Titulo: Lecturas de teoría sociológica clásica
Profesor: Mario Domínguez Sánchez
Departamento de Sociología V/Teoría Sociológica
Curso 2000-2001

 

TEMA 2.    La Ilustración
                   Montesquieu
           Jean-Jacques Rousseau
TEMA 3.    El saber enciclopédico: Hegel
TEMA 4.    El ideal del industrialismo: Saint-Simon
TEMA 5.    El positivismo: Comte
TEMA 6.    El evolucionismo universal: Spencer
TEMA 7.    Antiguo Régimen y Revolución: Tocqueville
TEMA 8.    La teoría social en Karl Marx
TEMA 9.    Socialistas, marxistas y anarquistas
TEMA 10.  El evolucionismo clásico y el darwinismo social

 

Tema 7. Antiguo Régimen y Revolución

Alexis de Tocqueville

¿Qué es la democracia?

(De La Democracia en América)

Entre las cosas nuevas que durante mi permanencia en los Estados Unidos, han llamado mi atención, ninguna me sorprendió más que la igualdad de condiciones. Descubrí sin dificultad la influencia prodigiosa que ejerce este primer hecho sobre la marcha de la sociedad. Da al espíritu público cierta dirección, determinado giro a las leyes; a los gobernantes máximas nuevas, y costumbres particulares a los gobernados.

Pronto reconocí que ese mismo hecho lleva su influencia mucho más allá de las costumbres políticas y de las leyes, y que no domina menos sobre la sociedad civil que sobre el gobierno: crea opiniones, hace nacer sentimientos, sugiere usos y modifica todo lo que no es productivo.

Así pues, a medida que estudiaba la sociedad norteamericana, veía cada vez más, en la igualdad de condiciones, el hecho generador del que cada hecho particular parecía derivarse, y lo volvía a hallar constantemente ante mí como un punto de atracción hacia donde todas mis observaciones convergían.

Entonces, transporté mi pensamiento hacia nuestro hemisferio, y me pareció percibir algo análogo al espectáculo que me ofrecía el Nuevo Mundo. Vi la igualdad de condiciones que, sin haber alcanzado como en los Estados Unidos sus límites extremos, se acercaba a ellos cada día más de prisa, y la misma democracia, que gobernaba las sociedades norteamericanas, me pareció avanzar rápidamente hacia el poder en Europa.

Desde ese momento concebí la idea de este libro.

Una gran revolución democrática se palpa entre nosotros. Todos la ven; pero no todos la juzgan de la misma manera. Unos la consideran como una cosa nueva y, tomándola por un accidente, creen poder detenerla todavía; mientras otros la juzgan indestructible, porque les parece el hecho más continuo, el más antiguo y el más permanente que se conoce en la historia.

Me remonto por un momento a lo que era Francia hace setecientos años. La veo repartida entre un pequeño número de familias que poseen la tierra y gobiernan a los habitantes. El derecho de mandar pasa de generación en generación con la herencia. Los hombres no tienen más que un solo medio de dominar unos a los otros: la fuerza. No se reconoce otro origen del poder que la propiedad inmobiliaria.

Pero he aquí el poder político del clero que acaba de fundarse y que muy pronto va a extenderse. El clero abre sus filas a todos, al pobre y al rico, al labriego y al señor; la igualdad comienza a penetrar por la Iglesia en el seno del gobierno, y aquél que hubiera vegetado como un siervo en eterna esclavitud, se acomoda como sacerdote entre los nobles, y a menudo se sitúa por encima de los reyes.

Al volverse con el tiempo más civilizada y más estable la sociedad, las diferentes relaciones entre los hombres se hacen más complicadas y numerosas. La necesidad de las leyes civiles se hace sentir vivamente. Entonces nacen los legistas. Salen del oscuro recinto de los tribunales y del reducto polvoriento de los archivos, y van a sentarse a la corte del príncipe, al lado de los barones feudales cubiertos de armiño y de hierro.

Los reyes se arruinan en las grandes empresas. Los nobles se agotan en las guerras privadas. Los labriegos se enriquecen con el comercio. La influencia del dinero comienza a sentirse en los asuntos del Estado. El negocio es una fuente nueva que se abre a los poderosos, y los financieros se convierten en un poder político que se desprecia y adula al propio tiempo.

Poco a poco, las luces se difunden. Se despierta la afición a la literatura y a las artes. Las cosas del espíritu llegan a ser elementos de éxito. La ciencia es un método de gobierno. La inteligencia una fuerza social y los letrados tienen acceso a los negocios.

Sin embargo, a medida que se descubren nuevos caminos para llegar al poder, oscila el valor del nacimiento. En el siglo Xl, la nobleza era de un valor inestimable; se compra en el siglo XIII; el primer ennoblecimiento tiene lugar en 1270, y la igualdad llega por fin al gobierno por medio de la aristocracia misma.

Durante los setecientos años que acaban de transcurrir, a veces, para luchar contra la autoridad regia o para arrebatar el poder a sus rivales, los nobles dieron preponderancia política al pueblo.

Más a menudo aún, se vio cómo los reyes daban participación en el gobierno a las clases inferiores del Estado, a fin de rebajar a la aristocracia.

En Francia, los reyes se mostraron los más activos y constantes niveladores. Cuando se sintieron ambiciosos y fuertes, trabajaron para elevar al pueblo al nivel de los nobles; y cuando fueron moderados y débiles, tuvieron que permitir que el pueblo se colocase por encima de ellos mismos. Unos ayudaron a la democracia con su talento, otros con sus vicios. Luis XI y Luis XIV tuvieron buen cuidado de igualarlo todo por debajo del trono, y Luis XV descendió él mismo con su corte hasta el último peldaño.

Desde que los ciudadanos comenzaron a poseer la tierra por medios distintos al sistema feudal y en cuanto fue conocida la riqueza mobiliaria, que pudieron a su vez crear la influencia y dar el poder, no se hicieron descubrimientos en las artes, ni hubo adelantos en el comercio y en la industria que no crearan otros tantos elementos nuevos de igualdad entre los hombres. A partir de ese momento, todos los procedimientos que se descubren, todas las necesidades que nacen y todos los deseos que se satisfacen, son otros tantos avances hacia la nivelación universal. El afán de lujo, el amor a la guerra, el imperio de la moda, todas las pasiones superficiales del corazón humano, así como las más profundas, parecen actuar de consuno en empobrecer a los ricos y enriquecer a los pobres.

En cuanto los trabajos de la inteligencia llegaron a ser fuentes de fuerza y de riqueza, se consideró cada desarrollo de la ciencia, cada conocimiento nuevo y cada idea nueva, como un germen de poder puesto al alcance del pueblo. La poesía, la elocuencia, la memoria, los destellos de ingenio, las luces de la imaginación, la profundidad del pensamiento, todos esos dones que el Cielo concede al azar, beneficiaron a la democracia y, aun cuando se encontraron en poder de sus adversarios, sirvieron a la causa poniendo de relieve la grandeza natural del hombre. Sus conquistas se agrandaron con las de la civilización y las de las luces, y la literatura fue un arsenal abierto a todos, a donde los débiles y los pobres acudían cada día en busca de armas.

Cuando se recorren las páginas de nuestra historia, no se encuentran, por decirlo así, grandes acontecimientos que desde hace setecientos años no se hayan orientado en provecho de la igualdad.

Las cruzadas y las guerras de los ingleses diezman a los nobles y dividen sus tierras; la institución de las comunas introduce la libertad democrática en el seno de la monarquía feudal; el descubrimiento de las armas de fuego iguala al villano con el noble en el campo de batalla; la imprenta of rece iguales recursos a su inteligencia; el correo lleva la luz, tanto al umbral de la cabaña del pobre, como a la puerta de los palacios; el protestantismo sostiene que todos los hombres gozan de las mismas prerrogativas para encontrar el camino del cielo. La América, descubierta, tiene mil nuevos caminos abiertos para la fortuna, y entrega al oscuro aventurero las riquezas y el poder.

Si a partir del siglo XI, examinamos lo que pasa en Francia de cincuenta en cincuenta años, al cabo de cada uno de esos períodos, no dejaremos de percibir que una doble revolución se ha operado en el estado de la sociedad. El noble habrá bajado en la escala social y el labriego ascendido. Uno desciende y el otro sube. Casi medio siglo los acerca, y pronto van a tocarse.

Y esto no sólo sucede en Francia. En cualquier parte hacia donde dirijamos la mirada, notaremos la misma revolución que continúa a través de todo el universo cristiano.

Por doquiera se ha visto que los más diversos incidentes de la vida de los pueblos se inclinan en favor de la democracia. Todos los hombres la han ayudado con su esfuerzo: los que tenían el proyecto de colaborar para su advenimiento y los que no pensaban servirla; los que combatían por ella, y aun aquellos que se declaraban sus enemigos; todos fueron empujados confusamente hacia la misma vía, y todos trabajaron en común, algunos a pesar suyo y otros sin advertirlo, como ciegos instrumentos en las manos de Dios.

El desarrollo gradual de la igualdad de condiciones es, pues, un hecho providencial, y tiene las siguientes características: es universal, durable, escapa a la potestad humana y todos los acontecimientos, como todos los hombres, sirven para su desarrollo.

¿Es sensato creer que un movimiento social que viene de tan lejos, puede ser detenido por los esfuerzos de una generación? ¿Puede pensarse que después de haber destruido el feudalismo y vencido a los reyes, la democracia retrocederá ante los burgueses y los ricos? ¿Se detendrá ahora que se ha vuelto tan fuerte y sus adversarios tan débiles?

¿Adónde vamos? Nadie podría decirlo; los términos de comparación nos faltan; las condiciones son más iguales en nuestros días entre los cristianos, de lo que han sido nunca en ningún tiempo ni en ningún país del mundo; así, la grandeza de lo que ya está hecho impide prever lo que se puede hacer todavía

El libro que estamos por leer ha sido escrito bajo la impresión de una especie de terror religioso producido en el alma del autor al vislumbrar esta revolución irresistible que camina desde hace tantos siglos, a través de todos los obstáculos, y que se ve aún hoy avanzar en medio de las ruinas que ha causado.

