La caducidad de los procedimientos

 

Rosa María Galán Sánchez. Profesora titular de la UCM.

Facultad de Derecho de la UCM. Madrid, 23 noviembre 2004.

 

La caducidad, junto con la prescripción, son dos instituciones de nuestro derecho que pretenden reaccionar ante la inactividad de los sujetos que intervienen en las respectivas relaciones jurídicas. Se trata, en definitiva, de fijar un plazo que delimite el período de tiempo en el que puede llevarse a cabo una actuación. Todo ello con la única o principal preocupación se garantizar la seguridad jurídica.

Ese plazo puede tener efectos hacía atrás, provocando la pérdida de lo que se tenía –prescripción extintiva-, o hacía adelante, provocando la pérdida de lo que se podría alcanzar –caducidad-[1].

Así como la prescripción es una institución con unos plazos amplios, rigurosos y, a veces, interruptivos, la caducidad presenta unos caracteres que la hacen flexible y acomodable a las exigencias de los derechos del contribuyente y que, en el ámbito del derecho administrativo, ha servido para equilibrar las potestades administrativas y los derechos de los administrados.

A pesar de la claridad conceptual en la distinción de una y otra institución, la aplicación fáctica de las mismas se diluye cuando el legislador las incorpora a los distintos textos legales. Ello es debido, básicamente, en mi opinión a que, por lo que se refiere al ámbito tributario, se ha producido cierta timidez a la hora de incorporar ciertos principios y derechos que ya se aplican en derecho administrativo, sobre todo, a partir de la aplicación de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y Procedimiento Administrativo Común (en adelante, LRJAP-PAC). La incorporación en esta norma general de una disposición adicional 5ª, que excluía expresamente de su ámbito a los procedimientos tributarios, y la existencia de un precepto expreso en la LGT de 1963, recientemente derogada, que impedía la caducidad del procedimiento, a pesar del retraso injustificado de la administración en resolver (art. 105), han propiciado que el derecho tributario se viera privado de la incorporación de esta institución, la de la caducidad, que, como he dicho antes, equilibra las potestades de la administración y del ciudadano en torno a la relación jurídica tributaria y su aplicación.

No fue hasta la promulgación de la Ley 1/1998, de 1 de febrero, de Derechos y Garantías de los Contribuyentes (en adelante, LDGC) que se empezó a incorporar tímidamente esta institución en los procedimientos tributarios, singularmente en el procedimiento inspector y en el sancionador, con distintos alcance y efectos.

Esta incorporación de la institución de la caducidad tuvo su origen en determinados pronunciamientos jurisprudenciales, que significaron un hito en nuestro sistema, al venir a establecer  que la caducidad era plenamente aplicable a determinados procedimientos, a pesar de lo establecido por el art. 105.2 de la LGT de 1963. Entre ellos, cabe citar, la STS de 24 de febrero de 2001, referida al procedimiento inspector, a la que siguió, entre otras, la de 4 de julio de ese mismo año.

Pero será, sin duda, la STSJ de Valencia, de 19 de julio de 2002 la que empieza el camino que va a posibilitar la incorporación al ámbito tributario de los preceptos de la LRJAP-PAC, en lo que se refiere a la caducidad de los procedimientos. En este camino resulta trascendental la STSJ de Valencia de 4 de noviembre de 2002.

Después de este periplo legislativo y jurisprudencial, la promulgación de la LGT, mediante la Ley 58/2003, de 17 de diciembre, no podía ignorar esta situación y ha venido a incluir un precepto general según el cual la administración tiene obligación de resolver y notificar al contribuyente una resolución expresa, salvo que el procedimiento termine de modo anormal, circunstancia que tendrá lugar cuando se produzca la caducidad.

No obstante la mención expresa de la caducidad en los preceptos que regulan cada uno de los procedimientos, debemos poner de manifiesto que el avance que ha supuesto esta medida no es todo lo amplio que podría ser. En efecto, el legislador tributario ha incorporado a la  LGT vigente, más que el instituto de la caducidad, algunos de los efectos que esta produce en los procedimientos en los que se aplica. Sólo en el supuesto del procedimiento sancionador, la caducidad aparece en toda su extensión, sin que sea unánime la opinión acerca del acierto de esta medida.

Siguiendo la construcción doctrinal de Caballero Sánchez[2], podemos distinguir entre caducidad-carga y caducidad-perención. La primera se produce cuando el administrado reacciona en plazo ante una actuación ilegal de la Administración que le afecta. La segunda consiste en la frustración de un derecho por falta del oportuno impulso de un cauce de defensa, legal o reglamentariamente abierto.

