Titulo: Lecturas de teoría
sociológica clásica
Profesor: Mario Domínguez Sánchez
Departamento de Sociología V/Teoría Sociológica
Curso 2000-2001
TEMA
2. La
Ilustración
Montesquieu
Jean-Jacques Rousseau
TEMA
3.
El saber enciclopédico: Hegel
TEMA
4.
El ideal del industrialismo: Saint-Simon
TEMA
5.
El positivismo: Comte
TEMA
6.
El evolucionismo universal: Spencer
TEMA
7.
Antiguo Régimen y Revolución: Tocqueville
TEMA
8.
La teoría social en Karl Marx
TEMA
9.
Socialistas, marxistas y anarquistas
TEMA
10. El
evolucionismo clásico y el darwinismo social
Tema 5. El positivismo
Auguste Comte
Significados de la palabra positivo
(Discurso preliminar sobre el espíritu
positivo)
Considerada en primer lugar en su acepción
más antigua y común, la palabra positivo designa lo real,
por oposición a lo quimérico: en este aspecto conviene
plenamente al nuevo espíritu filosófico, caracterizado así
como consagrado constantemente a las investigaciones
verdaderamente asequibles a nuestra inteligencia, con
exclusión permanente de los impenetrables misterios que la
embarazaron, especialmente en su infancia. En un segundo
sentido, muy próximo al precedente, pero distinto, indica el
contraste entre lo útil y lo inútil: recuerda así, en
filosofía, el debido destino de todas nuestras justas
especulaciones en pro de la mejora continua de nuestra
condición, individual y colectiva en lugar de la vana
satisfacción de una curiosidad estéril. Su tercer
significado usual señala la oposición entre la certeza y la
indecisión: indica así la aptitud característica de tal
filosofía para construir espontáneamente la armonía lógica
en el individuo y la comunión espiritual entre toda la
especie, en vez de aquellas dudas indefinidas y aquellas
discusiones interminables que necesariamente suscitaba el
antiguo régimen mental. Una cuarta acepción ordinaria,
frecuentemente confundida con la anterior, consiste en oponer
lo preciso a lo vago: este sentido recuerda la tendencia
constante del verdadero espíritu filosófico a obtener en
todo el grado de precisión compatible con la naturaleza de
los fenómenos y conforme con la exigencia de nuestras
verdaderas necesidades, mientras que la antigua manera de
filosofar conducía necesariamente a opiniones vagas, por no
implicar la indispensable disciplina y regirse por la
sumisión a una autoridad sobrenatural.
Hay que subrayar, por último, una quinta
aplicación, menos usada que las otras aunque igualmente
universal: el empleo de la palabra positivo como lo contrario
de negativo. En este sentido, indica una de las más eminentes
propiedades de la verdadera filosofía, mostrándola
especialmente destinada por su naturaleza no a destruir, sino
a organizar. Los cuatro caracteres generales que acabamos de
recordar la distinguen a la vez de todos los modos posibles
—teológicos o metafísicos—propios de la filosofía
inicial. Mas esta última significación, que indica una
tendencia continua del nuevo espíritu filosófico, ofrece hoy
especial importancia para caracterizar directamente una de sus
principales diferencias, no ya con el espíritu teológico,
que fue, durante mucho tiempo, orgánico, sino con el
espíritu metafísico propiamente dicho que jamás ha podido
ser más que critico. Cualquiera que haya sido, en efecto, la
acción disolvente de la ciencia real, siempre fue indirecta y
secundaria: su mismo defecto de sistematización ha impedido
hasta ahora que pudiera ser de otro modo, y el gran papel
orgánico que ahora se le confiere, se opondría en adelante a
tal atribución accesoria y superflua. La sana filosofía
rechaza radicalmente, es cierto, todas las cuestiones
necesariamente insolubles; pero, al explicar tal repudio,
evita negar algo respecto a ellas, pues ello contradiría a
ese desuso sistemático que debe, por sí solo, acarrear la
extinción de todas las opiniones verdaderamente
indiscutibles. Más imparcial y tolerante para con ellas, en
vista de su común indiferencia, que pudieran serlo sus
opuestos partidarios, se atiende a apreciar históricamente su
influencia respectiva, las condiciones de su duración y las
causas de su decadencia, sin pronunciar jamás negación
absoluta alguna, ni aun tratándose de las doctrinas más
antipáticas al estado actual de la razón humana entre los
pueblos cultos.
El único carácter esencial del nuevo
espíritu filosófico que no hemos especificado aún dentro de
la palabra positivo es su tendencia necesaria a sustituir en
todo a lo absoluto por lo relativo. Pero este gran atributo,
científico y lógico a la vez, es tan inherente a la
naturaleza fundamental de los conocimientos reales, que su
consideración general no tardará en unirse íntimamente a
los diversos aspectos que esta fórmula combina ahora, cuando
el moderno régimen intelectual, parcial y empírico hasta
aquí, pase en general al estado sistemático. La quinta
acepción que acabamos de apreciar es especialmente apropiada
para determinar esta última condensación del nuevo lenguaje
filosófico, plenamente constituido desde entonces, según la
evidente afinidad de las dos propiedades. Se concibe, en
efecto, que la naturaleza absoluta de las viejas doctrinas—teológicas
o metafísicas—determinase necesariamente a cada una de
ellas a resultar negativa respecto a todas las demás, so pena
de degenerar ella misma en un absurdo eclecticismo. Pero, al
contrario, la nueva filosofía, gracias a su genio relativo
puede apreciar siempre el valor propio de las teorías que le
sean más opuestas, sin acabar en vanas concesiones, capaces
de alterar la nitidez de sus miras o la firmeza de sus
decisiones.
