El doctor Francisco Guerra, Bibliófilo.
Manuel Sánchez Mariana.
Ex-director, Biblioteca Histórica UCM.
Entre las más grandes
figuras de la bibliofilia de comienzos del siglo XXI se encuentra, sin duda, el
Doctor Francisco Guerra Pérez-Carral. Natural de Torrelavega, en Cantabria,
donde nació en 1916, el Doctor Guerra acumula, como fruto de sus estudios, dos
doctorados en Medicina, mas otros en Ciencias, en Historia y en Filosofía. La
tragedia de la Guerra Civil, y los avatares de la política, le llevaron al
exilio mejicano, donde continuó sus estudios, ejerció la docencia de
Farmacología en la UNAM, y desarrolló la pasión de su vida, la adquisición de
libros para formar una gran biblioteca. Trasladado a Estados Unidos, continuó
enseñando Farmacología, ahora en la Universidad de California, y seguidamente
pasó como Profesor de Historia de la Medicina a la Universidad de Yale, materia
que también impartió en el Wellcome Institute de Londres. Vuelto a España,
aunque nunca perdió el contacto directo con su patria, continuó enseñando
Historia de la Medicina en la Universidad de Cantabria y en la de Alcalá de
Henares, de la que fue Vicerrector y posteriormente, tras su jubilación,
Profesor Emérito (el primero que nombró esa Universidad). En la actualidad, a
sus 90 años, continúa trabajando y adquiriendo libros, tras haber dado a la
biblioteca por él formada, que resume la historia intelectual de su vida, un
destino que le honra, pues ha quedado integrada, aunque con la independencia que
merece, en los fondos de la Biblioteca Histórica de la Universidad Complutense
de Madrid. El Doctor Guerra, como universitario (en su más amplio y original
sentido) y principal usuario de sus propios libros, sabe muy bien por qué ha
tomado esta decisión; su espíritu patriótico le llevó a desoir los cantos de
sirena de varias instituciones extranjeras que se disputaban su biblioteca, por
la que hubieran desembolsado grandes cantidades de dinero, para destinarla
finalmente a donde debe estar y va a ser mejor apreciada y utilizada.
Pocas personas, que yo conozca, han visitado en su vida tantas bibliotecas, de
todo el mundo, como el Doctor Guerra. Fruto de estas visitas y consultas, y de
la utilización de sus propios libros, muchos de los cuales eran ilocalizables en
sus lugares de residencia, son los sesenta y siete libros, más unos trescientos
trabajos, que ha escrito y publicado. Los títulos de varios de sus libros
demuestran también la afición que nutría su labor de bibliófilo, y que sentaba
las bases de sus trabajos como investigador: la bibliografía. La mención de
títulos como Bibliografía de la materia médica mexicana: Catálogo alfabético
según los autores de libros, monografías, folletos, tesis recepcionales (México:
La Prensa Médica Mexicana, 1950), Iconografía médica mexicana: Catálogo gráfico
descriptivo de los impresos médicos mexicanos de 1552 a 1833, ordenados
cronológicamente (México: El Diario Español, 1955), American medical
bibliography 1639-1783 (New York: Lathrop C. Harper, 1962), Historia de la
materia médica hispano-americana y filipina en el periodo colonial: inventario
crítico y bibliográfico de manuscritos (Madrid: Afrodisio Aguado, 1973),
Bibliographie medicale des Antilles françaises (Alcalá de Henares: Universidad,
1994), Bibliografía médica americana y filipina: Periodo formativo (Madrid:
Ollero & Ramos, 1998), termina de perfilar su figura de bibliófilo-bibliógrafo.
Y este perfil no es mas que la consecuencia de una elección, mitad científica y
mitad afectiva, y propio Doctor Guerra lo puso de manifiesto, en 1973, cuando
escribió, refiriéndose a su obra bibliográfica antes mencionada, Historia de la
materia médica: “En su ejecución ha gravitado sobre la minerva del autor aquella
tesis de Menéndez y Pelayo de que el medio más adecuado de promover el
florecimiento de la ciencia española es la formación de inventarios
bibliográficos” [1] .
La figura del Doctor Guerra se nos presenta, así pues, como la de un auténtico
bibliófilo. No se trata del bibliómano que busca con avidez casi enfermiza
ediciones raras sin más motivo que su propia rareza. El Doctor Guerra es
consciente de que los libros valen ante todo por el mensaje que transmiten, y en
su afán de bibliófilo ha primado siempre el interés por el contenido de los
libros que adquiría, más que ninguna otra circunstancia. El impulso originario
que le condujo a la bibliofilia fue su afán de hacerse con una biblioteca que le
sirviese como herramienta de trabajo, para suplir las carencias de las
bibliotecas de su entorno. Solo que los intereses intelectuales del Doctor
Guerra han sido muy variados, más incluso que sus estudios universitarios, por
lo que no nos puede extrañar que haya formado, por ejemplo, una extraordinaria
biblioteca de historia, ni que la filosofía figure entre sus fondos con las
obras de los autores más importantes e influyentes, o que la historia de las
ciencias aparezca en sus hitos más representativos con tantas obras como la
historia de la medicina, cuya docencia ejerció durante muchos años. La
consideración de que las fuentes son el fundamento de cualquier actividad
científica le llevó a adquirir, y a manejar con deleite, todo hay que decirlo,
las ediciones originales de las obras que marcan un hito en el avance humano, de
las crónicas que reflejan los descubrimientos de nuevas tierras, de las que
tratan del esclarecimiento de los hechos históricos o del desarrollo del
pensamiento.
