Titulo: Lecturas de teoría
sociológica clásica
Profesor: Mario Domínguez Sánchez
Departamento de Sociología V/Teoría Sociológica
Curso 2000-2001
TEMA
2. La
Ilustración
Montesquieu
Jean-Jacques Rousseau
TEMA
3.
El saber enciclopédico: Hegel
TEMA
4.
El ideal del industrialismo: Saint-Simon
TEMA
5.
El positivismo: Comte
TEMA
6.
El evolucionismo universal: Spencer
TEMA
7.
Antiguo Régimen y Revolución: Tocqueville
TEMA
8.
La teoría social en Karl Marx
TEMA
9.
Socialistas, marxistas y anarquistas
TEMA
10. El
evolucionismo clásico y el darwinismo social
Tema 7. Antiguo Régimen y Revolución
Alexis de Tocqueville
¿Qué es la democracia?
(De La Democracia en América)
Entre las cosas nuevas que durante mi
permanencia en los Estados Unidos, han llamado mi atención,
ninguna me sorprendió más que la igualdad de condiciones.
Descubrí sin dificultad la influencia prodigiosa que ejerce
este primer hecho sobre la marcha de la sociedad. Da al
espíritu público cierta dirección, determinado giro a las
leyes; a los gobernantes máximas nuevas, y costumbres
particulares a los gobernados.
Pronto reconocí que ese mismo hecho lleva
su influencia mucho más allá de las costumbres políticas y
de las leyes, y que no domina menos sobre la sociedad civil
que sobre el gobierno: crea opiniones, hace nacer
sentimientos, sugiere usos y modifica todo lo que no es
productivo.
Así pues, a medida que estudiaba la
sociedad norteamericana, veía cada vez más, en la igualdad
de condiciones, el hecho generador del que cada hecho
particular parecía derivarse, y lo volvía a hallar
constantemente ante mí como un punto de atracción hacia
donde todas mis observaciones convergían.
Entonces, transporté mi pensamiento hacia
nuestro hemisferio, y me pareció percibir algo análogo al
espectáculo que me ofrecía el Nuevo Mundo. Vi la igualdad de
condiciones que, sin haber alcanzado como en los Estados
Unidos sus límites extremos, se acercaba a ellos cada día
más de prisa, y la misma democracia, que gobernaba las
sociedades norteamericanas, me pareció avanzar rápidamente
hacia el poder en Europa.
Desde ese momento concebí la idea de este
libro.
Una gran revolución democrática se palpa
entre nosotros. Todos la ven; pero no todos la juzgan de la
misma manera. Unos la consideran como una cosa nueva y,
tomándola por un accidente, creen poder detenerla todavía;
mientras otros la juzgan indestructible, porque les parece el
hecho más continuo, el más antiguo y el más permanente que
se conoce en la historia.
Me remonto por un momento a lo que era
Francia hace setecientos años. La veo repartida entre un
pequeño número de familias que poseen la tierra y gobiernan
a los habitantes. El derecho de mandar pasa de generación en
generación con la herencia. Los hombres no tienen más que un
solo medio de dominar unos a los otros: la fuerza. No se
reconoce otro origen del poder que la propiedad inmobiliaria.
Pero he aquí el poder político del clero
que acaba de fundarse y que muy pronto va a extenderse. El
clero abre sus filas a todos, al pobre y al rico, al labriego
y al señor; la igualdad comienza a penetrar por la Iglesia en
el seno del gobierno, y aquél que hubiera vegetado como un
siervo en eterna esclavitud, se acomoda como sacerdote entre
los nobles, y a menudo se sitúa por encima de los reyes.
Al volverse con el tiempo más civilizada y
más estable la sociedad, las diferentes relaciones entre los
hombres se hacen más complicadas y numerosas. La necesidad de
las leyes civiles se hace sentir vivamente. Entonces nacen los
legistas. Salen del oscuro recinto de los tribunales y del
reducto polvoriento de los archivos, y van a sentarse a la
corte del príncipe, al lado de los barones feudales cubiertos
de armiño y de hierro.
Los reyes se arruinan en las grandes
empresas. Los nobles se agotan en las guerras privadas. Los
labriegos se enriquecen con el comercio. La influencia del
dinero comienza a sentirse en los asuntos del Estado. El
negocio es una fuente nueva que se abre a los poderosos, y los
financieros se convierten en un poder político que se
desprecia y adula al propio tiempo.
Poco a poco, las luces se difunden. Se
despierta la afición a la literatura y a las artes. Las cosas
del espíritu llegan a ser elementos de éxito. La ciencia es
un método de gobierno. La inteligencia una fuerza social y
los letrados tienen acceso a los negocios.
Sin embargo, a medida que se descubren
nuevos caminos para llegar al poder, oscila el valor del
nacimiento. En el siglo Xl, la nobleza era de un valor
inestimable; se compra en el siglo XIII; el primer
ennoblecimiento tiene lugar en 1270, y la igualdad llega por
fin al gobierno por medio de la aristocracia misma.
Durante los setecientos años que acaban de
transcurrir, a veces, para luchar contra la autoridad regia o
para arrebatar el poder a sus rivales, los nobles dieron
preponderancia política al pueblo.
Más a menudo aún, se vio cómo los reyes
daban participación en el gobierno a las clases inferiores
del Estado, a fin de rebajar a la aristocracia.
En Francia, los reyes se mostraron los más
activos y constantes niveladores. Cuando se sintieron
ambiciosos y fuertes, trabajaron para elevar al pueblo al
nivel de los nobles; y cuando fueron moderados y débiles,
tuvieron que permitir que el pueblo se colocase por encima de
ellos mismos. Unos ayudaron a la democracia con su talento,
otros con sus vicios. Luis XI y Luis XIV tuvieron buen cuidado
de igualarlo todo por debajo del trono, y Luis XV descendió
él mismo con su corte hasta el último peldaño.
Desde que los ciudadanos comenzaron a
poseer la tierra por medios distintos al sistema feudal y en
cuanto fue conocida la riqueza mobiliaria, que pudieron a su
vez crear la influencia y dar el poder, no se hicieron
descubrimientos en las artes, ni hubo adelantos en el comercio
y en la industria que no crearan otros tantos elementos nuevos
de igualdad entre los hombres. A partir de ese momento, todos
los procedimientos que se descubren, todas las necesidades que
nacen y todos los deseos que se satisfacen, son otros tantos
avances hacia la nivelación universal. El afán de lujo, el
amor a la guerra, el imperio de la moda, todas las pasiones
superficiales del corazón humano, así como las más
profundas, parecen actuar de consuno en empobrecer a los ricos
y enriquecer a los pobres.
En cuanto los trabajos de la inteligencia
llegaron a ser fuentes de fuerza y de riqueza, se consideró
cada desarrollo de la ciencia, cada conocimiento nuevo y cada
idea nueva, como un germen de poder puesto al alcance del
pueblo. La poesía, la elocuencia, la memoria, los destellos
de ingenio, las luces de la imaginación, la profundidad del
pensamiento, todos esos dones que el Cielo concede al azar,
beneficiaron a la democracia y, aun cuando se encontraron en
poder de sus adversarios, sirvieron a la causa poniendo de
relieve la grandeza natural del hombre. Sus conquistas se
agrandaron con las de la civilización y las de las luces, y
la literatura fue un arsenal abierto a todos, a donde los
débiles y los pobres acudían cada día en busca de armas.
Cuando se recorren las páginas de nuestra
historia, no se encuentran, por decirlo así, grandes
acontecimientos que desde hace setecientos años no se hayan
orientado en provecho de la igualdad.
Las cruzadas y las guerras de los ingleses
diezman a los nobles y dividen sus tierras; la institución de
las comunas introduce la libertad democrática en el seno de
la monarquía feudal; el descubrimiento de las armas de fuego
iguala al villano con el noble en el campo de batalla; la
imprenta of rece iguales recursos a su inteligencia; el correo
lleva la luz, tanto al umbral de la cabaña del pobre, como a
la puerta de los palacios; el protestantismo sostiene que
todos los hombres gozan de las mismas prerrogativas para
encontrar el camino del cielo. La América, descubierta, tiene
mil nuevos caminos abiertos para la fortuna, y entrega al
oscuro aventurero las riquezas y el poder.
Si a partir del siglo XI, examinamos lo que
pasa en Francia de cincuenta en cincuenta años, al cabo de
cada uno de esos períodos, no dejaremos de percibir que una
doble revolución se ha operado en el estado de la sociedad.
El noble habrá bajado en la escala social y el labriego
ascendido. Uno desciende y el otro sube. Casi medio siglo los
acerca, y pronto van a tocarse.
Y esto no sólo sucede en Francia. En
cualquier parte hacia donde dirijamos la mirada, notaremos la
misma revolución que continúa a través de todo el universo
cristiano.
Por doquiera se ha visto que los más
diversos incidentes de la vida de los pueblos se inclinan en
favor de la democracia. Todos los hombres la han ayudado con
su esfuerzo: los que tenían el proyecto de colaborar para su
advenimiento y los que no pensaban servirla; los que
combatían por ella, y aun aquellos que se declaraban sus
enemigos; todos fueron empujados confusamente hacia la misma
vía, y todos trabajaron en común, algunos a pesar suyo y
otros sin advertirlo, como ciegos instrumentos en las manos de
Dios.
El desarrollo gradual de la igualdad de
condiciones es, pues, un hecho providencial, y tiene las
siguientes características: es universal, durable, escapa a
la potestad humana y todos los acontecimientos, como todos los
hombres, sirven para su desarrollo.
¿Es sensato creer que un movimiento social
que viene de tan lejos, puede ser detenido por los esfuerzos
de una generación? ¿Puede pensarse que después de haber
destruido el feudalismo y vencido a los reyes, la democracia
retrocederá ante los burgueses y los ricos? ¿Se detendrá
ahora que se ha vuelto tan fuerte y sus adversarios tan
débiles?
¿Adónde vamos? Nadie podría decirlo; los
términos de comparación nos faltan; las condiciones son más
iguales en nuestros días entre los cristianos, de lo que han
sido nunca en ningún tiempo ni en ningún país del mundo;
así, la grandeza de lo que ya está hecho impide prever lo
que se puede hacer todavía
El libro que estamos por leer ha sido
escrito bajo la impresión de una especie de terror religioso
producido en el alma del autor al vislumbrar esta revolución
irresistible que camina desde hace tantos siglos, a través de
todos los obstáculos, y que se ve aún hoy avanzar en medio
de las ruinas que ha causado.