Caracteres generales de la filosofía
positiva
(Del Discurso preliminar sobre el
conjunto del positivismo)
Considerando en su conjunto esta sumaria
apreciación del espíritu fundamental del positivismo, hay
que notar ahora que todos los caracteres esenciales de la
nueva filosofía se resumen espontáneamente en la
calificación que le apliqué desde su nacimiento. En efecto,
todas nuestras lenguas occidentales Concuerdan en indicar con
la palabra positivo y sus derivados los dos atributos de
realidad y utilidad, cuya combinación bastaría para definir
de aquí en adelante el verdadero espirito filosófico, que no
puede ser, en el fondo, sino el buen sentido generalizado y
sistematizado. Este mismo término recuerda también en todo
el Occidente las cualidades de certeza y precisión que
distinguen profundamente a la razón moderna de la antigua.
Una última acepción universal caracteriza sobre todo la
tendencia directamente orgánica del espíritu positivo,
separándole, a pesar de la alianza preliminar, del mero
espíritu metafísico, que sólo puede ser critico: se anuncia
así el destino social del positivismo, para reemplazar al
teologismo en el gobierno espiritual de la humanidad.
Esta quinta significación del titulo
esencial de la sana filosofía conduce naturalmente al
carácter siempre relativo del nuevo régimen intelectual, ya
que la razón moderna no puede dejar de ser critica frente al
pasado si no renuncia a todo principio absoluto. Cuando el
público occidental haya comprendido esta última conexión,
no menos real que las precedentes, aunque más escondida, lo
positivo vendrá a ser definitivamente inseparable de lo
relativo, como ya lo es de lo orgánico, lo preciso, lo
cierto, lo útil y lo real. En esta condensación gradual de
los principales titulas de la verdadera sabiduría humana en
torno de una feliz denominación, sólo falta la reunión,
necesariamente más tardía, de los atributos morales a los
simples caracteres intelectuales. Aunque hasta ahora esta
fórmula decisiva recordase sólo a éstos, la marcha natural
del movimiento moderno permite asegurar que la palabra
positivo tomará finalmente un destino aun más relativo al
corazón que al espíritu.
Esta última extensión se cumplirá cuando
se haya apreciado dignamente cómo, en virtud de esta
realidad, única que le caracteriza, el impulso positivo lleva
hoy a hacer prevalecer sistemáticamente el sentimiento sobre
la razón, asé como sobre la actividad. Por tal
transformación, el nombre de filosofía tomará para siempre
el noble destino inicial que recuerda su etimología y que
sólo se ha hecho realizable tras la reciente conciliación de
las condiciones morales con las mentales, de acuerdo a la
fundación definitiva de la verdadera ciencia social.
Objeto de la filosofía positiva
(Curso de filosofía positiva)
En el estado primitivo de nuestros
conocimientos no existe división regular alguna entre
nuestros trabajos intelectuales: todas las ciencias son
cultivadas simultáneamente por los mismos espíritus. Este
modo de organización de los estudios humanos—inevitable y
aun indispensable, como comprobaremos más tarde—cambia poco
a poco a medida que se desarrollan los diversos órdenes de
concepciones. Por una ley cuya necesidad es evidente, cada
rama del sistema científico se separa insensiblemente del
tronco cuando ha crecido lo suficiente como para sostener una
cultura independiente; es decir, cuando es capaz de poder
ocupar por sé sola la actividad permanente de algunas
inteligencias. A este reparto de las diversas clases de
investigaciones entre diversos grupos de sabios, debemos
evidentemente el desarrollo tan notable que ha tomado en
nuestros días cada rama de los conocimientos humanos y que
demuestra la imposibilidad, para los modernos, de aquella
universalidad de investigaciones especiales, tan fácil y
común en los tiempos antiguos. En una palabra, la división
del trabajo, intelectual, perfeccionada cada vez más, es uno
de los atributos característicos más importantes de la
filosofía positiva.
Pero, aun reconociendo los prodigiosos
resultados de esta división y aun viendo en ella la verdadera
base fundamental de la organización general del mundo sabio,
hay que comprender también los capitales inconvenientes que
engendra en su estado actual por la excesiva particularidad de
ideas que ocupan exclusivamente cada inteligencia individual.
Tan perjudicial efecto es hasta cierto punto inevitable, como
inherente al principio mismo de la división, es decir, que en
modo alguno llegaremos a igualar a los antiguos, cuya
superioridad en esto se basaba principalmente en el poco
desarrollo de sus conocimientos. Pero podemos—creo—por
medios convenientes, evitar los efectos más perniciosos de la
especialidad exagerada, sin perjudicar la influencia
vivificadora de la distribución de las investigaciones.
En efecto, basta hacer del estudio de las
generalidades científicas una gran especialidad más. Que una
nueva clase de sabios, preparados por una educación
conveniente, sin entregarse al cultivo especial de ninguna
rama particular de la filosofía natural y considerando las
diversas ciencias positivas en su estado actual, se ocupe
exclusivamente de determinar con precisión el espíritu de
cada una, de descubrir sus relaciones y su encadenamiento y de
resumir, si es posible, todos sus principios propios en el
menor número de principios comunes, ajustándose siempre o
las máximas fundamentales del método positivo. Que,
simultáneamente, los otros sabios, antes de entregarse a sus
respectivas especialidades, se dispongan, mediante una
educación que abarque el conjunto de los conocimientos
positivos, a aprovechar inmediatamente la Ilustración
extendida por estos sabios dedicados al estudio de las
generalidades, y unos y otros, recíprocamente, a rectificar
sus resultados, estado de cosas a que se aproximan de día en
día los sabios actuales.
Este es el destino que yo preveo para la
filosofía positiva en el sistema general de las ciencias
positivas propiamente dichas. (...)