No es necesario que Dios nos hable para que descubramos los signos ciertos de su voluntad. Basta examinar cuál es la marcha habitual de la naturaleza y la tendencia continua de los acontecimientos. Y sé, sin que el Creador eleve la voz, que los astros siguen en el espacio las curvas que su dedo ha trazado.

Si largas observaciones y meditaciones sinceras conducen a los hombres de nuestros días a reconocer que el desarrollo gradual y progresivo de la igualdad es, a la vez, el pasado y el porvenir de su historia, el solo descubrimiento dará a su desarrollo el carácter sagrado de la voluntad del supremo Maestro. Querer detener la democracia parecerá entonces luchar contra Dios mismo. Entonces no queda a las naciones más solución que acomodarse al estado social que les impone la Providencia.

Los pueblos cristianos me parecen presentar en nuestros días un espectáculo aterrador. El movimiento que los arrastra es ya bastante fuerte para poder suspenderlo, y no es aún lo suficientemente rápido para perder la esperanza de dirigirlo: su suerte está en sus manos; pero bien pronto se les escapa.

Instruir a la democracia, reanimar si se puede sus creencias, purificar sus costumbres, reglamentar sus movimientos, sustituir poco a poco con la ciencia de los negocios públicos su inexperiencia y por el conocimiento de sus verdaderos intereses a los ciegos instintos; adaptar su gobierno a los tiempos y lugares; modificarlo según las circunstancias y los hombres: tal es el primero de los deberes impuestos en nuestros días a aquellos que dirigen la sociedad.

Es necesaria una ciencia política nueva a un mundo enteramente nuevo.

Pero en esto no pensamos casi: colocado en medio de un río rápido, fijamos obstinadamente la mirada en algunos restos que se perciben todavía en la orilla, en tanto que la corriente nos arrastra y nos empuja retrocediendo hacia el abismo.

No hay pueblos en Europa, entre los cuales la gran revolución social que acabo de describir haya hecho más rápidos progresos que el nuestro. Pero aquí siempre ha caminado al azar.

Los jefes de Estado jamás le han hecho ningún preparativo de antemano; a pesar de ellos mismos, ha surgido a sus espaldas. Las clases más poderosas, más inteligentes y más morales de la nación no han intentado apoderarse de ella, a fin de dirigirla. La democracia ha estado, pues, abandonada a sus instintos salvajes; ha crecido como esos niños privados de los cuidados paternales, que se crían por sí mismos en las calles de las ciudades y que no conocen de la sociedad más que sus vicios y miserias Todavía se pretendió ignorar su presencia, cuando se apoderó de improviso del poder. Cada uno se sometió con servilismo a sus menores deseos; se la ha adorado como a la imagen de la fuerza; cuando en seguida se debilitó por sus propios excesos, los legisladores concibieron el proyecto de instruirla y corregirla y, sin querer enseñarle a gobernar, no pensaron más que en rechazarla del gobierno.

Así resultó que la revolución democrática se hizo en el cuerpo de la sociedad, sin que se consiguiese en las leyes, en las ideas, las costumbres y los hábitos, que era el cambio necesario para hacer esa revolución útil. Por tanto, tenemos la democracia, sin aquello que atenúa sus vicios y hace resaltar sus ventajas naturales; y vemos ya los males que acarrea, cuando todavía ignoramos los bienes que puede darnos.

Cuando el poder regio, apoyado sobre la aristocracia, gobernaba apaciblemente a los pueblos de Europa, la sociedad, en medio de sus miserias, gozaba de varias formas de dicha, que difícilmente se pueden concebir y apreciar en nuestros días.

El poder de algunos súbditos oponía barreras insuperables a la tiranía del príncipe; y los reyes, sintiéndose revestidos a los ojos de la multitud de un carácter casi divino, tomaban, del respeto mismo que inspiraban, la resolución de no abusar de su poder.

Colocados a gran distancia del pueblo, los nobles tomaban parte en la suerte del pueblo con el mismo interés benévolo y tranquilo que el pastor tiene por su rebaño; y, sin acertar a ver en el pobre a su igual, velaban por su suerte, como si la Providencia lo hubiera confiado en sus manos.

No habiendo concebido más idea del estado social que el suyo, no imaginando que pudiera jamás igualarse a sus jefes, el pueblo recibía sus beneficios, y no discutía sus derechos. Los quería cuando eran clementes y justos, y se sometía sin trabajo y sin bajeza a sus rigores, como males inevitables enviados por el brazo de Dios. El uso y las costumbres establecieron los límites de la tiranía, fundando una clase de derecho entre la misma fuerza.

Si el noble no tenia la sospecha de que quisieran arrancarle privilegios que estimaba legitimas, y el siervo miraba su inferioridad como un efecto del orden inmutable de la naturaleza, se concibe el establecimiento de una benevolencia recíproca entre las dos clases tan diferentemente dotadas por la suerte. Se velan en la sociedad, miserias y desigualdad, pero las almas no estaban degradadas.

No es el uso del poder o el hábito de la obediencia lo que deprava a los hombres, sino el desempeño de un poder que se considera ilegítimo, y la obediencia al mismo si se estima usurpado u opresor.

A un lado estaban los bienes, la fuerza, el ocio y con ellos las pretensiones del lujo, los refinamientos del gusto, los placeres del espirito y el culto de las artes. Al otro el trabajo, la grosería y la ignorancia.

Pero en el seno de esa muchedumbre ignorante y grosera, se encontraban también pasiones enérgicas, sentimientos generosos, creencias arraigadas y salvajes virtudes.

El cuerpo social, así organizado, podría tener estabilidad, poderío y sobre todo, gloria.

Pero he aquí que las clases se confunden; las barreras levantadas entre los hombres se abaten; se divide el dominio, el poder es compartido, las luces se esparcen y las inteligencias se igualan. El estado social entonces vuélvese democrático, y el imperio de la democracia se afirma en fin pacíficamente tanto en las instituciones como en las conciencias.

Concibo una sociedad en la que todos, contemplando la ley como obra suya, la amen y se sometan a ella sin esfuerzo; en la que la autoridad del gobierno, sea respetada como necesaria y no como divina; mientras el respeto que se tributa al jefe del Estado no es hijo de la pasión, sino de un sentimiento razonado y tranquilo. Gozando cada uno de sus derechos, y estando seguro de conservarlos, así es como se establece entre todas las clases sociales una viril confianza y un sentimiento de condescendencia recíproca, tan distante del orgullo como de la bajeza.

Conocedor de sus verdaderos intereses, el pueblo comprenderá que, para aprovechar los bienes de la sociedad, es necesario someterse a sus cargas. La asociación libre de los ciudadanos podría reemplazar entonces al poder individual de los nobles, y el Estado se hallaría a cubierto contra la tiranía y contra el libertinaje.

Entiendo que en un Estado democrático, constituido de esta manera, la sociedad no permanecerá inmóvil; pero los movimientos del cuerpo social podrán ser reglamentados y progresivos. Si tiene menos brillo que en el seno de una aristocracia, tendrá también menos miserias. Los goces serán menos extremados, y el bienestar más general. La ciencia menos profunda, si cabe; pero la ignorancia más rara. Los sentimientos menos enérgicos, y las costumbres más morigeradas. En fin, se observarán más vicios y menos crímenes.

A falta del entusiasmo y del ardor de las creencias, las luces y la experiencia conseguirán alguna vez de los ciudadanos grandes sacrificios. Cada hombre siendo análogamente débil sentirá igual necesidad de sus semejantes; y sabiendo que no puede obtener su apoyo sino a condición de prestar su concurso, comprenderá sin esfuerzo que para él el interés particular se confunde con el interés general.

La nación en sí será menos brillante si cabe, o menos gloriosa, y menos fuerte tal vez; pero la mayoría de los ciudadanos gozará de más prosperidad, y el pueblo se sentirá apacible, no porque desespere de hallarse mejor, sino porque sabe que está bien.

Si todo no fuera bueno y útil en semejante estado de cosas, la sociedad al menos se habría apropiado de todo lo que puede resultar útil y bueno, y los hombres, al abandonar para siempre las ventajas sociales que puede proporcionar la aristocracia, habrían tomado de la democracia todos los dones que ésta puede ofrecerles.

Pero nosotros, al abandonar el estado social de nuestros abuelos, dejando en confusión, a nuestras espaldas sus instituciones, sus ideas y costumbres, ¿qué hemos colocado en su lugar?

El prestigio del poder regio se ha desvanecido, sin haber sido reemplazado por la majestad de las leyes. En nuestros días, el pueblo menosprecia la autoridad; pero la teme, el miedo logra de él más de lo que proporcionaban antaño el respeto y el amor (...).

(...) La división de las fortunas ha disminuido la distancia que separaba al pobre del rico; pero, al acercarse, parecen haber encontrado razones nuevas para odiarse, y lanzando uno sobre otro miradas llenas de terror y envidia, se repelen mutuamente en el poder. Para el uno y para el otro, la idea de los derechos no existe, y la fuerza les parece, a ambos, la única razón del presente y la única garantía para el porvenir.

El pobre ha conservado la mayor parte de los prejuicios de sus padres, sin sus creencias; su ignorancia, sin sus virtudes; admitió como regla de sus actos, la doctrina del interés, sin conocer sus secretos y su egoísmo se halla tan desprovisto de luces como lo estaba antes su abnegación.

La sociedad está tranquila, no porque tenga conciencia de su fuerza y de su bienestar, sino, al contrario, porque se considera débil e inválida; teme a la muerte, ante el menor esfuerzo; todos sienten el mal, pero nadie tiene el valor y la energía necesarios para buscar la mejoría; se tienen deseos, pesares, penas y alegrías que no producen nada visible, ni durable, como las pasiones de senectud que no conducen más que a la impotencia.