No es necesario que Dios nos hable para que
descubramos los signos ciertos de su voluntad. Basta examinar
cuál es la marcha habitual de la naturaleza y la tendencia
continua de los acontecimientos. Y sé, sin que el Creador
eleve la voz, que los astros siguen en el espacio las curvas
que su dedo ha trazado.
Si largas observaciones y meditaciones
sinceras conducen a los hombres de nuestros días a reconocer
que el desarrollo gradual y progresivo de la igualdad es, a la
vez, el pasado y el porvenir de su historia, el solo
descubrimiento dará a su desarrollo el carácter sagrado de
la voluntad del supremo Maestro. Querer detener la democracia
parecerá entonces luchar contra Dios mismo. Entonces no queda
a las naciones más solución que acomodarse al estado social
que les impone la Providencia.
Los pueblos cristianos me parecen presentar
en nuestros días un espectáculo aterrador. El movimiento que
los arrastra es ya bastante fuerte para poder suspenderlo, y
no es aún lo suficientemente rápido para perder la esperanza
de dirigirlo: su suerte está en sus manos; pero bien pronto
se les escapa.
Instruir a la democracia, reanimar si se
puede sus creencias, purificar sus costumbres, reglamentar sus
movimientos, sustituir poco a poco con la ciencia de los
negocios públicos su inexperiencia y por el conocimiento de
sus verdaderos intereses a los ciegos instintos; adaptar su
gobierno a los tiempos y lugares; modificarlo según las
circunstancias y los hombres: tal es el primero de los deberes
impuestos en nuestros días a aquellos que dirigen la
sociedad.
Es necesaria una ciencia política nueva a
un mundo enteramente nuevo.
Pero en esto no pensamos casi: colocado en
medio de un río rápido, fijamos obstinadamente la mirada en
algunos restos que se perciben todavía en la orilla, en tanto
que la corriente nos arrastra y nos empuja retrocediendo hacia
el abismo.
No hay pueblos en Europa, entre los cuales
la gran revolución social que acabo de describir haya hecho
más rápidos progresos que el nuestro. Pero aquí siempre ha
caminado al azar.
Los jefes de Estado jamás le han hecho
ningún preparativo de antemano; a pesar de ellos mismos, ha
surgido a sus espaldas. Las clases más poderosas, más
inteligentes y más morales de la nación no han intentado
apoderarse de ella, a fin de dirigirla. La democracia ha
estado, pues, abandonada a sus instintos salvajes; ha crecido
como esos niños privados de los cuidados paternales, que se
crían por sí mismos en las calles de las ciudades y que no
conocen de la sociedad más que sus vicios y miserias Todavía
se pretendió ignorar su presencia, cuando se apoderó de
improviso del poder. Cada uno se sometió con servilismo a sus
menores deseos; se la ha adorado como a la imagen de la
fuerza; cuando en seguida se debilitó por sus propios
excesos, los legisladores concibieron el proyecto de
instruirla y corregirla y, sin querer enseñarle a gobernar,
no pensaron más que en rechazarla del gobierno.
Así resultó que la revolución
democrática se hizo en el cuerpo de la sociedad, sin que se
consiguiese en las leyes, en las ideas, las costumbres y los
hábitos, que era el cambio necesario para hacer esa
revolución útil. Por tanto, tenemos la democracia, sin
aquello que atenúa sus vicios y hace resaltar sus ventajas
naturales; y vemos ya los males que acarrea, cuando todavía
ignoramos los bienes que puede darnos.
Cuando el poder regio, apoyado sobre la
aristocracia, gobernaba apaciblemente a los pueblos de Europa,
la sociedad, en medio de sus miserias, gozaba de varias formas
de dicha, que difícilmente se pueden concebir y apreciar en
nuestros días.
El poder de algunos súbditos oponía
barreras insuperables a la tiranía del príncipe; y los
reyes, sintiéndose revestidos a los ojos de la multitud de un
carácter casi divino, tomaban, del respeto mismo que
inspiraban, la resolución de no abusar de su poder.
Colocados a gran distancia del pueblo, los
nobles tomaban parte en la suerte del pueblo con el mismo
interés benévolo y tranquilo que el pastor tiene por su
rebaño; y, sin acertar a ver en el pobre a su igual, velaban
por su suerte, como si la Providencia lo hubiera confiado en
sus manos.
No habiendo concebido más idea del estado
social que el suyo, no imaginando que pudiera jamás igualarse
a sus jefes, el pueblo recibía sus beneficios, y no discutía
sus derechos. Los quería cuando eran clementes y justos, y se
sometía sin trabajo y sin bajeza a sus rigores, como males
inevitables enviados por el brazo de Dios. El uso y las
costumbres establecieron los límites de la tiranía, fundando
una clase de derecho entre la misma fuerza.
Si el noble no tenia la sospecha de que
quisieran arrancarle privilegios que estimaba legitimas, y el
siervo miraba su inferioridad como un efecto del orden
inmutable de la naturaleza, se concibe el establecimiento de
una benevolencia recíproca entre las dos clases tan
diferentemente dotadas por la suerte. Se velan en la sociedad,
miserias y desigualdad, pero las almas no estaban degradadas.
No es el uso del poder o el hábito de la
obediencia lo que deprava a los hombres, sino el desempeño de
un poder que se considera ilegítimo, y la obediencia al mismo
si se estima usurpado u opresor.
A un lado estaban los bienes, la fuerza, el
ocio y con ellos las pretensiones del lujo, los refinamientos
del gusto, los placeres del espirito y el culto de las artes.
Al otro el trabajo, la grosería y la ignorancia.
Pero en el seno de esa muchedumbre
ignorante y grosera, se encontraban también pasiones
enérgicas, sentimientos generosos, creencias arraigadas y
salvajes virtudes.
El cuerpo social, así organizado, podría
tener estabilidad, poderío y sobre todo, gloria.
Pero he aquí que las clases se confunden;
las barreras levantadas entre los hombres se abaten; se divide
el dominio, el poder es compartido, las luces se esparcen y
las inteligencias se igualan. El estado social entonces
vuélvese democrático, y el imperio de la democracia se
afirma en fin pacíficamente tanto en las instituciones como
en las conciencias.
Concibo una sociedad en la que todos,
contemplando la ley como obra suya, la amen y se sometan a
ella sin esfuerzo; en la que la autoridad del gobierno, sea
respetada como necesaria y no como divina; mientras el respeto
que se tributa al jefe del Estado no es hijo de la pasión,
sino de un sentimiento razonado y tranquilo. Gozando cada uno
de sus derechos, y estando seguro de conservarlos, así es
como se establece entre todas las clases sociales una viril
confianza y un sentimiento de condescendencia recíproca, tan
distante del orgullo como de la bajeza.
Conocedor de sus verdaderos intereses, el
pueblo comprenderá que, para aprovechar los bienes de la
sociedad, es necesario someterse a sus cargas. La asociación
libre de los ciudadanos podría reemplazar entonces al poder
individual de los nobles, y el Estado se hallaría a cubierto
contra la tiranía y contra el libertinaje.
Entiendo que en un Estado democrático,
constituido de esta manera, la sociedad no permanecerá
inmóvil; pero los movimientos del cuerpo social podrán ser
reglamentados y progresivos. Si tiene menos brillo que en el
seno de una aristocracia, tendrá también menos miserias. Los
goces serán menos extremados, y el bienestar más general. La
ciencia menos profunda, si cabe; pero la ignorancia más rara.
Los sentimientos menos enérgicos, y las costumbres más
morigeradas. En fin, se observarán más vicios y menos
crímenes.
A falta del entusiasmo y del ardor de las
creencias, las luces y la experiencia conseguirán alguna vez
de los ciudadanos grandes sacrificios. Cada hombre siendo
análogamente débil sentirá igual necesidad de sus
semejantes; y sabiendo que no puede obtener su apoyo sino a
condición de prestar su concurso, comprenderá sin esfuerzo
que para él el interés particular se confunde con el
interés general.
La nación en sí será menos brillante si
cabe, o menos gloriosa, y menos fuerte tal vez; pero la
mayoría de los ciudadanos gozará de más prosperidad, y el
pueblo se sentirá apacible, no porque desespere de hallarse
mejor, sino porque sabe que está bien.
Si todo no fuera bueno y útil en semejante
estado de cosas, la sociedad al menos se habría apropiado de
todo lo que puede resultar útil y bueno, y los hombres, al
abandonar para siempre las ventajas sociales que puede
proporcionar la aristocracia, habrían tomado de la democracia
todos los dones que ésta puede ofrecerles.
Pero nosotros, al abandonar el estado
social de nuestros abuelos, dejando en confusión, a nuestras
espaldas sus instituciones, sus ideas y costumbres, ¿qué
hemos colocado en su lugar?
El prestigio del poder regio se ha
desvanecido, sin haber sido reemplazado por la majestad de las
leyes. En nuestros días, el pueblo menosprecia la autoridad;
pero la teme, el miedo logra de él más de lo que
proporcionaban antaño el respeto y el amor (...).
(...) La división de las fortunas ha
disminuido la distancia que separaba al pobre del rico; pero,
al acercarse, parecen haber encontrado razones nuevas para
odiarse, y lanzando uno sobre otro miradas llenas de terror y
envidia, se repelen mutuamente en el poder. Para el uno y para
el otro, la idea de los derechos no existe, y la fuerza les
parece, a ambos, la única razón del presente y la única
garantía para el porvenir.
El pobre ha conservado la mayor parte de
los prejuicios de sus padres, sin sus creencias; su
ignorancia, sin sus virtudes; admitió como regla de sus
actos, la doctrina del interés, sin conocer sus secretos y su
egoísmo se halla tan desprovisto de luces como lo estaba
antes su abnegación.
La sociedad está tranquila, no porque
tenga conciencia de su fuerza y de su bienestar, sino, al
contrario, porque se considera débil e inválida; teme a la
muerte, ante el menor esfuerzo; todos sienten el mal, pero
nadie tiene el valor y la energía necesarios para buscar la
mejoría; se tienen deseos, pesares, penas y alegrías que no
producen nada visible, ni durable, como las pasiones de
senectud que no conducen más que a la impotencia.
Así abandonamos lo que el Estado antiguo
podía tener de bueno, sin comprender lo que el Estado actual
nos puede ofrecer de útil. Hemos destruido una sociedad
aristocrática y, deteniéndonos complacientemente ante los
restos del antiguo edificio, parecemos quedar extasiados
frente a ellos para siempre.
