Titulo: Lecturas de teoría
sociológica clásica
Profesor: Mario Domínguez Sánchez
Departamento de Sociología V/Teoría Sociológica
Curso 2000-2001
TEMA
2. La
Ilustración
Montesquieu
Jean-Jacques Rousseau
TEMA
3.
El saber enciclopédico: Hegel
TEMA
4.
El ideal del industrialismo: Saint-Simon
TEMA
5.
El positivismo: Comte
TEMA
6.
El evolucionismo universal: Spencer
TEMA
7.
Antiguo Régimen y Revolución: Tocqueville
TEMA
8.
La teoría social en Karl Marx
TEMA
9.
Socialistas, marxistas y anarquistas
TEMA
10. El
evolucionismo clásico y el darwinismo social
Tema 2. La Ilustración
MONTESQUIEU
La
ordenación del universo
(Del Espíritu
de las Leyes, libro I)
CAPÍTULO I:
De las leyes en sus relaciones con los diversos seres.—Las
leyes en su más amplia significación son las relaciones
necesarias que se derivan de la naturaleza de las cosas En
este sentido, todos los seres tienen sus leyes: las tiene la
divinidad, el mundo material, las inteligencias superiores al
hombre, los animales y el hombre mismo.
Los que
afirmaron que todos los efectos que vemos en el mundo son
producto de una fatalidad ciega, han sostenido un gran
absurdo, ya que ¿cabría mayor absurdo que pensar que los
seres inteligentes fuesen producto de una ciega fatalidad?
Hay, pues,
una razón primigenia. Y las leyes son las relaciones que
existen entre esa razón originaria y los distintos seres,
así como las relaciones de los diversos seres entre sí.
Dios se
relaciona con el Universo en cuanto que es su creador y su
conservador. Las leyes según las cuales lo creó son las
mismas por las que lo conserva. Obra conforme a estas reglas
porque las conoce; las conoce porque las ha hecho y las ha
hecho porque tienen relación con su sabiduría y su poder.
Comprobamos
que el mundo, formado por el movimiento de la materia, y
privado de inteligencia, sigue subsistiendo. Es preciso, por
tanto, que sus movimientos tengan leyes invariables, de modo
que si se pudiera imaginar otro mundo distinto de éste
tendría igualmente reglas constantes, pues de lo contrario se
destruiría
De este modo
la creación, que se nos presenta como un acto arbitrario,
supone reglas tan inmutables como la fatalidad de los ateos.
Sería absurdo decir que el Creador podría gobernar el mundo
sin estas reglas, pues sin ellas no subsistiría. Dichas
reglas constituyen una relación constantemente establecida.
Entre dos cuerpos que se mueven, todos los movimientos son
recíprocos, y según las relaciones de su masa y su
velocidad, aumentan, disminuyen o se pierden. Toda diversidad
es uniformidad y todo cambio es constancia.
Los seres
particulares inteligentes pueden tener leyes hechas por ellos
mismos, pero tienen también otras que no hicieron. Antes de
que hubiese seres inteligentes, éstos eran ya posibles. Antes
de que se hubieran dado leyes había relaciones de justicia
posibles. Decir que sólo lo que ordenan o prohíben las leyes
positivas es justo o injusto, es tanto como decir que antes de
que se trazara circulo alguno no eran iguales todos sus radios
Hay que
reconocer, por tanto, la existencia de relaciones de equidad
anteriores a la ley positiva que les establece; así, por
ejemplo: imaginando posibles sociedades de hombres, sería
justo adaptarse a sus leyes; si hubiera seres inteligentes que
hubiesen recibido algún beneficio de otro ser, deberían
estarle agradecidos; si un ser inteligente hubiera creado a
otro, éste debería permanecer en la dependencia que tuvo
desde su origen; un ser inteligente que hubiera hecho algún
mal a otro ser inteligente merecería recibir el mismo mal, y
así sucesivamente.
Pero no se
puede decir que el mundo inteligente esté tan bien gobernado
como el mundo físico, pues aunque aquél tiene igualmente
leyes que por naturaleza son invariables, no las observa
siempre, como el mundo físico observa las suyas. La razón de
ello estriba en que los seres particulares inteligentes son,
naturalmente, limitados, y, por consiguiente, están sujetos a
error. Y por otra parte corresponde a su naturaleza el poder
obrar por sí mismos, de suerte que, no sólo no siguen
constantemente sus leyes originarias, sino que tampoco cumplen
siempre las que se dan a ellos mismos.
No sabemos si
los animales se rigen por las leyes generales del movimiento o
por una moción particular. Sea como fuere, no tienen con Dios
una relación más íntima que el resto del mundo material y
su facultad de sentir no les sirve más que en las relaciones
que tienen entre sí, con los otros seres particulares y
consigo mismos.
Los animales
conservan tanto su ser particular como su especie por el
atractivo del placer. Tienen leyes naturales porque están
unidos por el sentimiento, pero no tienen leyes positivas
porque no están unidos por el conocimiento. Sin embargo, no
cumplen invariablemente sus leyes naturales. Las plantas, en
las que no advertimos sentimientos ni conocimiento, las
cumplen mejor.
Los animales
no poseen las ventajas supremas que poseemos nosotros, pero
poseen algunas que nosotros no poseemos: no tienen nuestras
esperanzas, pero tampoco nuestros temores; como nosotros,
están sujetos a la muerte, pero sin conocerla; la mayor parte
de ellos se conservan incluso mejor que nosotros y no hacen
tan mal uso de sus pasiones.
El hombre, en
cuanto ser físico, está gobernado por leyes invariables como
los demás cuerpos. En cuanto ser inteligente, quebranta sin
cesar las leyes fijadas por Dios y cambia las que él mismo
establece. A pesar de sus imitaciones, tiene que dirigir su
conducta; como todas las inteligencias finitas, está sujeto a
la ignorancia y al error, pudiendo llegar incluso a perder sus
débiles conocimientos; como criatura sensible, está sujeto a
mil pasiones. Un ser semejante podría olvidarse a cada
instante de su Creador, pero Dios le llama a Sí por medio de
las leyes de la religión; de igual forma podría a cada
instante olvidarse de si mismo, pero los filosofas se lo
impiden por medio de las leyes de la moral; nacido para vivir
en sociedad, podría olvidarse de los demás, pero los
legisladores le hacen volver a la senda de sus deberes por
medio de las leyes
Leyes
naturales y leyes positivas
(Del Espíritu
de las Leyes, libro I)
CAPÍTULO II:
De las leyes de la naturaleza.—Antes que todas esas leyes
están las de la naturaleza, así llamadas porque derivan
únicamente de la constitución de nuestro ser. Para
conocerlas bien hay que considerar al hombre antes de que se
establecieran las sociedades, ya que las leyes de la
naturaleza son las que recibió en tal estado.
La ley que
imprimiendo en nosotros la idea de un creador nos lleva hacia
él, es la primera de las leyes naturales por su importancia,
pero no por el orden de dichas leyes. El hombre en estado
natural tendría la facultad de conocer pero no conocimientos.
Es claro que sus primeras ideas no serían ideas
especulativas. Pensaría en la conservación de su ser antes
de buscar su origen Un hombre así sólo sería consciente, al
principio, de su debilidad, su timidez sería extremada. Y si
fuera preciso probarlo con la experiencia, bastaría el
ejemplo de los salvajes encontrados en las selvas, que
tiemblan por nada y huyen de todo.
En estas
condiciones cada uno se sentiría inferior a los demás o,
todo lo más igual, de modo que nadie intentaría atacar a
otro. La paz sería, pues, la primera ley natural.
Hobbes
atribuye a los hombres, en primer término, el deseo de
dominarse los unos a los otros, lo cual no tiene fundamento ya
que la idea de imperio y de dominación es tan compleja y
depende de tantas otras ideas, que difícilmente podría ser
la que tuvieran los hombres en primer lugar. Hobbes se
pregunta «¿Por qué los hombres van siempre armados si no
son guerreros por naturaleza, y por que tienen llaves para
cerrar sus casas?» Con ello no se da cuenta de que atribuye a
los hombres, antes de establecerse las sociedades,
posibilidades que no pueden darse hasta después de haberse
establecido, por no existir motivos para atacarse o para
defenderse
Al
sentimiento de su debilidad el hombre uniría el sentimiento
de sus necesidades, y, así, otra ley natural sería la que le
inspirase la búsqueda de alimentos.
He dicho que
el temor impulsaría a los hombres a huir unos de otros pero
los signos de un temor recíproco y, por otra parte, el placer
que el animal siente ante la proximidad de otro animal de su
especie, les llevaría al acercamiento Además, dicho placer
se vería aumentado por la atracción que inspira la
diferencia de sexos. Así, la solicitación natural otro
constituiría la tercera ley.
Aparte del
sentimiento que en principio poseen los hombres pueden,
además adquirir conocimientos. De este modo tienen un vinculo
más del que carecen los demás animales. El conocimiento
constituye, pues, un nuevo motivo para unirse. Y el deseo de
vivir en sociedad es la cuarta ley natural.
CAPÍTULO
III: De las leyes positivas.—Desde el momento en que los
hombres se reúnen en sociedad, pierden el sentimiento de su
debilidad; la igualdad en que se encontraban antes deja de
existir y comienza el estado de guerra.
Cada sociedad
particular se hace consciente de su fuerza, lo que produce un
estado de guerra de nación a nación. Los particulares,
dentro de cada sociedad, empiezan a su vez a darse cuenta de
su fuerza y tratan de volver en su favor las principales
ventajas de la sociedad, lo que crea entre ellos el estado de
guerra.
Estos dos
tipos de estado de guerra son el motivo de que se establezcan
las leyes entre los hombres. Considerados como habitantes de
un planeta tan grande que tiene que abarcar pueblos
diferentes, los hombres tienen leyes que rigen las relaciones
de estos pueblos entre sí: es el derecho de gentes. Si se les
considera como seres que viven en una sociedad que debe
mantenerse, tienen leyes que rigen las relaciones entre los
gobernantes y los gobernados: es el derecho político.
Igualmente tienen leyes que regulan las relaciones existentes
entre todos los ciudadanos: es el derecho civil.
El derecho de
gentes se funda en el principio de que las distintas naciones
deben hacerse, en tiempo de paz, el mayor bien, y en tiempo de
guerra el menor mal posible, sin perjuicio de sus verdaderos
intereses.
El objeto de
la guerra es la victoria; el de la victoria, la conquista; el
de la conquista, la conservación. De este principio y del que
precede deben derivar todas las leyes que constituyan el
derecho de gentes.
Todas las
naciones tienen un derecho de gentes; lo tienen incluso los
iroqueses que, aunque se comen a sus prisioneros, envían y
reciben embajadas y conocen derechos de la guerra y de la paz.
El mal radica en que su derecho de gentes no está
fundamentado en los verdaderos principios.