Así abandonamos lo que el Estado antiguo podía tener de bueno, sin comprender lo que el Estado actual nos puede ofrecer de útil. Hemos destruido una sociedad aristocrática y, deteniéndonos complacientemente ante los restos del antiguo edificio, parecemos quedar extasiados frente a ellos para siempre.

Lo que acontece en el mundo intelectual no es menos deplorable.

Estorbada en su marcha o abandonada sin apoyo a sus pasiones desordenadas, la democracia de Francia derribó todo lo que se encontraba a su paso, sacudiendo aquello que no destruía. No se la ha visto captando poco a poco a la sociedad, a fin de establecer sobre ella apaciblemente su imperio; no ha dejado de marchar en medio de desórdenes y de la agitación del combate. Animado por el calor de la lucha, empujado más allá de los límites naturales de su propia opinión, en vista de las opiniones y de los excesos de sus adversarios, cada ciudadano pierde de vista el objetivo mismo de sus tendencias, y mantiene un lenguaje que no concuerda con sus verdaderos sentimientos ni con sus secretas aficiones.

Así nace la extraña confusión de la que somos testigos.

Busco en vano en mis recuerdos y no encuentro nada que merezca provocar más dolor y compasión que lo que pasa ante mis ojos. Al parecer se ha roto en nuestro días el lazo natural que une las opiniones a los gustos y los actos a las creencias. La simpatía que se observaba entre los sentimientos y las ideas de los hombres ha sido destruida, y se podría decir que todas las leyes de analogía moral están abolidas.

Se encuentran ano entre nosotros cristianos llenos de celo, cuya alma religiosa quiere alimentarse de las verdades de la otra vida. Son los que lucharán, sin duda, en favor de la libertad humana, fuente de toda grandeza moral. El cristianismo que reconoce a todos los hombres iguales delante de Dios, no se opondrá a ver a todos los hombres iguales ante la ley. Pero, por el concurso de extraños acontecimientos, la religión se encuentra momentáneamente comprometida en medio de poderes que la democracia derriba, y le sucede a menudo que rechaza la igualdad que tanto ama, y maldice la libertad como si se tratara de un adversario, mientras que, si se la sabe llevar de la mano, podrá llegar a santificar sus esfuerzos.

Al lado de esos hombres religiosos, descubro otros cuyas miradas están dirigidas hacia la tierra más bien que hacia el cielo; partidarios de la libertad, no solamente porque ven en ella el origen de las más nobles virtudes, sino sobre todo porque la consideran como la fuente de los mayores bienes, desean sinceramente asegurar su imperio y hacer disfrutar a los hombres de sus beneficios. Comprendo que ésos van a apresurarse a llamar a la religión en su ayuda, porque deben saber que no se puede establecer el imperio de la libertad sin el de las costumbres, ni consolidar las costumbres sin las creencias; pero han visto la religión en las filas de sus adversarios, y eso ha bastado para ello; unos la atacan y los otros no se abreven a defenderla.

Los pasados siglos han contemplado cómo las almas bajas y venales preconizaban la esclavitud, mientras los espíritus independientes y los corazones generosos luchaban sin esperanza por salvar la libertad humana. Pero se encuentran a menudo en nuestros días hombres naturalmente nobles y altivos cuyas opiniones están en oposición con sus gustos, que elogian el servilismo y la ramplonería que nunca conocieron por sí mismos. Hay otros, al contrario, que habían de la libertad como si sintiesen lo que hay de noble y grande en ella, que reclaman ruidosamente en favor de la humanidad derechos que ellos siempre despreciaron.

Descubro también a unos hombres virtuosos y apacibles, a los que sus costumbres puras, sus hábitos tranquilos, su bienestar económico y sus luces intelectuales colocan naturalmente a la cabeza de las masas que los rodean. Llenos de amor sincero por la patria, están prontos a hacer por ella grandes sacrificios; sin embargo, la civilización encuentra a menudo en ellos adversarios decididos; confunden sus abusos con sus beneficios, y en su espíritu la idea del mal está indisolublemente unida a la de cualquier novedad.

Muy cerca veo a otros que, en nombre del progreso y esforzándose en materializar al hombre, quieren encontrar lo útil sin preocuparse de lo justo, la ciencia lejos de las creencias, y el bienestar separado de la virtud. Se llaman a sí mismos los campeones de la civilización moderna, y se ponen insolentemente a la cabeza, usurpando un lugar que se les presta y del que los rechaza su indignidad.

¿En dónde nos encontramos?

Los hombres religiosos combaten la libertad, y los amigos de la libertad atacan a las religiones. Espíritus nobles y generosos elogian la esclavitud, y almas torpes y serviles preconizan la independencia. Ciudadanos decentes e ilustrados son enemigos de todos los progresos, en tanto que hombres sin patriotismo y sin convicciones se proclaman apóstoles de la civilización y de las luces.

¿Es que todos los siglos se han parecido al nuestro? ¿El hombre ha tenido siempre ante los ojos como en nuestros días, un mundo donde nada se enlaza, donde la virtud carece de genio, y el genio no tiene honor; donde el amor al orden se confunde con la devoción a los tiranos y el culto sagrado de la libertad con el deprecio a las leyes; en que la conciencia no presta más que una luz dudosa sobre las acciones humanas; en que nada parece ya prohibido, ni permitido, ni honrado, ni vergonzoso, ni verdadero, ni falso?

¿Pensaré acaso que el Creador hizo al hombre para dejarlo debatirse constantemente en medio de las miserias intelectuales que nos rodean? No podría creerlo: Dios dispone para las sociedades europeas un porvenir más firme y más tranquilo; ignoro sus designios`, pero no dejaré de creer en ellos porque no puedo penetrarlos, y más preferiría dudar de mis propias luces que de su justicia.

Hay un país en el mundo donde la gran revolución social de que hablo parece haber alcanzado casi sus límites naturales. Se realizó allí de una manera sencilla y fácil o, mejor, se puede decir que ese país alcanza los resultados de la revolución democrática que se produce entre nosotros, sin haber conocido la revolución misma.

Los emigrantes que vinieron a establecerse en América a principios del siglo XVII, trajeron de alguna manera el principio de la democracia contra el que se luchaba en el seno de las viejas sociedades de Europa, trasplantándolo al Nuevo Mundo. Allí, pudo crecer la libertad y, adentrándose en las costumbres, desarrollarse apaciblemente en las leyes.

Me parece fuera de duda que, tarde o temprano, llegaremos, como los norteamericanos, a la igualdad casi completa de condiciones. No deduzco de eso que estemos llamados un día a obtener necesariamente, de semejante estado social, las consecuencias políticas que los norteamericanos han obtenido. Estoy muy lejos de creer que ellos hayan encontrado la única forma de gobierno en que puede darse la democracia; pero basta que en ambos países la causa generadora de las leyes y de las costumbres sea la misma, para que tengamos gran interés en conocer lo que ha producido en cada uno de ellos.

No solamente para satisfacer una curiosidad, por otra parte muy legítima, he examinado la América; quise encontrar en ella enseñanzas que pudiésemos aprovechar. Se engañarán quienes piensen que pretendí escribir un panegirice; quienquiera que lea este libro quedará convencido de que no fue ése mi propósito. Mi propósito no ha sido tampoco preconizar tal forma de gobierno en general, porque pertenezco al grupo de los que creen que no hay casi nunca bondad absoluta en las leyes. No pretendí siquiera juzgar si la revolución social, cuya marcha me parece inevitable, era ventajosa o funesta para la humanidad. Admito esa revolución como un hecho realizado o a punto de realizarse y, entre los pueblos que la han visto desenvolverse en su seno, busqué aquél donde alcanzó el desarrollo más completo y pacifico, a fin de obtener las consecuencias naturales y conocer, si se puede, los medios de hacerla aprovechable para todos los hombres. Confieso que en Norteamérica he visto algo más que Norteamérica; busqué en ella una imagen de la democracia misma, de sus tendencias, de su carácter, de sus prejuicios y de sus pasiones; he querido conocerla, aunque no fuera más que para saber al menos lo que debíamos esperar o temer de ella.

Concluyo señalando yo mismo lo que un gran número de lectores considerará como el defecto capital de la obra. Este libro no se pone al servicio de nadie. Al escribirlo, no pretendí servir ni combatir a ningún partido. No quise ver, desde un ángulo distinto del de los partidos sino más allá de lo que ellos ven; y mientras ellos se ocupan del mañana, yo he querido pensar en el porvenir.

 

Igualdad, despotismo y libertad

(De El Antiguo Régimen y la Revolución)

En medio de las tinieblas que rodean el porvenir ya pueden descubrirse tres verdades muy claras: la primera, que todos los hombres de nuestros días se ven arrastrados por una fuerza desconocida, que es posible regular y aminorar, pero nunca vencer, la cual los impulsa a la destrucción de la aristocracia, unas veces lentamente, otras con precipitación; la segunda, que entre todas las sociedades del mundo, las que encontrarán más difícil evitar de un modo duradero el gobierno absoluto serán precisamente aquellas en que la aristocracia ya no exista y ya no pueda existir; y la tercera y última, que en ninguna parte producirá el despotismo efectos más perniciosos que en estas últimas sociedades, porque, más que ninguna otra clase de gobierno, el despotismo favorece en ellas el desarrollo de todos los vicios a que estas sociedades están especialmente sujetas, y las impulsa, por tanto, en la misma dirección hacia la que ya se sentían naturalmente inclinadas.

En ellas, al no estar los hombres ligados entre si por ningún lazo de casta, de clase, de corporación ni de familia, se sienten demasiado inclinados a no preocuparse más que de sus intereses particulares, demasiado propensos a no mirar más que por sí mismos y a replegarse en un individualismo estrecho en el que toda virtud pública está sofocada. El despotismo, lejos de luchar contra esta tendencia, la hace irresistible, porque quita a los ciudadanos toda pasión común, toda exigencia mutua, toda necesidad de entenderse, toda ocasión de obrar de consuno; por así decir, los empareda en la vida privada. Ellos tendían ya a ponerse al margen, el despotismo los aísla; sentían la frialdad los unos por los otros, el despotismo los congela.