Lo que acontece en el mundo intelectual no
es menos deplorable.
Estorbada en su marcha o abandonada sin
apoyo a sus pasiones desordenadas, la democracia de Francia
derribó todo lo que se encontraba a su paso, sacudiendo
aquello que no destruía. No se la ha visto captando poco a
poco a la sociedad, a fin de establecer sobre ella
apaciblemente su imperio; no ha dejado de marchar en medio de
desórdenes y de la agitación del combate. Animado por el
calor de la lucha, empujado más allá de los límites
naturales de su propia opinión, en vista de las opiniones y
de los excesos de sus adversarios, cada ciudadano pierde de
vista el objetivo mismo de sus tendencias, y mantiene un
lenguaje que no concuerda con sus verdaderos sentimientos ni
con sus secretas aficiones.
Así nace la extraña confusión de la que
somos testigos.
Busco en vano en mis recuerdos y no
encuentro nada que merezca provocar más dolor y compasión
que lo que pasa ante mis ojos. Al parecer se ha roto en
nuestro días el lazo natural que une las opiniones a los
gustos y los actos a las creencias. La simpatía que se
observaba entre los sentimientos y las ideas de los hombres ha
sido destruida, y se podría decir que todas las leyes de
analogía moral están abolidas.
Se encuentran ano entre nosotros cristianos
llenos de celo, cuya alma religiosa quiere alimentarse de las
verdades de la otra vida. Son los que lucharán, sin duda, en
favor de la libertad humana, fuente de toda grandeza moral. El
cristianismo que reconoce a todos los hombres iguales delante
de Dios, no se opondrá a ver a todos los hombres iguales ante
la ley. Pero, por el concurso de extraños acontecimientos, la
religión se encuentra momentáneamente comprometida en medio
de poderes que la democracia derriba, y le sucede a menudo que
rechaza la igualdad que tanto ama, y maldice la libertad como
si se tratara de un adversario, mientras que, si se la sabe
llevar de la mano, podrá llegar a santificar sus esfuerzos.
Al lado de esos hombres religiosos,
descubro otros cuyas miradas están dirigidas hacia la tierra
más bien que hacia el cielo; partidarios de la libertad, no
solamente porque ven en ella el origen de las más nobles
virtudes, sino sobre todo porque la consideran como la fuente
de los mayores bienes, desean sinceramente asegurar su imperio
y hacer disfrutar a los hombres de sus beneficios. Comprendo
que ésos van a apresurarse a llamar a la religión en su
ayuda, porque deben saber que no se puede establecer el
imperio de la libertad sin el de las costumbres, ni consolidar
las costumbres sin las creencias; pero han visto la religión
en las filas de sus adversarios, y eso ha bastado para ello;
unos la atacan y los otros no se abreven a defenderla.
Los pasados siglos han contemplado cómo
las almas bajas y venales preconizaban la esclavitud, mientras
los espíritus independientes y los corazones generosos
luchaban sin esperanza por salvar la libertad humana. Pero se
encuentran a menudo en nuestros días hombres naturalmente
nobles y altivos cuyas opiniones están en oposición con sus
gustos, que elogian el servilismo y la ramplonería que nunca
conocieron por sí mismos. Hay otros, al contrario, que
habían de la libertad como si sintiesen lo que hay de noble y
grande en ella, que reclaman ruidosamente en favor de la
humanidad derechos que ellos siempre despreciaron.
Descubro también a unos hombres virtuosos
y apacibles, a los que sus costumbres puras, sus hábitos
tranquilos, su bienestar económico y sus luces intelectuales
colocan naturalmente a la cabeza de las masas que los rodean.
Llenos de amor sincero por la patria, están prontos a hacer
por ella grandes sacrificios; sin embargo, la civilización
encuentra a menudo en ellos adversarios decididos; confunden
sus abusos con sus beneficios, y en su espíritu la idea del
mal está indisolublemente unida a la de cualquier novedad.
Muy cerca veo a otros que, en nombre del
progreso y esforzándose en materializar al hombre, quieren
encontrar lo útil sin preocuparse de lo justo, la ciencia
lejos de las creencias, y el bienestar separado de la virtud.
Se llaman a sí mismos los campeones de la civilización
moderna, y se ponen insolentemente a la cabeza, usurpando un
lugar que se les presta y del que los rechaza su indignidad.
¿En dónde nos encontramos?
Los hombres religiosos combaten la
libertad, y los amigos de la libertad atacan a las religiones.
Espíritus nobles y generosos elogian la esclavitud, y almas
torpes y serviles preconizan la independencia. Ciudadanos
decentes e ilustrados son enemigos de todos los progresos, en
tanto que hombres sin patriotismo y sin convicciones se
proclaman apóstoles de la civilización y de las luces.
¿Es que todos los siglos se han parecido
al nuestro? ¿El hombre ha tenido siempre ante los ojos como
en nuestros días, un mundo donde nada se enlaza, donde la
virtud carece de genio, y el genio no tiene honor; donde el
amor al orden se confunde con la devoción a los tiranos y el
culto sagrado de la libertad con el deprecio a las leyes; en
que la conciencia no presta más que una luz dudosa sobre las
acciones humanas; en que nada parece ya prohibido, ni
permitido, ni honrado, ni vergonzoso, ni verdadero, ni falso?
¿Pensaré acaso que el Creador hizo al
hombre para dejarlo debatirse constantemente en medio de las
miserias intelectuales que nos rodean? No podría creerlo:
Dios dispone para las sociedades europeas un porvenir más
firme y más tranquilo; ignoro sus designios`, pero no dejaré
de creer en ellos porque no puedo penetrarlos, y más
preferiría dudar de mis propias luces que de su justicia.
Hay un país en el mundo donde la gran
revolución social de que hablo parece haber alcanzado casi
sus límites naturales. Se realizó allí de una manera
sencilla y fácil o, mejor, se puede decir que ese país
alcanza los resultados de la revolución democrática que se
produce entre nosotros, sin haber conocido la revolución
misma.
Los emigrantes que vinieron a establecerse
en América a principios del siglo XVII, trajeron de alguna
manera el principio de la democracia contra el que se luchaba
en el seno de las viejas sociedades de Europa,
trasplantándolo al Nuevo Mundo. Allí, pudo crecer la
libertad y, adentrándose en las costumbres, desarrollarse
apaciblemente en las leyes.
Me parece fuera de duda que, tarde o
temprano, llegaremos, como los norteamericanos, a la igualdad
casi completa de condiciones. No deduzco de eso que estemos
llamados un día a obtener necesariamente, de semejante estado
social, las consecuencias políticas que los norteamericanos
han obtenido. Estoy muy lejos de creer que ellos hayan
encontrado la única forma de gobierno en que puede darse la
democracia; pero basta que en ambos países la causa
generadora de las leyes y de las costumbres sea la misma, para
que tengamos gran interés en conocer lo que ha producido en
cada uno de ellos.
No solamente para satisfacer una
curiosidad, por otra parte muy legítima, he examinado la
América; quise encontrar en ella enseñanzas que pudiésemos
aprovechar. Se engañarán quienes piensen que pretendí
escribir un panegirice; quienquiera que lea este libro
quedará convencido de que no fue ése mi propósito. Mi
propósito no ha sido tampoco preconizar tal forma de gobierno
en general, porque pertenezco al grupo de los que creen que no
hay casi nunca bondad absoluta en las leyes. No pretendí
siquiera juzgar si la revolución social, cuya marcha me
parece inevitable, era ventajosa o funesta para la humanidad.
Admito esa revolución como un hecho realizado o a punto de
realizarse y, entre los pueblos que la han visto desenvolverse
en su seno, busqué aquél donde alcanzó el desarrollo más
completo y pacifico, a fin de obtener las consecuencias
naturales y conocer, si se puede, los medios de hacerla
aprovechable para todos los hombres. Confieso que en
Norteamérica he visto algo más que Norteamérica; busqué en
ella una imagen de la democracia misma, de sus tendencias, de
su carácter, de sus prejuicios y de sus pasiones; he querido
conocerla, aunque no fuera más que para saber al menos lo que
debíamos esperar o temer de ella.
Concluyo señalando yo mismo lo que un gran
número de lectores considerará como el defecto capital de la
obra. Este libro no se pone al servicio de nadie. Al
escribirlo, no pretendí servir ni combatir a ningún partido.
No quise ver, desde un ángulo distinto del de los partidos
sino más allá de lo que ellos ven; y mientras ellos se
ocupan del mañana, yo he querido pensar en el porvenir.
Igualdad, despotismo y libertad
(De El Antiguo Régimen y la Revolución)
En medio de las tinieblas que rodean el
porvenir ya pueden descubrirse tres verdades muy claras: la
primera, que todos los hombres de nuestros días se ven
arrastrados por una fuerza desconocida, que es posible regular
y aminorar, pero nunca vencer, la cual los impulsa a la
destrucción de la aristocracia, unas veces lentamente, otras
con precipitación; la segunda, que entre todas las sociedades
del mundo, las que encontrarán más difícil evitar de un
modo duradero el gobierno absoluto serán precisamente
aquellas en que la aristocracia ya no exista y ya no pueda
existir; y la tercera y última, que en ninguna parte
producirá el despotismo efectos más perniciosos que en estas
últimas sociedades, porque, más que ninguna otra clase de
gobierno, el despotismo favorece en ellas el desarrollo de
todos los vicios a que estas sociedades están especialmente
sujetas, y las impulsa, por tanto, en la misma dirección
hacia la que ya se sentían naturalmente inclinadas.
En ellas, al no estar los hombres ligados
entre si por ningún lazo de casta, de clase, de corporación
ni de familia, se sienten demasiado inclinados a no
preocuparse más que de sus intereses particulares, demasiado
propensos a no mirar más que por sí mismos y a replegarse en
un individualismo estrecho en el que toda virtud pública
está sofocada. El despotismo, lejos de luchar contra esta
tendencia, la hace irresistible, porque quita a los ciudadanos
toda pasión común, toda exigencia mutua, toda necesidad de
entenderse, toda ocasión de obrar de consuno; por así decir,
los empareda en la vida privada. Ellos tendían ya a ponerse
al margen, el despotismo los aísla; sentían la frialdad los
unos por los otros, el despotismo los congela.