Además del
derecho de gentes que concierne a todas las sociedades, hay un
derecho político para cada una de ellas. Una sociedad no
podría subsistir sin Gobierno. La reunión de todas las
fuerzas particulares, dice acertadamente Gravina, forma lo que
se llama estado político.
La fuerza
general puede ponerse en manos de uno solo o en manos de
muchos. Algunos han pensado que el Gobierno de uno solo era el
más conforme a la naturaleza, ya que ella estableció la
patria potestad. Pero este ejemplo no prueba nada, pues si la
potestad paterna tiene relación con el poder de uno solo,
también ocurre que la potestad de los hermanos, una vez
muerto el padre, y la de los primos-hermanos, muertos los
hermanos, tiene relación con el gobierno de muchos. El poder
político comprende necesariamente la unión de varias
familias. Mejor sería decir, por ello, que el Gobierno más
conforme a la naturaleza es aquél cuya disposición
particular se adapta mejor a la disposición del pueblo al
cual va destinado.
Las fuerzas
particulares no pueden reunirse sin que se reúnan todas las
voluntades. «La reunión de estas voluntades—dice también
Gravina—es lo que se llama estado civil.»
La ley, en
general, es la razón humana en cuanto gobierna a todos los
pueblos de la tierra; las leyes políticas y civiles de cada
nación no deben ser más que los casos particulares a los que
se aplica la razón humana. Por ello, dichas leyes deben ser
adecuadas al pueblo para el que fueron dictadas, de tal manera
que sólo por una gran casualidad las de una nación pueden
convenir a otra.
Es preciso
que las mencionadas leyes se adapten a la naturaleza y al
principio del Gobierno establecido, o que se quiera
establecer, bien para formarlo, como hacen las leyes
políticas, o bien para mantenerlo, como hacen las leyes
civiles.
Deben
adaptarse a los caracteres físicos del país, al clima
helado, caluroso o templado, a la calidad del terreno, a su
situación, a su tamaño, al género de vida de los pueblos
según sean labradores, cazadores o pastores. Deben adaptarse
al grado de libertad que permita la constitución, a la
religión de los habitantes, a sus inclinaciones, a su
riqueza, a su número, a su comercio, a sus costumbres y a sus
maneras.
Finalmente,
las leyes tienen relaciones entre sí; con sus orígenes, con
el objeto del legislador y con el orden de las cosas sobre las
que se legisla. Las consideraremos bajo todos estos puntos de
vista.
Lo que me
propongo hacer en esta obra es examinar todas estas relaciones
que, juntas, forman lo que se llama el espíritu de las leyes
(...).
La causalidad
física y su influencia sobre la sociedad
(Del Espíritu
de las Leyes, 3ª parte, libro XIV)
CAPÍTULO I:
Idea general.—Si es verdad que el carácter del alma y las
pasiones del corazón son muy diferentes según los distintos
climas, las leyes deberán ser relativas a la diferencia de
dichas pasiones y de dichos caracteres..
CAPÍTULO II:
Los hombres son diferentes según los diversos climas.—El
aire frío contrae las extremidades de las fibras exteriores
de nuestro cuerpo; ello aumenta su actividad y favorece el
retorno de la sangre desde las extremidades al corazón.
Disminuye además la longitud de dichas fibras, por lo que su
fuerza queda aumentada. El aire cálido, por el contrario,
relaja las extremidades de las fibras y las alarga, por lo que
su fuerza y su actividad disminuyen.
Así, pues,
el hombre tiene más vigor en los climas fríos: la acción
del corazón y la reacción de las extremidades de las fibras
se realizan con más facilidad, los liquidas se equilibran
mejor, la sangre fluye con más facilidad hacia el corazón y,
recíprocamente, el corazón tiene más potencia. Este
incremento de fuerza debe producir muchos efectos, por
ejemplo: más confianza en sí mismo, es decir, más
valentía; mayor conciencia de la propia superioridad, es
decir, menor deseo de venganza; idea más afianzada de
seguridad, es decir, más franqueza, menos sospechas, menos
política y menos astucias. Finalmente, ello debe dar origen a
caracteres muy diferentes. Pongamos a un hombre en un lugar
caliente y cerrado: por las razones que acabo de exponer
experimentará un desfallecimiento muy grande del corazón. Si
en estas circunstancias le proponemos una acción atrevida,
creo que le encontraremos poco dispuesto a emprenderla; su
debilidad presente produce el desaliento en su alma y temerá
todo porque se da cuenta de que no puede nada. Los pueblos de
los países cálidos son tímidos como los ancianos; los de
los países fríos son valientes como los jóvenes. Si fijamos
nuestra atención en las últimas guerras que son las que
tenemos más a la vista y en las que podemos observar mejor
ciertos efectos leves, imperceptibles de lejos, veremos
fácilmente que los pueblos del Norte, trasladados a los
países del Sur, no han llevado a cabo tan bellas acciones
como sus compatriotas, los cuales, combatiendo en su propio
clima, disponían de todo su arrojo.
La fuerza de
las fibras de los pueblos del Norte hace que extraigan de los
alimentos los jugos más bastos, de lo que se derivan dos
consecuencias: que por su gran superficie, las partes de quilo
o de la linfa pueden aplicarse mejor sobre las fibras y
nutrirlas mejor, y que, por su tosquedad, son menos apropiadas
para dotar de sutilidad al jugo nervioso. Estos pueblos
tendrán, pues, gran corpulencia pero poca vivacidad.
Cada uno de
los nervios que llegan de todas partes al tejido de nuestra
piel está constituido por un haz. Normalmente sólo actúa
una parte infinitamente pequeña del nervio, y no todo él. En
los países cálidos, donde el tejido de la piel está
relajado, los extremos de los nervios están desplegados y
expuestos a la mínima acción de los más débiles objetos.
En los países fríos el tejido de la piel está contraído y
las papilas comprimidas; los hacecillos están en cierto modo
paralizados, de manera que la sensación sólo pasa al cerebro
cuando es fuerte y cuando se ejerce en todo el nervio. Pero la
imaginación, el gusto, la sensibilidad, la vivacidad,
dependen de un número infinito de pequeñas sensaciones.
He examinado
el tejido exterior de una lengua de carnero por la parte en
que aparece, a simple vista, cubierta de papilas. Con un
microscopio he visto sobre dichas papilas unos pelillos o una
especie de pelusilla; entre las papilas había unas pirámides
que formaban en su extremo como pequeños pinceles. Es muy
posible que dichas pirámides sean el principal órgano del
gusto.
Hice congelar
la mitad de la lengua y, a simple vista, he notado que las
papilas habían disminuido notablemente; algunas filas de
ellas se habían metido incluso en sus fundas. Examinando el
tejido al microscopio ya no se velan las pirámides. Pero a
medida que la lengua se fue deshelando, las papilas se fueron
elevando a simple vista, viéndose reaparecer los mechones al
microscopio.
Esta
observación confirma mi opinión de que en los países fríos
los hacecillos nerviosos están menos desplegados, semiocultos
en sus fundas, donde quedan a cubierto de la acción de los
objetos exteriores. Las sensaciones son, pues, menos vivas.
En los
países fríos se tendrá poca sensibilidad para los placeres;
pero dicha sensibilidad será mayor en los países templados y
muy grande en los países cálidos. Del mismo modo que se
distinguen los climas según el grado de latitud, se podrían
distinguir también, por decirlo así, según los grados de
sensibilidad. He sido espectador de ópera en Inglaterra y en
Italia; los mismos actores interpretaban las mismas obras,
pero la misma música producía efectos tan diferentes en
ambas naciones, una tan sosegada y la otra tan apasionada, que
parece increíble.
Lo mismo
ocurrirá con el dolor, que tiene su origen en el
desgarramiento de alguna fibra de nuestro cuerpo. El autor de
la naturaleza ha dispuesto que el dolor sea más fuerte a
medida que el trastorno sea mayor; ahora bien, es evidente que
los cuerpos grandes, o las fibras toscas de los pueblos del
Norte, Son menos susceptibles de trastornos que las fibras
delicadas de los pueblos de países cálidos. Así, pues, en
dichos países el alma es menos sensible al dolor: hay que
desollar a un moscovita para que sienta algo
Con la
delicadeza de órganos propia de los habitantes de países
cálidos, el alma se conmueve grandemente por todo lo que se
relaciona con la unión de los dos sexos: todo conduce a este
fin.
En los climas
nórdicos apenas se hace sensible lo físico del amor; en los
climas templados, el amor, acompañado por mil accesorios, se
hace agradable por cosas que parecen ser amor, pero que aún
no lo son; en los climas más cálidos se ama al amor por sí
mismo: es la única causa de felicidad, es la vida.
En los
países del sur, una máquina delicada, débil pero sensible
se entrega a un amor que nace y se extingue sin cesar en un
serrallo, o bien a un amor que, al disponer las mujeres de
mayor independencia, está expuesto a mil perturbaciones.
En los
países del Norte, una máquina sana y bien constituida, pero
pesada, encuentra el placer en todo aquello que puede poner el
espíritu en movimiento: la caza, los viajes, la guerra y el
vino. Encontraréis en los climas nórdicos pueblos con pocos
vicios, bastantes virtudes y mucha sinceridad y franqueza.
Pero si nos acercamos a los países del Sur nos parecerá que
nos alejamos de la moral: las pasiones más vivas
multiplicarán los delitos y cada uno tratará de tomar sobre
los demás todas las ventajas que puedan favorecer dichas
pasiones. En los países templados veremos pueblos
inconstantes en sus maneras y hasta en sus vicios y virtudes;
el clima no tiene una cualidad lo bastante definida como para
hacerlos más constantes.
El calor del
clima puede ser tanto, que el cuerpo se encuentre sin vigor.
En tal caso el abatimiento pasará también al espíritu: no
habrá curiosidad, ni noble empresa alguna, ni sentimientos
generosos; las inclinaciones serán todas pasivas, la pereza
constituirá la felicidad, los castigos serán menos
difíciles de soportar que la actitud del alma, y la
esclavitud menos insoportable que la fuerza de espíritu
necesaria para guiarse por sí mismo (...).
Las distintas
necesidades en los diferentes climas han dado origen a los
diferentes modos de vida, y éstos, a su vez, han dado origen
a las diversas especies de leyes. En una nación donde los
hombres se relacionan mucho unos con otros harán falta leyes
determinadas; pero harán falta otras distintas en un pueblo
donde no haya apenas relación entre los hombres (...).
CAPÍTULO XI:
De las leyes que se relacionan con las enfermedades propias
del clima.—Herodoto nos dice que las leyes de los judíos
sobre la lepra se habían tomado de la práctica de los
egipcios. En efecto, las mismas enfermedades pedían los
mismos remedios. Dichas leyes eran desconocidas para los
griegos y los primeros romanos, así como la enfermedad de la
lepra. El clima de Egipto y de Palestina las hizo necesarias,
y la facilidad con que esta enfermedad se propaga nos debe
hacer comprender la sabiduría y la previsión de dichas
leyes.