Cuando se trata no sólo de saber lo que es
el método positivo, sino de tener de él un conocimiento lo
bastante claro y profundo como para utilizarlo efectivamente,
hay que considerarlo actuando: hay que estudiar las diversas y
grandiosas aplicaciones bien comprobadas que de él ha hecho
ya el espíritu humano. En una palabra, sólo es posible
llegar a él mediante el examen filosófico de las ciencias.
No es posible estudiar el método aisladamente de las
investigaciones en que se emplea, o resulta un estudio muerto,
incapaz de fecundar el espíritu que a él se dedique. Todo lo
real que de él se puede decir cuando se lo enfrenta en
abstracto, se reduce a generalidades tan vagas que en nada
Afluirán sobre el régimen intelectual. Si alguien establece
lógicamente que nuestros conocimientos deben fundarse en la
observación, que debemos proceder a veces de los hechos a los
principios y a veces de los principios a los hechos, u otros
aforismos análogos, conocerá mucho menos el método que si
ha estudiado un poco profundamente una sola ciencia positiva,
aun sin intención filosófica. Por haber desconocido este
hecho esencial, nuestros psicólogos son inducidos a tomar sus
ilusiones como ciencia, creyendo comprender el método
positivo por haber leído los preceptos de Bacon o los
discursos de Descartes.
No sé si más adelante se podrá hacer a
priori un verdadero curso de método totalmente independiente
del estudio filosófico de las ciencias; pero estoy seguro de
que hoy es irrealizable, pues los grandes procedimientos
lógicos no pueden aún ser explicados con la precisión
suficiente aisladamente de sus aplicaciones. Me atrevo a
añadir, además, que, aun cuando tal empresa pudiese
realizarse inmediatamente—lo que, en efecto, es concebible—,
sólo por el estudio de las aplicaciones regulares de los
procedimientos científicos podríamos llegar a formarnos un
buen sistema de hábitos intelectuales, objeto esencial del
método. (...)
Considerando, a través de este curso, la
sucesión de las diversas clases de fenómenos naturales,
haré resaltar cuidadosamente una ley filosófica muy
importante y totalmente inadvertida hasta hoy, cuya primera
aplicación quiero señalar aquí. Consiste en que, a medida
que los fenómenos que hay que estudiar son más complicados,
resultan más susceptibles, por su naturaleza, de medios de
exploración más extensos y variados, sin que, desde luego,
haya exacta compensación entre el crecimiento de las
dificultades y el aumento de éstos; por ello, a pesar de esta
armonía, las ciencias dedicadas a los fenómenos más
complejos—siguiendo la escala enciclopédica establecida
desde el comienzo de esta obra—son las más imperfectas.
Así, los fenómenos astronómicos, por ser los más simples,
deben ser los que se encuentran con medios de exploración
más limitados.
Nuestro arte de observar se compone, en
general, de tres procedimientos diferentes: primero,
observación propiamente dicha, o sea, examen directo del
fenómeno tal como se presenta naturalmente; segundo,
experimentación, o sea, contemplación del fenómeno más o
menos modificado por circunstancias artificiales que
intercalamos expresamente buscando una exploración más
perfecta, y tercero, comparación, o sea, la consideración
gradual de una serie de casos análogos en que el fenómeno se
vaya simplificando cada vez más. (...)
El lugar de la sociología
(Sistema de política positiva. Discurso
preliminar)
Cuando hemos ordenado todas las leyes
abstractas de los diversos modos generales de actividad real,
la apreciación efectiva de cada sistema particular de
existencia deja enseguida de ser puramente empírico, aunque
la mayoría de las leyes concretas nos sean aún desconocidas.
Esto es especialmente sensible en el caso más difícil e
importante: pues nos basta, evidentemente, conocer las
principales leyes—estáticas y dinámicas—de la
sociabilidad, para sistematizar convenientemente toda nuestra
existencia pública y privada, de modo que perfeccionemos
mucho el conjunto de nuestros destinos. Si la filosofía
alcanza tal objeto (cosa ya indudable), no habrá que lamentar
que no pueda explicar suficientemente todos los regímenes
sociales que el tiempo y el espacio presenten a nuestras
contemplaciones. Disciplinada por el verdadero sentimiento, la
razón moderna sabrá en adelante regular sabiamente tal
curiosidad indefinida que consumirla en búsquedas ociosas las
débiles facultades especulativas de que la humanidad saca sus
más preciosos recursos para su difícil lucha contra los
vicios del orden natural. El descubrimiento de las principales
leyes concretas podría, sin duda, contribuir mucho a la
mejora de nuestros destinos exteriores y aun interiores; en
este campo, especialmente, tiene nuestro porvenir científico
amplia cosecha. Pero su conocimiento no es en modo alguno
indispensable para permitir hoy la sistematización total que
debe llenar, respecto al régimen final de la humanidad, el
oficio fundamental que en otro tiempo cumplió la
coordinación teológica respecto al régimen inicial. Esta
inevitable condición no exige sino la mera filosofía
abstracta; de suerte que la regeneración sería posible aún
cuando la filosofía concreta jamás llegase a ser
satisfactoria.
Resulta así, que la construcción de la
unidad especulativa se halla tan elaborada en Occidente, que
los verdaderos pensadores predispuestos a ella pueden
comenzar, sin aplazamientos, la reorganización moral que debe
preceder y dirigir a una efectiva reorganización política.
Porque la teoría evolutiva antes mencionada constituye, bajo
otro aspecto, una sistematización directa de nuestras
concepciones abstractas sobre el conjunto del orden natural.