En esta clase de sociedades, donde nada es fijo, cada uno se siente aguijoneado sin cesar por el temor a descender y el afán de subir; y como en ellas el dinero, al mismo tiempo que se ha convertido en el signo principal que clasifica y distingue a los hombres entre si, ha adquirido una movilidad singular, pasando de mano en mano continuamente, transformando la condición de los individuos, elevando o rebajando a las familias, no hay casi nadie que no se vea obligado a hacer un esfuerzo desesperado y continuo por conservarlo o adquirirlo. El afán de enriquecerse a toda costa, la manía de los negocios, el amor al lucro, la búsqueda del bienestar y de los goces materiales son en ellas las pasiones más comunes. Estas pasiones se extienden fácilmente entre todas las clases sociales, penetran hasta en aquellas mismas que habían sido hasta entonces las más impermeables a ellas, y llegarían muy pronto a debilitar y degradar a la nación entera si nada viniera a detenerlas. Ahora bien, está en la misma esencia del despotismo el favorecerlas y extenderlas. Estas pasiones debilitadoras vienen en ayuda de aquél; apartan a los hombres de los negocios públicos manteniendo su imaginación ocupada en otras cosas, y los hacen temblar ante la sola idea de revolución. Sólo el despotismo puede proporcionarles el secreto y la oscuridad que convienen a la codicia y que permiten hacer ganancias vergonzosas afrontando el deshonor. Sin él, esas pasiones hubiesen sido fuertes; con él son imperantes.

Sólo la libertad, por el contrario, puede combatir eficazmente en esta clase de sociedades los vicios que les son naturales y detenerlas en la pendiente por la que se deslizan. En efecto, únicamente ella puede sacar a los ciudadanos del aislamiento en que la misma independencia de su condición los hace vivir, para obligarlos a relacionarse unos con otros; ella solamente puede reanimarlos y reunirlos cada día por la necesidad de entenderse, de persuadirse y de complacerse mutuamente en la práctica de negocios comunes. Sólo ella es capaz de arrancarlos al culto del dinero y al tráfago cotidiano de sus negocios particulares, para hacerlos percibir y sentir en todo momento que la patria está por encima y en torno a todos ellos; solamente ella sustituye de vez en cuando el amor al bienestar por pasiones más fuertes y más elevadas, sólo ella proporciona a la ambición objetivos más grandiosos que la adquisición de riquezas, y crea la luz que permite ver y juzgar los vicios y las virtudes de los hombres.

Las sociedades democráticas que no son libres pueden ser ricas, refinadas, espléndidas, magnificas incluso, poderosas por el peso de su masa homogénea; se pueden dar en ellas cualidades privadas, buenos padres de familia, honestos comerciantes y propietarios dignos de estima; se encontrarán incluso buenos cristianos, porque la patria de éstos no es de este mundo y la gloria de su religión es producirlos en medio de la mayor corrupción de costumbres y bajo los peores gobiernos; el Imperio romano en su extrema decadencia estaba lleno de ellos. Pero lo que nunca se verá, me atrevo a decirlo, en semejantes sociedades es grandes ciudadanos y, sobre todo, un gran pueblo, y no temo afirmar que el nivel común de los sentimientos y las ideas no cesará nunca de descender en tanto que la igualdad y el despotismo marchen unidos.

 

(De La Democracia en América)

No tengo necesidad de decir que la primera y la más viva pasión que la igualdad de condiciones hace nacer es el amor a esta misma igualdad, y no se extrañará que me ocupe de ella antes que de las otras.

Cada cual ha observado que en nuestros días y especialmente en Francia esta pasión de la igualdad, toma cada vez un lugar más amplio en el corazón humano. Se ha dicho muchas veces que nuestros contemporáneos tenían un amor más ardiente y más tenaz hacia la igualdad que por la libertad; pero no encuentro que se hayan averiguado bien todavía las causas de este hecho, y por tanto yo trataré de hacerlo.

Imaginemos un punto extremo en que la libertad y la igualdad se toquen y se confundan: yo supongo que todos los ciudadanos concurran allí al gobierno, y que cada uno tenga para ello igual derecho. No difiriendo entonces ninguno de sus semejantes, nadie podrá ejercer un poder tiránico, pues, en este caso, los hombres serían perfectamente libres, porque serán del todo iguales, y perfectamente iguales porque serán del todo libres, siendo éste el objeto ideal hacia el cual propenden siempre los pueblos democráticos.

He aquí la forma más completa que puede tener la igualdad sobre la tierra; pero hay otras muchas que sin ser tan perfectas, no son menos apetecidas por los pueblos.

La igualdad puede establecerse en la sociedad civil y no por eso reina en el mundo político. Se puede tener el derecho de entregarse a los mismos goces, de entrar en las mismas profesiones, de encontrarse en los mismos lugares; en una palabra, de vivir del mismo modo y de buscar las riquezas por los mismos medios, sin tomar todos la misma parte en los asuntos de gobierno. Aun puede establecerse una especie de igualdad en el mundo político, sin que la libertad política exista; un individuo es igual a todos sus semejantes, exceptuando uno solo, que es el señor de todos indistintamente y que elige entre ellos a los agentes de su poder.

Sería fácil formar otras muchas hipótesis en que combinase una igualdad muy grande con instituciones más o menos libres, y quizá con instituciones que no lo fuesen absolutamente.

Aunque los hombres no pueden llegar a ser del todo iguales sin ser enteramente libres y, por consecuencia, la igualdad, en su último extremo, se confunde con la libertad, hay razón para distinguir la una de la otra.

El gusto que los hombres tienen por la libertad y el que sienten por la igualdad son, en efecto, dos cosas distintas, y me atrevo a añadir que en los pueblos democráticos estas dos cosas son desiguales.

Si se quiere fijar la atención, se verá que en cada siglo se encuentra un hecho singular y dominante del que dependen todos los demás; este hecho da casi siempre origen a un primer pensamiento o a una pasión principal, que acaba por atraer después hacia ella y por arrastrar en su curso todos los sentimientos y todas las ideas; es como un gran río hacia el cual parece correr cada uno de los pequeños arroyos que lo rodean.

La libertad se manifiesta a los hombres en diferentes tiempos y bajo diversas formas, y no se sujeta exclusivamente a un estado social, ni se encuentra sólo en las democracias; no podría, por lo mismo, formar el carácter distintivo de los signos democráticos.

El hecho particular y dominante que singulariza a estos siglos, es la igualdad de condiciones y la pasión principal que agita el alma en semejantes tiempos es el amor a esta igualdad.

No hay que preguntar cuál es el atractivo singular que hallan los hombres de las épocas democráticas en vivir como iguales, ni las razones particulares que pueden tener para aferrarse tan obstinadamente a la igualdad, mejor que a los demás bienes que la sociedad les presenta. La igualdad forma el carácter distintivo de la época en que ellos viven, y esto basta para explicar por qué la prefieren a todo lo demás.

Fuera de esta razón; hay otras que en todos los tiempos conducirán a los hombres a preferir la igualdad a la libertad.

Si un pueblo tratase de destruir, o solamente de disminuir por sí mismo la igualdad que reina en su seno, no lo conseguiría sino después de largos y penosos esfuerzos. Sería preciso que modificase su estado social, aboliese sus leyes y renovase sus ideas. Pero para perder la libertad política, basta sólo con retenerla, y ella misma se desvanece.

Los hombres no solamente quieren a la igualdad porque la aman, sino también porque se persuaden de que debe durar siempre. No se encuentran hombres, por limitados y superficiales que se los suponga, que no reconozcan que la libertad política puede con sus excesos comprometer la tranquilidad, el patrimonio y la vida misma de los particulares. Por el contrario, sólo las personas perspicaces y advertidas pueden percibir los peligros con que la igualdad amenaza, y éstas evitan ordinariamente señalarlos, porque saben que los males qué temen están muy remotos y se lisonjean de que no alcanzarán sino a las generaciones venideras, de las que se inquieta muy poco la presente. Los males que la libertad causa son algunas veces inmediatos, visibles para todos, y todos, más o menos, los conocen; los males que la extrema igualdad puede producir, no se manifiestan sino poco a poco, se insinúan gradualmente en el cuerpo social; no se los ve más que de tiempo en tiempo y en el momento en que se hacen más violentos, el hábito de verlos hace que ya no se los sienta.

 

La centralización del poder

(De La Democracia en América)

Si todos los pueblos democráticos son impelidos como por instinto hacia la centralización de poderes, no es menos cierto que tienden a ella de una manera desigual. Esto depende de circunstancias particulares que pueden desarrollar o restringir los efebos naturales del estado social. Son numerosas y no hablaré sino de algunas.

En los hombres que por largo tiempo han vivido libres antes de hacerse iguales, los instintos que la libertad ha dado, combaten hasta cierto punto las inclinaciones que sugiere la igualdad, y aunque entre ellos aumente sus privilegios el poder central, los particulares no pierden jamás enteramente su independencia.

Pero cuando la igualdad llega a desarrollarse en un pueblo que no ha conocido jamás o que no conoce desde hace largo tiempo la libertad, como se ve en el continente europeo, los antiguos hábitos de la nación, llegando a combinarse súbitamente y por una especie de atracción natural con los hábitos y las doctrinas nuevas que hace nacer el estado social, todos los poderes parece que se precipitan por sí mismos hacia el centro; se acumulan con una rapidez sorprendente, y el Estado alcanza de un golpe los límites extremos de su fuerza, mientras que los particulares caen en un momento en el último grado de debilidad.

Los ingleses, que fueron hace trescientos años a fundar en los desiertos del Nuevo Mundo una sociedad democrática, estaban habituados en la madre patria a tomar parte en los negocios públicos; conocían el jurado, tenían la libertad de palabra, de prensa y la individual, la idea de derecho y el hábito de recurrir a él. Transportaron a Norteamérica estas instituciones libres y estas costumbres viriles, y las sostuvieron contra las invasiones del Estado.

