que tan difícil de ver me parece. He iniciado algunos razonamientos, he aventurado algunas conjeturas, menos con la esperanza de resolver la cuestión que con la intención de aclararla y de reducirla a su verdadero estado fácilmente otros podrán ir más lejos por la misma ruta, sin que le sea fácil a nadie llegar al término. Porque no es liviana empresa separar lo que hay de originario y de artificial en la naturaleza actual del hombre, ni conocer bien un estado que ya no existe, que quizá no haya existido, que probablemente no existirá jamás, y del que sin embargo es necesario tener nociones precisas para juzgar bien nuestro estado presente (...).

Concibo en la especie humana dos clases de desigualdad; una, que yo llamo natural o física, porque se halla establecida por la naturaleza, y que consiste en la diferencia de las edades, de la salud, de las fuerzas del cuerpo, y de las cualidades del espíritu, o del alma; otra, que se puede llamar desigualdad moral, o poética, porque depende de una especie de convención, y se halla estableada, o al menos autorizada, por el consentimiento de los hombres Consiste ésta en los diferentes privilegios de que algunos gozan en perjuicio de otros, como el de ser más ricos, más respetados, más poderosos que ellos, o incluso el de hacerse obedecer.

No puede uno preguntarse cuál es la fuente de la desigualdad natural, porque la respuesta se hallaría enunciada en la simple definición de la palabra. Menos se puede aún buscar si habría alguna vinculación esencial entre esas dos desigualdades; porque eso sería preguntar en otros términos si quienes mandan valen necesariamente más que quienes obedecen, y si la fuerza del cuerpo o del espíritu, la sabiduría o la virtud, se hallan siempre en los mismos individuos proporcionadas al poder o a la riqueza: cuestión buena quizá para ser debatida entre esclavos escuchados por sus amos, pero que no conviene a los hombres razonables y libres que buscan la verdad.

¿De qué se trata entonces exactamente en este Discurso? De señalar en el progreso de las cosas el momento en que, sucediendo el derecho a la violencia la naturaleza fue sometida a la ley; de explicar por qué encadenamiento de prodigios pudo el fuerte decidirse a servir al débil, y el pueblo a comprar una tranquilidad ideal al precio de una felicidad real.

Los filósofos que han examinado los fundamentos de la sociedad han sentido la necesidad de remontarse hasta el estado de naturaleza, pero ninguno ha llegado hasta él. Unos no han vacilado en suponer en el hombre en ese estado a noción de lo justo y de lo injusto, sin preocuparse de mostrar si debió tener esa noción, ni siquiera si le fue útil. Otros han hablado del derecho natural que cada cual tiene de conservar lo que le pertenece, sin explicar lo que entendían ellos por pertenecer; otros, otorgando desde el primer momento a la más fuerte autoridad sobre el más débil, han hecho nacer al punto el gobierno, sin pensar en el tiempo que debió transcurrir antes de que el sentido de las palabras autoridad y gobierno pudiera existir entre los hombres. Finalmente todos, hablando sin cesar de necesidad, de avidez, de opresión, de deseos y de orgullo, han transferido al estado de naturaleza ideas que habían cogido en la sociedad. Hablaban del hombre salvaje y pintaban al hombre civil.

Origen de las sociedades

(Discurso sobre el origen de la desigualdad)

El primero al que, tras haber cercado un terreno, se le ocurrió decir esto es mio y encontró personas lo bastante simples para creerle, fue el verdadero fundador de la sociedad civil. ¡Cuántos crímenes, guerras, asesinatos, miserias y horrores no habría ahorrado al género humano quien, arrancando las estacas o rellenando la zanja, hubiera gritado a sus semejantes: «¡Guardaos de escuchar a este impostor!; estáis perdidos si olvidáis que los frutos son de todos y que la tierra no es de nadie!» Pero es lógico suponer que, para entonces, las cosas habían llegado ya al punto de no poder durar como estaban; porque esa idea de propiedad, dependiente de muchas ideas anteriores que sólo han podido nacer sucesivamente, no se formó de golpe en el espíritu humano. Hubo que hacer muchos progresos, adquirir mucha industria y luces, transmitirlas y aumentarlas de edad en edad antes de llegar a este último término del estado de naturaleza. Tomemos, por tanto, las cosas de más arriba y tratemos de reunir desde un solo punto de vista esta lenta sucesión de acontecimientos y de conocimientos, en su orden más natural.(...).