Nosotros
mismos hemos experimentado sus efectos: Las Cruzadas nos
habían traído la lepra, pero los prudentes reglamentos que
se hicieron impidieron su propagación a la masa del pueblo
(...).
(Del Espíritu
de las Leyes, libro XVII)
CAPÍTULO II:
Diferencias de los pueblos en lo referente al valor.—Hemos
dicho que los grandes calores enervan la fuerza y el valor de
los hombres, y que hay en los climas fríos cierto vigor del
cuerpo y del espíritu que predispone a los hombres para
acciones largas, penosas, grandes y atrevidas. Comprobamos
esta diferencia no sólo entre unas naciones y otras, sino
también en distintas zonas dentro de un mismo país. Los
pueblos del norte de la China son más valerosos que los del
sur; los pueblos del sur de Corea no lo son tanto como los del
norte.
No hay, pues,
que extrañarse de que la cobardía de los pueblos del Sur sea
casi siempre la causa de su esclavitud, mientras que el valor
de los pueblos del Norte sea lo que les hace mantenerse
libres. Son efectos que derivan de una causa natural.
Lo mismo
ocurre en América: los imperios despóticos de Méjico y
Perú estaban localizados en los trópicos, mientras que casi
todos los pequeños pueblos libres habitaban y habitan aún
hacia los Polos.
CAPÍTULO VI:
Otra causa física de la esclavitud de Asia y de la libertad
de Europa.—En Asia ha habido siempre grandes imperios; en
Europa no han podido nunca subsistir. Ello se debe a que el
Asia que conocemos tiene mayores llanuras, está dividida por
los mares en fragmentos mucho más grandes, y como está más
al Sur, las fuentes se agotan más fácilmente, las montañas
están menos cubiertas de nieve y los ríos son menos
caudalosos, formando así barreras más franqueables.
El poder debe
ser siempre despótico en Asia, pues si la servidumbre no
fuese extremada, se produciría una división que la
naturaleza del país no podría soportar.
En Europa la
división natural forma varios Estados de mediana extensión,
en los cuales el gobierno de las leyes no es incompatible con
la conservación del Estado, sino que, por el contrario, es
tan favorable que, sin ellas, dicho Estado caería en
decadencia y quedaría en inferioridad con respecto a todos
los demás.
Esto es lo
que ha dado origen al espíritu de libertad que dificulta la
sumisión de cada una de las partes a una potencia extranjera,
a no ser por las leyes y la utilidad de su comercio.
Por el
contrario, en Asia reina un espíritu de servidumbre que nunca
la ha abandonado, de modo que en la historia de aquellos
países no se puede encontrar un solo rasgo que sea indicio de
un alma libre: nunca podremos ver más que el heroísmo de la
esclavitud.
(Del Espíritu
de las Leyes, libro XVIII)
CAPÍTULO I:
Cómo influye sobre las leyes la naturaleza del suelo.—La
buena calidad de las tierras de un país establece en él la
dependencia de manera natural. Los campesinos, que constituyen
la parte principal del pueblo, no son muy celosos de su
libertad, ya que están demasiado ocupados con sus asuntos
Particulares. En el campo, donde se producen bienes en
abundancia, se teme el pillaje y los ejércitos. «¿Quiénes
forman el buen partido?—preguntaba Cicerón a Ático—.
¿Serán acaso los comerciantes y campesinos, a menos que
pensemos que se oponen a la Monarquía, ellos, indiferentes a
todo Gobierno desde el momento en que se sienten tranquilos?»
Así, pues,
encontraremos con frecuencia el Gobierno de uno solo en los
países fértiles y el Gobierno de varios en los que no lo
son, lo cual es a veces una compensación.
La aridez del
suelo del Ática estableció allí el Gobierno popular; la
fertilidad del de Lacedemonia, el Gobierno aristocrático,
pues en aquel tiempo nadie quería en Grecia el Gobierno de
uno solo; ahora bien, el Gobierno aristocrático es el más
parecido al Gobierno de uno solo (...).
CAPÍTULO II:
Continuación del mismo tema.—Los países fértiles son
llanuras donde no se puede disputar nada al más fuerte: todos
se someten a él y, una vez sometidos, es imposible recobrar
el espíritu de libertad; los bienes del campo son una prenda
de la fidelidad. En los países montañosos se puede conservar
lo que se tiene, pero es muy poco lo que hay que conservar. La
libertad, es decir, el Gobierno de que se disfruta, es el
único bien que merece defenderse. Así, pues, hay más
libertad en los países montañosos y abruptos que en aquellos
que parecen más favorecidos por la Naturaleza.
Los
habitantes de las montañas conservan un Gobierno más
moderado porque no están expuestos a la conquista. Se
defienden fácilmente y se les ataca con dificultad: reunir y
llevar hasta allí las municiones de guerra y boca necesarias,
supone grandes gastos, pues el país no las suministra. Así,
pues, es más difícil hacerles la guerra y más arriesgado
emprenderla. Apenas tienen allí objeto las leyes que se hacen
con vistas a la seguridad del pueblo.
CAPÍTULO
III: Cuáles son los países más cultivados.—Los países no
están cultivados según el grado de su fertilidad, sino
según su libertad. Si dividimos la tierra mentalmente nos
asombraremos al ver, casi siempre, desiertos en las zonas más
fértiles, y grandes pueblos allí donde parece que el terreno
lo niega todo.
Es natural
que un pueblo abandone un país malo para buscar otro mejor, y
no que abandone uno bueno para buscar otro peor. La mayor
parte de las invasiones van a recaer, pues, en los países
creados por la Naturaleza para ser felices. Y como nada está
más cerca de la invasión que la devastación, los mejores
países suelen estar despoblados mientras que el espantoso
país del Norte está siempre habitado, por la única razón
de que es casi inhabitable (...).
CAPÍTULO IV:
Nuevos efectos de la fertilidad y la aridez del país.—La
aridez del suelo hace a los hombres industriosos, sobrios,
curtidos en el trabajo, valientes y aptos para la guerra, pues
es preciso que busquen lo que la tierra les niega. La
fertilidad de un país da, junto con la comodidad, cierta
blandura y cierto amor por la conservación de la vida.
Se ha
observado que las tropas alemanas reclutadas en lugares donde
los campesinos son ricos, como en Sajonia, no son tan buenas
como las otras. Las leyes militares podrán remediar este
inconveniente por medio de una severa disciplina.
CAPÍTULO V:
De los pueblos insulares.—Los pueblos insulares tienden más
a la libertad que los pueblos del continente. Las islas tienen
generalmente una extensión pequeña; no es fácil que una
parte del pueblo pueda oprimir a la otra; el mar los separa de
los grandes imperios y la tiranía no puede auxiliarse
Los
conquistadores se ven detenidos por el mar; de ese modo los
insulares no son envueltos en la conquista y conservan más
fácilmente sus leyes.
CAPÍTULO VI:
De los países formados por la industria de los hombres.—Los
países que son habitables gracias a la industria de los
hombres y que necesitan de dicha industria para existir,
prefieren el Gobierno moderado. Hay principalmente tres de
este tipo: las dos hermosas provincias de Kiang-Nam y Tche-Kiang
en China, Egipto y Holanda (...).
CAPÍTULO
VII: De las obras de los hombres.—Los hombres han hecho la
tierra más apta para vivir en ella gracias a sus cuidados y a
sus buenas leyes. Vemos correr ríos allí donde antes había
lagos y pantanos, y esto es un bien que no ha hecho la
Naturaleza, pero que ella conserva (...).
Del mismo
modo que las naciones destructoras causan males que duran más
que ellas, hay naciones industriosas que producen beneficios
que no se terminan con ellas.
CAPÍTULO
VIII: Relación general de las leyes.—Las leyes guardan
estrecha relación con el modo en que el pueblo se procura el
sustento. Un pueblo que se dedica al comercio y al mar
necesita un código de leyes más extenso que uno que se
limita a cultivar sus tierras. Este necesita uno mayor que el
pueblo que vive del pastoreo. Y este último necesita uno
mayor que un pueblo que viva de la caza.
CAPÍTULO IX:
Del suelo de América.—La causa de que haya tantas naciones
salvajes en América, es que la tierra produce por sí misma
muchos frutos con que poder alimentarse. Si las mujeres
cultivan una parcela de tierra alrededor de su cabaña,
plantan maíz en primer lugar La caza y la pesca acaban de
poner a todos en la abundancia. Además, los animales que
pastan, como los bueyes, búfalos, etc., se crían mejor que
los animales carnívoros, los cuales han tenido su imperio en
África.
Creo que en
Europa no tendríamos todas estas ventajas si se dejasen las
tierras sin cultivar: sólo se darían bosques de roble y
otros árboles improductivos.
CAPÍTULO X:
Del número de habitantes con relación al modo de procurarse
el sustento.—Cuando las naciones no cultivan las tierras, la
proporción en que se encuentra su número de habitantes es la
siguiente: el número de los salvajes en un país donde no se
cultivan las tierras es al número de labradores en uno donde
se cultivan, como el producto de un terreno inculto es al
producto de un terreno cultivado. Cuando el pueblo que cultiva
la tierra cultiva también las artes, la proporción que
guardan pediría muchos detalles.
Tales pueblos
no pueden formar una gran nación. Si son pastores necesitan
un país extenso para poder subsistir en gran número; si son
cazadores, son menos numerosos y forman, para vivir, una
nación más pequeña.
Su país
está por lo común cubierto de bosques, y como los hombres no
han dado salida a las aguas, está lleno do pantanos, donde
cada horda se acantona formando una pequeña nación.
(Del Espíritu
de las Leyes, libro XXIII)
CAPÍTULO I:
De los hombres y los animales con relación a la
multiplicación de su especie.—Las hembras de los animales
tienen más o menos una fecundidad constante. Pero en la
especie humana, la manera de pensar, el carácter, las
pasiones, las fantasías, los caprichos, la idea de conservar
la belleza, la molestia del embarazo y la de una familia
demasiado numerosa, alteran la propagación de mil maneras.
CAPÍTULO XI:
De la dureza del Gobierno.—Las personas que no tienen nada
en absoluto, como los mendigos, tienen muchos hijos. La razón
es que se encuentran en el caso de los pueblos jóvenes: no le
cuesta nada al padre legar su oficio a sus hijos que son ya,
al nacer, instrumentos de dicho oficio. Estas gentes se
multiplican en un país rico o supersticioso, porque no sufren
las cargas de la sociedad, sino que son ellos los que
constituyen una carga para la sociedad. Pero los que son
pobres por vivir en un Gobierno duro, los que miran sus
tierras más como pretexto para vejaciones que como fundamento
de su subsistencia, tienen pocos hijos Carecen de alimento,
¿cómo podrían pensar en compartirlo?; no pueden cuidarse en
sus enfermedades ¿cómo podrían criar niños aquejados
continuamente de esa enfermedad que es la infancia?