En esta clase de sociedades, donde nada es
fijo, cada uno se siente aguijoneado sin cesar por el temor a
descender y el afán de subir; y como en ellas el dinero, al
mismo tiempo que se ha convertido en el signo principal que
clasifica y distingue a los hombres entre si, ha adquirido una
movilidad singular, pasando de mano en mano continuamente,
transformando la condición de los individuos, elevando o
rebajando a las familias, no hay casi nadie que no se vea
obligado a hacer un esfuerzo desesperado y continuo por
conservarlo o adquirirlo. El afán de enriquecerse a toda
costa, la manía de los negocios, el amor al lucro, la
búsqueda del bienestar y de los goces materiales son en ellas
las pasiones más comunes. Estas pasiones se extienden
fácilmente entre todas las clases sociales, penetran hasta en
aquellas mismas que habían sido hasta entonces las más
impermeables a ellas, y llegarían muy pronto a debilitar y
degradar a la nación entera si nada viniera a detenerlas.
Ahora bien, está en la misma esencia del despotismo el
favorecerlas y extenderlas. Estas pasiones debilitadoras
vienen en ayuda de aquél; apartan a los hombres de los
negocios públicos manteniendo su imaginación ocupada en
otras cosas, y los hacen temblar ante la sola idea de
revolución. Sólo el despotismo puede proporcionarles el
secreto y la oscuridad que convienen a la codicia y que
permiten hacer ganancias vergonzosas afrontando el deshonor.
Sin él, esas pasiones hubiesen sido fuertes; con él son
imperantes.
Sólo la libertad, por el contrario, puede
combatir eficazmente en esta clase de sociedades los vicios
que les son naturales y detenerlas en la pendiente por la que
se deslizan. En efecto, únicamente ella puede sacar a los
ciudadanos del aislamiento en que la misma independencia de su
condición los hace vivir, para obligarlos a relacionarse unos
con otros; ella solamente puede reanimarlos y reunirlos cada
día por la necesidad de entenderse, de persuadirse y de
complacerse mutuamente en la práctica de negocios comunes.
Sólo ella es capaz de arrancarlos al culto del dinero y al
tráfago cotidiano de sus negocios particulares, para hacerlos
percibir y sentir en todo momento que la patria está por
encima y en torno a todos ellos; solamente ella sustituye de
vez en cuando el amor al bienestar por pasiones más fuertes y
más elevadas, sólo ella proporciona a la ambición objetivos
más grandiosos que la adquisición de riquezas, y crea la luz
que permite ver y juzgar los vicios y las virtudes de los
hombres.
Las sociedades democráticas que no son
libres pueden ser ricas, refinadas, espléndidas, magnificas
incluso, poderosas por el peso de su masa homogénea; se
pueden dar en ellas cualidades privadas, buenos padres de
familia, honestos comerciantes y propietarios dignos de
estima; se encontrarán incluso buenos cristianos, porque la
patria de éstos no es de este mundo y la gloria de su
religión es producirlos en medio de la mayor corrupción de
costumbres y bajo los peores gobiernos; el Imperio romano en
su extrema decadencia estaba lleno de ellos. Pero lo que nunca
se verá, me atrevo a decirlo, en semejantes sociedades es
grandes ciudadanos y, sobre todo, un gran pueblo, y no temo
afirmar que el nivel común de los sentimientos y las ideas no
cesará nunca de descender en tanto que la igualdad y el
despotismo marchen unidos.
(De La Democracia en América)
No tengo necesidad de decir que la primera
y la más viva pasión que la igualdad de condiciones hace
nacer es el amor a esta misma igualdad, y no se extrañará
que me ocupe de ella antes que de las otras.
Cada cual ha observado que en nuestros
días y especialmente en Francia esta pasión de la igualdad,
toma cada vez un lugar más amplio en el corazón humano. Se
ha dicho muchas veces que nuestros contemporáneos tenían un
amor más ardiente y más tenaz hacia la igualdad que por la
libertad; pero no encuentro que se hayan averiguado bien
todavía las causas de este hecho, y por tanto yo trataré de
hacerlo.
Imaginemos un punto extremo en que la
libertad y la igualdad se toquen y se confundan: yo supongo
que todos los ciudadanos concurran allí al gobierno, y que
cada uno tenga para ello igual derecho. No difiriendo entonces
ninguno de sus semejantes, nadie podrá ejercer un poder
tiránico, pues, en este caso, los hombres serían
perfectamente libres, porque serán del todo iguales, y
perfectamente iguales porque serán del todo libres, siendo
éste el objeto ideal hacia el cual propenden siempre los
pueblos democráticos.
He aquí la forma más completa que puede
tener la igualdad sobre la tierra; pero hay otras muchas que
sin ser tan perfectas, no son menos apetecidas por los
pueblos.
La igualdad puede establecerse en la
sociedad civil y no por eso reina en el mundo político. Se
puede tener el derecho de entregarse a los mismos goces, de
entrar en las mismas profesiones, de encontrarse en los mismos
lugares; en una palabra, de vivir del mismo modo y de buscar
las riquezas por los mismos medios, sin tomar todos la misma
parte en los asuntos de gobierno. Aun puede establecerse una
especie de igualdad en el mundo político, sin que la libertad
política exista; un individuo es igual a todos sus
semejantes, exceptuando uno solo, que es el señor de todos
indistintamente y que elige entre ellos a los agentes de su
poder.
Sería fácil formar otras muchas
hipótesis en que combinase una igualdad muy grande con
instituciones más o menos libres, y quizá con instituciones
que no lo fuesen absolutamente.
Aunque los hombres no pueden llegar a ser
del todo iguales sin ser enteramente libres y, por
consecuencia, la igualdad, en su último extremo, se confunde
con la libertad, hay razón para distinguir la una de la otra.
El gusto que los hombres tienen por la
libertad y el que sienten por la igualdad son, en efecto, dos
cosas distintas, y me atrevo a añadir que en los pueblos
democráticos estas dos cosas son desiguales.
Si se quiere fijar la atención, se verá
que en cada siglo se encuentra un hecho singular y dominante
del que dependen todos los demás; este hecho da casi siempre
origen a un primer pensamiento o a una pasión principal, que
acaba por atraer después hacia ella y por arrastrar en su
curso todos los sentimientos y todas las ideas; es como un
gran río hacia el cual parece correr cada uno de los
pequeños arroyos que lo rodean.
La libertad se manifiesta a los hombres en
diferentes tiempos y bajo diversas formas, y no se sujeta
exclusivamente a un estado social, ni se encuentra sólo en
las democracias; no podría, por lo mismo, formar el carácter
distintivo de los signos democráticos.
El hecho particular y dominante que
singulariza a estos siglos, es la igualdad de condiciones y la
pasión principal que agita el alma en semejantes tiempos es
el amor a esta igualdad.
No hay que preguntar cuál es el atractivo
singular que hallan los hombres de las épocas democráticas
en vivir como iguales, ni las razones particulares que pueden
tener para aferrarse tan obstinadamente a la igualdad, mejor
que a los demás bienes que la sociedad les presenta. La
igualdad forma el carácter distintivo de la época en que
ellos viven, y esto basta para explicar por qué la prefieren
a todo lo demás.
Fuera de esta razón; hay otras que en
todos los tiempos conducirán a los hombres a preferir la
igualdad a la libertad.
Si un pueblo tratase de destruir, o
solamente de disminuir por sí mismo la igualdad que reina en
su seno, no lo conseguiría sino después de largos y penosos
esfuerzos. Sería preciso que modificase su estado social,
aboliese sus leyes y renovase sus ideas. Pero para perder la
libertad política, basta sólo con retenerla, y ella misma se
desvanece.
Los hombres no solamente quieren a la
igualdad porque la aman, sino también porque se persuaden de
que debe durar siempre. No se encuentran hombres, por
limitados y superficiales que se los suponga, que no
reconozcan que la libertad política puede con sus excesos
comprometer la tranquilidad, el patrimonio y la vida misma de
los particulares. Por el contrario, sólo las personas
perspicaces y advertidas pueden percibir los peligros con que
la igualdad amenaza, y éstas evitan ordinariamente
señalarlos, porque saben que los males qué temen están muy
remotos y se lisonjean de que no alcanzarán sino a las
generaciones venideras, de las que se inquieta muy poco la
presente. Los males que la libertad causa son algunas veces
inmediatos, visibles para todos, y todos, más o menos, los
conocen; los males que la extrema igualdad puede producir, no
se manifiestan sino poco a poco, se insinúan gradualmente en
el cuerpo social; no se los ve más que de tiempo en tiempo y
en el momento en que se hacen más violentos, el hábito de
verlos hace que ya no se los sienta.
La centralización del poder
(De La Democracia en América)
Si todos los pueblos democráticos son
impelidos como por instinto hacia la centralización de
poderes, no es menos cierto que tienden a ella de una manera
desigual. Esto depende de circunstancias particulares que
pueden desarrollar o restringir los efebos naturales del
estado social. Son numerosas y no hablaré sino de algunas.
En los hombres que por largo tiempo han
vivido libres antes de hacerse iguales, los instintos que la
libertad ha dado, combaten hasta cierto punto las
inclinaciones que sugiere la igualdad, y aunque entre ellos
aumente sus privilegios el poder central, los particulares no
pierden jamás enteramente su independencia.
Pero cuando la igualdad llega a
desarrollarse en un pueblo que no ha conocido jamás o que no
conoce desde hace largo tiempo la libertad, como se ve en el
continente europeo, los antiguos hábitos de la nación,
llegando a combinarse súbitamente y por una especie de
atracción natural con los hábitos y las doctrinas nuevas que
hace nacer el estado social, todos los poderes parece que se
precipitan por sí mismos hacia el centro; se acumulan con una
rapidez sorprendente, y el Estado alcanza de un golpe los
límites extremos de su fuerza, mientras que los particulares
caen en un momento en el último grado de debilidad.
Los ingleses, que fueron hace trescientos
años a fundar en los desiertos del Nuevo Mundo una sociedad
democrática, estaban habituados en la madre patria a tomar
parte en los negocios públicos; conocían el jurado, tenían
la libertad de palabra, de prensa y la individual, la idea de
derecho y el hábito de recurrir a él. Transportaron a
Norteamérica estas instituciones libres y estas costumbres
viriles, y las sostuvieron contra las invasiones del Estado.