El primer sentimiento del hombre fue el de su existencia; su primer cuidado, el de su conservación. Los productos de la tierra le proporcionaban todos los socorros necesarios, el instinto lo llevó a usarlos. El hambre y otros apetitos le hacían probar, una tras otra, diversas maneras de existir, y hubo una que le invitó a perpetuar su especie; y esta inclinación ciega, desprovista de todo sentimiento del corazón, no producía más que un acto puramente animal. Satisfecha la necesidad, los dos sexos ya no se reconocían, y el hijo mismo no era nada para la madre tan pronto como podía prescindir de ella.

Tal fue la condición del hombre al nacer; tal fue la vida de un animal limitado al principio a las puras sensaciones, y que a duras penas aprovechaba los dones que le ofrecía la naturaleza, lejos todavía de pensar él en arrancarle nada; pero pronto se presentaron dificultades, hubo que aprender a vencerlas: la altura de los árboles que le impedía alcanzar sus frutos, la competencia de los animales que buscaban alimentarse con ellos, la ferocidad de los que amenazaban su propia vida, todo lo obligó a aplicarse a ejercicios corporales; hubo de volverse ágil, rápido en la carrera, vigoroso en el combate. Las armas naturales que son las ramas de árbol y las piedras se hallaron pronto en su mano. Aprendió a superar los obstáculos de la naturaleza, a combatir en caso de necesidad con los demás animales, a disputar su subsistencia a los hombres mismos, o a resarcirse de lo que había que ceder al más fuerte.

A medida que el género humano se extendió, las penalidades se multiplicaron con los hombres. La diferencia de los terrenos, de los climas, de las estaciones, pudo forzarlos a introducirla en sus maneras de vivir. Años estériles, inviernos largos y rudos, estíos ardientes que consumen todo, exigieron de ellos una nueva industria. En las orillas del mar, y de los ríos, inventaron la caña y el anzuelo, y se convirtieron en pescadores e ictiófagos. En las selvas, hicieron arcos y flechas, y se convirtieron en cazadores y guerreros. En los países fríos se cubrieron con las pieles de las bestias que habían matado. El rayo, un volcán, o algún venturoso azar, les hizo conocer el fuego, nuevo recurso contra el rigor del invierno; aprendieron a conservar este elemento, luego a reproducirlo, y, finalmente, a preparar con él las carnes que antes devoraban crudas.

Esta aplicación reiterada de seres diversos para consigo mismo, y de los unos para con los otros, debió engendrar naturalmente en el espíritu del hombre percepciones de determinadas relaciones. Estas relaciones que nosotros expresamos por las palabras grande, pequeño, fuerte, débil, rápido, lento, miedoso, audaz, y otras ideas parecidas, comparadas en la necesidad y casi sin pensarlo, produjeron en él finalmente una especie de reflexión, o, mejor, una prudencia mecánica que le indicaba las precauciones más necesarias para su seguridad.

Las nuevas luces que resultaron de este desarrollo aumentaron su superioridad sobre los demás animales, haciéndosela conocer. Se ejercitó en tenderles trampas, los engañó de mil maneras, y aunque muchos lo superaban en fuerza en el combate, o en rapidez en la carrera, de aquellos que podían servirle o perjudicarle llegó a convertirse, con el tiempo, en dueño de unos y azote de los otros. Así fue como la primera mirada que dirigió sobre sí mismo produjo el primer movimiento de orgullo; así fue como sabiendo apenas distinguir aún las categorías, y contemplándose en la primera por su especie, se preparaba de antemano a pretenderla para su individualidad.

Instruido por la experiencia de que el amor del bienestar es el único móvil de las acciones humanas, se halló en situación de distinguir las raras ocasiones en que el interés común debía hacerle contar con la ayuda de sus semejantes, y aquellas, más raras aún, en que la competencia debía hacerle desconfiar de ellos. En el primer caso se unía con ellos en tropel, o todo lo más mediante alguna especie de asociación libre que no obligaba a nadie, y que sólo duraba lo que la necesidad pasajera que la había formado. En el segundo caso buscaba sacar su provecho, bien a viva fuerza si creía poder hacerlo, bien con maña y sutileza si se sentía el más débil.