Para comprenderlo, basta tratar a nuestros
diversos conocimientos reales como componentes de una ciencia
única, la de la humanidad, de la que son preámbulo y
desarrollo nuestras demás especulaciones positivas. Pero su
elaboración directa exige, evidentemente, una doble
preparación fundamental, relativa primero al estudio de
nuestra condición exterior y después, al de nuestra
naturaleza interior, pues la sociabilidad no sería
comprensible sin la suficiente apreciación previa del medio
en que se desenvuelve y del agente que la manifiesta. Antes de
abordar la ciencia final, es preciso haber esbozado
suficientemente la teoría abstracta del mundo exterior y la
de la vida individual, para determinar la influencia continua
de las leyes correspondientes sobre las que son propias de los
fenómenos sociales. Esta preparación no es menos
indispensable lógica que científicamente para adaptar
nuestra pobre inteligencia a las especulaciones difíciles
mediante el suficiente hábito de las fáciles. Finalmente, en
esta iniciación doblemente necesaria, preferimos el orden
inorgánico al orgánico, ya por la influencia preponderante
de las leyes relativas a la existencia más universal sobre
los fenómenos propios de la más especial, ya por la expresa
obligación de estudiarla, conforme el método positivo, en
sus aplicaciones más simples y características. Sería
superfluo recordar aquí aún más los principios que mi obra
fundamental ha establecido tan ampliamente.
La filosofía social debe, pues, en todos
los aspectos, ser preparada por la natural propiamente dicha,
primero inorgánica y después orgánica. Esta indispensable
preparación de una construcción reservada a nuestro siglo se
remonta así hasta la creación de la astronomía en la
antigüedad. Los modernos la han completado esbozando la
biología, de la que sólo fueron asequibles a los antiguos
las nociones estáticas. Pero, a pesar de la subordinación
necesaria de estas dos ciencias, su diversidad demasiado
pronunciada y su encadenamiento demasiado indirecto impedirán
concebir el conjunto del preámbulo fundamental, si, por una
condensación exagerada, se intentase reducirle a sus
términos extremos. Entre ellos, la química ha venido, en la
edad media, a constituir un lazo indispensable que ya
permitía entrever la verdadera unidad especulativa, por la
sucesión natural de estas tres ciencias preliminares que
conducían gradualmente a la ciencia final. Pero tal
intermediaria, aunque bastante próxima al término
biológico, no bastaría, por estar demasiado alejada del
término astronómico, cuyo ascendiente directo exigía el
empleo de condiciones artificiosas y aun quiméricas, capaces
sólo de una eficacia pasajera. La verdadera jerarquía de las
especulaciones elementales no ha podido, por tanto, comenzar a
manifestarse hasta el anteúltimo siglo, cuando la física
propiamente dicha ha hecho surgir una clase de contemplaciones
inorgánicas que llega a la astronomía por su rama más
general y a la química por la más especial. Para comprender
esta jerarquía de acuerdo a su destino, basta referirla a su
necesario origen, elevándola a especulaciones tan simples y
universales que su positividad pudiese ser directa y
espontánea. Tal es el carácter notorio de las concepciones
puramente matemáticas, sin las cuales no podía nacer la
astronomía. Sólo ellas constituyen siempre, en la educación
individual y en la evolución colectiva, el verdadero punto de
partida de la iniciación positiva, como relativas a
especulaciones que, aun bajo la más completa dominación del
espíritu teológico, suscitan necesariamente cierto remonte
sistemático del espíritu positivo, extendido pronta y
gradualmente a los temas que antes le estaban más prohibidos.
Conforme a estas sumarias indicaciones, la
serie natural de las especulaciones fundamentales se
constituye de por sí cuando se alinean, según su generalidad
decreciente y su complicación creciente, los seis términos
esenciales cuya introducción ha sido así determinada, y tal
disposición hace resaltar en seguida sus verdaderas
relaciones mutuas. Esta operación coincide, evidentemente,
con la clasificación propia de la teoría evolutiva antes
citada, que puede, por tanto, ser concebida como ofertara de
una base directa para la sistematización abstracta, de donde
depende—como acabamos de ver—el conjunto de la síntesis
humana. La coordinación usual así establecida entre los
elementos necesarios de todas nuestras concepciones reales
constituye ya una verdadera unidad especulativa, cumpliéndose
el deseo confuso de Bacon sobre la construcción de una escalla
intelectui que permitiese a nuestros pensamientos
habituales pasar sin esfuerzo de los menores a los más
eminentes temas o a la inversa, con sentimiento continuo de su
íntima solidaridad natural. Cada una de estas seis ramas
esenciales de la filosofía abstracta, aunque muy distinta en
su parte central de sus dos adyacentes, se adhiere
profundamente a la precedente por su origen y a la siguiente
por su fin. La homogeneidad y la continuidad de tal
construcción son más completas si el principio mismo de
clasificación, aplicado de modo más especial, determina
también la verdadera distribución interior de las diversas
teorías que componen cada rama. Por ejemplo, las tres grandes
clases de especulaciones matemáticas, primero numéricas,
después geométricas y finalmente mecánicas, se suceden y
coordinan entre sí conforme a la misma ley que preside la
formación de la escala fundamental. Mi tratado filosófico ha
demostrado plenamente que semejante armonía interior existe
en todo lugar. La serie general constituye así el resumen
más conciso de las más vastas meditaciones abstractas, y,
recíprocamente, todos los estudios especiales bien orientados
culminan en otros tantos desarrollos parciales de esta
jerarquía universal. Aunque cada parte exige inducciones
distintas, cada una recibe de la anterior una influencia
deductiva que será siempre tan indispensable para su
constitución dogmática como lo fue al principio para su
iniciación histórica. Todos los estudios preliminares
preparan así la ciencia final que en adelante actuará sin
cesar sobre su cultivo sistemático para hacer prevalecer, al
fin, el verdadero espíritu de conjunto, siempre unido al
verdadero sentimiento social. Esta indispensable disciplina no
resultará opresora, ya que su principio concilia
espontáneamente las condiciones permanentes de una sabia
independencia con las de un concurso real. Subordinando, por
su propia composición, la inteligencia a la sociabilidad, tal
fórmula enciclopédica, eminentemente susceptible de
popularizarse, coloca todo el sistema especulativo bajo la
vigilancia—que es protección—de un público
ordinariamente dispuesto a contener, en los filósofos, los
diversos abusos inherentes al estado continuo de abstracción
que su oficio les exige.