Entre los norteamericanos la libertad es antigua, y la igualdad comparativamente nueva. Lo contrario sucede en Europa, donde la igualdad introducida por el poder absoluto y bajo la inspección de los reyes, había penetrado en los hábitos de los pueblos mucho tiempo antes de que la libertad hubiese entrado en sus ideas.

He dicho que, en los pueblos democráticos, el gobierno no se presenta naturalmente al espíritu humano, sino bajo la forma de un poder único y central, y que la noción de los poderes intermedios no le es familiar. Esto se aplica particularmente a las naciones democráticas, que han visto triunfar el principio de la igualdad por medio de una violenta revolución. Desapareciendo de repente en esta tempestad, las clases que dirigían los negocios locales y no teniendo todavía la masa confusa que queda, organización ni hábitos que le permitan tomar parte en la administración de estos mismos negocios, se descubre que sólo el Estado puede encargarse de todos los detalles del gobierno. La centralización llega a ser un hecho, en cierto modo necesario

No se debe alabar ni vituperar a Napoleón, por haber concentrado en sus manos casi todos los poderes administrativos, porque después de la brusca desaparición de la nobleza y de los más altos ciudadanos, estos poderes se unieron a él por sí mismos, y le habría sido tan difícil rechazarlos como administrarlos. Tal necesidad no se presenta jamás entre los norteamericanos, quienes no habiendo tenido revolución, y gobernándose por sí mismos desde su origen, no han debido jamás encargar al Estado de servirles por un momento de tutor.

Así, la centralización no se desarrolla solamente en un pueblo democrático por los progresos de la igualdad, sino también según la manera como se funda esta igualdad.

Al principio de una gran revolución democrática, y cuando apenas nace la guerra entre las diversas clases, el pueblo se esfuerza en centralizar la administración pública en manos del gobierno, a fin de arrancar la dirección de los negocios locales a la aristocracia. Hasta el fin de esta revolución, sucede lo contrario: la aristocracia vencida trata de abandonar al Estado la dirección de todos los negocios, porque teme la tiranía del pueblo, que ha llegado a ser su igual y frecuentemente su amo.

No siempre la misma masa de ciudadanos se dedica a aumentar las prerrogativas del poder; pero, mientras dura la revolución democrática, se encuentra siempre en la nación una clase poderosa por el número o por la riqueza, cuyas pasiones e intereses especiales inclinan a centralizar la administración pública independientemente del odio hacia el gobierno del vecino, que es un sentimiento general y permanente en los pueblos democráticos. Se puede notar que en nuestro tiempo, las clases inferiores de Inglaterra son las que más trabajan en destruir la independencia local y en trasladar la administración de todos los puntos de la circunferencia al centro, mientras que las clases superiores se esfuerzan en mantener esta misma administración en sus antiguos límites.

Me atrevo a predecir que llegará un día en que se presentará un espectáculo totalmente distinto.

Lo que precede hace comprender bien por qué el poder social debe ser siempre más fuerte y el individuo más débil, en un pueblo democrático que ha llegado a la igualdad por un, largo y penoso trabajo social, que en una sociedad democrática en donde los ciudadanos desde su origen han sido siempre iguales.

Esto lo acaba de probar el ejemplo de los norteamericanos.

Los que habitan los Estados Unidos no han estado separados por ningún privilegio; no han conocido jamás la relación recíproca de inferior y de dueño. Y como no se temen ni se aborrecen unos a otros, no han tenido necesidad de llamar al soberano a dirigir todos sus negocios. La suerte de los norteamericanos es singular: han tomado de la aristocracia de Inglaterra la idea de los derechos individuales y el gusto de las libertades locales, y han podido conservar lo uno y lo otro, por no haber tenido aristocracia que combatir.

Si las luces sirven a los hombres en todos los tiempos para defender su independencia, esto es particularmente cierto en los siglos democráticos. Cuando todos los hombres se asemejan, es muy fácil fundar un gobierno único y poderoso, pues bastan para ello los instintos. Pero necesitan hombres de mucha inteligencia, ciencia y arte, para organizar y mantener en las mismas circunstancias los poderes secundarios y crear, en medio de la independencia y de la debilidad individual de los ciudadanos, asociaciones libres capaces de luchar contra la tiranía, sin destruir el orden.

La centralización de poderes y la servidumbre individual, crecen en las naciones democráticas, no solamente en razón de la igualdad, sino también de la ignorancia.

Es verdad que en los siglos poco ilustrados el gobierno carece muchas veces de luces para perfeccionar el despotismo, como los ciudadanos para sustraerse a él; mas el efecto no es igual en ambas partes.

Por tosco y grosero que sea un pueblo democrático, el poder central que lo dirige no está nunca privado completamente de luces, pues cuenta con facilidad con las pocas que se encuentran en el país, y en caso necesario las busca fuera. En una nación ignorante y democrática, no puede menos de manifestarse pronto una diferencia prodigiosa entre la capacidad intelectual del soberano y la de cada uno de sus súbditos, y esto acaba de concentrar todos los poderes en sus manos. El poder administrativo del Estado se extiende incesantemente, por no haber otro bastante hábil para administrar.

Las naciones aristocráticas, por poco cultas que se las suponga, no presentan nunca el mismo espectáculo, pues las luces se hallan casi igualmente repartidas entre el príncipe, y los principales ciudadanos.

El bajá que reina hoy en Egipto, encontró la población de ese país compuesta de hombres muy ignorantes y muy iguales, y se apropió para gobernarla del saber y de la inteligencia de Europa.

Llegando así a combinarse las luces particulares del soberano, con la ignorancia y la debilidad democrática de sus súbditos, se alcanzó sin trabajo el último extremo de la centralización y el príncipe ha podido hacer del país su fábrica y de los habitantes sus obreros.

Creo que la extrema centralización del poder política, acaba por debilitar a la sociedad y al gobierno mismo; pero no niego que una fuerza social centralizada sea capaz de ejecutar fácilmente en un tiempo dado y sobre un punto determinado, grandes empresas: esto es cierto principalmente en la guerra, cuyo buen éxito depende más bien de la facilidad de trasladar con rapidez todos los recursos a un punto señalado, que de la extensión misma de estos recursos En la guerra, pues, es donde los pueblos sienten con más vehemencia la necesidad de aumentar las prerrogativas del poder central. Todos los genios guerreros, desean la centralización porque aumenta sus fuerzas, y todos los partidarios de la centralización quieren la guerra, que obliga a las naciones a estrechar en manos del Estado todos los poderes. De esta suerte, la tendencia democrática que lleva a los hombres a multiplicar sin cesar los privilegios del Estado y a restringir los derechos de los particulares, es más rápida y continua en los pueblos democráticos, sujetos por su posición a grandes y frecuentes guerras y cuya existencia puede más fácilmente ponerse en peligro, que en todos los demás.

He dicho de qué manera el temor al desorden y al amor por el bienestar, conducían insensiblemente a los pueblos democráticos a aumentar las atribuciones del gobierno central, único poder en su opinión bastante fuerte por sí mismo, inteligente y estable, para protegerlos contra la anarquía. No tengo necesidad de añadir que todas las circunstancias particulares que tienden a hacer precario y turbulento el estado de una sociedad democrática, aumentan este instinto general, y llevan a los particulares a sacrificar su tranquilidad a todos sus derechos.

Jamás se halla un pueblo tan dispuesto a aumentar las atribuciones del poder central, como al salir de una revolución larga y sangrienta que, después de haber arrancado los bienes a sus antiguos poseedores, ha removido todas las creencias, llenando la nación de odios implacables, de intereses opuestos y de bandos contrarios.

El afán de sosiego público se hace entonces pasión ciega, y los ciudadanos están expuestos a dejarse dominar por un amor excesivo al orden.

He examinado muchos accidentes que concurren a la centralización del poder, pero todavía me falta hablar del principal.

La primera de las causas accidentales que, en un pueblo democrático, pueden arrancar de manos del soberano la dirección de todos los negocios, es el origen de este mismo soberano y sus inclinaciones.

Los hombres que viven en los siglos de igualdad, quieren naturalmente el poder central y extienden con gusto sus privilegios; mas si sucede que este mismo poder representa fielmente sus intereses y reproduce con exactitud sus instintos, la confianza que ponen en él casi no tiene límites, creyendo concederse a sí mismos todo lo que dan.

La atracción de los poderes administrativos hacia el centro, será siempre menos fácil y menos rápida, con reyes ligados todavía al antiguo orden aristocrático, que con príncipes nuevos, hijos de sus obras, a quienes su nacimiento, sus prejuicios y sus hábitos, parecen ligar indisolublemente a la causa de la igualdad. No quiero decir que los príncipes de origen aristocrático, que viven en los siglos de democracia, no traten de centralizar; al contrario, creo que trabajan en ello con tanto ahínco como todos los demás, pues de este lado encuentran las ventajas de la igualdad; pero les es menos fácil, porque los ciudadanos, en vez de favorecer naturalmente sus deseos, se prestan a ello con dificultad.

Por regla general, en las sociedades democráticas, será siempre la centralización tanto más grande cuanto sea menos aristocrático el soberano.

Cuando una antigua estirpe de reyes dirige una aristocracia, encontrándose las preocupaciones naturales del soberano perfectamente de acuerdo con las de los nobles, los vicios inherentes a las sociedades aristocráticas se desarrollan libremente, sin encontrar remedio alguno. Lo contrario sucede cuando el vástago de una rama feudal está colocado a la cabeza de un pueblo democrático.

El príncipe se inclina cada día, por su educación, hábitos y recuerdos, hacia los sentimientos que sugiere la igualdad de condiciones, y el pueblo tiende constantemente, por su estado social, hacia las costumbres que la igualdad hace nacer. Entonces sucede frecuentemente que los ciudadanos tratan de contener al poder central, mucho menos como tiránico que como aristocrático, y mantienen con firmeza su independencia, no sólo porque quieren ser libres, sino porque desean permanecer iguales.