La caducidad-carga, que afecta a la posibilidad de abrir un procedimiento, se caracteriza por la exigencia normativa de realizar en un  plazo muy breve una actuación concreta y tiene un efecto extintivo radical de la facultad no ejercitada; además, se aprecia de oficio y tiene efectos de término de la suspensión del cómputo de la prescripción.

Por el contrario, la caducidad-perención se produce en un procedimiento abierto y no permite, cuando se produce, su continuación. Su finalidad es asignar seguridad a un procedimiento, ya que permite que se dé por terminado cuando quien lo promueve pierde interés en el mismo, circunstancia que se deduce del dato objetivo de la falta de actuaciones. Generalmente, se reconoce como rasgo esencial de este tipo de caducidad la necesidad de que exista una declaración administrativa formal de carácter constitutivo, de tal modo que, mientras esta no se produzca, el interesado puede evitarla mediante su actividad. Por el contrario, si el procedimiento ha sido iniciado de oficio y puede ser susceptible de producir efectos desfavorables a los interesados, la caducidad opera automáticamente. Debe, por tanto, ser declarada de oficio y cualquier actuación posterior es nula. Sin embargo, si en estos casos, la resolución puede producir efectos positivos en los interesados, el término lleva consigo el silencio negativo, salvo disposición expresa en contrario. En definitiva, esta caducidad-perención es un modo anormal de terminación de los procedimientos, cercano al desistimiento.

En materia tributaria, por el influjo de la jurisprudencia antes citada, se ha venido hablando de un tercer tipo de caducidad, que se produciría en un procedimiento ya iniciado cuando se produzca la inactividad del mismo por un periodo de tiempo determinado, señalado en la norma. En este caso, el efecto consiste en la falta de interrupción de la prescripción extintiva producido con el inicio del mismo. Se trataría de la caducidad de la acción (STS de 21/09/2002). En mi opinión, no nos encontramos aquí ante un tipo de caducidad autónomo, sino ante uno de los efectos que la misma produce, sea cual sea el tipo de caducidad de que se trate. Junto a este efecto, la actual LGT ha reconocido otros, como son la consideración de las declaraciones presentadas fuera de plazo como espontáneas, lo que evita la imposición de sanciones, en todo caso, y conlleva la exigencia de los recargos correspondientes, regulados en el art.27.1 LGT.

Sin embargo, esta regulación no implica que las actuaciones realizadas en un procedimiento caducado, así como los documentos obtenidos y otros elementos de prueba dejen de tener validez y puedan ser utilizados como medio de prueba en otros procedimientos (art. 104.5 LGT).

Esta limitación de los efectos de la caducidad-perención tal como se define arriba, es la que me permite concluir que la institución no se ha plasmado en nuestro ordenamiento tributario. Una única excepción parece encontrarse en el procedimiento sancionador, donde el art. 211.4 de la LGT establece que “la declaración de caducidad podrá dictarse de oficio o a instancia del interesado y ordenará el archivo de las actuaciones. Dicha caducidad impedirá la iniciación de un nuevo procedimiento sancionador”.

Esta disposición ha sido criticada por algún sector doctrinal[3], ya que se entiende que nada debiera impedir el inicio de un nuevo procedimiento, siempre que no haya transcurrido el plazo de prescripción. Aduce este autor que la caducidad del procedimiento implica su desaparición del mundo jurídico, por lo que no hay vulneración del principio de non bis in idem, ya que no ha existido. No puedo más que estar de acuerdo con dicha apreciación. El principio penal citado tiene sus efectos en el ámbito de la sanción, pero en el caso que comentamos, ni siquiera ha existido el procedimiento que ha devenido caduco por el transcurso del plazo establecido.

 

Continúa este autor señalando que, en su opinión, la imposibilidad de iniciar un nuevo procedimiento no proviene de la aplicación del precepto comentado, sino de lo dispuesto en el art. 209.2 que lo impide si han transcurrido tres meses desde que, terminado un procedimiento de gestión, no se ha procedido a notificar la liquidación al contribuyente.

En cualquier caso, está claro que el legislador sólo ha incorporado a la nueva LGT algunos de los efectos clásicos de la caducidad, lo que resulta una novedad plausible, teniendo en cuenta las limitaciones contenidas en la norma derogada. Tal vez este sea el camino para que las garantía de los administrados, reconocidas ya en la norma general administrativa vaya calando definitivamente en el ámbito tributario.

[1] Morillo Méndez, A.: “El juego de los distintos tipos de caducidad y de la prescripción extintiva en los procedimientos tributarios”, Gaceta Fiscal, núm. 220, pág. 26 y ss.

[2] Prescripción y caducidad en el ordenamiento administrativo, Mac Graw-Hill, Madrid, 1999.

[3] Martínez Giner, L.A.: “La caducidad de los procedimientos en la nueva Ley General Tributaria”, Q.F., núm. 11, 2004.


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