He ahí cómo insensiblemente pudieron adquirir los hombres alguna tosca idea de los compromisos mutuos, y de la ventaja de cumplirlos, pero sólo mientras podía exigirlo el interés presente y sensible; porque la previsión nada era para ellos, y, lejos de ocuparse de un futuro remoto, no pensaban siquiera en el día siguiente. Si se trataba de coger un ciervo, todos sentían de sobra que para ello debían guardar fielmente su pisto; pero si una liebre acertaba a pasar al alcance de uno de ellos, no hay que dudar de que la perseguía sin escrúpulos, y que una vez alcanzada su presa se preocupaba muy poco de que por su culpa, los compañeros perdiesen la suya.

Es fácil comprender que semejante trato no exigía un lenguaje mucho más refinado que el de las cornejas o el de los simios, que se agrupan de forma más o menos semejante. Gritos inarticulados, muchos gestos y algunos ruidos imitativos debieron componer durante mucho tiempo la lengua universal, a la que se unían en cada comarca algunos sonidos articulados y convencionales cuya institución, como ya se ha dicho, no es demasiado fácil explicar: hubo lenguas particulares, pero groseras, imperfectas y semejantes poco más o menos a las que aún hoy tienen diversas naciones salvajes. Recorro como un flecha multitudes de siglos, forzado por el tiempo que se escurre, por la abundancia de cosas que tengo que decir y por el progreso casi insensible de los comienzos; cuanto más lentos en sucederse eran los acontecimientos, más rápidos son de describir.

Estos primeros progresos pusieron finalmente al hombre en situación de hacerlos más rápidos. Cuanto más se ilustraba el espíritu, tanto más se perfeccionó la industria. Dejando pronto de recogerse bajo el primer árbol, o de retirarse a las cavernas, aparecieron algunas clases de hachas de piedras duras y cortantes, que sirvieron para cortar madera, cavar la tierra, y hacer chozas de ramajes, que enseguida se les ocurrió endurecer con arcilla y barro. Fue ésta la época de una primera revolución que dio lugar al establecimiento y a la diferenciación de las familias, y que introdujo una especie de propiedad; de ahí quizá nacieron ya muchas querellas y combates. Sin embargo, como los más fuertes fueron verosímilmente los primeros en hacerse alojamientos que se sentían capaces de defender, es de creer que a los débiles les pareció más rápido y más seguro imitarles que intentar desalojarlos; y en cuanto a los que ya tenían cabañas, no debieron tener demasiadas intenciones de apropiarse de la de su vecino, no tanto porque no le pertenecía como porque le resultaba inútil y porque no podía apoderarse de ella sin exponerse a un combate encarnizado con la familia que la ocupaba.

Las primeras manifestaciones del corazón fueron el efecto de una situación nueva que reunía en una habitación común a maridos y mujeres, a padres e hijos; el hábito de vivir juntos hizo nacer los más dulces sentimientos que hayan conocido los hombres, el amor conyugal y el amor paternal. Cada familia se convirtió en una pequeña sociedad tanto mejor unida cuanto que el apego recíproco y la libertad eran sus únicos vínculos; y es entonces cuando se establece la primera diferencia en la manera de vivir de los dos sexos, que hasta aquí sólo tenían una. Las mujeres se volvieron más sedentarias y se acostumbraron a guardar la cabaña y los hijos, mientras que el hombre iba a buscar la subsistencia común. Los dos sexos comenzaron además, a perder, por una vida algo más muelle, algo de su ferocidad y de su vigor: pero si cada cual por separado se hizo menos apto para combatir a las bestias salvajes, a cambio fue más fácil reunirse para resistirles en común.

En este nuevo estado, con un vida sencilla y solitaria, con unas necesidades muy limitadas, y con los instrumentos que habían inventado para proveer a ellas, los hombres, que gozaban de grandísimo ocio, lo emplearon en procurarse diversas clases de comodidades desconocidas por sus padres; y éste fue el primer yugo que se impusieron sin darse cuenta, y la primera fuente de males que prepararon a sus descendientes; porque además de que continuaron así ambientando el cuerpo y el espíritu, por haber perdido por el hábito esas comodidades casi todo su encanto y haber degenerado al mismo tiempo en verdaderas necesidades, su privación resultó mucho más cruel de lo dulce que les fuera su posesión, y eran infelices al perderlas, sin haber sido felices al poseerlas (...).