La ligereza
para hablar y la incapacidad para examinar, es lo que ha hecho
decir que cuanto más pobres son los súbditos, más numerosas
son las familias; que cuanto más cargados están de
impuestos, mejor pueden pagarlos: dos sofismas que han perdido
siempre a las Monarquías y que las perderán para siempre.
La dureza del
Gobierno puede llegar a destruir los sentimientos naturales
por medio de los mismos sentimientos naturales. ¿Acaso no
abortaban las mujeres americanas para que sus hijas no
tuviesen amos tan crueles?
CAPÍTULO
XVI: De las miras del legislador sobre la propagación de la
especie.—Los reglamentos sobre el número de los ciudadanos
dependen mucho de las circunstancias. Hay países donde la
Naturaleza lo ha hecho todo y, por consiguiente, el legislador
no tiene nada que hacer. ¿Para qué incitar a la propagación
por las leyes, si la fecundidad del clima da bastante
población? A veces el clima es más favorable que el terreno;
el pueblo se multiplica, pero el hambre lo destruye: es el
caso de China, donde los padres venden a sus hijas y exponen a
sus hijos. Las mismas causas, producen en Tonkín los mismos
efectos, y para explicar esto no hay que recurrir a la
creencia en la metempsicosis, como hacen los viajeros árabes,
de los que Renaudot nos ha dado la relación.
Por los
mismos motivos, la religión de Formosa no permite a las
mujeres traer hijos al mundo hasta los treinta y cinco años:
antes de esa edad, una sacerdotisa las hace abortar.
CAPÍTULO
XIV: De las producciones de la tierra que requieren más o
menos hombres.—Los países de pastos están poco poblados,
porque son pocas las personas que encuentran ocupación en
ellos; las tierras de pan llevar ocupan más hombres, y los
viñedos muchísimos más.
En Inglaterra
ha habido con frecuencia quejas de que el aumento de los
pastos hacía disminuir el número de habitantes, y se observa
en Francia que la gran cantidad de viñedos es una de las
causas importantes de su gran población.
Los países
en que las minas de carbón proporcionan materias
combustibles, tienen la ventaja sobre los demás de que no
necesitan bosques, pudiéndose cultivar todas las tierras.
En los
lugares donde se da el arroz, son necesarios muchos trabajos
para regular las aguas, y así se da trabajo a mucha gente.
Además, para atender a la subsistencia de una familia se
necesitan menos tierras que en los países donde se cultivan
otros granos, y, finalmente, la tierra que se emplea en otros
lugares para el alimento de los animales, sirve en éstos
inmediatamente para la subsistencia de los hombres, pues el
trabajo que realizan los animales en otros países, lo hacen
allí los hombres, y el cultivo de la tierra se convierte así
en una inmensa manufactura.
CAPÍTULO XV:
Del número de habitantes con relación a las industrias.—Cuando
existe una ley agraria, y las tierras están repartidas con
igualdad, el país puede estar muy poblado, aunque disponga de
pocas industrias, ya que cada ciudadano encuentra con qué
alimentarse en el trabajo de su tierra, y todos los ciudadanos
juntos consumen todos los frutos del país. Esto es lo que
ocurría en algunas antiguas repúblicas.
Pero en
nuestros Estados actuales, los terrenos están distribuidos
con desigualdad, producen más frutos de los que pueden
consumir quienes los cultivan; si se descuidan las industrias,
dándose solo importancia a la agricultura, el país no puede
estar poblado. Los que cultivan o hacen cultivar, tienen
frutos de sobra y nada les obliga a trabajar al año
siguiente: los frutos no serían consumidos por las gentes
ociosas,. pues éstas no tendrían con qué comprarlos. Es
preciso, pues, que se establezcan las industrias para que los
frutos sean consumidos por los labradores y los artesanos. En
una palabra, estos Estados necesitan que muchas personas
cultiven más de lo que precisan, y para ello hay que
inspirarles deseos de tener cosas superfluas que sólo pueden
proporcionar los artesanos.
Las
máquinas, cuyo objeto es abreviar la industria, no son
siempre útiles. Si una obra tiene un precio medio, que
conviene igualmente al que la compra como al obrero que la ha
hecho, las máquinas que simplificarían su manufactura, es
decir, que disminuirían el número de operarios, serían
perniciosas; si los molinos de agua no se hubieran establecido
en todas partes, yo no los creería tan útiles como dicen,
porque han dejado ociosos una infinidad de brazos, han privado
a mucha gente del uso de las aguas y han hecho perder la
fertilidad a muchas tierras.
CAPÍTULO
XXVIII: Cómo se puede remediar la despoblación.—Cuando un
Estado se encuentra despoblado por accidentes particulares
como guerras, pestes o hambre, hay recursos para repoblarlo.
Los hombres que quedan pueden conservar el amor al trabajo y a
la industria, pueden tratar de reparar las desgracias, y la
misma calamidad los hará más industriosos. Pero el mal e
casi incurable cuando la despoblación tiene su origen
profundo y remoto el un vicio interior o en un mal Gobierno.
Los hombres han perecido, en ese caso por una enfermedad
insensible y habitual: nacidos en la inacción y en la
miseria, en la violencia y en los prejuicios del Gobierno, se
han visto destruir, sin comprender siquiera las causas de su
destrucción. Los países devastados por el despotismo o por
las excesivas ventajas del clero sobre los laicos constituyen
dos grandes ejemplos.
Para
restablecer un Estado despoblado de este modo, se esperaría
en vano el socorro de los niños que podrían nacer. Ya no es
el momento; los hombres, en su desierto, están sin ánimo y
sin industria. Con tierras para alimentar a un pueblo, apenas
tienen con qué alimentar a una familia. El bajo pueblo, en
estos países, ni siquiera tiene parte en su miseria, es
decir, en las tierras incultas que abundan por todas partes.
El clero, el príncipe, las ciudades, los grandes y algunos
ciudadanos principales, han ido adueñándose de todo el
territorio y éste queda inculto; las familias destruidas les
han dejado los pastos y al trabajador no le queda nada.
En esta
situación habría que hacer en toda la extensión del imperio
lo que los romanos hacían en una parte del suyo: practicar en
los períodos de escasez lo que ellos observaban en la
abundancia; distribuir tierras a todas las flameas que no
tienen nada, procurarles medios para roturarlas y cultivarlas.
Esta distribución debería hacerse en el momento en que
existiera un hombre para recibirla, de manera que no hubiera
un momento perdido para el trabajo.
El comercio
(Del Espíritu
de las Leyes, libro XX)
CAPÍTULO II.
Del espíritu del comercio.—El efecto natural del comercio
es la paz. Dos naciones que negocian entre si se hacen
recíprocamente dependientes: si a una le interesa comprar, a
la otra le interesa vender; y ya sabemos que todas las uniones
se fundamentan en necesidades mutuas
Pero si el
espíritu de comercio une a las naciones, no une en la misma
medida a los particulares. En los países dominados solamente
por el espíritu del comercio se trafica con todas las
acciones humanas y con todas las virtudes morales las cosas
más pequeñas, incluso las que pide la humanidad, se hacen o
se dan por dinero.
El espíritu
de comercio produce en los hombres cierto sentido de la
justicia estricta, opuesto, por un lado, al pillaje y, por
otro, a aquellas virtudes mora les que hacen a los hombres
poco rígidos cuando se trata de sus propios intereses, y
descuidados cuando se trata de los intereses ajenos
La privación
total del comercio produce, por el contrario, el pillaje
incluido por Aristóteles entre los modos de adquirir. Su
espíritu no es opuesto ciertas virtudes morales, como, por
ejemplo, la hospitalidad, rara en los países comerciantes,
pero muy extendida entre los países que se dedican al
pillaje. (...)
El espíritu
general
(Del Espíritu
de las Leyes, libro XIX)
CAPÍTULO IV.
Qué es el espíritu general.—Varias cosas gobiernan a los
hombres. El clima, la religión, las leyes, las máximas del
Gobierno, los tiemblos de las cosas pasadas, las costumbres y
los hábitos, de todo lo cual resulta un espíritu general.
A medida que
una de esas causas actúa en cada nación, con más fuerza,
las otras ceden en proporción. La naturaleza y el clima
dominan casi exclusivamente en los países salvajes; los
hábitos gobiernan a los chinos; las leyes tiranizan el
Japón; las costumbres daban el tono antiguamente en
Lacedemonia, las máximas del Gobierno y las costumbres
antiguas lo daban en Roma.
CAPÍTULO V
Hay que tener mucho cuidado de no cambiar el espíritu general
de una nación.—Si hubiera una nación en el mundo que
tuviera humor sociable, corazón abierto, alegría de vivir,
gusto, facilidad de comunicar su pensamiento, que fuese vivaz,
agradable, a veces imprudente, a menudo indiscreta, y que
tuviese además valentía, generosidad, franqueza y cierto
pundonor, no se deberían poner estorbos a sus hábitos,
mediante leyes, para no estorbar a sus virtudes. Si el
carácter es bueno en general, no importa que tenga algunos
defectos.
En estas
naciones se podría contener a las mujeres, hacer leyes para
corregir sus costumbres y limitar su lujo, pero ¿quién sabe
si con ello se perdería cierto gusto que constituye una
fuente de riqueza para la nación y cierta cortesía que atrae
a los extranjeros?
Corresponde
al legislador acomodarse al espíritu de la nación, siempre
que no sea contrario a los principios del Gobierno, pues nada
hacemos mejor que aquello que hacemos libremente y dejándonos
llevar por nuestro carácter natural.
Que no se dé
un espíritu de pedantería a una nación naturalmente alegre,
el Estado no ganaría nada con ello, ni interna, ni
externamente. Dejadla que haga seriamente las cosas frívolas
y alegremente las cosas serias.
CAPÍTULO VI:
No hay que corregir todo.—«Que nos dejen como somos»
decía un hidalgo de cierta nación muy parecida al país del
que acabamos de dar una idea. La naturaleza lo enmienda todo.
Nos ha dado una vivacidad capaz de ofender y propia para
faltar a todo miramiento; pero esta vivacidad va corregido por
la cortesía que nos proporciona, al inspirarnos gusto por el
mundo, y, sobre todo, por el trato con las mujeres.
Que nos dejen
como somos. Nuestras cualidades indiscretas, unidas a nuestra
poca malicia, no hacen convenientes entre nosotros las leyes
que ponen trabas al humor sociable.
CAPÍTULO
VIII: Efectos del temperamento sociable.—Cuanto más se
coman can los pueblos, más cambian de hábitos, porque cada
uno constituye un espectáculo para el otro y se ven mejor las
singularidades de los individuos. El clima que hace que a una
nación le guste comunicarse con otra, hace también que le
guste cambiar; y lo que hace que a una nación le guste
cambiar hace también que se forme el gusto (...).