La ley de los tres estados
(Curso de filosofía positiva, lección
57)
Guiado siempre por los principios lógicos
sentados en el tomo cuarto acerca de la extensión general del
método positivo al estudio racional de los fenómenos
sociales, he ido aplicando al conjunto del pasado mi ley
fundamental de la evoquen humana, a la vez mental y social,
demostrada alón de ese mismo volar y consistente en el paso
necesario y universal de la humanidad por tres estados
sucesivos: el teológico o preparatorio, el metafísico o
transitorio y el positivo final. El acertado uso de esta sola
ley me ha permitido explicar científicamente las grandes
fases históricas, principales grados sucesivos de este
invariable desarrollo, apreciando así el verdadero carácter
general propio de cada una de ellas, su emanación natural de
la precedente y su tendencia espontánea hacia la siguiente;
de donde luego, por primera vez, la concepción usual de un
enlace homogéneo y continuo en la serie de los tiempos
anteriores, desde el primer destello de la inteligencia y de
la sociedad hasta el actual estado refinado de la humanidad.
Por inmenso que pueda parecer tal intervalo, hemos visto que
se ha ido llenando con los dos primeros grados de la
evolución fundamental, constituyendo así el conjunto de la
educación preliminar, intelectual, moral y política, propias
de nuestra especie, cuyo estado definitivo no ha podido ser
hasta aquí suficientemente esbozado sino con la preparación
parcial, aislada y empírica de sus diversos elementos
principales. Pero, al menos, hemos reconocido de modo
irrecusable, que este lento y penoso preámbulo de la
humanidad, caracterizado por la preponderancia de la
imaginación sobre la razón y de la actividad guerrera sobre
la pacífica, ha sido totalmente cumplido por los pueblos más
avanzados, ya que hemos podido seguir en toda su extensión el
proceso de la era teológica y militar, viendo primero su
inicial desarrollo espontáneo, después su completa
extensión mental o social, y, finalmente, su irrevocable
decadencia, determinada por el acrecentamiento continuo de la
influencia metafísica, bajo el impulso creciente de los
brotes positivos Estas tres fases principales de nuestro
pasado han correspondido exactamente a las tres formas
generales que afecta sucesivamente el espíritu teológico,
necesariamente fetichista en su iniciación, politeísta en su
época esplendorosa y monoteísta durante su inevitable
decadencia. La elaboración histórica debía, pues, consistir
aquí en apreciar especialmente el modo propio de
participación de cada una de esas edades consecutivas en el
destino general, indispensable aunque provisional, que, según
nuestra teoría dinámica, corresponde al estado teológico en
la evolución fundamental de la humanidad, época en que esta
filosofía primitiva, a pesar de sus grandes dificultades y
gracias a su admirable espontaneidad, es la única capaz de
determinar el primer despertar de las diversas facultades
intelectuales, morales y políticas que constituyen la
permanencia de nuestra especie, y de dirigir su desarrollo
hasta que comience a ser posible el estado definitivo.(...)
Conforme a este resumen general, nuestra
apreciación histórica del conjunto del pasado humano
constituye evidentemente una verificación decisiva de la
teoría fundamental de evolución que he fundado y que—me
atrevo a decir—está tan plenamente demostrada como ninguna
otra ley esencial de la filosofía natural. Desde los
comienzos de la civilización hasta la situación presente de
los pueblos más adelantados, esta teoría nos ha explicado,
sin inconsecuencia y sin pasión, el verdadero carácter de
las grandes fases de la humanidad, la participación propia de
cada una de ellas en la eterna elaboración común y su exacta
filiación, poniendo así unidad perfecta y rigurosa
continuidad en ese inmenso espectáculo donde se ve de
ordinario tanta confusión e incoherencia. Una ley que ha
podido llenar suficientemente tales condiciones no puede pasar
por un simple juego del espíritu filosófico y contiene
efectivamente la expresión abstracta de la realidad general.