Aquí se advierte algo mejor cómo el uso de la palabra se establece o perfecciona insensiblemente en el seno de cada familia, y hasta puede conjeturarse cómo pudieron extender el lenguaje diversas causas particulares y acelerar su progreso haciéndolo más necesario. Grandes inundaciones o terremotos rodearon de aguas o de precipicios cantones habitados; revoluciones del globo desgajaron y cortaron en islas porciones del continente. Es fácilmente concebible que entre hombres así acercados y forzados a vivir juntos debiera formarse un idioma común mejor que entre aquellos que erraban libremente en las selvas de tierra firme. Así, es muy posible que tras sus primeros ensayos de navegación los insulares introdujeran entre nosotros el uso de la palabra; y es por lo menos muy verosímil que la sociedad y las lenguas hayan nacido en las islas y se hayan perfeccionado allá antes de ser conocidas en el continente.

Todo comienza a cambiar de aspecto. Los hombres errantes hasta aquí por las selvas, tras haber tomado un asiento más fijo, se acercan lentamente, se reúnen en diversos grupos, y forman finalmente en cada comarca una nación particular, unida en costumbres y caracteres no por reglamentos ni leyes, sino por el mismo género de vida y de alimentos, y por la influencia común del clima. Una vecindad permanente no puede dejar de engendrar en última instancia alguna unión entre diversas familias. Jóvenes de diferentes sexos habitan cabañas vecinas, el pasajero trato que exige la naturaleza los lleva pronto a otro no menos dulce y más permanente por la frecuentación mutua. Se acostumbran a considerar diferentes objetos y a hacer comparaciones; adquieren insensiblemente ideas de mérito y de belleza que producen sentimientos de preferencia. A fuerza de verse, no pueden ya prescindir de seguir viéndose. Un sentimiento tierno y dulce se insinúa en el alma, y a la menor oposición se vuelve furor impetuoso: los celos se despiertan con el amor; la discordia triunfa y la más dulce de las pasiones recibe sacrificios de sangre humana.

A medida que las ideas y los sentimientos se suceden, que la mente y el corazón se ejercitan, el género humano continúa amasándose, las relaciones se extienden y se estrechan los vinculas. Solían reunirse delante de la cabañas o en torno a un gran árbol: el canto y la danza, verdaderos hijos del amor y del tiempo libre, se convirtieron en la diversión o, mejor, la ocupación de hombres y mujeres ociosos y agrupados. Todos comenzaron a mirar a los demás y a querer ser mirado uno mismo, y la estima pública tuvo un precio. Aquél que cantaba o danzaba el mejor; el más bello, el más fuerte, el más diestro o el más elocuente se convirtió en el más considerado, y éste fue el primer paso hacia la desigualdad, y hacia el vicio al mismo tiempo: de estas primeras preferencias nacieron, por un lado, la vanidad y el desprecio, por otro, la vergüenza y la envidia; y la fermentación causada por estas nuevas levaduras produjo finalmente compuestos funestos para la dicha y la inocencia.

Tan pronto como los hombres hubieron comenzado a apreciarse mutuamente, y tan pronto como la idea de la consideración se formó en su espíritu, todos pretendieron tener derecho a ella, y ya no fue posible que impunemente le faltara a nadie. De ahí salieron los primeros deberes de la civilidad, incluso entre salvajes, y de ahí toda sinrazón voluntaria se convirtió en ultraje, porque en el mal que resultaba de la injuria el ofendido vela el desprecio de su persona, más insoportable con frecuencia que el mal mismo. Así es como, castigando cada cual el desprecio que se le había manifestado de modo proporcionado al caso que hacía de sí mismo, las venganzas se volvieron terribles y los hombres sanguinarios y crueles. He ahí precisamente el grado a que había llegado la mayoría de los pueblos salvajes que nos son conocidos, y por culpa de haber distinguido suficientemente las ideas, y observado cuán lejos estaban ya esos pueblos del primer estado de naturaleza es por lo que algunos se han apresurado a concluir que el hombre es naturalmente cruel y que hay necesidad de organización para dulcificarlo, cuando nada hay tan dulce como él en su estado primitivo, cuando, colocado por naturaleza a igual distancia de la estupidez de los brutos y de las luces funestas del hombre civilizado, y limitado igualmente por el instinto y por la razón a protegerse del mal que lo amenaza, es moderado por la piedad natural a no hacer mal a nadie, sin nunca ser acatado a ello por nada, ni siquiera después de haberlo recibido él. Porque según el axioma del sabio Locke, no podría haber injuria, donde no hay propiedad.

