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Gabriel Celaya
A Pablo Neruda
Te escribo desde
un puerto.
La mar salvaje llora.
Salvaje, y triste, y
solo, te escribo abandonado.
Las olas funerales redoblan
el vacío.
Los megáfonos
llaman a través de la niebla.
La pálida corola
de la lluvia me envuelve.
Te escribo desolado.
El alma a toda orquesta,
la pena a todo trapo,
te escribo desde un puerto
con un gemido largo.
¡Ay focos encendidos
en los muelles sin gente!
¡Ay viento con
harapos de música arrastrada,
campanas sumergidas y
gargantas de musgo!
Te escribo derrotado.
Soy un hombre perdido.
Soy mortal. Soy
cualquiera.
Recuerdo la ceniza de
su rostro de nardo,
el peso de tu cuerpo,
tus pasos fatigosos,
tu luto acumulado, tu
montaña de acedia,
tu carne macilenta colgando
en la butaca,
tus años
carcelarios.
Caliente y sudorosa,
obscena, y triste,
y blanda,
la butaca conserva, femenina,
aquel asco.
La pesadumbre bruta,
la pena sexual, dulce,
las manchas amarillas
con su propio olor acre,
esa huella indecente
de un hombre que se entrega,
lo impúdico:
tu llanto.
Viviendo, viendo,
oyendo,
sucediéndote
a ciegas,
lamiendo tus heridas,
reptabas por un fango
de dulces linfas gordas,
de larvas pululantes,
letargos vegetales y
muertes que fecundan.
Seguías, te seguías
sin vergüenza, viviendo,
¡oh blando y desalmado!
Tú, cínico,
remoto,
dulce, irónico,
triste;
tú, solo en tu
elemento, distante y desvelado.
No era piedad la anchura
difusa en que flotabas
con tu sonrisa ambigua.
Fluías torpemente,
pasivo, indiferente,
cansado como el mundo,
sin un yo, desarmado.
Estaciones, transcursos,
circunstancias confusas,
oceánicos hastíos,
relojes careados,
eléctricos espartos,
posos inconfesables,
naufragios musicales,
materias espumosas
y noches que tiritan
de estrellas imparciales,
te hicieron más
que humano.
Allí todo
se funde.
Los objetos no objetan.
Liso brilla lo inmenso
bajo un azul parado
y en las plumas sedantes
la luz del mundo escapa,
sonríe, tú
sonríes, remoto, indiferente,
bestial, grotesco, triste,
cruel, fatal, adorado
como un ídolo
arcaico.
Sin intención,
sin nombre,
sin voluntad ni
orgullo,
promiscuo, sucio, amable,
canalla, nivelado,
capaz de darte a todo,
común, diseminabas
podrido las semillas
amargas que revientan
en la explosión
brillante de un día sin memoria.
No eras ni alto
ni bajo.
La doble ala del
fénix:
furor, melancolía,
el temblor luminoso de
la espira absorbente;
la lluvia consentida
que duerme en los pianos;
las canciones gangosas
lentamente amasadas;
los ojos de paloma sexuales
y difuntos;
cargas opacas; pactos.
Caricias o perezas,
extensiones absortas
en donde a veces somos
tan tercamente abstractos
y otras veces los pelos
fosforecen sexuales,
y fría, dulce,
ansiosa, la lisa piel de siempre,
serpiente, silba, sorbe
y envuelve en sus anillos
un triste cuerpo
amado.
No hay clavo último
ardiendo,
no hay centro diamantino,
no hay dignidad posible
cuando uno ha visto tanto
y está triste,
está triste, sencillamente triste,
se entrega atribulado
y en lo efímero sabe
ser otro con los otros,
de los otros, en otros:
seguir, seguir flotando.
¡Oh inmemorial,
oh amigo
amorfo, indiferente!
Deslizándote denso
de plasmas milenarios,
tardío, legamoso
de vidas maceradas,
cubierto de amapolas
nocturnas, indolente,
por tu anchura sin ojos
ni límites, acuosa,
te creía
acabado.
Mas hoy vuelves,
proclamas,
constructor, la
alegría;
te desprendes del caos;
determinas tus actos
con voluntad terrena
y aliento floral, joven.
Ni más ni menos
que hombre, levantas tu estatua,
recorres paso a paso
tu más acá, lo afirmas,
llenas tu propio
espacio.
Los jóvenes
obreros,
los hombres materiales,
la gloria colectiva del
mundo del trabajo
resuenan en tu pecho
cavado por los siglos.
Los primeros motores,
las fuerzas matinales,
la explotación
consciente de una nueva esperanza
ordenan hoy tu canto.
Contra tu propia
pena,
venciéndote
a ti mismo,
apagando, olvidando,
tú sabes cuánto y cuánto,
cuánta nostalgia
lenta con cola de gran lujo,
cuánta triste
sustancia cotidiana amasada
con sudor y costumbres
de pelos, lluvias, muertes,
escuchas un mandato.
Y animas la confianza
que en ti quizá
no existe;
te callas tus cansancios
de liquen resbalado;
te impones la alegría
como un deber heroico.
¡Por las madres
que esperan, por los hombres que aún ríen,
debemos de ponernos más
allá del que somos,
sirviéndolos,
matarnos!
Con rayos o herramientas,
con iras prometeicas,
con astucia e insistencia,
con crueldad y trabajo,
con la vida en un puño
que golpea la hueca
cultura de una Europa
que acaricia sus muertos,
con todo corazón
que, valiente, aún insiste,
del polvo nos alzamos.
Cantemos la promesa,
quizá tan
solo un niño,
unos ojos que miran hacia
el mundo asombrados,
mas no interrogan; claros,
sin reservas, admiran.
¡Por ellos combatimos
y a veces somos duros!
¡Bastaría
que un niño cualquiera así aprobara
para justificarnos!
Te escribo desde un puerto,
desde una costa
rota,
desde un país
sin dientes, ni párpados, ni llanto.
Te escribo con sus muertos,
te escribo por los vivos,
por todos los que aguantan
y aún luchan duramente.
Poca alegría queda
ya en esta España nuestra.
Mas, ya ves, esperamos.
Gabriel Celaya
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