CAPÍTULO IX:
De la vanidad y el orgullo de las naciones.—La vanidad es un
estímulo para el Gobierno, tan bueno como peligroso el
orgullo. Para darse cuenta de ello no hay más que recordar,
por una parte, los beneficios incontables que resultan de la
vanidad, como son el lujo, la industria, las artes, la moda,
la cortesía y el gusto, y, por otra parte, los males
infinitos que derivan del orgullo de ciertas naciones, como la
pereza, la pobreza, el abandono de todo, la destrucción de
las naciones que el azar ha hecho caer en sus manos, y la ya
propia. La pereza es consecuencia del orgullo; el trabajo se
deriva de la vanidad el orgullo de un español le inducirá a
no trabajar, mientras que la vanidad de un francés le
estimulará a trabajar mejor que los demás.
Toda nación
perezosa es solemne, pues los que no trabajan se consideran
soberanos de los que trabajan.
Si examinamos
todas las naciones, veremos que, en la mayoría, van a la par
a solemnidad, el orgullo y la pereza (...).
CAPÍTULO XI:
Reflexión.—No he dicho esto para disminuir en nada la
distancia infinita que hay entre los vicios y las virtudes,
¡no lo quiera Dios! Sólo he querido hacer comprender que, no
todos los vicios políticos son vicios morales, y que no todos
los vicios morales son vicios políticos, cosa que no deben
ignorar los que hacen leyes opuestas al espíritu general.
Montesquieu: Del
Espíritu de las Leyes. Trad. de M. Blázquez y P. de
Vega. Madrid: Tecnos.
Jean-Jacques
Rousseau
El malestar
de la cultura
(Prefacio al Discurso
sobre el origen de la desigualdad entre los hombres)
¡Oh hombre,
de cualquiera región que seas, cualesquiera que sean tus
opiniones, escucha! He aquí tu historia, tal cual yo he
creído leerla no en los libros de tus semejantes que son
falaces, sino en la naturaleza que no miente nunca. Todo
cuanto sea de ella, será verdadero. No habrá de falso sino
lo que yo ya puesto de mi cosecha sin querer. Los tiempos de
que voy a hablar están muy lejanos ¡Cuánto has cambiado de
como eras! Por así decir, es la vida de tu especie lo que te
voy a describir según las cualidades que recibiste, que tu
educación y tus hábitos han podido depravar, pero que no han
podido destruir. Siento que hay una edad en la que el hombre
individual querría detenerse; tu buscarás la edad en que
desearías que tu especie se hubiera detenido Descontento de
tu estado presente, por razones que anuncian a tu desventurada
posteridad mayores descontentos aún, quizá querrías poder
retroceder; y este sentimiento debe hacer el elogio de tus
primeros antepasados, la critica de tus contemporáneos y el
espanto de quienes tengan la desgracia de vivir después que
tú. (...)
Lo que la
reflexión nos enseña en esto lo confirma completamente la
observación: el hombre salvaje y el hombre civilizado
difieren tanto por el fondo del corazón y las inclinaciones
que lo que hace la felicidad suprema del uno reduciría al
otro a la desesperación. El primero no respira sino reposo y
libertad, sólo quiere vivir y permanecer ocioso, y ni
siquiera la ataraxia misma del estoico se acerca a su profunda
indiferencia por cualquier otro objeto. Por el contrario, el
ciudadano, siempre activo, suda, se agita, se atormenta sin
cesar en busca de ocupaciones aún más laboriosas: trabaja
hasta la muerte, corre incluso a ella para ponerse en
condiciones de vivir, o renuncia a la vida para adquirir la
inmortalidad. Corteja a los grandes que odia y a los ricos que
desprecia; no escatima nada para obtener el honor de
servirles; se lacta orgullosamente de su bajeza y de la
protección de ellos y, orgulloso de su esclavitud, había con
desdén de los que no tienen el honor de compartirla. ¡Qué
espectáculo para un Caribe los penosos y envidiados trabajos
de un ministro europeo! ¡Cuántas muertes crueles no
preferiría ese indolente salvaje al horror de una vida
semejante que a menudo no está siquiera dulcificada por el
placer de obrar bien! Mas, para ver la meta de tantos
cuidados, sería preciso que esas palabras, podar y
reputación, tuvieran un sentido en su espíritu, que
aprendiese que hay una clase de hombres que tienen en mucho
las miradas del resto del universo, que saben ser felices y
estar contentos de sí mismos con el testimonio de otro más
que con el suyo propio. Tal es, en efecto, la verdadera causa
de todas estas diferencias: el salvaje vive en sí mismo; el
hombre sociable siempre fuera de si no sabe vivir más que en
la opinión de los demás, y, por así decir, es del solo
juicio ajeno de donde saca el sentimiento de su propia
existencia. No corresponde a mi tema mostrar cómo de
semejante disposición nace tanta indiferencia para el bien y
para el mal, pese a discursos tan hermosos de moral; cómo al
reducirse todo a las apariencias, todo se convierte en
ficticio y fingido: honor, amistad, virtud, y con frecuencia
hasta los vicios mismos, de los que finalmente se encuentra el
secreto de glorificarse; cómo, en una palabra, al pedir
siempre a los demás lo que nosotros somos y no atreviéndonos
a preguntarnos sobre ello a nosotros mismos, en medio de tanta
filosofía, humanidad, educación y máximas sublimes, no
tenemos más que un exterior engañoso y frívolo, honor sin
virtud, razón sin sabiduría, y placer sin dicha. Me basta
con haber probado que no radica ahí el estado original del
hombre y que es únicamente el espíritu de la sociedad y la
desigualdad que ella engendra los que así cambian y alteran
todas nuestras inclinaciones naturales. (...)
Un autor
célebre, tras calcular los bienes y los males de la vida
humana y comparar las dos sumas, ha hallado que la última
sobrepasaba en mucho a la otra y que, todo considerado, la
vida era para el hombre un regalo bastante malo. No estoy
sorprendido por su conclusión; ha deducido todos sus razona;
mientas de la constitución del hombre civil: si se hubiera
remontado hasta e hombre natural, puede creerse que habría
hallado resultados muy diferentes, que se habría percatado de
que el hombre no tiene otros males que aquellos que él mismo
se ha dado, y que la naturaleza habría quedado justificada.
No sin esfuerzo hemos conseguido volvernos tan desgraciados.
Cuando por un lado se consideran los inmensos trabajos de los
hombres, tantas ciencias profundizadas, tantas artes
inventadas, tantas fuerzas empleadas, abismos colmados,
montañas allanadas, rocas rotas, ríos hechos navegables,
tierras roturadas, lagos excavados, marismas desecadas,
edificios enormes levantados sobre la tierra, la mar cubierta
de bajeles y de marineros, y por otro lado se investigan con
cierta reflexión las verdaderas ventajas que han resultado de
todo esto para la felicidad de la especie humana, no puede uno
sino quedar afectado por la sorprendente desproporción que
reina entre estas cosas, y deplorar la ceguera del hombre que,
para alimentar su loco orgullo y no sé qué vana admiración
por sí mismo, le hace correr ardorosamente tras todas las
miserias de que es susceptible, y que la bienhechora
naturaleza había tomado la precaución de apartar de él.
Los hombres
son malvados; una triste y continua experiencia nos dispensa
de probarlo; sin embargo, el hombre es naturalmente bueno,
creo haberlo demostrado; ¿qué es, pues, lo que puede haberlo
depravado hasta ese punto sino los cambios sobrevenidos en su
constitución, los progresos que ha hecho y los conocimientos
que ha adquirido? Que admiren cuanto quieran la sociedad
humana, no será por ello menos cierto que necesariamente
conduce a los hombres a odiarse entre si en la medida en que
sus intereses se cruzan, a prestarse mutuamente servicios
aparentes y a hacerse en la práctica todos los males
imaginables. ¿Qué puede pensarse de un trato en que la
razón de cada particular le dicta máximas directamente
contrarias a las que la razón pública predica al cuerpo de
la sociedad, y en el que cada cual halla su provecho en la
desgracia del prójimo? Quizá no haya ni un solo hombre
acomodado a quien herederos ávidos, y a menudo sus propios
hijos no deseen en secreto la muerte, ni un bajel en el mar
cuyo naufragio no fuera una buena nueva para algún
negociante, ni una casa que un deudor de mala fe no quisiera
ver arder con todos los papeles que contiene, ni un pueblo que
no se regocije con los desastres de sus vecinos. Así es como
hallamos nuestro provecho en el perjuicio de nuestros
semejantes, y como la pérdida de uno hace casi siempre la
prosperidad del otro.
Comparad sin
prejuicios el estado del hombre civil con el del hombre
salvaje e investigad, si podéis, dejando a un lado su maldad,
sus necesidades y sus miserias, cuántas nuevas puertas abrió
el primero al dolor y a la muerte. Si consideráis los pesares
de alma que nos consumen, las pasiones violentas que nos
agotan y desalan, los trabajos excesivos con que los pobres
están sobrecargados, la molicie aún más peligrosa a que se
abandonan los ricos, y que hace que unos mueran por sus
necesidades y otros por sus excesos; si pensáis en as
monstruosas mezclas de alimentos, en sus perniciosas
condimentaciones, en los productos corrompidos, en las drogas
falsificadas, en las bribonadas de quienes las venden, en los
errores de quienes las administran, en el veneno de los vasos
en que se preparan, si prestáis atención a las enfermedades
epidémicas causadas por el aire malsano entre multitudes de
hombres apiñados, a las que ocasionan la delicadeza de
nuestra manera de vivir, el paso alterno del interior de
nuestras casas al aire libre, el uso de vestidos puestos y
quitados con demasiada poca precaución, y todos los cuidados
que nuestra excesiva sensualidad ha convertido en hábitos
necesarios, cuya privación o negligencia nos cuesta al punto
la vida o la salud, si ponéis en la lista los incendios y los
terrenos que, consumiendo o destruyendo ciudades enteras,
hacen perecer sus habitantes por millares; en una palabra, si
reunís los peligros que todas estas causas amontonan
continuamente sobre nuestras cabezas, sentiréis cuán caro
nos hace pagar la naturaleza el desprecio que hemos hecho de
sus lecciones.
El estado de
naturaleza
(Discurso
sobre el origen de la desigualdad)
El más útil
y menos avanzado de todos los conocimientos humanos me parece
ser el del hombre, y me atrevo a decir que la sola
inscripción templo de Delfos contenía un precepto más
importante y más ducal que todos los gruesos libros de los
moralistas. Por eso considero el tema de este Discurso como
una de las cuestiones más interesantes que la filosofía
puede proponer, y, desgraciadamente para nosotros, como una de
las más espinosas que los filósofos puedan resolver. Porque,
¿cómo conocer la fuente de la desigualdad entre los hombres
si no se empieza por conocerles a ellos mismos. ¿Y cómo
conseguirá el hombre verse tal cual lo ha formado la
naturaleza, a troves de todos los cambios que la sucesión de
los tiempos y de las cosas ha debido producir en su
constitución original, y separar lo que atañe a su propio
fondo de lo que las circunstancias y sus progresos han
añadido o cambiado de su estado primitivo? Semejante a la
estatua de Glauco que el tiempo, la mar y las tormentas
habían desfigurado de tal manera que se parecía menos a un
dios que a una bestia feroz, el alma humana, alterada en el
seno de la sociedad por mil causas constantemente renacientes,
por la adquisición de una multitud de conocimientos y de
errores, por los cambios ocurridos en la constitución de los
cuerpos, y por el choque continuo de las pasiones, ha
cambiado, por así decir, de apariencia hasta el punto de ser
casi irreconocible; y en lugar de un ser que actúa siempre
por principios ciertos e invariables, en lugar de esa celeste
y majestuosa sencillez con que su autor lo había marcado, ya
sólo se encuentra el disforme contraste de la pasión que
cree razonar y del entendimiento en delirio.