Pero hay que observar que la sociedad iniciada y las relaciones ya establecidas entre los hombres exigían en ellos cualidades diferentes de aquellas que tenían en su constitución primitiva: que al comenzar a introducirse la moralidad en las acciones humanas, y por ser cada uno, antes de las leyes, único juez y vengador de las ofensas que había recibido, la bondad convincente al puro estado de naturaleza ya no era la que convenía a la sociedad naciente; que era preciso que los castigos se volviesen más severos a medida que las ocasiones de ofender se volvían más frecuentes, y que tocaba al terror a las venganzas ocupar el lugar del freno de las leyes. Así, aunque los hombres se hubieran vuelto menos pacientes, y aunque la piedad natural hubiera sufrido ya alguna alteración, este periodo del desarrollo de las facultades humanas, manteniendo un justo medio entre la indolencia del estado primitivo y la impetuosa actividad de nuestro amor propio, debió ser la época más feliz y más durable. Cuanto más se piensa en ello, más se llega a la conclusión de que ese estado era al menos sujeto a revoluciones, el mejor para el hombre, y que sólo debió salir de él por algún funesto azar que, en bien de la utilidad común no hubiera debido ocurrir jamás. El ejemplo de los salvajes, que han sido hallados casi todos en este punto, parece confirmar que el género humano estaba hecho para quedarse siempre en él, que ese estado es la verdadera juventud del mundo, y que todos los progresos ulteriores han sido, en apariencia, otros tantos pasos hacia la perfección del individuo, y en realidad, hacia la decrepitud de la especie.(...)

Mientras los hombres se contentaron con sus cabañas rústicas, mientras se limitaron a coser sus vestidos de pieles con espinas de plantas o raspas, a adornarse con plumas y con conchas, a pintarse el cuerpo de diversos colores, a perfeccionar o embellecer sus arcos y sus flechas, a tallar con piedras afiladas algunas canoas de pescadores o algunos groseros instrumentos de música; en una palabra, mientras sólo se aplicaron a obras que podía hacer uno solo y a artes que no necesitaban del concurso de varias manos, vivieron libres, sanos, buenos y felices tanto como podían serlo por su naturaleza, y continuaron gozando entre ellos de las dulzuras de un trato independiente: pero desde el instante en que un hombre tuvo necesidad del socorro de otro, desde que se dio cuenta de que era útil para uno solo tener provisiones para dos, la igualdad desapareció, se introdujo la propiedad, el trabajo se hizo necesario y las vastas selvas se trocaron en campiñas risueñas que hubo que regar con el sudor de los hombres, Y en las que pronto se vio la esclavitud y la miseria germinar y crecer con las mieses.

La metalurgia y la agricultura fueron las dos artes cuyo invento produjo esta gran revolución. Para el poeta son el oro y la plata, pero para el filósofo son el hierro y el trigo los que civilizaron a los hombres y perdieron al género humano; uno y otro eran desconocidos de los salvajes de América que por eso permanecieron siempre como tales; los demás pueblos parecen, incluso, haber permanecido bárbaros mientras practicaron una de estas artes sin la otra; y quizá una de las mejores razones de que Europa haya sido, si no antes al menos más constantemente y mejor civilizada que las demás partes del mundo, es que es a un tiempo la más abundante en hierro y la más fértil en trigo.

Es muy difícil conjeturar cómo llegaron los hombres a conocer y emplear el hierro; porque no es verosímil que por sí mismos hayan pensado en sacar la materia de la mina y darle las preparaciones necesarias para ponerla en fusión antes de saber lo que resultaría. Por otro lado, mucho menos se puede atribuir este descubrimiento a algún incendio accidental, puesto que las minas no se forman más que en lugares áridos y desprovistos de árboles y de plantas, de suerte que se diría que la naturaleza había tomado precauciones para sustraernos ese fatal secreto. No queda, pues, más que la circunstancia extraordinaria de algún volcán, que, vomitando materias metálicas en fusión, habría dado a los observadores la idea de imitar esa operación de la naturaleza; aun así hay que suponerles mucho valor y previsión para emprender un trabajo tan penoso y prever de tan lejos las ventajas que podían sacar de ello; lo cual apenas si cuadra únicamente a espíritus más ejercitados de lo que ellos debían ser.