Tal ley puede, pues, ser empleada ahora, con seguridad
racional, en unir el conjunto del porvenir con el del pasado,
a pesar de la perpetua variedad que caracteriza la sucesión
social, cuya marcha, sin ser periódica, se halla referida a
una regla constante que, casi imperceptible en el estudio
aislado de una fase demasiado circunscrita, resulta
profundamente irrecusable cuando se examina la progresión
total. El uso gradual de esta gran ley nos ha conducido a
determinar, al abrigo de todo arbitrio, la tendencia general
de la civilización actual, señalando con rigurosa precisión
el paso ya alcanzado por la evolución fundamental; de donde
resulta la indicación necesaria de la dirección que hay que
imprimir al movimiento sistemático para hacerle converger
exactamente con el movimiento espontáneo. Hemos reconocido
claramente que lo más selecto de la humanidad, después de
haber agotado las fases sucesivas de la vida teológica y aun
los diversos grados de la transición metafísica llega ahora
al advenimiento directo de la vida plenamente positiva, cuyos
principales elementos han recibido ya la necesaria
elaboración parcial y no esperan más que su coordinación
general para constituir un nuevo sistema social, más
homogéneo y estable que jamás pudo serlo el sistema
teológico, propio de la sociabilidad preliminar. Esta
indispensable coordinación deber ser, por su naturaleza,
primero intelectual, después moral y finalmente política, ya
que la revolución que se trata de consumar proviene, en
último análisis, de la tendencia del espíritu humano a
reemplazar el método filosófico propio de su infancia, por
el que conviene a su madurez. Toda tentativa que no se remonte
hasta esta fuente lógica, será impotente contra el desorden
actual, que sin duda alguna, es ante todo mental. Pero, bajo
este aspecto fundamental, el simple conocimiento de la ley de
evolución viene a ser el principio general de tal solución,
estableciendo entera armonía en el sistema total de nuestro
entendimiento, por la universal preponderancia así procurada
al método positivo, tras su extensión directa e irrevocable
al estudio racional de los fenómenos sociales, los únicos
que hasta hoy no han sido suficientemente interpretados por
los espíritus más avanzados. En segundo lugar, este extremo
cumplimiento de la evolución intelectual tiende a hacer
prevalecer en adelante el verdadero espíritu de conjunto y,
por tanto, el verdadero sentimiento del deber, a él unido por
naturaleza, conduciendo así naturalmente a la regeneración
moral. Las reglas morales no peligran hoy sino por su
adherencia exclusiva a concepciones teológicas justamente
desacreditadas; ellas tomarán irresistible vigor cuando
estén convenientemente enlazadas con nociones positivas
generalmente respetadas. Finalmente, bajo el aspecto
político, es análogamente indudable que esta íntima
renovación de las doctrinas sociales no se cumpliría sin
hacer surgir, por su ejecución misma, del seno de la
anarquía actual, una nueva autoridad espiritual que, después
de haber disciplinado las inteligencias y reconstruido las
costumbres, se convertirá pacíficamente, en toda la
extensión del Occidente europeo, en la primera base esencial
del régimen final de la humanidad. Resulta así que la misma
concepción filosófica que, aplicada a nuestra situación,
aclara en ella la verdadera naturaleza del problema
fundamental, proporciona espontáneamente, en todo sentido, el
principio general de la verdadera solución y caracteriza así
la marcha necesaria de ella.
Metodología de las ciencias sociales
(Curso de filosofía positiva, lección
48)
Una marcha gradual nos conduce a la
apreciación directa de esta última parte del método
comparativo que debo distinguir, en sociología, con el nombre
de método histórico, propiamente dicho, en el que reside
esencialmente, por la naturaleza de tal ciencia, la única
base fundamental en que realmente puede descansar el sistema
de la lógica positiva.
La comparativa histórica de los diversos
estados consecutivos de la humanidad no es el único artífice
científico de la nueva filosofía política; su desarrollo
racional formará también directamente el fondo mismo de la
ciencia en todo sentido. Precisamente en esto debe
distinguirse la ciencia sociológica de la biológica
propiamente dicha, como explicaré con detalles en la lección
siguiente. En efecto, el principio positivo de esta
indispensable separación filosófica resulta de cierta
influencia de las diversas generaciones humanas sobre las
generaciones siguientes, la cual, gradual y continuamente
acumulada, acaba por constituir la consideración
preponderante del estudio directo del desarrollo social. Hasta
que tal preponderancia no es reconocida, este estudio positivo
de la humanidad debe parecer racionalmente un mero
prolongamiento espontáneo de la historia natural del hombre.
Pero este carácter científico, muy conveniente si se limita
a las primeras generaciones, se borra cada vez más a medida
que la evolución social se manifiesta, y debe transformarse
finalmente, cuando el movimiento humano esté bien
establecido, en un carácter nuevo, directamente propio de la
ciencia sociológica, en que deben prevalecer las
consideraciones históricas. Aunque este análisis histórico
no parece destinado, por su naturaleza, más que a la
sociología dinámica, es, sin embargo, indudable que alcanza
al sistema entero de la ciencia, sin distinción de partes, en
virtud de su perfecta solidaridad. Además de que la dinámica
social constituye el principal objeto de la ciencia, se sabe—como
antes expliqué—que la estática social es, en el fondo,
racionalmente inseparable de ella, a pesar de la utilidad real
de tal distinción especulativa, ya que las leyes de la
existencia se manifiestan sobre todo durante el movimiento.
No sólo desde el punto de vista
científico propiamente dicho debe el uso preponderante del
método histórico dar a la sociología su principal carácter
filosófico, sino también, y quizá de un modo más
pronunciado, bajo el aspecto puramente lógico: en efecto, se
debe reconocer—como estableceré en la lección siguiente—que,
con la creación de esta nueva rama esencial del método
comparativo, fundamental, la sociología perfeccionará
también a su vez, siguiendo un modo exclusivamente reservado
a ella, el conjunto del método positivo, en beneficio de toda
la filosofía natural, con tal importancia científica que
apenas puede ser hoy entrevista por los demás claros
espíritus. Desde ahora, podemos señalar que este método
histórico ofrece la verificación más natural y la
aplicación más extensa de ese atributo característico que
hemos demostrado anteriormente en la marcha habitual de la
ciencia sociológica, y que consiste sobre todo en proceder
del conjunto a los detalles.
Finalmente, hay que notar aquí, en el
aspecto práctico, que la preponderancia del método
histórico en los estudios sociales tiene también la feliz
propiedad de desarrollar espontáneamente el sentimiento
social, poniendo en plena evidencia directa y continua este
necesario encadenamiento de los diversos acontecimientos
humanos que nos inspira hoy, aun hacia los más lejanos, un
interés inmediato, recordándonos la influencia real que ha
ejercido en el advenimiento gradual de nuestra propia
civilización. Conforme a la bella observación de Condorcet,
ningún hombre culto pensará ahora, por ejemplo, en las
batallas de Maratón o Salamina, sin apreciar enseguida las
importantes consecuencias de ellas para los destinos actuales
de la humanidad. sería inútil insistir más sobre tal
propiedad que recibirá durante todo el volumen una
aplicación continua explícita y, aun más, implícita. No es
necesaria demostración formal alguna para comprobar la
aptitud espontánea de la historia para destacar la intima
subordinación general de las diversas edades sociales. Sólo
importa, a este respecto, no confundir tal sentimiento de la
solidaridad social con el interés simpático que deben
excitar todos los aspectos de la vida humana y aun meras
ficciones análogas. El sentimiento de que aquí se trata es a
la vez más profundo—por resultar personal en cierto modo—y
más reflexivo —como resultante sobre todo de una
convicción científica—, por lo que no será
convenientemente desarrollado por la historia vulgar en el
estado puramente descriptivo; pero si lo será, y
exclusivamente, por la historia racional y positiva tomada
como ciencia real y que dispone el conjunto de los
acontecimientos humanos en series coordinadas donde se muestra
con evidencia su encadenamiento gradual.