Lo que hay de
más cruel todavía es que todos los progresos de la especie
humana la alejan sin cesar de su estado primitivo; cuantos
más conocimientos nuevos acumulamos, tanto más nos privamos
de los medios de adquirir el mas importante de todos: y es
que, en un sentido, a fuerza de estudiar al hombre nos hemos
puesto al margen de la posibilidad de conocerle.
Es fácil ver
que en estos cambios sucesivos de la constitución humana es
donde hay que buscar el primer origen de las diferencias que
distinguen a los hombres, los cuales, según la opinión
común, son por naturaleza tan Iguales entre si como lo eran
los animales de cada especie antes de que diversas causas
físicas hubieran introducido en algunos las variedades que
observamos. En efecto, es inconcebible que esos primeros
cambios, sea cual fuere el medio por el que hayan ocurrido,
hayan alterado a la vez y de la misma manera a todos los
individuos de la especie; pero mientras unos se perfeccionaban
o deterioraban, y conseguían diversas cualidades buenas o
malas que no eran inherentes a su naturaleza, otros
permanecieron mucho más tiempo en su estado original, y esa
fue entre los hombres la primera fuente de la desigualdad, lo
cual es más fácil de demostrar así en líneas generales que
determinar con precisión sus verdaderas causas.
Que mis
lectores no se imaginen, pues, que me atrevo a jactarme de
haber visto lo que tan difícil de ver me parece. He iniciado
algunos razonamientos, he aventurado algunas conjeturas, menos
con la esperanza de resolver la cuestión que con la
intención de aclararla y de reducirla a su verdadero estado
fácilmente otros podrán ir más lejos por la misma ruta, sin
que le sea fácil a nadie llegar al término. Porque no es
liviana empresa separar lo que hay de originario y de
artificial en la naturaleza actual del hombre, ni conocer bien
un estado que ya no existe, que quizá no haya existido, que
probablemente no existirá jamás, y del que sin embargo es
necesario tener nociones precisas para juzgar bien nuestro
estado presente (...).
Concibo en la
especie humana dos clases de desigualdad; una, que yo llamo
natural o física, porque se halla establecida por la
naturaleza, y que consiste en la diferencia de las edades, de
la salud, de las fuerzas del cuerpo, y de las cualidades del
espíritu, o del alma; otra, que se puede llamar desigualdad
moral, o poética, porque depende de una especie de
convención, y se halla estableada, o al menos autorizada, por
el consentimiento de los hombres Consiste ésta en los
diferentes privilegios de que algunos gozan en perjuicio de
otros, como el de ser más ricos, más respetados, más
poderosos que ellos, o incluso el de hacerse obedecer.
No puede uno
preguntarse cuál es la fuente de la desigualdad natural,
porque la respuesta se hallaría enunciada en la simple
definición de la palabra. Menos se puede aún buscar si
habría alguna vinculación esencial entre esas dos
desigualdades; porque eso sería preguntar en otros términos
si quienes mandan valen necesariamente más que quienes
obedecen, y si la fuerza del cuerpo o del espíritu, la
sabiduría o la virtud, se hallan siempre en los mismos
individuos proporcionadas al poder o a la riqueza: cuestión
buena quizá para ser debatida entre esclavos escuchados por
sus amos, pero que no conviene a los hombres razonables y
libres que buscan la verdad.
¿De qué se
trata entonces exactamente en este Discurso? De señalar en el
progreso de las cosas el momento en que, sucediendo el derecho
a la violencia la naturaleza fue sometida a la ley; de
explicar por qué encadenamiento de prodigios pudo el fuerte
decidirse a servir al débil, y el pueblo a comprar una
tranquilidad ideal al precio de una felicidad real.
Los
filósofos que han examinado los fundamentos de la sociedad
han sentido la necesidad de remontarse hasta el estado de
naturaleza, pero ninguno ha llegado hasta él. Unos no han
vacilado en suponer en el hombre en ese estado a noción de lo
justo y de lo injusto, sin preocuparse de mostrar si debió
tener esa noción, ni siquiera si le fue útil. Otros han
hablado del derecho natural que cada cual tiene de conservar
lo que le pertenece, sin explicar lo que entendían ellos por
pertenecer; otros, otorgando desde el primer momento a la más
fuerte autoridad sobre el más débil, han hecho nacer al
punto el gobierno, sin pensar en el tiempo que debió
transcurrir antes de que el sentido de las palabras autoridad
y gobierno pudiera existir entre los hombres. Finalmente
todos, hablando sin cesar de necesidad, de avidez, de
opresión, de deseos y de orgullo, han transferido al estado
de naturaleza ideas que habían cogido en la sociedad.
Hablaban del hombre salvaje y pintaban al hombre civil.
Origen de las
sociedades
(Discurso
sobre el origen de la desigualdad)
El primero al
que, tras haber cercado un terreno, se le ocurrió decir esto
es mio y encontró personas lo bastante simples para creerle,
fue el verdadero fundador de la sociedad civil. ¡Cuántos
crímenes, guerras, asesinatos, miserias y horrores no habría
ahorrado al género humano quien, arrancando las estacas o
rellenando la zanja, hubiera gritado a sus semejantes:
«¡Guardaos de escuchar a este impostor!; estáis perdidos si
olvidáis que los frutos son de todos y que la tierra no es de
nadie!» Pero es lógico suponer que, para entonces, las cosas
habían llegado ya al punto de no poder durar como estaban;
porque esa idea de propiedad, dependiente de muchas ideas
anteriores que sólo han podido nacer sucesivamente, no se
formó de golpe en el espíritu humano. Hubo que hacer muchos
progresos, adquirir mucha industria y luces, transmitirlas y
aumentarlas de edad en edad antes de llegar a este último
término del estado de naturaleza. Tomemos, por tanto, las
cosas de más arriba y tratemos de reunir desde un solo punto
de vista esta lenta sucesión de acontecimientos y de
conocimientos, en su orden más natural.(...).
El primer
sentimiento del hombre fue el de su existencia; su primer
cuidado, el de su conservación. Los productos de la tierra le
proporcionaban todos los socorros necesarios, el instinto lo
llevó a usarlos. El hambre y otros apetitos le hacían
probar, una tras otra, diversas maneras de existir, y hubo una
que le invitó a perpetuar su especie; y esta inclinación
ciega, desprovista de todo sentimiento del corazón, no
producía más que un acto puramente animal. Satisfecha la
necesidad, los dos sexos ya no se reconocían, y el hijo mismo
no era nada para la madre tan pronto como podía prescindir de
ella.
Tal fue la
condición del hombre al nacer; tal fue la vida de un animal
limitado al principio a las puras sensaciones, y que a duras
penas aprovechaba los dones que le ofrecía la naturaleza,
lejos todavía de pensar él en arrancarle nada; pero pronto
se presentaron dificultades, hubo que aprender a vencerlas: la
altura de los árboles que le impedía alcanzar sus frutos, la
competencia de los animales que buscaban alimentarse con
ellos, la ferocidad de los que amenazaban su propia vida, todo
lo obligó a aplicarse a ejercicios corporales; hubo de
volverse ágil, rápido en la carrera, vigoroso en el combate.
Las armas naturales que son las ramas de árbol y las piedras
se hallaron pronto en su mano. Aprendió a superar los
obstáculos de la naturaleza, a combatir en caso de necesidad
con los demás animales, a disputar su subsistencia a los
hombres mismos, o a resarcirse de lo que había que ceder al
más fuerte.
A medida que
el género humano se extendió, las penalidades se
multiplicaron con los hombres. La diferencia de los terrenos,
de los climas, de las estaciones, pudo forzarlos a
introducirla en sus maneras de vivir. Años estériles,
inviernos largos y rudos, estíos ardientes que consumen todo,
exigieron de ellos una nueva industria. En las orillas del
mar, y de los ríos, inventaron la caña y el anzuelo, y se
convirtieron en pescadores e ictiófagos. En las selvas,
hicieron arcos y flechas, y se convirtieron en cazadores y
guerreros. En los países fríos se cubrieron con las pieles
de las bestias que habían matado. El rayo, un volcán, o
algún venturoso azar, les hizo conocer el fuego, nuevo
recurso contra el rigor del invierno; aprendieron a conservar
este elemento, luego a reproducirlo, y, finalmente, a preparar
con él las carnes que antes devoraban crudas.
Esta
aplicación reiterada de seres diversos para consigo mismo, y
de los unos para con los otros, debió engendrar naturalmente
en el espíritu del hombre percepciones de determinadas
relaciones. Estas relaciones que nosotros expresamos por las
palabras grande, pequeño, fuerte, débil, rápido, lento,
miedoso, audaz, y otras ideas parecidas, comparadas en la
necesidad y casi sin pensarlo, produjeron en él finalmente
una especie de reflexión, o, mejor, una prudencia mecánica
que le indicaba las precauciones más necesarias para su
seguridad.
Las nuevas
luces que resultaron de este desarrollo aumentaron su
superioridad sobre los demás animales, haciéndosela conocer.
Se ejercitó en tenderles trampas, los engañó de mil
maneras, y aunque muchos lo superaban en fuerza en el combate,
o en rapidez en la carrera, de aquellos que podían servirle o
perjudicarle llegó a convertirse, con el tiempo, en dueño de
unos y azote de los otros. Así fue como la primera mirada que
dirigió sobre sí mismo produjo el primer movimiento de
orgullo; así fue como sabiendo apenas distinguir aún las
categorías, y contemplándose en la primera por su especie,
se preparaba de antemano a pretenderla para su individualidad.
Instruido por
la experiencia de que el amor del bienestar es el único
móvil de las acciones humanas, se halló en situación de
distinguir las raras ocasiones en que el interés común
debía hacerle contar con la ayuda de sus semejantes, y
aquellas, más raras aún, en que la competencia debía
hacerle desconfiar de ellos. En el primer caso se unía con
ellos en tropel, o todo lo más mediante alguna especie de
asociación libre que no obligaba a nadie, y que sólo duraba
lo que la necesidad pasajera que la había formado. En el
segundo caso buscaba sacar su provecho, bien a viva fuerza si
creía poder hacerlo, bien con maña y sutileza si se sentía
el más débil.