Una revolución que derriba a una antigua familia de reyes, para colocar hombres nuevos a la cabeza de un pueblo democrático, puede debilitar momentáneamente al poder central; pero, por anárquica que desde luego parezca, se debe predecir con seguridad que su resultado final y necesario será extender y asegurar las prerrogativas del poder mismo.

La primera, y en cierto modo la única condición necesaria para llegar a centralizar el poder público en una sociedad democrática, es amar la igualdad o hacerlo creer. De esta suerte, se simplifica la ciencia del despotismo, tan complicada en otro tiempo; se reduce, por decirlo así, a un principio único.

 

El individualismo en los países democráticos

(De La Democracia en América)

He hecho ver de qué manera en los tiempos de igualdad busca cada hombre en sí mismo sus creencias; veamos ahora cómo es que, en los mismos siglos, dirige todos sus sentimientos hacia él solo.

Individualismo es una expresión reciente que ha creado una idea nueva: nuestros padres no conocían sino el egoísmo.

El egoísmo es el amor apasionado y exagerado de sí mismo, que conduce al hombre a no referir nada sino a él solo y a preferirse a todo.

El individualismo es un sentimiento pacifico y reflexivo que predispone a cada ciudadano a separarse de la masa de sus semejantes, a retirarse a un paraje aislado, con su familia y sus amigos; de suerte que después de haberse creado así una pequeña sociedad a su modo, abandona con gusto la grande.

El egoísmo nace de un ciego instinto; el individualismo procede de un juicio erróneo, más bien que de un sentimiento depravado, y tiene su origen tanto en los defectos del espíritu como en los vicios del corazón.

El egoísmo deseca el germen de todas las virtudes; el individualismo no agota, desde luego, sino la fuente de las virtudes públicas; mas, a la larga, ataca y destruye todas las otras y va, en fin, a absorberse en el egoísmo.

El egoísmo es un vicio que existe desde que hay mundo, y pertenece indistintamente a cualquier forma de sociedad.

El individualismo es de origen democrático, y amenaza desarrollarse a medida que las condiciones se igualan. (...)

En los pueblos aristocráticos las familias permanecen durante siglos en el mismo estado y frecuentemente en el mismo lugar. Esto hace, por decirlo así, que todas las generaciones sean contemporáneas. Un hombre conoce casi siempre a sus abuelos y los respeta, y cree ya divisar a sus propios nietos, y los ama. Se impone gustoso deberes hacia los unos y los otros, y muchas veces sacrifica sus goces personales en favor de seres que han dejado de existir o que no existen todavía.

Las instituciones aristocráticas ligan, además, estrechamente a cada hombre con muchos de sus conciudadanos.

Siendo las clases muy distintas e inmóviles en el seno de una aristocracia, cada una viene a ser para el que forma parte de ella como una especie de pequeña patria, más visible y más amada que la grande.

Como en las sociedades aristocráticas todos los ciudadanos tienen su puesto fijo, unos más elevados que otros, resulta que cada uno divisa siempre sobre él a un hombre cuya protección le es necesaria y más abajo a otro de quien puede reclamar asistencia.

Los hombres que viven en los siglos aristocráticos se hallan casi siempre ligados a alguna cosa situada fuera de ellos, y están frecuentemente dispuestos a olvidarse de si mismos. Es verdad que en otros siglos de aristocracia la noción general del semejante es oscura y apenas se piensa en consagrarse a ella por la causa de la humanidad; pero muchas veces uno se sacrifica en beneficio de otros hombres. En los siglos democráticos sucede al contrario: como los deberes de cada individuo hacia la especie son más evidentes, la devoción hacia un hombre viene a ser más rara y el vinculo de los afectos humanos se extiende y afloja.

En los pueblos democráticos, nuevas familias surgen sin cesar de la nada otras caen en ella a cada instante, y todas las que existen cambian de faz: el hilo de los tiempos se rompe a cada paso y la huella de las generaciones desaparece. Se olvida fácilmente a los que nos han precedido y no se tiene idea de los que seguirán. Los que están más inmediatos son los únicos que interesan.

Cuando cada clase se acerca y se confunde con las otras, sus miembros se hacen indiferentes y como extraños entre sí.

La aristocracia había hecho de todos los ciudadanos una larga cadena que llegaba desde el aldeano hasta el rey. La democracia la rompe y pone cada eslabón aparte.

A medida que las condiciones se igualan, se encuentran un mayor número de individuos que, no siendo bastante ricos ni poderosos para ejercer una gran influencia en la suerte de sus semejantes, han adquirido, sin embargo, o han conservado, bastantes luces y bienes para satisfacerse a ellos mismos. No deben nada a nadie; no esperan, por decirlo así, nada de nadie; se habitúan a considerarse siempre aisladamente y se figuran que su destino está en sus manos.

Así, la democracia no solamente hace olvidar a cada hombre a sus abuelos; además, le oculta sus descendientes y lo separa de sus contemporáneos. Lo conduce sin cesar hacia sí mismo y amenaza con encerrarlo en la soledad de su propio corazón.

Cuando una sociedad democrática acaba de formarse sobre los restos de una aristocracia, el aislamiento de los hombres y el egoísmo, que es su consecuencia, se hacen principalmente más notables.

Estas sociedades no agrupan solamente a un gran número de ciudadanos independientes, sino que están llenas de ordinario de hombres que, acabados de llegar a la independencia, se embriagan con su nuevo poder, conciben una vana confianza en sus fuerzas y, creyendo que no tendrán necesidad en adelante de implorar el auxilio de sus semejantes, no encuentran dificultad en hacer ver que no se ocupan sino de ellos mismos.

Una aristocracia no sucumbe, por lo común, sino después de una larga lucha durante la cual se encienden odios implacables entre las diversas clases de la sociedad. Estas pasiones sobreviven a la victoria y se puede seguir su huella en medio de la confusión democrática que la sucede.

Los ciudadanos que ocupan el primer puesto en la jerarquía destruida, no pueden olvidar tan pronto su antigua grandeza y se consideran, por largo tiempo, como extranjeros en el seno de una sociedad nueva. En todos los que esta sociedad hace ser iguales, ven a otros tantos opresores, cuya suerte no puede excitar la simpatía; han perdido de vista a sus antiguos iguales y no se sienten ligados por un interés común a su suerte; se retira cada uno aparte y se considera reducido a no ocuparse sino de sí mismo. Los que por el contrario, ocupaban en otro tiempo un lugar inferior y a los que una revolución repentina ha acercado al nivel común, no gozan, sino con una especie de inquietud secreta, de la independencia recientemente adquirida y si a su lado encuentran a algunos de sus antiguos superiores, echan sobre ellos miradas de triunfo y de temor, y se separan.

Ordinariamente, es al principio de las sociedades democráticas cuando los ciudadanos se hallan más dispuestos a aislarse.

La democracia inclina a los hombres a no acercarse a sus semejantes; mas las revoluciones democráticas los empujan a huir unos de otros y perpetúan en el seno de la igualdad los odios que la desigualdad ha hecho nacer.

La gran ventaja de los norteamericanos consiste en haber llegado a la democracia sin sufrir revoluciones democráticas, y haber nacido iguales, en vez de llegar a serlo.

El despotismo, que por su naturaleza es tímido, ve en el aislamiento de los hombres la garantía más segura de su propia duración y procura aislarlos por cuantos medios están a su alcance. No hay vicio del corazón humano que le agrade tanto como el egoísmo; un déspota perdona fácilmente a los gobernados que no lo quieran, con tal de que ellos no se quieran entre sí; no les exige su asistencia para conducir al Estado, y se contenta con que no aspiren a dirigirlo por sí mismos. Llama espíritus turbulentos e inquietos a los que pretenden unir sus esfuerzos para crear la prosperidad común y, cambiando el sentido natural de las palabras, llama buenos ciudadanos a los que se encierran estrechamente en sí mismos.

Así, los vicios que el despotismo hace nacer son precisamente los que la igualdad favorece. Estas dos cosas se completan y se ayudan de una manera funesta.

La igualdad coloca a los hombres unos al lado de los otros sin lazo común que los retenga. El despotismo levanta barreras entre ellos y los separa. Aquél los dispone a no pensar en sus semejantes, y éste hace de la indiferencia una especie de virtud pública.

El despotismo es peligroso en todos los tiempos, pero es mucho más temible en los siglos democráticos.

Es fácil observar que en estos mismos siglos, los hombres necesitan más particularmente la libertad.

Luego que los ciudadanos se ven forzados a ocuparse de los negocios públicos, salen necesariamente del seno de sus intereses individuales y se apartan de la consideración de sí mismos.

Desde el momento en que se tratan en común los negocios públicos, cada hombre conoce que no es tan independiente de sus semejantes como antes se figuraba, y que para obtener su apoyo es indispensable prestarles frecuentemente su asistencia.

Cuando el público gobierna, no hay hombre que no reconozca el valor de la benevolencia general y que no trate de cultivarla, atrayendo la estimación y el afecto de aquellos en cuyo seno debe vivir.

Muchas pasiones que entibien los corazones y los dividen, se ven entonces obligadas a retirarse al fondo del alma y a ocultarse en ella. El orgullo se disimula, el desprecio no se atreve a aparecer y el egoísmo se teme a sí mismo.

Siendo electivas bajo un gobierno libre la mayor parte de las funciones públicas, los hombres a quienes la elevación de su alma o la inquietud de sus deseos sitúan estrechamente en la vida privada, sienten cada día más no poder pasarse sin la población que los rodea. Entonces, la ambición los hace pensar en sus semejantes, y a menudo tienen una especie de interés en olvidarse de sí mismos.

 

Bienestar y democracia

(De La democracia en América)

La pasión del bienestar material no es siempre exclusiva de Norteamérica pero es general, y si no la experimentan todos del mismo modo, al menos todos la sienten. El cuidado de satisfacer las más mínimas necesidades del cuerpo y de proveer a las pequeñas comodidades de la vida, preocupa allí universalmente a los espíritus. Se ve, cada día más, alguna cosa semejante en Europa.

Entre las causas que producen efectos iguales en los dos mundos, hay muchas que se acercan a la materia de que trato y, por consiguiente, debo explicarlas.