En cuanto a la agricultura, su principio fue conocido mucho tiempo antes de que su práctica se estableciese, y apenas es posible que hombres ocupados constantemente en sacar su subsistencia de los árboles y las plantas, no tuvieran desde muy temprano idea de las vías que la naturaleza emplea para la generación de los vegetales; pero su industria probablemente sólo se volvió muy tarde hacia ese lado, bien porque los árboles, que con la caza y la pesca proveían a su nutrición, no tenían necesidad de sus cuidados, bien por desconocer el uso del trigo, bien por falta de instrumentos para cultivarlo, bien por falta de previsión para la necesidad futura, bien finalmente por falta de medios para impedir a los demás apropiarse del fruto de su trabajo. Una vez aumentada su industria, puede creerse que con piedras aguzadas y estacas puntiagudas comenzaron cultivando algunas legumbres o raíces en torno de sus cabañas, mucho tiempo antes de que supieran preparar el trigo y de tener los instrumentos necesarios para el cultivo masivo, sin contar con que, para entregarse a esta ocupación y sembrar las tierras, hay que decidirse a perder antes algo para ganar mucho luego; precaución muy alejada de la capacidad mental del hombre salvaje que, como he dicho, bastante tiene con pensar Por la mañana en sus necesidades de la tarde.

La invención de las demás artes fue, pues, necesaria para forzar al género humano a aplicarse a la de la agricultura. Desde que hubo menester de hombres para fundir y forjar el hierro, hubo menester de otros hombres para nutrir a aquellos. Cuanto más llegó a multiplicarse el número de obreros, menos manos se emplearon en proveer a la subsistencia común, sin que por ello hubiera menos bocas para consumir; y como unos necesitaran productos a cambio de su hierro, los otros hallaron por fin el secreto de emplear el hierro en la multiplicación de los productos. De ahí nacieron, por un lado, el laboreo y la agricultura, y por otro, el arte de trabajar los metales y de multiplicarse sus usos.

Del cultivo de tierras se siguió necesariamente su reparto, y de la propiedad, una vez reconocida, las primeras reglas de justicia: porque para dar a cada uno lo suyo es preciso que cada cual pueda tener algo; además, al empezar a poner los hombres sus miras en el futuro y verse todos con algunos bienes que perder, ninguno había que no tuviera que temer para sí la represalia de los daños que pudiera causar a otro. Este origen es tanto más natural cuanto que es imposible concebir la idea de la propiedad surgiendo de otra parte que de la mano de obra; porque no se ve cómo, para apropiarse cosas que no ha hecho, puede poner en ellas algo más que su, trabajo. Sólo el trabajo es el que, dando derecho al cultivador sobre el producto de la tierra que ha laborado, se lo da consecuentemente sobre el suelo, a menos hasta la recolección, y así de año en año, lo cual, al hacer continua una posesión se transforma fácilmente en propiedad.

Las cosas, en este estado, hubieran podido permanecer iguales si los talentos hubieran sido iguales y si, por ejemplo, el empleo del hierro y el consumo de alimentos hubieran estado siempre en exacto equilibrio; pero la proporción, que nada mantenía, pronto fue rota; el más fuerte hacia más labor; el más diestro sacaba mejor partido de la suya; el más ingenioso hallaba medios para abreviar el trabajo; el campesino tenia más necesidad de hierro, o el forjador más necesidad de trigo y, trabajando lo mismo, el uno ganaba mucho mientras el otro apenas tenia para vivir. Así es como la desigualdad natural se despliega insensiblemente con la de combinación, y como las diferencias de los hombres, desarrolladas por las de las circunstancias, se vuelven más sensibles, más permanentes en sus efectos, y comienzan a influir en igual proporción sobre el destino de los particulares.