Entre los norteamericanos la libertad es
antigua, y la igualdad comparativamente nueva. Lo contrario
sucede en Europa, donde la igualdad introducida por el poder
absoluto y bajo la inspección de los reyes, había penetrado
en los hábitos de los pueblos mucho tiempo antes de que la
libertad hubiese entrado en sus ideas.
He dicho que, en los pueblos democráticos,
el gobierno no se presenta naturalmente al espíritu humano,
sino bajo la forma de un poder único y central, y que la
noción de los poderes intermedios no le es familiar. Esto se
aplica particularmente a las naciones democráticas, que han
visto triunfar el principio de la igualdad por medio de una
violenta revolución. Desapareciendo de repente en esta
tempestad, las clases que dirigían los negocios locales y no
teniendo todavía la masa confusa que queda, organización ni
hábitos que le permitan tomar parte en la administración de
estos mismos negocios, se descubre que sólo el Estado puede
encargarse de todos los detalles del gobierno. La
centralización llega a ser un hecho, en cierto modo necesario
No se debe alabar ni vituperar a Napoleón,
por haber concentrado en sus manos casi todos los poderes
administrativos, porque después de la brusca desaparición de
la nobleza y de los más altos ciudadanos, estos poderes se
unieron a él por sí mismos, y le habría sido tan difícil
rechazarlos como administrarlos. Tal necesidad no se presenta
jamás entre los norteamericanos, quienes no habiendo tenido
revolución, y gobernándose por sí mismos desde su origen,
no han debido jamás encargar al Estado de servirles por un
momento de tutor.
Así, la centralización no se desarrolla
solamente en un pueblo democrático por los progresos de la
igualdad, sino también según la manera como se funda esta
igualdad.
Al principio de una gran revolución
democrática, y cuando apenas nace la guerra entre las
diversas clases, el pueblo se esfuerza en centralizar la
administración pública en manos del gobierno, a fin de
arrancar la dirección de los negocios locales a la
aristocracia. Hasta el fin de esta revolución, sucede lo
contrario: la aristocracia vencida trata de abandonar al
Estado la dirección de todos los negocios, porque teme la
tiranía del pueblo, que ha llegado a ser su igual y
frecuentemente su amo.
No siempre la misma masa de ciudadanos se
dedica a aumentar las prerrogativas del poder; pero, mientras
dura la revolución democrática, se encuentra siempre en la
nación una clase poderosa por el número o por la riqueza,
cuyas pasiones e intereses especiales inclinan a centralizar
la administración pública independientemente del odio hacia
el gobierno del vecino, que es un sentimiento general y
permanente en los pueblos democráticos. Se puede notar que en
nuestro tiempo, las clases inferiores de Inglaterra son las
que más trabajan en destruir la independencia local y en
trasladar la administración de todos los puntos de la
circunferencia al centro, mientras que las clases superiores
se esfuerzan en mantener esta misma administración en sus
antiguos límites.
Me atrevo a predecir que llegará un día
en que se presentará un espectáculo totalmente distinto.
Lo que precede hace comprender bien por
qué el poder social debe ser siempre más fuerte y el
individuo más débil, en un pueblo democrático que ha
llegado a la igualdad por un, largo y penoso trabajo social,
que en una sociedad democrática en donde los ciudadanos desde
su origen han sido siempre iguales.
Esto lo acaba de probar el ejemplo de los
norteamericanos.
Los que habitan los Estados Unidos no han
estado separados por ningún privilegio; no han conocido
jamás la relación recíproca de inferior y de dueño. Y como
no se temen ni se aborrecen unos a otros, no han tenido
necesidad de llamar al soberano a dirigir todos sus negocios.
La suerte de los norteamericanos es singular: han tomado de la
aristocracia de Inglaterra la idea de los derechos
individuales y el gusto de las libertades locales, y han
podido conservar lo uno y lo otro, por no haber tenido
aristocracia que combatir.
Si las luces sirven a los hombres en todos
los tiempos para defender su independencia, esto es
particularmente cierto en los siglos democráticos. Cuando
todos los hombres se asemejan, es muy fácil fundar un
gobierno único y poderoso, pues bastan para ello los
instintos. Pero necesitan hombres de mucha inteligencia,
ciencia y arte, para organizar y mantener en las mismas
circunstancias los poderes secundarios y crear, en medio de la
independencia y de la debilidad individual de los ciudadanos,
asociaciones libres capaces de luchar contra la tiranía, sin
destruir el orden.
La centralización de poderes y la
servidumbre individual, crecen en las naciones democráticas,
no solamente en razón de la igualdad, sino también de la
ignorancia.
Es verdad que en los siglos poco ilustrados
el gobierno carece muchas veces de luces para perfeccionar el
despotismo, como los ciudadanos para sustraerse a él; mas el
efecto no es igual en ambas partes.
Por tosco y grosero que sea un pueblo
democrático, el poder central que lo dirige no está nunca
privado completamente de luces, pues cuenta con facilidad con
las pocas que se encuentran en el país, y en caso necesario
las busca fuera. En una nación ignorante y democrática, no
puede menos de manifestarse pronto una diferencia prodigiosa
entre la capacidad intelectual del soberano y la de cada uno
de sus súbditos, y esto acaba de concentrar todos los poderes
en sus manos. El poder administrativo del Estado se extiende
incesantemente, por no haber otro bastante hábil para
administrar.
Las naciones aristocráticas, por poco
cultas que se las suponga, no presentan nunca el mismo
espectáculo, pues las luces se hallan casi igualmente
repartidas entre el príncipe, y los principales ciudadanos.
El bajá que reina hoy en Egipto, encontró
la población de ese país compuesta de hombres muy ignorantes
y muy iguales, y se apropió para gobernarla del saber y de la
inteligencia de Europa.
Llegando así a combinarse las luces
particulares del soberano, con la ignorancia y la debilidad
democrática de sus súbditos, se alcanzó sin trabajo el
último extremo de la centralización y el príncipe ha podido
hacer del país su fábrica y de los habitantes sus obreros.
Creo que la extrema centralización del
poder política, acaba por debilitar a la sociedad y al
gobierno mismo; pero no niego que una fuerza social
centralizada sea capaz de ejecutar fácilmente en un tiempo
dado y sobre un punto determinado, grandes empresas: esto es
cierto principalmente en la guerra, cuyo buen éxito depende
más bien de la facilidad de trasladar con rapidez todos los
recursos a un punto señalado, que de la extensión misma de
estos recursos En la guerra, pues, es donde los pueblos
sienten con más vehemencia la necesidad de aumentar las
prerrogativas del poder central. Todos los genios guerreros,
desean la centralización porque aumenta sus fuerzas, y todos
los partidarios de la centralización quieren la guerra, que
obliga a las naciones a estrechar en manos del Estado todos
los poderes. De esta suerte, la tendencia democrática que
lleva a los hombres a multiplicar sin cesar los privilegios
del Estado y a restringir los derechos de los particulares, es
más rápida y continua en los pueblos democráticos, sujetos
por su posición a grandes y frecuentes guerras y cuya
existencia puede más fácilmente ponerse en peligro, que en
todos los demás.
He dicho de qué manera el temor al
desorden y al amor por el bienestar, conducían
insensiblemente a los pueblos democráticos a aumentar las
atribuciones del gobierno central, único poder en su opinión
bastante fuerte por sí mismo, inteligente y estable, para
protegerlos contra la anarquía. No tengo necesidad de añadir
que todas las circunstancias particulares que tienden a hacer
precario y turbulento el estado de una sociedad democrática,
aumentan este instinto general, y llevan a los particulares a
sacrificar su tranquilidad a todos sus derechos.
Jamás se halla un pueblo tan dispuesto a
aumentar las atribuciones del poder central, como al salir de
una revolución larga y sangrienta que, después de haber
arrancado los bienes a sus antiguos poseedores, ha removido
todas las creencias, llenando la nación de odios implacables,
de intereses opuestos y de bandos contrarios.
El afán de sosiego público se hace
entonces pasión ciega, y los ciudadanos están expuestos a
dejarse dominar por un amor excesivo al orden.
He examinado muchos accidentes que
concurren a la centralización del poder, pero todavía me
falta hablar del principal.
La primera de las causas accidentales que,
en un pueblo democrático, pueden arrancar de manos del
soberano la dirección de todos los negocios, es el origen de
este mismo soberano y sus inclinaciones.
Los hombres que viven en los siglos de
igualdad, quieren naturalmente el poder central y extienden
con gusto sus privilegios; mas si sucede que este mismo poder
representa fielmente sus intereses y reproduce con exactitud
sus instintos, la confianza que ponen en él casi no tiene
límites, creyendo concederse a sí mismos todo lo que dan.
La atracción de los poderes
administrativos hacia el centro, será siempre menos fácil y
menos rápida, con reyes ligados todavía al antiguo orden
aristocrático, que con príncipes nuevos, hijos de sus obras,
a quienes su nacimiento, sus prejuicios y sus hábitos,
parecen ligar indisolublemente a la causa de la igualdad. No
quiero decir que los príncipes de origen aristocrático, que
viven en los siglos de democracia, no traten de centralizar;
al contrario, creo que trabajan en ello con tanto ahínco como
todos los demás, pues de este lado encuentran las ventajas de
la igualdad; pero les es menos fácil, porque los ciudadanos,
en vez de favorecer naturalmente sus deseos, se prestan a ello
con dificultad.
Por regla general, en las sociedades
democráticas, será siempre la centralización tanto más
grande cuanto sea menos aristocrático el soberano.
Cuando una antigua estirpe de reyes dirige
una aristocracia, encontrándose las preocupaciones naturales
del soberano perfectamente de acuerdo con las de los nobles,
los vicios inherentes a las sociedades aristocráticas se
desarrollan libremente, sin encontrar remedio alguno. Lo
contrario sucede cuando el vástago de una rama feudal está
colocado a la cabeza de un pueblo democrático.
El príncipe se inclina cada día, por su
educación, hábitos y recuerdos, hacia los sentimientos que
sugiere la igualdad de condiciones, y el pueblo tiende
constantemente, por su estado social, hacia las costumbres que
la igualdad hace nacer. Entonces sucede frecuentemente que los
ciudadanos tratan de contener al poder central, mucho menos
como tiránico que como aristocrático, y mantienen con
firmeza su independencia, no sólo porque quieren ser libres,
sino porque desean permanecer iguales.