Terminando esta previa apreciación general
del método histórico propiamente dicho, como constitutivo
del mejor modo de exploración sociológica, hay que subrayar
que la nueva filosofía política, consagrando, tras un libre
examen racional, las antiguas indicaciones de la razón
pública, restituye a la historia la total plenitud de sus
derechos científicos para servir de base indispensable a las
especulaciones sociales, a pesar de los sofismas, demasiado
acreditados aún, de una vana metafísica que tiende a
desentenderse, en política, de toda consideración amplia del
pasado.
El progreso social
(Curso de filosofía positiva, lección
47)
Los filósofos de la antigüedad, faltos de
observaciones políticas suficientemente completas y extensas,
carecieron de toda idea de progreso social. Ninguno de ellos
pudo sustraerse a la tendencia, entonces tan universal como
espontánea, de considerar al estado social de su tiempo como
radicalmente inferior al de tiempos anteriores. Esta
disposición era natural y legitima, ya que la época de estos
trabajos filosóficos coincidía esencialmente—como
explicaré después—con la de la necesaria decadencia del
régimen griego o romano. Y esta decadencia, constituye un
verdadero progreso como preparación indispensable para el
régimen más avanzado de tiempos posteriores, no podía ser
juzgada así por los antiguos, bien ajenos a sospechar tal
sucesión. He indicado ya, en la lección precedente, el
primer esbozo de la noción o, mejor, del sentimiento de
progreso de la humanidad como atribuible al cristianismo, que,
al proclamar la superioridad fundamental de la ley de Jesús
sobre la de Moisés, había formulado la idea, hasta entonces
desconocida de un estado más perfecto que reemplazaba
definitivamente a otro menos perfecto, que, a su vez y tiempo,
había sido también indispensable. Aunque el catolicismo no
haga así más que servir de órgano general al desarrollo
natural de la razón humana, esta preciosa labor no dejará de
constituir para los ojos imparciales de los verdaderos
filósofos uno de sus más bellos titulas, merecedores de
eterno reconocimiento. Pero, independientemente de los graves
inconvenientes de misticismo y vaga oscuridad, inherentes a
todo empleo insuficiente para constituir un Concepto
científico del progreso social, pues éste se hallaba cerrado
por la fórmula misma que le proclama, por estar entonces
irrevocablemente limitado del modo más absoluto, al
advenimiento del cristianismo, más allá del cual la
humanidad no podría dar un paso. Pero, estando ya, y para
siempre, agotada la eficacia social de toda filosofía
teológica, es evidente que esta concepción presenta para el
porvenir un carácter esencialmente retrógrado confirmando
una irrecusable experiencia que no cesa de cumplirse ante
nuestros ojos. Observando científicamente se ve que la
condición de continuidad constituye un elemento indispensable
de la noción definitiva del progreso de la humanidad, noción
que resultaría impotente para dirigir el conjunto racional de
las especulaciones sociales, si representase al progreso como
limitado por naturaleza a un estado determinado, ya hace
tiempo logrado.
Por todo ello se ve que la verdadera idea
de progreso, parcial o total, pertenece necesaria y
exclusivamente a la filosofía positiva, a la que ninguna otra
podría suplantar en tal sentido Sólo esta filosofía podrá
descubrir la verdadera naturaleza del progreso social, es
decir, caracterizar el término final, jamás realizable,
hacia el que tiende a dirigir a la humanidad, y hacer conocer
a la vez la marcha general de este desarrollo gradual. Tal
atribución es ya claramente verificada por el origen
totalmente moderno de las únicas ideas de progreso continuo
que tienen hoy un carácter verdaderamente racional y que se
refiere sobre todo al desarrollo efectivo de las ciencias
positivas, de donde aquellas se derivan. La primera muestra
satisfactoria del progreso general pertenece a un filósofo
esencialmente dirigido por el espíritu geométrico, cuyo
desarrollo, como tan frecuentemente he explicado, debía
preceder al de todo otro modo más complejo del espíritu
científico. Pero, sin asignar a esta observación personal
una importancia que el sentimiento del progreso de las
ciencias es el único que pudo inspirar a Pascal este
admirable aforismo fundamental: «Toda la sucesión de los
hombres durante la larga serie de siglos debe ser considerada
como un solo hombre, que subsiste siempre y que aprende
continuamente.» ¿Sobre qué otra base podía reposar antes
tal noción? Cualquiera que haya sido la eficacia de esta
primera visión, es preciso reconocer que las ideas de
progreso necesario y continuo no han comenzado a adquirir
verdadera consistencia filosófica ni a reclamar la atención
pública sino a raíz de la memorable controversia del siglo
anterior sobre la comparación general entre los antiguos y
los modernos. Esta discusión solemne, cuya importancia ha
sido hasta aquí poco apreciada, constituye, a mi entender, un
verdadero acontecimiento en la historia de la razón humana,
que por primera vez se abrevia a proclamar así su progreso.
No es necesario subrayar que el espirito científico era el
principal animador de los jefes de este gran movimiento
filosófico, y constituía toda la fuerza real de su
argumentación general, a pesar de la dirección viciosa que
tenia en otros sentidos; hasta se ve que sus más ilustres
adversarios por una contradicción bien decisiva, proclamaban
preferir el cartesianismo a la antigua filosofía.