 

La crítica de la sociedad. La desigualdad económica y la guerra

(Discurso sobre el origen de la desigualdad)

He aquí, pues, todas nuestras facultades desarrolladas, la memoria y la imaginación en juego, el amor propio interesado, la razón vuelta activa y el espíritu llegado casi al término de la perfección de que es susceptible. He aquí todas las cualidades naturales puestas en acción, el rango y la suerte de cada hombre establecidos no sólo con arreglo a la cantidad de bienes y al poder de servir o de perjudicar, sino con arreglo al espíritu, la belleza, la fuerza o la destreza, con arreglo al mérito y los talentos; y siendo estas cualidades las únicas que podían conseguir la consideración, pronto hubo que tenerlas o afectarlas, en provecho propio hubo que mostrarse diferente de lo que uno era en efecto. Ser y parecer llegaron a ser dos cosas totalmente diferentes, y de esta distinción salieron el fausto imponente, la ausencia falaz y todos los vicios que son su cortejo. Por otro lado, de libre e independiente que era antes el hombre, helo ahí sometido por una multitud de nuevas necesidades, por así decir, a toda la naturaleza, y sobre todo a sus semejantes de los que se hace esclavo en cierto sentido, incluso aunque se vuelva su amo; rico, necesita sus servicios; pobre, necesita sus ayudas; y la medianía no le pone en situación de prescindir de ellos. Es preciso por tanto que trate constantemente de interesarlos en su suerte, y de hacerles encontrar, en realidad o en apariencia, beneficio propio trabajando por el suyo: lo cual lo hace trapacero y artificioso con unos, imperioso y duro con otros, y lo pone en la necesidad de abusar de todos aquellos que necesita cuando no puede hacerse temer y cuando no redunda en interés propio servirlos con utilidad. Finalmente, la ambición devoradora, el ansia de elevar su fortuna relativa, menos por necesidad auténtica que por ponerse por encima de los demás, inspiran a todos los hombres una negra inclinación a perjudicarse mutuamente, una envidia secreta, tanto más peligrosa cuanto que para hacer su jugada con mayor seguridad adopta a menudo la máscara de la benevolencia; en una palabra, competencia y rivalidad por un lado, por otro oposición de intereses y siempre el oculto deseo de lograr un beneficio a costa del otro, todos estos males son el primer efecto de la propiedad y el cortejo inseparable de la desigualdad naciente.

Antes de que se hubieran inventado los signos representativos de las riquezas, apenas podían éstas consistir en otra que en tierras y bestias, únicos bienes reales que los hombres pueden poseer. Ahora bien, cuando las heredades se fueron incrementando en número y en extensión al punto de cubrir todo el suelo y de tocarse entre si, unas no pudieron agrandarse más que a expensas de otras, y los supernumerarios a quienes la debilidad o la indolencia había impedido adquirirlas a su vez, vueltos pobres sin haber perdido nada porque al cambiar todo en torno a ellos sólo ellos no habían cambiado, fueron obligados a recibir o a arrebatar su subsistencia de la mano de los ricos, y de ahí comenzaron a nacer, según los diversos caracteres de unos y de otros, la dominación y la servidumbre, o la violencia y las rapiñas. Por su parte apenas conocieron los ricos el placer de dominar, despreciaron pronto todos los demás, y sirviéndose de sus antiguos esclavos para someter a otros nuevos, no pensaron más que en sojuzgar y someter a sus vecinos, semejantes a esos lobos hambrientos que habiendo gustado una vez carne humana rechazan cualquier otro alimento y no quieren otra cosa sino devorar hombres.

Así es como haciendo los más poderosos o los más miserables de su fuerza o de sus necesidades una especie de derecho a los bienes ajenos, equivalente según ellos al de propiedad, a la igualdad rota siguió el más horroroso desorden; así fue como las usurpaciones de los ricos, los bandidajes de los pobres, las pasiones desenfrenadas de todos, ahogando la propiedad natural y la voz aún débil de la justicia, volvieron a los hombres avaros, ambiciosos y malvados. Entre el derecho del más fuerte y el derecho del primer ocupante se alzaba un conflicto perpetuo que no terminaba sino mediante combates y asesinatos. La sociedad naciente dio paso al más horrible estado de guerra: el género humano, envilecido y desolado, sin poder volver ya sobre sus pasos ni renunciar a las desventuradas adquisiciones que había hecho, y trabajando exclusivamente para vergüenza suya por el abuso de las facultades que lo honran, se puso él mismo en vísperas de su ruina.

 

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