He ahí cómo
insensiblemente pudieron adquirir los hombres alguna tosca
idea de los compromisos mutuos, y de la ventaja de cumplirlos,
pero sólo mientras podía exigirlo el interés presente y
sensible; porque la previsión nada era para ellos, y, lejos
de ocuparse de un futuro remoto, no pensaban siquiera en el
día siguiente. Si se trataba de coger un ciervo, todos
sentían de sobra que para ello debían guardar fielmente su
pisto; pero si una liebre acertaba a pasar al alcance de uno
de ellos, no hay que dudar de que la perseguía sin
escrúpulos, y que una vez alcanzada su presa se preocupaba
muy poco de que por su culpa, los compañeros perdiesen la
suya.
Es fácil
comprender que semejante trato no exigía un lenguaje mucho
más refinado que el de las cornejas o el de los simios, que
se agrupan de forma más o menos semejante. Gritos
inarticulados, muchos gestos y algunos ruidos imitativos
debieron componer durante mucho tiempo la lengua universal, a
la que se unían en cada comarca algunos sonidos articulados y
convencionales cuya institución, como ya se ha dicho, no es
demasiado fácil explicar: hubo lenguas particulares, pero
groseras, imperfectas y semejantes poco más o menos a las que
aún hoy tienen diversas naciones salvajes. Recorro como un
flecha multitudes de siglos, forzado por el tiempo que se
escurre, por la abundancia de cosas que tengo que decir y por
el progreso casi insensible de los comienzos; cuanto más
lentos en sucederse eran los acontecimientos, más rápidos
son de describir.
Estos
primeros progresos pusieron finalmente al hombre en situación
de hacerlos más rápidos. Cuanto más se ilustraba el
espíritu, tanto más se perfeccionó la industria. Dejando
pronto de recogerse bajo el primer árbol, o de retirarse a
las cavernas, aparecieron algunas clases de hachas de piedras
duras y cortantes, que sirvieron para cortar madera, cavar la
tierra, y hacer chozas de ramajes, que enseguida se les
ocurrió endurecer con arcilla y barro. Fue ésta la época de
una primera revolución que dio lugar al establecimiento y a
la diferenciación de las familias, y que introdujo una
especie de propiedad; de ahí quizá nacieron ya muchas
querellas y combates. Sin embargo, como los más fuertes
fueron verosímilmente los primeros en hacerse alojamientos
que se sentían capaces de defender, es de creer que a los
débiles les pareció más rápido y más seguro imitarles que
intentar desalojarlos; y en cuanto a los que ya tenían
cabañas, no debieron tener demasiadas intenciones de
apropiarse de la de su vecino, no tanto porque no le
pertenecía como porque le resultaba inútil y porque no
podía apoderarse de ella sin exponerse a un combate
encarnizado con la familia que la ocupaba.
Las primeras
manifestaciones del corazón fueron el efecto de una
situación nueva que reunía en una habitación común a
maridos y mujeres, a padres e hijos; el hábito de vivir
juntos hizo nacer los más dulces sentimientos que hayan
conocido los hombres, el amor conyugal y el amor paternal.
Cada familia se convirtió en una pequeña sociedad tanto
mejor unida cuanto que el apego recíproco y la libertad eran
sus únicos vínculos; y es entonces cuando se establece la
primera diferencia en la manera de vivir de los dos sexos, que
hasta aquí sólo tenían una. Las mujeres se volvieron más
sedentarias y se acostumbraron a guardar la cabaña y los
hijos, mientras que el hombre iba a buscar la subsistencia
común. Los dos sexos comenzaron además, a perder, por una
vida algo más muelle, algo de su ferocidad y de su vigor:
pero si cada cual por separado se hizo menos apto para
combatir a las bestias salvajes, a cambio fue más fácil
reunirse para resistirles en común.
En este nuevo
estado, con un vida sencilla y solitaria, con unas necesidades
muy limitadas, y con los instrumentos que habían inventado
para proveer a ellas, los hombres, que gozaban de grandísimo
ocio, lo emplearon en procurarse diversas clases de
comodidades desconocidas por sus padres; y éste fue el primer
yugo que se impusieron sin darse cuenta, y la primera fuente
de males que prepararon a sus descendientes; porque además de
que continuaron así ambientando el cuerpo y el espíritu, por
haber perdido por el hábito esas comodidades casi todo su
encanto y haber degenerado al mismo tiempo en verdaderas
necesidades, su privación resultó mucho más cruel de lo
dulce que les fuera su posesión, y eran infelices al
perderlas, sin haber sido felices al poseerlas (...).
Aquí se
advierte algo mejor cómo el uso de la palabra se establece o
perfecciona insensiblemente en el seno de cada familia, y
hasta puede conjeturarse cómo pudieron extender el lenguaje
diversas causas particulares y acelerar su progreso
haciéndolo más necesario. Grandes inundaciones o terremotos
rodearon de aguas o de precipicios cantones habitados;
revoluciones del globo desgajaron y cortaron en islas
porciones del continente. Es fácilmente concebible que entre
hombres así acercados y forzados a vivir juntos debiera
formarse un idioma común mejor que entre aquellos que erraban
libremente en las selvas de tierra firme. Así, es muy posible
que tras sus primeros ensayos de navegación los insulares
introdujeran entre nosotros el uso de la palabra; y es por lo
menos muy verosímil que la sociedad y las lenguas hayan
nacido en las islas y se hayan perfeccionado allá antes de
ser conocidas en el continente.
Todo comienza
a cambiar de aspecto. Los hombres errantes hasta aquí por las
selvas, tras haber tomado un asiento más fijo, se acercan
lentamente, se reúnen en diversos grupos, y forman finalmente
en cada comarca una nación particular, unida en costumbres y
caracteres no por reglamentos ni leyes, sino por el mismo
género de vida y de alimentos, y por la influencia común del
clima. Una vecindad permanente no puede dejar de engendrar en
última instancia alguna unión entre diversas familias.
Jóvenes de diferentes sexos habitan cabañas vecinas, el
pasajero trato que exige la naturaleza los lleva pronto a otro
no menos dulce y más permanente por la frecuentación mutua.
Se acostumbran a considerar diferentes objetos y a hacer
comparaciones; adquieren insensiblemente ideas de mérito y de
belleza que producen sentimientos de preferencia. A fuerza de
verse, no pueden ya prescindir de seguir viéndose. Un
sentimiento tierno y dulce se insinúa en el alma, y a la
menor oposición se vuelve furor impetuoso: los celos se
despiertan con el amor; la discordia triunfa y la más dulce
de las pasiones recibe sacrificios de sangre humana.
A medida que
las ideas y los sentimientos se suceden, que la mente y el
corazón se ejercitan, el género humano continúa
amasándose, las relaciones se extienden y se estrechan los
vinculas. Solían reunirse delante de la cabañas o en torno a
un gran árbol: el canto y la danza, verdaderos hijos del amor
y del tiempo libre, se convirtieron en la diversión o, mejor,
la ocupación de hombres y mujeres ociosos y agrupados. Todos
comenzaron a mirar a los demás y a querer ser mirado uno
mismo, y la estima pública tuvo un precio. Aquél que cantaba
o danzaba el mejor; el más bello, el más fuerte, el más
diestro o el más elocuente se convirtió en el más
considerado, y éste fue el primer paso hacia la desigualdad,
y hacia el vicio al mismo tiempo: de estas primeras
preferencias nacieron, por un lado, la vanidad y el desprecio,
por otro, la vergüenza y la envidia; y la fermentación
causada por estas nuevas levaduras produjo finalmente
compuestos funestos para la dicha y la inocencia.
Tan pronto
como los hombres hubieron comenzado a apreciarse mutuamente, y
tan pronto como la idea de la consideración se formó en su
espíritu, todos pretendieron tener derecho a ella, y ya no
fue posible que impunemente le faltara a nadie. De ahí
salieron los primeros deberes de la civilidad, incluso entre
salvajes, y de ahí toda sinrazón voluntaria se convirtió en
ultraje, porque en el mal que resultaba de la injuria el
ofendido vela el desprecio de su persona, más insoportable
con frecuencia que el mal mismo. Así es como, castigando cada
cual el desprecio que se le había manifestado de modo
proporcionado al caso que hacía de sí mismo, las venganzas
se volvieron terribles y los hombres sanguinarios y crueles.
He ahí precisamente el grado a que había llegado la mayoría
de los pueblos salvajes que nos son conocidos, y por culpa de
haber distinguido suficientemente las ideas, y observado cuán
lejos estaban ya esos pueblos del primer estado de naturaleza
es por lo que algunos se han apresurado a concluir que el
hombre es naturalmente cruel y que hay necesidad de
organización para dulcificarlo, cuando nada hay tan dulce
como él en su estado primitivo, cuando, colocado por
naturaleza a igual distancia de la estupidez de los brutos y
de las luces funestas del hombre civilizado, y limitado
igualmente por el instinto y por la razón a protegerse del
mal que lo amenaza, es moderado por la piedad natural a no
hacer mal a nadie, sin nunca ser acatado a ello por nada, ni
siquiera después de haberlo recibido él. Porque según el
axioma del sabio Locke, no podría haber injuria, donde no hay
propiedad.
Pero hay que
observar que la sociedad iniciada y las relaciones ya
establecidas entre los hombres exigían en ellos cualidades
diferentes de aquellas que tenían en su constitución
primitiva: que al comenzar a introducirse la moralidad en las
acciones humanas, y por ser cada uno, antes de las leyes,
único juez y vengador de las ofensas que había recibido, la
bondad convincente al puro estado de naturaleza ya no era la
que convenía a la sociedad naciente; que era preciso que los
castigos se volviesen más severos a medida que las ocasiones
de ofender se volvían más frecuentes, y que tocaba al terror
a las venganzas ocupar el lugar del freno de las leyes. Así,
aunque los hombres se hubieran vuelto menos pacientes, y
aunque la piedad natural hubiera sufrido ya alguna
alteración, este periodo del desarrollo de las facultades
humanas, manteniendo un justo medio entre la indolencia del
estado primitivo y la impetuosa actividad de nuestro amor
propio, debió ser la época más feliz y más durable. Cuanto
más se piensa en ello, más se llega a la conclusión de que
ese estado era al menos sujeto a revoluciones, el mejor para
el hombre, y que sólo debió salir de él por algún funesto
azar que, en bien de la utilidad común no hubiera debido
ocurrir jamás. El ejemplo de los salvajes, que han sido
hallados casi todos en este punto, parece confirmar que el
género humano estaba hecho para quedarse siempre en él, que
ese estado es la verdadera juventud del mundo, y que todos los
progresos ulteriores han sido, en apariencia, otros tantos
pasos hacia la perfección del individuo, y en realidad, hacia
la decrepitud de la especie.(...)