Por sumarias que sean tales indicaciones,
bastan para caracterizar irrecusablemente el origen de nuestra
noción fundamental del progreso humano, que, espontáneamente
nacido del desarrollo gradual de las diversas ciencias
positivas, aún halla hoy en ellas sus fundamentos más
firmes. En el último siglo esta gran noción ha tendido a
abarcar cada vez más el movimiento político de la sociedad,
extensión final que, como antes indiqué, no podía adquirir
verdadera importancia propia hasta que el enérgico impulso
determinado por la revolución francesa manifestase
profundamente la tendencia necesaria de la humanidad hacia un
sistema político poco caracterizado aún, pero desde luego
radicalmente diferente del sistema antiguo. Sin embargo, por
indispensable que haya sido tal condición preliminar, está
muy lejos de ser suficiente, ya que, por su naturaleza, se
limita esencialmente a dar una simple idea negativa del
progreso social. Sólo a la filosofía positiva,
convenientemente completada por el estado de los fenómenos
políticos, corresponde acabar lo que sólo ella comenzó,
representando en el orden político, igual que en el
científico, la serie integra de las transformaciones
anteriores de la humanidad, como evolución necesaria y
continua de un desarrollo inevitable y espontáneo cuya
dirección final y marcha general están exactamente
determinadas por leyes plenamente naturales. El impulso
revolucionario, sin el que este gran trabajo hubiera sido
ilusorio y aun imposible, no podría anularle en sentido
alguno. Hasta es evidente, como expliqué en el capítulo
anterior, que una preponderancia demasiado prolongada de la
metafísica revolucionaria tiende, por diversos modos, a
estorbar la sana concepción del progreso político. Sea como
fuere, no hay que extrañarse ahora si la noción general del
progreso social permanece aún vaga y oscura y, por tanto,
incierta. Las ideas son todavía demasiado poco avanzadas a
este respecto para poder evitar que una confusión capital que
debe parecer a los científicos extremadamente grosera, domine
habitualmente a la mayoría de los espíritus actuales: me
refiero a ese sofisma universal, que las menores nociones de
filosofía matemática deberían resolver en seguida, y que
consiste en tomar un crecimiento continuo por un crecimiento
ilimitado, sofisma que, para vergüenza de nuestro siglo,
sirve casi siempre de base a las estériles controversias que
diariamente se reproducen acerca de la tesis general del
progreso social.
Conciliación positiva del orden y el
progreso
(Discurso sobre el espíritu positivo)
Por lo pronto, no se puede desconocer la
aptitud espontánea de tal filosofía para constituir
directamente la conciliación fundamental, tan en vano buscada
aún, entre las exigencias simultáneas del orden y del
progreso, ya que le basta para ello extender a los fenómenos
sociales una tendencia plenamente conforme a su naturaleza y
que ha hecho ahora muy familiar en los demás casos
esenciales. En un tema cualquiera, el espirito positivo
conduce siempre a establecer una exacta armonía elemental
entre las ideas de existencia y las de movimiento, de donde
resulta, más especialmente para los cuerpos vivos, la
correlación permanente de las ideas de organización con las
de vida, y luego, por una última especialización propia del
organismo social, la solidaridad continua de las ideas de
orden con las de progreso. Para la nueva filosofía, el orden
constituye la condición continua y fundamental del progreso;
y, recíprocamente, el progreso viene a ser el objeto
necesario del orden: igual que en la mecánica animal, el
equilibrio y el progreso son mutuamente indispensables, como
fundamento o como destino.
Especialmente considerado en cuanto al
orden, el espíritu positivo le presenta hoy, en su extensión
sociales poderosas garantías directas, no sólo científicas,
sino también lógicas, que podrán juzgarse pronto como muy
superiores a las vanas pretensiones de una teología
retrógrada, cada vez más degenerada, desde hace siglos, en
activo elemento de discordias individuales o nacionales, e
incapaz de contener las futuras divagaciones subversivas de
sus propios adeptos. Atacando al desorden actual en su
verdadero origen, necesariamente mental, reconstruye, todo lo
profundamente que puede, la armonía lógica, regenerando los
métodos antes que las doctrinas por triple y simultánea
conversión de la naturaleza de las cuestiones dominantes, del
modo de tratarlas y de las condiciones previas de su
elaboración.
Otro tanto ocurre, y con más evidencia
aún, respecto al progreso, que, a pesar de las vanas
pretensiones ontológicas, halla hoy su más indiscutible
manifestación en el conjunto de los estudios científicos.
Conforme a su naturaleza absoluta y, por tanto, esencialmente
inmóvil, la metafísica y la teología no podrán
experimentar, apenas una más que la otra, un verdadero
progreso, es decir, un avance continuo hacia un fin
determinado. Sus transformaciones históricas consisten sobre
todo, al contrario, en un creciente desuso, mental o social,
sin que los temas debatidos hayan podido nunca dar un paso
real, por razón misma de su radical insolubilidad.
Esta doble indicación de la aptitud
fundamental del espíritu positivo para sistematizar
espontáneamente las sanas nociones del orden y del progreso
basta aquí para señalar someramente la alta eficacia social
propia de la nueva filosofía general. Su valor, en este
aspecto, depende sobre todo de su plena realidad científica,
o sea, de la exacta armonía que establece siempre y en el
grado posible entre los principios y los hechos, tanto para
los fenómenos sociales como para todos los demás.
Auguste Comte:
Discurso sobre el
espíritu positivo. Madrid: Aguilar.
Renè Hubert:
Comte. Selección de
textos. Buenos Aires: Editorial Sudamericana.
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6. El evolucionismo universal: Spencer
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