El Doctor Guerra se explaya en las introducciones a sus obras científicas,
especialmente las bibliográficas, dejando al descubierto su, por otro lado
frecuentemente declarada, pasión por los libros, pero poniendo de manifiesto la
utilidad bibliográfica y científica que extrae de ellos. En 1950, tras algunos
años de dedicación a su primera actividad docente, la Farmacología, explicó cómo
comenzó a reunir libros de esta materia: “Después de una década de estar
dedicado primordialmente a estudios de Farmacología mexicana, las omisiones
propias y extrañas de contribuciones y prioridades interesantes, hicieron
imprescindible el ir adquiriendo impresos con que llenar los vacíos de las
bibliotecas locales, a la vez que se levantaba un inventario bibliográfico
sistemático por autores..., basado fundamentalmente en la colección del autor, y
que ahora se ofrece en esta monografía” [2] .
Pensamos, porque así lo ha dado él a entender, que la bibliofilia del Doctor
Guerra tiene su origen en el conocimiento de la obra y de la figura de su
paisano, el gran maestro de la erudición española de entre los siglos XIX y XX,
Marcelino Menéndez y Pelayo, y en la frecuentación desde su juventud de su gran
biblioteca santanderina. Ya hemos hecho notar en alguna otra ocasión nuestra
creencia de que Menéndez y Pelayo es la figura más importante de la bibliofilia
española de principios del siglo XX, por la nueva orientación dada al
coleccionismo de libros, que en su caso no es una consecuencia de la posesión de
bienes de fortuna, sino de unos considerables sacrificios pecuniarios orientados
a la formación de un conjunto bibliográfico con un sentido tanto científico como
utilitario, en lo que a la utilización personal se refiere, y destinado a
alcanzar en el futuro una trascendencia social, al formar con ellos una
biblioteca de uso público con permanencia, legada a su ciudad natal. Caso sin
duda el primero, y quizá todavía el más relevante, de toda la cultura española.
Menéndez y Pelayo falleció, a los cincuenta y seis años, en 1912, y el edificio
de su biblioteca santanderina se abrió al público en 1923, cuando el Doctor
Guerra contaba con siete años de edad. Sin duda lo frecuentó desde su juventud,
como pone de manifiesto en 1955, en la Iconografía médica mexicana: “La
gestación de este libro se inicia muchos años ha, en circunstancias bien remotas
y sin conexión aparente con él: la contemplación durante las tardes lluviosas de
la Biblioteca de D. Marcelino Menéndez y Pelayo, y una pequeña edición italiana
de Virgilio, del siglo XVIII, encuadernada en pergamino, que me obsequiara
Miguel Cascón S.J., conocedor como ninguno de la obra de aquel coloso de la
cultura española, hechos que he considerado como los que provocaron en mí el
afán de las búsquedas bibliográficas y el amor por los libros antiguos”
[3] . El
Doctor Guerra, todavía joven, cuando todavía no ha llegado a los cuarenta años,
afirma en el párrafo transcrito que la gestación del libro se inició “muchos
años ha”, y además en circunstancias que no tenían “conexión aparente con él”
(es decir, que realmente sí la tenían). La formación que uno recibe en su
juventud es decisiva para su orientación en la vida, y por aquellos años, sin
duda, el Doctor Guerra admiraba la figura y la obra de su paisano, que le había
descubierto y hecho amar el jesuita P. Cascón, y se sentía a gusto en el entorno
de su biblioteca, a pesar de las diferencias ideológicas que pudieran haber, y
que se pusieron especialmente de manifiesto en los terribles años que siguieron,
y en la espantosa guerra que heló el corazón de todos los españoles. Ejemplo
notable el del Doctor Guerra, todavía hoy día, en que las pasiones afloran con
más frecuencia de lo que sería de desear, de honradez intelectual y de respeto a
los valores de los demás.