Cuando las riquezas se consolidan hereditariamente en las mismas familias, se ve un gran número de hombres que gozan del bienestar material, sin experimentar el gusto exclusivo del bienestar. Lo que interesa más vivamente en el corazón humano, no es la pacífica posesión de un objeto precioso, sino el deseo no completamente satisfecho de poseerlo y el temor incesante de perderlo.

Los ricos de las sociedades aristocráticas, no habiendo conocido nunca un estado diferente de aquél en que se hallan, no temen el cambio y apenas se imaginan que pueda haberlo. El bienestar material no es, pues, para ellos, el objeto primitivo de su vida, sino una manera de vivir. Lo consideran en cierto modo como la existencia misma, y lo gozan sin pensar en el.

Cuando el gusto natural que por instinto sienten todos los hombres por el bienestar se halla así satisfecho, sin pena y sin temor, dirigen su alma hacia otra parte y la interesan en empresas más grandes y más difíciles, que la animen y seduzcan.

Así es como en el seno mismo de los goces materiales, los miembros de una aristocracia dejan frecuentemente ver un orgulloso desprecio por estos mismos goces y tienen una fortaleza singular cuando es menester privarse de ellos. Todas las revoluciones que han turbado o destruido las aristocracias, han mostrado la facilidad con que gente acostumbrada a lo superfluo, podía pasar sin lo necesario, mientras que hombres que con mucho trabajo han llegado a la comodidad, apenas pueden vivir después de haberla perdido.

Si de las clases superiores desciendo a las inferiores, veré sin duda efectos análogos, producidos por causas diferentes.

En las naciones en que la aristocracia domina la sociedad y la tiene inmóvil, el pueblo acaba por habituarse a la pobreza y los ricos a su opulencia. Los unos no se ocupan del bienestar material, porque lo poseen sin trabajo; los otros no piensan en él, porque tienen perdida la esperanza de adquirirlo y ni aun lo conocen bastante para desearlo.

En esta clase de sociedades, la imaginación del pobre se dirige siempre hacia el otro mundo y, aunque las miserias de la vida real la estrechen se separa, sin embargo, de ellas para buscar fuera de sus goces. Cuando las clases al contrario, se confunden y los privilegios están destruidos; cuando los patrimonios se dividen y las luces y la libertad se extienden, el deseo de adquirir el bienestar se presenta a la imaginación del pobre y el temor de perderlo, al espíritu del rico. Se establecen una infinidad de fortunas mediocres; los que las poseen tienen bastantes goces materiales para comprender el gusto de ellas, pero no los suficientes para estar satisfechos; jamás se los procuran sino con esfuerzos, ni se entregan a ellos sino con temor, y así se aplican constantemente a adquirir y a retener estos goces tan preciosos, tan incompletos y tan fugitivos.

Si busco una pasión que sea natural a los hombres, que la oscuridad de su origen o la mediocridad de su fortuna excitan y limitan, no encuentro ninguna más propia que el gusto por el bienestar. La pasión del bienestar material es esencialmente pasión de la clase media; se engrandece, se extiende y se hace preponderante con ella; de aquí se eleva a las clases superiores de la sociedad y desciende hasta el seno del pueblo.

No he visto en Norteamérica un ciudadano pobre que no eche una mirada de esperanza y de envidia hacia los goces de los ricos, y cuya imaginación no se apodere anticipadamente de los bienes que la suerte se obstina en rehusarle. Tampoco he visto, entre los ricos de los Estados Unidos, ese soberbio desdén por el bienestar material que se muestra algunas veces hasta en el seno de los aristócratas más opulentos y relajados. La mayor parte de estos ricos han sido pobres, han sentido el aguijón de la necesidad, por largo tiempo han combatido contra una suerte que se les resistía y cuando han obtenido la victoria, sobreviven aún las pasiones que los han acompañado en la lucha y quedan como embriagados en medio de estos pequeños goces que han buscado con empeño por espacio de cuarenta años.

Esto no quiere decir que no se encuentre en los Estados Unidos como en todas partes, un crecido número de ricos que, teniendo sus bienes por herencia posean sin esfuerzo inmensas fortunas que no han adquirido; pero estos mismos, sin embargo, no son menos aficionados a los goces de la vida material. El amor al bienestar ha llegado a ser el gusto nacional y dominante, y la gran corriente de las pasiones humanas va hacia este lado, arrastrando todo en su curso. (...)

 

Se encuentran aún, en algunos cantones retirados del antiguo mundo, pequeñas poblaciones que han estado como olvidadas en medio del tumulto universal y que han permanecido inmóviles cuando todo se conmovía alrededor de ellas. La mayor parte de estos pueblos son muy importantes y miserables; no se mezclan en los asuntos del gobierno y frecuentemente los gobiernos los oprimen. Sin embargo, muestran de ordinario un exterior sereno y un humor festivo.

He visto en Norteamérica a los hombres más libres y más ilustrados en la posición más feliz que haya en el mundo, y me ha parecido descubrir en sus facciones una especie de humor sombrío, habitual en ellos, encontrándolos graves y casi tristes hasta en sus placeres. La principal razón consiste en que los unos no piensan en los trabajos que sufren, mientras los otros se ocupan incesantemente de los bienes que no poseen.

No hay cosa más extraña que ver con qué especie de ardor febril buscan los norteamericanos el bienestar y cómo se muestran sin cesar atormentados por un temor vago de no haber escogido el camino más corto que puede conducirlos

El habitante de los Estados Unidos se adhiere a los bienes de este mundo como si estuviese seguro de no morir, y se precipita de tal manera a poseer los que están a su alcance, que se diría que teme cada instante dejar de existir antes de disfrutarlos; los abarca todos, pero sin estrecharlos, y muy pronto los deja escapar de sus manos para correr tras de nuevos goces.

Un hombre en los Estados Unidos construye una morada cómoda para pasar en ella su vejez, y la vende cuando está para concluirse: planta un jardín, y lo alquila cuando iba a recoger los frutos; desmonta un terreno, y deja a otros el cuidado de recoger la cosecha; abraza una profesión, y la abandona; se fija en un lugar, y lo deja para llevar a otra parte sus veleidosos deseos. Si sus negocios privados le dan algún descanso, se sumerge enseguida en el torbellino de la política. Y, cuando después de un año de trabajos, le queda algún tiempo pasea su curiosidad inquieta por los vastos límites de los Estados Unidos, haciendo así quinientas leguas en algunos días, para distraerse mejor de su felicidad. La muerte llega, al fin, y lo detiene antes de que se haya fatigado en la inútil pretensión de una felicidad completa, que huye siempre de él.

Se admira uno al contemplar esa agitación singular que muestra a tantos hombres felices en el seno mismo dé su abundancia y, sin embargo, este espectáculo existe desde que hay mundo, y sólo es nuevo el ver que todo un pueblo lo representa.

El gusto por los goces materiales debe considerarse como el origen principal de esta inquietud secreta que se descubre en las acciones de los norteamericanos, y de esa inconstancia de que dan diariamente ejemplo.

El que limita su espirito a la sola adquisición de los bienes de este mundo vive siempre agitado, porque no tiene sino un tiempo muy corto para encontrarlos, apoderarse de ellos y gozarlos. El recuerdo de la brevedad de la vida lo aguijonea incesantemente, y fuera de los bienes que posee se imagina otros mil que la muerte le impedirá gustar si no se apresura. Este pensamiento lo llena de turbación, de temor y de pesar y mantiene su alma en una especie de trepidación incesante que lo invita a cambiar todos los días de designio y de lugar.

Si al gusto por el bienestar material se agrega un estado social en que ni la ley ni la costumbre retienen a nadie en su puesto, esto servirá de mayor estimulo para la inquietud de espirito, y se verá entonces a los hombres cambiar continuamente de ruta, temiendo no acertar con la que más pronto deba conducirlos a la felicidad.

Por otra parte, es fácil concebir que si los hombres que buscan con pasión los goces materiales los desean vivamente, se cansarán también de ellos con facilidad; pues, siendo su objetivo final gozar, es preciso que el medio de llegar a él sea pronto y fácil, sin que el trabajo de adquirir el goce sobrepuje al mismo goce. La mayor parte de las almas son, pues, a la vez ardientes y frías, violentas y débiles, y frecuentemente es menos temible la muerte que la continuación de esfuerzos hacia el mismo objeto.

La igualdad conduce por un camino más recto aún a muchos de los efectos que acabo de describir. Cuando todas las prerrogativas del nacimiento y de la fortuna desaparecen, y las profesiones se abren a todos, y se puede llegar por sí mismo a la cima de cada una de ellas, parece también una carrera intensa y fácil para la ambición de los hombres, y éstos se figuran, desde luego, que están llamados a grandes destinos; pero es una visión errónea, que la experiencia corrige todos los días. Esta misma igualdad, que permite concebir vastas esperanzas a cada ciudadano, lo hace individualmente débil y limita por todos lados sus fuerzas, al mismo tiempo que permite a sus deseos extenderse.

No sólo son incapaces por sí mismos, sino que hallan a cada instante inmensos obstáculos que no habían descubierto al principio. Como han destruido los privilegios de algunos de sus semejantes, encuentran la competencia de todos, y el límite cambia de forma más bien que de lugar. Cuando los hombres son más o menos semejantes y siguen una misma vía, es difícil que alguno de ellos marche de prisa y atraviese la multitud que lo rodea y oprime. Esta oposición constante que domina entre los instintos que hace nacer la igualdad y los medios que suministra para satisfacerlos, atormenta y fatiga las almas.

Pueden concebirse hombres que han llegado a un cierto grado de libertad que los satisfaga enteramente y en este caso gozarán de su independencia, sin inquietud y sin ardor; pero jamás constituirán los hombres una igualdad que les sea suficiente. Por más esfuerzos que haga un pueblo, nunca llegará a hacer las condiciones iguales en su seno; y si tuviese la desgracia de llegar a ese nivel absoluto y completo, quedaría todavía la desigualdad de la inteligencia que procediendo directamente de Dios, jamás se someterá a las leyes.