Una revolución que derriba a una antigua
familia de reyes, para colocar hombres nuevos a la cabeza de
un pueblo democrático, puede debilitar momentáneamente al
poder central; pero, por anárquica que desde luego parezca,
se debe predecir con seguridad que su resultado final y
necesario será extender y asegurar las prerrogativas del
poder mismo.
La primera, y en cierto modo la única
condición necesaria para llegar a centralizar el poder
público en una sociedad democrática, es amar la igualdad o
hacerlo creer. De esta suerte, se simplifica la ciencia del
despotismo, tan complicada en otro tiempo; se reduce, por
decirlo así, a un principio único.
El individualismo en los países
democráticos
(De La Democracia en América)
He hecho ver de qué manera en los tiempos
de igualdad busca cada hombre en sí mismo sus creencias;
veamos ahora cómo es que, en los mismos siglos, dirige todos
sus sentimientos hacia él solo.
Individualismo es una expresión reciente
que ha creado una idea nueva: nuestros padres no conocían
sino el egoísmo.
El egoísmo es el amor apasionado y
exagerado de sí mismo, que conduce al hombre a no referir
nada sino a él solo y a preferirse a todo.
El individualismo es un sentimiento
pacifico y reflexivo que predispone a cada ciudadano a
separarse de la masa de sus semejantes, a retirarse a un
paraje aislado, con su familia y sus amigos; de suerte que
después de haberse creado así una pequeña sociedad a su
modo, abandona con gusto la grande.
El egoísmo nace de un ciego instinto; el
individualismo procede de un juicio erróneo, más bien que de
un sentimiento depravado, y tiene su origen tanto en los
defectos del espíritu como en los vicios del corazón.
El egoísmo deseca el germen de todas las
virtudes; el individualismo no agota, desde luego, sino la
fuente de las virtudes públicas; mas, a la larga, ataca y
destruye todas las otras y va, en fin, a absorberse en el
egoísmo.
El egoísmo es un vicio que existe desde
que hay mundo, y pertenece indistintamente a cualquier forma
de sociedad.
El individualismo es de origen
democrático, y amenaza desarrollarse a medida que las
condiciones se igualan. (...)
En los pueblos aristocráticos las familias
permanecen durante siglos en el mismo estado y frecuentemente
en el mismo lugar. Esto hace, por decirlo así, que todas las
generaciones sean contemporáneas. Un hombre conoce casi
siempre a sus abuelos y los respeta, y cree ya divisar a sus
propios nietos, y los ama. Se impone gustoso deberes hacia los
unos y los otros, y muchas veces sacrifica sus goces
personales en favor de seres que han dejado de existir o que
no existen todavía.
Las instituciones aristocráticas ligan,
además, estrechamente a cada hombre con muchos de sus
conciudadanos.
Siendo las clases muy distintas e
inmóviles en el seno de una aristocracia, cada una viene a
ser para el que forma parte de ella como una especie de
pequeña patria, más visible y más amada que la grande.
Como en las sociedades aristocráticas
todos los ciudadanos tienen su puesto fijo, unos más elevados
que otros, resulta que cada uno divisa siempre sobre él a un
hombre cuya protección le es necesaria y más abajo a otro de
quien puede reclamar asistencia.
Los hombres que viven en los siglos
aristocráticos se hallan casi siempre ligados a alguna cosa
situada fuera de ellos, y están frecuentemente dispuestos a
olvidarse de si mismos. Es verdad que en otros siglos de
aristocracia la noción general del semejante es oscura y
apenas se piensa en consagrarse a ella por la causa de la
humanidad; pero muchas veces uno se sacrifica en beneficio de
otros hombres. En los siglos democráticos sucede al
contrario: como los deberes de cada individuo hacia la especie
son más evidentes, la devoción hacia un hombre viene a ser
más rara y el vinculo de los afectos humanos se extiende y
afloja.
En los pueblos democráticos, nuevas
familias surgen sin cesar de la nada otras caen en ella a cada
instante, y todas las que existen cambian de faz: el hilo de
los tiempos se rompe a cada paso y la huella de las
generaciones desaparece. Se olvida fácilmente a los que nos
han precedido y no se tiene idea de los que seguirán. Los que
están más inmediatos son los únicos que interesan.
Cuando cada clase se acerca y se confunde
con las otras, sus miembros se hacen indiferentes y como
extraños entre sí.
La aristocracia había hecho de todos los
ciudadanos una larga cadena que llegaba desde el aldeano hasta
el rey. La democracia la rompe y pone cada eslabón aparte.
A medida que las condiciones se igualan, se
encuentran un mayor número de individuos que, no siendo
bastante ricos ni poderosos para ejercer una gran influencia
en la suerte de sus semejantes, han adquirido, sin embargo, o
han conservado, bastantes luces y bienes para satisfacerse a
ellos mismos. No deben nada a nadie; no esperan, por decirlo
así, nada de nadie; se habitúan a considerarse siempre
aisladamente y se figuran que su destino está en sus manos.
Así, la democracia no solamente hace
olvidar a cada hombre a sus abuelos; además, le oculta sus
descendientes y lo separa de sus contemporáneos. Lo conduce
sin cesar hacia sí mismo y amenaza con encerrarlo en la
soledad de su propio corazón.
Cuando una sociedad democrática acaba de
formarse sobre los restos de una aristocracia, el aislamiento
de los hombres y el egoísmo, que es su consecuencia, se hacen
principalmente más notables.
Estas sociedades no agrupan solamente a un
gran número de ciudadanos independientes, sino que están
llenas de ordinario de hombres que, acabados de llegar a la
independencia, se embriagan con su nuevo poder, conciben una
vana confianza en sus fuerzas y, creyendo que no tendrán
necesidad en adelante de implorar el auxilio de sus
semejantes, no encuentran dificultad en hacer ver que no se
ocupan sino de ellos mismos.
Una aristocracia no sucumbe, por lo común,
sino después de una larga lucha durante la cual se encienden
odios implacables entre las diversas clases de la sociedad.
Estas pasiones sobreviven a la victoria y se puede seguir su
huella en medio de la confusión democrática que la sucede.
Los ciudadanos que ocupan el primer puesto
en la jerarquía destruida, no pueden olvidar tan pronto su
antigua grandeza y se consideran, por largo tiempo, como
extranjeros en el seno de una sociedad nueva. En todos los que
esta sociedad hace ser iguales, ven a otros tantos opresores,
cuya suerte no puede excitar la simpatía; han perdido de
vista a sus antiguos iguales y no se sienten ligados por un
interés común a su suerte; se retira cada uno aparte y se
considera reducido a no ocuparse sino de sí mismo. Los que
por el contrario, ocupaban en otro tiempo un lugar inferior y
a los que una revolución repentina ha acercado al nivel
común, no gozan, sino con una especie de inquietud secreta,
de la independencia recientemente adquirida y si a su lado
encuentran a algunos de sus antiguos superiores, echan sobre
ellos miradas de triunfo y de temor, y se separan.
Ordinariamente, es al principio de las
sociedades democráticas cuando los ciudadanos se hallan más
dispuestos a aislarse.
La democracia inclina a los hombres a no
acercarse a sus semejantes; mas las revoluciones democráticas
los empujan a huir unos de otros y perpetúan en el seno de la
igualdad los odios que la desigualdad ha hecho nacer.
La gran ventaja de los norteamericanos
consiste en haber llegado a la democracia sin sufrir
revoluciones democráticas, y haber nacido iguales, en vez de
llegar a serlo.
El despotismo, que por su naturaleza es
tímido, ve en el aislamiento de los hombres la garantía más
segura de su propia duración y procura aislarlos por cuantos
medios están a su alcance. No hay vicio del corazón humano
que le agrade tanto como el egoísmo; un déspota perdona
fácilmente a los gobernados que no lo quieran, con tal de que
ellos no se quieran entre sí; no les exige su asistencia para
conducir al Estado, y se contenta con que no aspiren a
dirigirlo por sí mismos. Llama espíritus turbulentos e
inquietos a los que pretenden unir sus esfuerzos para crear la
prosperidad común y, cambiando el sentido natural de las
palabras, llama buenos ciudadanos a los que se encierran
estrechamente en sí mismos.
Así, los vicios que el despotismo hace
nacer son precisamente los que la igualdad favorece. Estas dos
cosas se completan y se ayudan de una manera funesta.
La igualdad coloca a los hombres unos al
lado de los otros sin lazo común que los retenga. El
despotismo levanta barreras entre ellos y los separa. Aquél
los dispone a no pensar en sus semejantes, y éste hace de la
indiferencia una especie de virtud pública.
El despotismo es peligroso en todos los
tiempos, pero es mucho más temible en los siglos
democráticos.
Es fácil observar que en estos mismos
siglos, los hombres necesitan más particularmente la
libertad.
Luego que los ciudadanos se ven forzados a
ocuparse de los negocios públicos, salen necesariamente del
seno de sus intereses individuales y se apartan de la
consideración de sí mismos.
Desde el momento en que se tratan en común
los negocios públicos, cada hombre conoce que no es tan
independiente de sus semejantes como antes se figuraba, y que
para obtener su apoyo es indispensable prestarles
frecuentemente su asistencia.
Cuando el público gobierna, no hay hombre
que no reconozca el valor de la benevolencia general y que no
trate de cultivarla, atrayendo la estimación y el afecto de
aquellos en cuyo seno debe vivir.
Muchas pasiones que entibien los corazones
y los dividen, se ven entonces obligadas a retirarse al fondo
del alma y a ocultarse en ella. El orgullo se disimula, el
desprecio no se atreve a aparecer y el egoísmo se teme a sí
mismo.
Siendo electivas bajo un gobierno libre la
mayor parte de las funciones públicas, los hombres a quienes
la elevación de su alma o la inquietud de sus deseos sitúan
estrechamente en la vida privada, sienten cada día más no
poder pasarse sin la población que los rodea. Entonces, la
ambición los hace pensar en sus semejantes, y a menudo tienen
una especie de interés en olvidarse de sí mismos.
Bienestar y democracia
(De La democracia en América)
La pasión del bienestar material no es
siempre exclusiva de Norteamérica pero es general, y si no la
experimentan todos del mismo modo, al menos todos la sienten.
El cuidado de satisfacer las más mínimas necesidades del
cuerpo y de proveer a las pequeñas comodidades de la vida,
preocupa allí universalmente a los espíritus. Se ve, cada
día más, alguna cosa semejante en Europa.
Entre las causas que producen efectos
iguales en los dos mundos, hay muchas que se acercan a la
materia de que trato y, por consiguiente, debo explicarlas.