Mientras los
hombres se contentaron con sus cabañas rústicas, mientras se
limitaron a coser sus vestidos de pieles con espinas de
plantas o raspas, a adornarse con plumas y con conchas, a
pintarse el cuerpo de diversos colores, a perfeccionar o
embellecer sus arcos y sus flechas, a tallar con piedras
afiladas algunas canoas de pescadores o algunos groseros
instrumentos de música; en una palabra, mientras sólo se
aplicaron a obras que podía hacer uno solo y a artes que no
necesitaban del concurso de varias manos, vivieron libres,
sanos, buenos y felices tanto como podían serlo por su
naturaleza, y continuaron gozando entre ellos de las dulzuras
de un trato independiente: pero desde el instante en que un
hombre tuvo necesidad del socorro de otro, desde que se dio
cuenta de que era útil para uno solo tener provisiones para
dos, la igualdad desapareció, se introdujo la propiedad, el
trabajo se hizo necesario y las vastas selvas se trocaron en
campiñas risueñas que hubo que regar con el sudor de los
hombres, Y en las que pronto se vio la esclavitud y la miseria
germinar y crecer con las mieses.
La metalurgia
y la agricultura fueron las dos artes cuyo invento produjo
esta gran revolución. Para el poeta son el oro y la plata,
pero para el filósofo son el hierro y el trigo los que
civilizaron a los hombres y perdieron al género humano; uno y
otro eran desconocidos de los salvajes de América que por eso
permanecieron siempre como tales; los demás pueblos parecen,
incluso, haber permanecido bárbaros mientras practicaron una
de estas artes sin la otra; y quizá una de las mejores
razones de que Europa haya sido, si no antes al menos más
constantemente y mejor civilizada que las demás partes del
mundo, es que es a un tiempo la más abundante en hierro y la
más fértil en trigo.
Es muy
difícil conjeturar cómo llegaron los hombres a conocer y
emplear el hierro; porque no es verosímil que por sí mismos
hayan pensado en sacar la materia de la mina y darle las
preparaciones necesarias para ponerla en fusión antes de
saber lo que resultaría. Por otro lado, mucho menos se puede
atribuir este descubrimiento a algún incendio accidental,
puesto que las minas no se forman más que en lugares áridos
y desprovistos de árboles y de plantas, de suerte que se
diría que la naturaleza había tomado precauciones para
sustraernos ese fatal secreto. No queda, pues, más que la
circunstancia extraordinaria de algún volcán, que, vomitando
materias metálicas en fusión, habría dado a los
observadores la idea de imitar esa operación de la
naturaleza; aun así hay que suponerles mucho valor y
previsión para emprender un trabajo tan penoso y prever de
tan lejos las ventajas que podían sacar de ello; lo cual
apenas si cuadra únicamente a espíritus más ejercitados de
lo que ellos debían ser.
En cuanto a
la agricultura, su principio fue conocido mucho tiempo antes
de que su práctica se estableciese, y apenas es posible que
hombres ocupados constantemente en sacar su subsistencia de
los árboles y las plantas, no tuvieran desde muy temprano
idea de las vías que la naturaleza emplea para la generación
de los vegetales; pero su industria probablemente sólo se
volvió muy tarde hacia ese lado, bien porque los árboles,
que con la caza y la pesca proveían a su nutrición, no
tenían necesidad de sus cuidados, bien por desconocer el uso
del trigo, bien por falta de instrumentos para cultivarlo,
bien por falta de previsión para la necesidad futura, bien
finalmente por falta de medios para impedir a los demás
apropiarse del fruto de su trabajo. Una vez aumentada su
industria, puede creerse que con piedras aguzadas y estacas
puntiagudas comenzaron cultivando algunas legumbres o raíces
en torno de sus cabañas, mucho tiempo antes de que supieran
preparar el trigo y de tener los instrumentos necesarios para
el cultivo masivo, sin contar con que, para entregarse a esta
ocupación y sembrar las tierras, hay que decidirse a perder
antes algo para ganar mucho luego; precaución muy alejada de
la capacidad mental del hombre salvaje que, como he dicho,
bastante tiene con pensar Por la mañana en sus necesidades de
la tarde.
La invención
de las demás artes fue, pues, necesaria para forzar al
género humano a aplicarse a la de la agricultura. Desde que
hubo menester de hombres para fundir y forjar el hierro, hubo
menester de otros hombres para nutrir a aquellos. Cuanto más
llegó a multiplicarse el número de obreros, menos manos se
emplearon en proveer a la subsistencia común, sin que por
ello hubiera menos bocas para consumir; y como unos
necesitaran productos a cambio de su hierro, los otros
hallaron por fin el secreto de emplear el hierro en la
multiplicación de los productos. De ahí nacieron, por un
lado, el laboreo y la agricultura, y por otro, el arte de
trabajar los metales y de multiplicarse sus usos.
Del cultivo
de tierras se siguió necesariamente su reparto, y de la
propiedad, una vez reconocida, las primeras reglas de
justicia: porque para dar a cada uno lo suyo es preciso que
cada cual pueda tener algo; además, al empezar a poner los
hombres sus miras en el futuro y verse todos con algunos
bienes que perder, ninguno había que no tuviera que temer
para sí la represalia de los daños que pudiera causar a
otro. Este origen es tanto más natural cuanto que es
imposible concebir la idea de la propiedad surgiendo de otra
parte que de la mano de obra; porque no se ve cómo, para
apropiarse cosas que no ha hecho, puede poner en ellas algo
más que su, trabajo. Sólo el trabajo es el que, dando
derecho al cultivador sobre el producto de la tierra que ha
laborado, se lo da consecuentemente sobre el suelo, a menos
hasta la recolección, y así de año en año, lo cual, al
hacer continua una posesión se transforma fácilmente en
propiedad.
Las cosas, en
este estado, hubieran podido permanecer iguales si los
talentos hubieran sido iguales y si, por ejemplo, el empleo
del hierro y el consumo de alimentos hubieran estado siempre
en exacto equilibrio; pero la proporción, que nada mantenía,
pronto fue rota; el más fuerte hacia más labor; el más
diestro sacaba mejor partido de la suya; el más ingenioso
hallaba medios para abreviar el trabajo; el campesino tenia
más necesidad de hierro, o el forjador más necesidad de
trigo y, trabajando lo mismo, el uno ganaba mucho mientras el
otro apenas tenia para vivir. Así es como la desigualdad
natural se despliega insensiblemente con la de combinación, y
como las diferencias de los hombres, desarrolladas por las de
las circunstancias, se vuelven más sensibles, más
permanentes en sus efectos, y comienzan a influir en igual
proporción sobre el destino de los particulares.
La crítica
de la sociedad. La desigualdad económica y la guerra
(Discurso
sobre el origen de la desigualdad)
He aquí,
pues, todas nuestras facultades desarrolladas, la memoria y la
imaginación en juego, el amor propio interesado, la razón
vuelta activa y el espíritu llegado casi al término de la
perfección de que es susceptible. He aquí todas las
cualidades naturales puestas en acción, el rango y la suerte
de cada hombre establecidos no sólo con arreglo a la cantidad
de bienes y al poder de servir o de perjudicar, sino con
arreglo al espíritu, la belleza, la fuerza o la destreza, con
arreglo al mérito y los talentos; y siendo estas cualidades
las únicas que podían conseguir la consideración, pronto
hubo que tenerlas o afectarlas, en provecho propio hubo que
mostrarse diferente de lo que uno era en efecto. Ser y parecer
llegaron a ser dos cosas totalmente diferentes, y de esta
distinción salieron el fausto imponente, la ausencia falaz y
todos los vicios que son su cortejo. Por otro lado, de libre e
independiente que era antes el hombre, helo ahí sometido por
una multitud de nuevas necesidades, por así decir, a toda la
naturaleza, y sobre todo a sus semejantes de los que se hace
esclavo en cierto sentido, incluso aunque se vuelva su amo;
rico, necesita sus servicios; pobre, necesita sus ayudas; y la
medianía no le pone en situación de prescindir de ellos. Es
preciso por tanto que trate constantemente de interesarlos en
su suerte, y de hacerles encontrar, en realidad o en
apariencia, beneficio propio trabajando por el suyo: lo cual
lo hace trapacero y artificioso con unos, imperioso y duro con
otros, y lo pone en la necesidad de abusar de todos aquellos
que necesita cuando no puede hacerse temer y cuando no redunda
en interés propio servirlos con utilidad. Finalmente, la
ambición devoradora, el ansia de elevar su fortuna relativa,
menos por necesidad auténtica que por ponerse por encima de
los demás, inspiran a todos los hombres una negra
inclinación a perjudicarse mutuamente, una envidia secreta,
tanto más peligrosa cuanto que para hacer su jugada con mayor
seguridad adopta a menudo la máscara de la benevolencia; en
una palabra, competencia y rivalidad por un lado, por otro
oposición de intereses y siempre el oculto deseo de lograr un
beneficio a costa del otro, todos estos males son el primer
efecto de la propiedad y el cortejo inseparable de la
desigualdad naciente.
Antes de que
se hubieran inventado los signos representativos de las
riquezas, apenas podían éstas consistir en otra que en
tierras y bestias, únicos bienes reales que los hombres
pueden poseer. Ahora bien, cuando las heredades se fueron
incrementando en número y en extensión al punto de cubrir
todo el suelo y de tocarse entre si, unas no pudieron
agrandarse más que a expensas de otras, y los supernumerarios
a quienes la debilidad o la indolencia había impedido
adquirirlas a su vez, vueltos pobres sin haber perdido nada
porque al cambiar todo en torno a ellos sólo ellos no habían
cambiado, fueron obligados a recibir o a arrebatar su
subsistencia de la mano de los ricos, y de ahí comenzaron a
nacer, según los diversos caracteres de unos y de otros, la
dominación y la servidumbre, o la violencia y las rapiñas.
Por su parte apenas conocieron los ricos el placer de dominar,
despreciaron pronto todos los demás, y sirviéndose de sus
antiguos esclavos para someter a otros nuevos, no pensaron
más que en sojuzgar y someter a sus vecinos, semejantes a
esos lobos hambrientos que habiendo gustado una vez carne
humana rechazan cualquier otro alimento y no quieren otra cosa
sino devorar hombres.
Así es como
haciendo los más poderosos o los más miserables de su fuerza
o de sus necesidades una especie de derecho a los bienes
ajenos, equivalente según ellos al de propiedad, a la
igualdad rota siguió el más horroroso desorden; así fue
como las usurpaciones de los ricos, los bandidajes de los
pobres, las pasiones desenfrenadas de todos, ahogando la
propiedad natural y la voz aún débil de la justicia,
volvieron a los hombres avaros, ambiciosos y malvados. Entre
el derecho del más fuerte y el derecho del primer ocupante se
alzaba un conflicto perpetuo que no terminaba sino mediante
combates y asesinatos. La sociedad naciente dio paso al más
horrible estado de guerra: el género humano, envilecido y
desolado, sin poder volver ya sobre sus pasos ni renunciar a
las desventuradas adquisiciones que había hecho, y trabajando
exclusivamente para vergüenza suya por el abuso de las
facultades que lo honran, se puso él mismo en vísperas de su
ruina.
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