Por democrático que sea el estado social y la constitución política de un pueblo, se puede asegurar que cada uno de sus ciudadanos descubrirá siempre cerca de si muchos puntos que lo dominen y puede preverse que volverá obstinadamente sus miradas hacia este solo lado. Cuando la desigualdad es la ley común de una sociedad, las más grandes desigualdades no causan ninguna impresión y cuando todo esto está poco más o menos a nivel, las más pequeñas la producen. Por esta razón, el deseo de la igualdad se hace más insaciable a medida que la igualdad es mayor.

En los pueblos democráticos, los hombres obtienen con facilidad una cierta igualdad; pero no pueden alcanzar la que desean. Esta se aparta más cada día, aunque sin desaparecer jamás de su vista, y al retirarse los atrae en su busca; creen, sin cesar, que van a alcanzarla y constantemente se les escapa. La ven lo bastante cerca para conocer sus encantos; mas no se aproximan lo necesario para gozarla y mueren antes de haber saboreado enteramente sus dulzuras.

A estas causas es preciso atribuir la melancolía que los habitantes de los países democráticos dejan frecuentemente ver en el seno de su abundancia, y ese disgusto de la vida que llega a apoderarse de ellos algunas veces, en medio de una existencia cómoda y tranquila.

Nos quejamos, en Francia, de que el número de los suicidios es cada vez mayor; en Norteamérica el suicidio es raro, pero se asegura que la demencia es más común que en cualquiera otra parte. Estos son síntomas diferentes del mismo mal.

Los norteamericanos no se matan por agitados que se hallen, porque la religión les prohíbe hacerlo y porque entre ellos no existe, por decirlo así, el materialismo, aunque la pasión del bienestar material sea general. Su voluntad resiste, pero muchas veces su razón cede.

Los goces son más vivos en los tiempos democráticos que en los aristocráticos y, sobre todo, el número de los que los obtienen es infinitamente mayor; pero, por otro lado, es preciso reconocer que las esperanzas y los deseos son allí frecuentemente burlados, las almas están más conmovidas e inquietas y las zozobras y los cuidados son más sensibles.

 

La desaparición de las clases

(De La Democracia en América)

He hecho ver cómo la aristocracia favorecía el desarrollo de la industria y multiplicaba sin término el número de los industriales; veamos ahora por qué ruta desviada podría la industria a su vez conducir a los hombres a la aristocracia.

Se ha observado que cuando un obrero se ocupa todos los días de un mismo detalle de trabajo, se consigue más fácilmente, más pronto y con más economías la producción general de la obra.

También se ha visto que mientras más en grande se emprendía una industria, con más fuertes capitales y crédito, tanto más baratos eran sus productos. Estas verdades se entreveían desde hace mucho tiempo; pero no se han demostrado sino en nuestros días. Se aplican ya a varias industrias muy importantes, y sucesivamente las adoptan también las menores.

Nada veo en el mundo político que deba fijar más la atención del legislador que estos dos nuevos axiomas de la ciencia industrial.

Cuando un artesano se entrega de un modo exclusivo y constante una fabricación de un solo objeto, acaba por desempeñar este trabajo con una destreza singular; pero pierde al mismo tiempo la facultad general de aplicar su espíritu a la dirección del trabajo: cada día se hace más hábil y menos industrioso, y puede decirse que el hombre se degrada en él a medida que el obrero se perfecciona.

¿Qué puede esperarse de un hombre que ha empleado veinte años de su vida en hacer cabezas de alfileres? ¿A qué podrá en lo sucesivo aplicar esa poderosa inteligencia humana, que tantas veces ha conmovido al mundo, sino a buscar el mejor medio de hacer cabezas de alfileres?

Cuando un artesano ha consumido de esta suerte una parte considerable de su existencia, sus ideas se encuentran detenidas en el objeto diario de sus labores, su cuerpo ha contraído ciertos hábitos fijos de los que ya no puede desprenderse, en una palabra, no pertenece ya a sí mismo, sino a la profesión que ha escogido. En vano las leyes y las costumbres procurarán romper alrededor de él todas las barreras y abrirle por todos lados diferentes caminos hacia la fortuna, pues una teoría industrial más poderosa que las costumbres y las leyes lo ha ligado a un oficio, y a veces a un lugar que no puede dejar.

Ella misma le asigna en la sociedad un puesto del que no puede separarse y, en medio del movimiento universal, lo ha hecho inmóvil.

A medida que el principio de la división del trabajo experimenta una aplicación más completa, el obrero viene a ser más débil, más limitado y más dependiente. El arte progresa y el artesano retrocede.

Por otra parte, a medida que se descubre manifiestamente que los productos de una industria son tanto más perfectos y menos caros cuanto la manufactura es más vasta y el capital mayor, los hombres muy ricos y muy instruidos se aprestan a ocuparse de industrias que hasta entonces habían estado en manos de artesanos ignorantes y atrasados. Los grandes esfuerzos que se requieren y la inmensidad de resultados que deben obtenerse, los atraen.

Así pues, al mismo tiempo que la ciencia industrial rebaja incesantemente a la clase obrera, eleva la de los maestros y directores. Mientras que el obrero reduce más y más su inteligencia al estudio de un solo detalle, el dueño extiende su vista sobre un conjunto más vasto y su espíritu se ensancha a medida que el del otro se estrecha: muy pronto el segundo no necesita más que la fuerza física sin la inteligencia, mientras que el primero tiene siempre necesidad de la ciencia y casi del ingenio, para tener buen éxito. El uno se parece cada vez más al administrador de un vasto imperio y el otro a un bruto.

El amo y el obrero no tiene nada de semejante y cada día difieren más: son como los dos anillos finales de una cadena. Cada uno ocupa el puesto que le está destinado, del cual no sale jamás. El uno se halla en relación de dependencia continua, estrecha y necesaria con el otro, y parece nacido para obedecer, como éste para mandar. ¿Y qué es esto sino aristocracia?

Viniendo a igualarse las condiciones cada vez más en el cuerpo de la nación, la necesidad de los objetos manufacturados se generaliza y aumenta, y el precio moderado que pone estos objetos al alcance de las fortunas medianas, viene a ser un gran elemento de éxito

Así, se observa cada día que los hombres más opulentos e ilustrados consagran a la industria sus riquezas y su ciencia, y tratan de satisfacer los nuevos deseos que se manifiestan por todas partes, abriendo grandes talleres y dividiendo estrictamente el trabajo.

Así, a medida que la masa de la nación se inclina a la democracia, la clase particular que se ocupa de la industria se vuelve más aristocrática. Los hombres se hacen cada vez más semejantes en la una y más diferentes en la otra, y la desigualdad crece en la pequeña sociedad en la misma proporción que crece en la grande Esta es la razón por la que, remontándose al origen, parece que se ve a la aristocracia salir por un esfuerzo natural del seno mismo de la democracia: mas esta aristocracia no se asemeja en nada a las que la han precedido; pues desde luego se notará que, no aplicándose sino a la industria y a algunas profesiones industriales solamente, es una excepción, como un monstruo, en el conjunto del estado social.

Las pequeñas sociedades aristocráticas que constituyen ciertas industrias en medio de la inmensa democracia de nuestros días, encierran, como las grandes sociedades aristocráticas de los antiguos tiempos, a algunos hombres muy opulentos y a una multitud muy miserable. Estos pobres tiene pocos medios de salir de su condición y hacerse ricos; pero frecuentemente los ricos se vuelven pobres, o dejan el negocio después de haber obtenido sus utilidades. Así, los elementos que forman la clase pobre son casi fijos, pero no lo son los que componen la otra. En verdad, aunque haya ricos, no existe esta clase, porque no tienen inclinaciones ni objetos comunes, tradiciones ni esperanzas guales, de manera que hay miembros, pero no cuerpo.

No sólo no están unidos los ricos con solidez entre sí, sino que puede decirse que no hay lazo verdadero entre el pobre y el rico.

Nunca están perpetuamente situados el uno cerca del otro, pues a cada instante el interés los une y los separa. El obrero depende en general de los dueños, pero no de un dueño determinado. Estos dos hombres se ven en la fábrica y no se conocen fuera, y mientras que por un lado están unidos, por lo demás permanecen muy separados. El dueño de una fábrica no pide al obrero sino su trabajo, y éste no espera de aquél más que el salario. El uno no se compromete a proteger ni el otro a defender, y no se hallan ligados de un modo permanente por el hábito ni por el deber. La aristocracia que funda el negocio, jamás se consolida en medio de la población industrial que dirige, pues su objeto no es gobernarla, sino servirse de ella.

Una aristocracia así constituida no puede tener un fuerte imperio sobre los que emplea, y si lo consigue por un momento, bien pronto se le escapan. No sabe querer y no puede obrar.

La aristocracia territorial de los siglos pasados estaba obligada por la ley o se creía obligada por las costumbres, a ir en auxilio de sus servidores y a aliviar sus miserias; pero la aristocracia manufacturera de nuestros días, después de haber empobrecido y embrutecido a los hombres de que se sirve, los abandona en los tiempos de crisis a la paridad pública para que los mantenga. Esto resulta naturalmente de lo que sucede. Entre el obrero y el patrono, las relaciones son frecuentes, pero no existe nunca una asociación verdadera.

Sea lo que fuere, pienso que la aristocracia industrial que vemos surgir ante nuestros ojos es una de las más duras que haya podido aparecer sobre la tierra; pero al mismo tiempo, una de las más limitadas y de las menos peligrosas.

Con todo, este es el lado hacia donde los amigos de la democracia deben dirigir con más inquietud su atención, porque si la desigualdad permanece de las condiciones y la aristocracia penetran de nuevo en el mundo, se puede predecir que lo han de hacer por esa puerta.

 

Alexis de Tocqueville (1963): La Democracia en América. Trad. Luis R. Cuéllar. México-Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.

— (1969): El Antiguo Régimen y la Revolución. Trad. de A. Guillen. Madrid: Guadarrama.

 

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