Cuando las riquezas se consolidan
hereditariamente en las mismas familias, se ve un gran número
de hombres que gozan del bienestar material, sin experimentar
el gusto exclusivo del bienestar. Lo que interesa más
vivamente en el corazón humano, no es la pacífica posesión
de un objeto precioso, sino el deseo no completamente
satisfecho de poseerlo y el temor incesante de perderlo.
Los ricos de las sociedades
aristocráticas, no habiendo conocido nunca un estado
diferente de aquél en que se hallan, no temen el cambio y
apenas se imaginan que pueda haberlo. El bienestar material no
es, pues, para ellos, el objeto primitivo de su vida, sino una
manera de vivir. Lo consideran en cierto modo como la
existencia misma, y lo gozan sin pensar en el.
Cuando el gusto natural que por instinto
sienten todos los hombres por el bienestar se halla así
satisfecho, sin pena y sin temor, dirigen su alma hacia otra
parte y la interesan en empresas más grandes y más
difíciles, que la animen y seduzcan.
Así es como en el seno mismo de los goces
materiales, los miembros de una aristocracia dejan
frecuentemente ver un orgulloso desprecio por estos mismos
goces y tienen una fortaleza singular cuando es menester
privarse de ellos. Todas las revoluciones que han turbado o
destruido las aristocracias, han mostrado la facilidad con que
gente acostumbrada a lo superfluo, podía pasar sin lo
necesario, mientras que hombres que con mucho trabajo han
llegado a la comodidad, apenas pueden vivir después de
haberla perdido.
Si de las clases superiores desciendo a las
inferiores, veré sin duda efectos análogos, producidos por
causas diferentes.
En las naciones en que la aristocracia
domina la sociedad y la tiene inmóvil, el pueblo acaba por
habituarse a la pobreza y los ricos a su opulencia. Los unos
no se ocupan del bienestar material, porque lo poseen sin
trabajo; los otros no piensan en él, porque tienen perdida la
esperanza de adquirirlo y ni aun lo conocen bastante para
desearlo.
En esta clase de sociedades, la
imaginación del pobre se dirige siempre hacia el otro mundo
y, aunque las miserias de la vida real la estrechen se separa,
sin embargo, de ellas para buscar fuera de sus goces. Cuando
las clases al contrario, se confunden y los privilegios están
destruidos; cuando los patrimonios se dividen y las luces y la
libertad se extienden, el deseo de adquirir el bienestar se
presenta a la imaginación del pobre y el temor de perderlo,
al espíritu del rico. Se establecen una infinidad de fortunas
mediocres; los que las poseen tienen bastantes goces
materiales para comprender el gusto de ellas, pero no los
suficientes para estar satisfechos; jamás se los procuran
sino con esfuerzos, ni se entregan a ellos sino con temor, y
así se aplican constantemente a adquirir y a retener estos
goces tan preciosos, tan incompletos y tan fugitivos.
Si busco una pasión que sea natural a los
hombres, que la oscuridad de su origen o la mediocridad de su
fortuna excitan y limitan, no encuentro ninguna más propia
que el gusto por el bienestar. La pasión del bienestar
material es esencialmente pasión de la clase media; se
engrandece, se extiende y se hace preponderante con ella; de
aquí se eleva a las clases superiores de la sociedad y
desciende hasta el seno del pueblo.
No he visto en Norteamérica un ciudadano
pobre que no eche una mirada de esperanza y de envidia hacia
los goces de los ricos, y cuya imaginación no se apodere
anticipadamente de los bienes que la suerte se obstina en
rehusarle. Tampoco he visto, entre los ricos de los Estados
Unidos, ese soberbio desdén por el bienestar material que se
muestra algunas veces hasta en el seno de los aristócratas
más opulentos y relajados. La mayor parte de estos ricos han
sido pobres, han sentido el aguijón de la necesidad, por
largo tiempo han combatido contra una suerte que se les
resistía y cuando han obtenido la victoria, sobreviven aún
las pasiones que los han acompañado en la lucha y quedan como
embriagados en medio de estos pequeños goces que han buscado
con empeño por espacio de cuarenta años.
Esto no quiere decir que no se encuentre en
los Estados Unidos como en todas partes, un crecido número de
ricos que, teniendo sus bienes por herencia posean sin
esfuerzo inmensas fortunas que no han adquirido; pero estos
mismos, sin embargo, no son menos aficionados a los goces de
la vida material. El amor al bienestar ha llegado a ser el
gusto nacional y dominante, y la gran corriente de las
pasiones humanas va hacia este lado, arrastrando todo en su
curso. (...)
Se encuentran aún, en algunos cantones
retirados del antiguo mundo, pequeñas poblaciones que han
estado como olvidadas en medio del tumulto universal y que han
permanecido inmóviles cuando todo se conmovía alrededor de
ellas. La mayor parte de estos pueblos son muy importantes y
miserables; no se mezclan en los asuntos del gobierno y
frecuentemente los gobiernos los oprimen. Sin embargo,
muestran de ordinario un exterior sereno y un humor festivo.
He visto en Norteamérica a los hombres
más libres y más ilustrados en la posición más feliz que
haya en el mundo, y me ha parecido descubrir en sus facciones
una especie de humor sombrío, habitual en ellos,
encontrándolos graves y casi tristes hasta en sus placeres.
La principal razón consiste en que los unos no piensan en los
trabajos que sufren, mientras los otros se ocupan
incesantemente de los bienes que no poseen.
No hay cosa más extraña que ver con qué
especie de ardor febril buscan los norteamericanos el
bienestar y cómo se muestran sin cesar atormentados por un
temor vago de no haber escogido el camino más corto que puede
conducirlos
El habitante de los Estados Unidos se
adhiere a los bienes de este mundo como si estuviese seguro de
no morir, y se precipita de tal manera a poseer los que están
a su alcance, que se diría que teme cada instante dejar de
existir antes de disfrutarlos; los abarca todos, pero sin
estrecharlos, y muy pronto los deja escapar de sus manos para
correr tras de nuevos goces.
Un hombre en los Estados Unidos construye
una morada cómoda para pasar en ella su vejez, y la vende
cuando está para concluirse: planta un jardín, y lo alquila
cuando iba a recoger los frutos; desmonta un terreno, y deja a
otros el cuidado de recoger la cosecha; abraza una profesión,
y la abandona; se fija en un lugar, y lo deja para llevar a
otra parte sus veleidosos deseos. Si sus negocios privados le
dan algún descanso, se sumerge enseguida en el torbellino de
la política. Y, cuando después de un año de trabajos, le
queda algún tiempo pasea su curiosidad inquieta por los
vastos límites de los Estados Unidos, haciendo así
quinientas leguas en algunos días, para distraerse mejor de
su felicidad. La muerte llega, al fin, y lo detiene antes de
que se haya fatigado en la inútil pretensión de una
felicidad completa, que huye siempre de él.
Se admira uno al contemplar esa agitación
singular que muestra a tantos hombres felices en el seno mismo
dé su abundancia y, sin embargo, este espectáculo existe
desde que hay mundo, y sólo es nuevo el ver que todo un
pueblo lo representa.
El gusto por los goces materiales debe
considerarse como el origen principal de esta inquietud
secreta que se descubre en las acciones de los
norteamericanos, y de esa inconstancia de que dan diariamente
ejemplo.
El que limita su espirito a la sola
adquisición de los bienes de este mundo vive siempre agitado,
porque no tiene sino un tiempo muy corto para encontrarlos,
apoderarse de ellos y gozarlos. El recuerdo de la brevedad de
la vida lo aguijonea incesantemente, y fuera de los bienes que
posee se imagina otros mil que la muerte le impedirá gustar
si no se apresura. Este pensamiento lo llena de turbación, de
temor y de pesar y mantiene su alma en una especie de
trepidación incesante que lo invita a cambiar todos los días
de designio y de lugar.
Si al gusto por el bienestar material se
agrega un estado social en que ni la ley ni la costumbre
retienen a nadie en su puesto, esto servirá de mayor estimulo
para la inquietud de espirito, y se verá entonces a los
hombres cambiar continuamente de ruta, temiendo no acertar con
la que más pronto deba conducirlos a la felicidad.
Por otra parte, es fácil concebir que si
los hombres que buscan con pasión los goces materiales los
desean vivamente, se cansarán también de ellos con
facilidad; pues, siendo su objetivo final gozar, es preciso
que el medio de llegar a él sea pronto y fácil, sin que el
trabajo de adquirir el goce sobrepuje al mismo goce. La mayor
parte de las almas son, pues, a la vez ardientes y frías,
violentas y débiles, y frecuentemente es menos temible la
muerte que la continuación de esfuerzos hacia el mismo
objeto.
La igualdad conduce por un camino más
recto aún a muchos de los efectos que acabo de describir.
Cuando todas las prerrogativas del nacimiento y de la fortuna
desaparecen, y las profesiones se abren a todos, y se puede
llegar por sí mismo a la cima de cada una de ellas, parece
también una carrera intensa y fácil para la ambición de los
hombres, y éstos se figuran, desde luego, que están llamados
a grandes destinos; pero es una visión errónea, que la
experiencia corrige todos los días. Esta misma igualdad, que
permite concebir vastas esperanzas a cada ciudadano, lo hace
individualmente débil y limita por todos lados sus fuerzas,
al mismo tiempo que permite a sus deseos extenderse.
No sólo son incapaces por sí mismos, sino
que hallan a cada instante inmensos obstáculos que no habían
descubierto al principio. Como han destruido los privilegios
de algunos de sus semejantes, encuentran la competencia de
todos, y el límite cambia de forma más bien que de lugar.
Cuando los hombres son más o menos semejantes y siguen una
misma vía, es difícil que alguno de ellos marche de prisa y
atraviese la multitud que lo rodea y oprime. Esta oposición
constante que domina entre los instintos que hace nacer la
igualdad y los medios que suministra para satisfacerlos,
atormenta y fatiga las almas.
Pueden concebirse hombres que han llegado a
un cierto grado de libertad que los satisfaga enteramente y en
este caso gozarán de su independencia, sin inquietud y sin
ardor; pero jamás constituirán los hombres una igualdad que
les sea suficiente. Por más esfuerzos que haga un pueblo,
nunca llegará a hacer las condiciones iguales en su seno; y
si tuviese la desgracia de llegar a ese nivel absoluto y
completo, quedaría todavía la desigualdad de la inteligencia
que procediendo directamente de Dios, jamás se someterá a
las leyes.
Por democrático que sea el estado social y
la constitución política de un pueblo, se puede asegurar que
cada uno de sus ciudadanos descubrirá siempre cerca de si
muchos puntos que lo dominen y puede preverse que volverá
obstinadamente sus miradas hacia este solo lado. Cuando la
desigualdad es la ley común de una sociedad, las más grandes
desigualdades no causan ninguna impresión y cuando todo esto
está poco más o menos a nivel, las más pequeñas la
producen. Por esta razón, el deseo de la igualdad se hace
más insaciable a medida que la igualdad es mayor.
En los pueblos democráticos, los hombres
obtienen con facilidad una cierta igualdad; pero no pueden
alcanzar la que desean. Esta se aparta más cada día, aunque
sin desaparecer jamás de su vista, y al retirarse los atrae
en su busca; creen, sin cesar, que van a alcanzarla y
constantemente se les escapa. La ven lo bastante cerca para
conocer sus encantos; mas no se aproximan lo necesario para
gozarla y mueren antes de haber saboreado enteramente sus
dulzuras.
A estas causas es preciso atribuir la
melancolía que los habitantes de los países democráticos
dejan frecuentemente ver en el seno de su abundancia, y ese
disgusto de la vida que llega a apoderarse de ellos algunas
veces, en medio de una existencia cómoda y tranquila.
Nos quejamos, en Francia, de que el número
de los suicidios es cada vez mayor; en Norteamérica el
suicidio es raro, pero se asegura que la demencia es más
común que en cualquiera otra parte. Estos son síntomas
diferentes del mismo mal.
Los norteamericanos no se matan por
agitados que se hallen, porque la religión les prohíbe
hacerlo y porque entre ellos no existe, por decirlo así, el
materialismo, aunque la pasión del bienestar material sea
general. Su voluntad resiste, pero muchas veces su razón
cede.
Los goces son más vivos en los tiempos
democráticos que en los aristocráticos y, sobre todo, el
número de los que los obtienen es infinitamente mayor; pero,
por otro lado, es preciso reconocer que las esperanzas y los
deseos son allí frecuentemente burlados, las almas están
más conmovidas e inquietas y las zozobras y los cuidados son
más sensibles.
La desaparición de las clases
(De La Democracia en América)
He hecho ver cómo la aristocracia
favorecía el desarrollo de la industria y multiplicaba sin
término el número de los industriales; veamos ahora por qué
ruta desviada podría la industria a su vez conducir a los
hombres a la aristocracia.
Se ha observado que cuando un obrero se
ocupa todos los días de un mismo detalle de trabajo, se
consigue más fácilmente, más pronto y con más economías
la producción general de la obra.
También se ha visto que mientras más en
grande se emprendía una industria, con más fuertes capitales
y crédito, tanto más baratos eran sus productos. Estas
verdades se entreveían desde hace mucho tiempo; pero no se
han demostrado sino en nuestros días. Se aplican ya a varias
industrias muy importantes, y sucesivamente las adoptan
también las menores.
Nada veo en el mundo político que deba
fijar más la atención del legislador que estos dos nuevos
axiomas de la ciencia industrial.
Cuando un artesano se entrega de un modo
exclusivo y constante una fabricación de un solo objeto,
acaba por desempeñar este trabajo con una destreza singular;
pero pierde al mismo tiempo la facultad general de aplicar su
espíritu a la dirección del trabajo: cada día se hace más
hábil y menos industrioso, y puede decirse que el hombre se
degrada en él a medida que el obrero se perfecciona.
¿Qué puede esperarse de un hombre que ha
empleado veinte años de su vida en hacer cabezas de
alfileres? ¿A qué podrá en lo sucesivo aplicar esa poderosa
inteligencia humana, que tantas veces ha conmovido al mundo,
sino a buscar el mejor medio de hacer cabezas de alfileres?
Cuando un artesano ha consumido de esta
suerte una parte considerable de su existencia, sus ideas se
encuentran detenidas en el objeto diario de sus labores, su
cuerpo ha contraído ciertos hábitos fijos de los que ya no
puede desprenderse, en una palabra, no pertenece ya a sí
mismo, sino a la profesión que ha escogido. En vano las leyes
y las costumbres procurarán romper alrededor de él todas las
barreras y abrirle por todos lados diferentes caminos hacia la
fortuna, pues una teoría industrial más poderosa que las
costumbres y las leyes lo ha ligado a un oficio, y a veces a
un lugar que no puede dejar.
Ella misma le asigna en la sociedad un
puesto del que no puede separarse y, en medio del movimiento
universal, lo ha hecho inmóvil.
A medida que el principio de la división
del trabajo experimenta una aplicación más completa, el
obrero viene a ser más débil, más limitado y más
dependiente. El arte progresa y el artesano retrocede.
Por otra parte, a medida que se descubre
manifiestamente que los productos de una industria son tanto
más perfectos y menos caros cuanto la manufactura es más
vasta y el capital mayor, los hombres muy ricos y muy
instruidos se aprestan a ocuparse de industrias que hasta
entonces habían estado en manos de artesanos ignorantes y
atrasados. Los grandes esfuerzos que se requieren y la
inmensidad de resultados que deben obtenerse, los atraen.
Así pues, al mismo tiempo que la ciencia
industrial rebaja incesantemente a la clase obrera, eleva la
de los maestros y directores. Mientras que el obrero reduce
más y más su inteligencia al estudio de un solo detalle, el
dueño extiende su vista sobre un conjunto más vasto y su
espíritu se ensancha a medida que el del otro se estrecha:
muy pronto el segundo no necesita más que la fuerza física
sin la inteligencia, mientras que el primero tiene siempre
necesidad de la ciencia y casi del ingenio, para tener buen
éxito. El uno se parece cada vez más al administrador de un
vasto imperio y el otro a un bruto.
El amo y el obrero no tiene nada de
semejante y cada día difieren más: son como los dos anillos
finales de una cadena. Cada uno ocupa el puesto que le está
destinado, del cual no sale jamás. El uno se halla en
relación de dependencia continua, estrecha y necesaria con el
otro, y parece nacido para obedecer, como éste para mandar.
¿Y qué es esto sino aristocracia?
Viniendo a igualarse las condiciones cada
vez más en el cuerpo de la nación, la necesidad de los
objetos manufacturados se generaliza y aumenta, y el precio
moderado que pone estos objetos al alcance de las fortunas
medianas, viene a ser un gran elemento de éxito
Así, se observa cada día que los hombres
más opulentos e ilustrados consagran a la industria sus
riquezas y su ciencia, y tratan de satisfacer los nuevos
deseos que se manifiestan por todas partes, abriendo grandes
talleres y dividiendo estrictamente el trabajo.
Así, a medida que la masa de la nación se
inclina a la democracia, la clase particular que se ocupa de
la industria se vuelve más aristocrática. Los hombres se
hacen cada vez más semejantes en la una y más diferentes en
la otra, y la desigualdad crece en la pequeña sociedad en la
misma proporción que crece en la grande Esta es la razón por
la que, remontándose al origen, parece que se ve a la
aristocracia salir por un esfuerzo natural del seno mismo de
la democracia: mas esta aristocracia no se asemeja en nada a
las que la han precedido; pues desde luego se notará que, no
aplicándose sino a la industria y a algunas profesiones
industriales solamente, es una excepción, como un monstruo,
en el conjunto del estado social.
Las pequeñas sociedades aristocráticas
que constituyen ciertas industrias en medio de la inmensa
democracia de nuestros días, encierran, como las grandes
sociedades aristocráticas de los antiguos tiempos, a algunos
hombres muy opulentos y a una multitud muy miserable. Estos
pobres tiene pocos medios de salir de su condición y hacerse
ricos; pero frecuentemente los ricos se vuelven pobres, o
dejan el negocio después de haber obtenido sus utilidades.
Así, los elementos que forman la clase pobre son casi fijos,
pero no lo son los que componen la otra. En verdad, aunque
haya ricos, no existe esta clase, porque no tienen
inclinaciones ni objetos comunes, tradiciones ni esperanzas
guales, de manera que hay miembros, pero no cuerpo.
No sólo no están unidos los ricos con
solidez entre sí, sino que puede decirse que no hay lazo
verdadero entre el pobre y el rico.
Nunca están perpetuamente situados el uno
cerca del otro, pues a cada instante el interés los une y los
separa. El obrero depende en general de los dueños, pero no
de un dueño determinado. Estos dos hombres se ven en la
fábrica y no se conocen fuera, y mientras que por un lado
están unidos, por lo demás permanecen muy separados. El
dueño de una fábrica no pide al obrero sino su trabajo, y
éste no espera de aquél más que el salario. El uno no se
compromete a proteger ni el otro a defender, y no se hallan
ligados de un modo permanente por el hábito ni por el deber.
La aristocracia que funda el negocio, jamás se consolida en
medio de la población industrial que dirige, pues su objeto
no es gobernarla, sino servirse de ella.
Una aristocracia así constituida no puede
tener un fuerte imperio sobre los que emplea, y si lo consigue
por un momento, bien pronto se le escapan. No sabe querer y no
puede obrar.
La aristocracia territorial de los siglos
pasados estaba obligada por la ley o se creía obligada por
las costumbres, a ir en auxilio de sus servidores y a aliviar
sus miserias; pero la aristocracia manufacturera de nuestros
días, después de haber empobrecido y embrutecido a los
hombres de que se sirve, los abandona en los tiempos de crisis
a la paridad pública para que los mantenga. Esto resulta
naturalmente de lo que sucede. Entre el obrero y el patrono,
las relaciones son frecuentes, pero no existe nunca una
asociación verdadera.
Sea lo que fuere, pienso que la
aristocracia industrial que vemos surgir ante nuestros ojos es
una de las más duras que haya podido aparecer sobre la
tierra; pero al mismo tiempo, una de las más limitadas y de
las menos peligrosas.
Con todo, este es el lado hacia donde los
amigos de la democracia deben dirigir con más inquietud su
atención, porque si la desigualdad permanece de las
condiciones y la aristocracia penetran de nuevo en el mundo,
se puede predecir que lo han de hacer por esa puerta.
Alexis de Tocqueville
(1963): La
Democracia en América. Trad. Luis R. Cuéllar.
México-Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
— (1969): El Antiguo Régimen y la
Revolución. Trad. de A. Guillen. Madrid: Guadarrama.
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