El resto está perfectamente explicado por el propio Doctor Guerra en la
introducción a una de sus obras bibliográficas más completas y recientes, la
Bibliografía médica americana y filipina, de 1998, por lo que a nosotros no nos
queda sino resumir lo allí contado [4] . El interés por los libros sobre medicina
colonial americana y filipina surgió en él en su juventud, y lo desarrolló a lo
largo de toda su vida. Su peregrinar por México, Estados Unidos, Gran Bretaña y
España le proporcionó la oportunidad de visitar las bibliotecas de medio mundo y
de entrar en contacto con los libreros más importantes. “Lo que ha dado un
sentido especial a mi conocimiento de estos libros es que tuve la oportunidad de
adquirir muchos de ellos, los he estudiado amorosamente sin sujeción a horarios
de biblioteca, y he publicado sobre los mismos varias bibliografías médicas
regionales”. La amistad con los libreros anticuarios de los países en que
residió fue desisiva, pues le ayudó “a adquirir los libros que han constituido
el mayor estímulo intelectual de mi vida”.
Esta actividad la inició tras su llegada a Méjico en 1939, como consecuencia del
exilio impuesto por la Guerra Civil. El sacerdote don Demetrio García, que por
las circunstancias hubo de ejercer de librero, fue su primer proveedor, a la vez
que maestro en la bibliografía mejicana e introductor en los medios
bibliofílicos, y de él adquirió, con grandes sacrificios económicos, sus
primeros libros antiguos. Entre sus relaciones en Méjico se encontraron el
bibliófios don Salomón Hale, el Dr. Samuel Fastlich, especialista en libros de
Odontología, don Martín Carrancedo, industrial de origen cántabro y también
bibliófilo, don Guillermo M. Echániz, arqueólogo y librero anticuario, el
banquero don Salvador Ugarte, don Gustavo Navalón, proveedor discreto, y los
libreros Porrúa, Robredo y otros. Durante una estancia en Yale University en
1943 y 1944 trabó amistad con el Prof. John F. Fulton, fisiólogo y fundador de
la Yale Historical Medical Library, del que adquirió conocimientos
bibliográficos, así como con otros historiadores de la medicina y bibliógrafos.
También viajó, desarrolló contactos varios, y adquirió libros, por Guatemala,
Venezuela, Ecuador, Perú, Argentina, Chile, Brasil, etc.
La denuncia que él realizó, siendo profesor de la UNAM, del robo en dos
ocasiones del primer libro de medicina impreso en América, la Opera medicinalia
de Francisco Bravo (México, 1570), y de la venta en Nueva York y en Londres de
otros libros procedentes de bibliotecas mejicanas, le trajo algunos disgustos.
Abandonado Méjico, durante su estancia como profesor en la University of
California en Los Ángeles, en 1956 y 1957, trabó amistad con los libreros Jake
Zeitlin, Warren R. Howell, de San Francisco, y posteriormente con Richard S.
Wormser, de Bethel (Conn.), y Richard Ramer, de Nueva York, especialista en
libros portugueses, brasileños, africanos y asiáticos; en cambio resultó menos
afortunada y cordial su relación con el célebre H.P. Kraus, de Nueva York, tras
la pérdida de una colección de impresos de las Antillas francesas cuyo rastro
posterior se esfumó. La enajenación, en 1958, de una quinta parte de su
biblioteca, formada sobre todo por duplicados u obras de menor interés, a cambio
de medio millón de dólares, le permitió intensificar las adquisiciones de obras
de mayor valor.
Su estancia en Londres, trabajando en la Wellcome Historical Medical Library,
desde 1961 y hasta 1972, aparte de la realización de grandes trabajos
bibliográficos, entre los que no es el menor el desarrollado a propuesta del Dr.
Ignacio Chávez, rector de la UNAM, para microfilmar y reproducir todas las obras
de medicina mejicana impresas entre 1557 y 1833, y de numerosas consultas en la
vieja Biblioteca del British Museum, le permitió ampliar considerablemente su
biblioteca con numerosas adquisiciones hechas a los libreros Maggs Bros., Dawson
& Sons, Francis Edwards, E. Van Dam, Davis & Orioli, el Dr. Maurice L.
Ettinghausen, de A. Rosenthal Ltd. (Oxford), y especialmente John L. Gili, de
Oxford, de origen español, proveedor de importantes fondos hispanoamericanos,
que pasaron a formar parte de su biblioteca instalada en su casa de Hadley Wood,
el lujoso suburbio del Norte de Londres.
También desde 1961 viaja a España con frecuencia, y entra en contacto con
libreros como Enrique y Ramón Montero, Julián Barbazán, Luis Bardón, y la
sucesora de Gabriel Molina, en Madrid, a través de su agente Jaime Villegas
Cayón, y con Antonio Palau (a quien solo llegó a conocer por correspondencia), y
José Porter, de Barcelona. Y somos testigos de cómo hoy día, después de haber
decidido desprenderse de sus libros y entregarlos a la Biblioteca Histórica de
la Universidad Complutense, el Doctor Guerra ha seguido adquiriendo libros para
enriquecer todavía más su biblioteca, en su inagotable afán de bibliófilo
impenitente.
De lo dicho podría deducirse que la biblioteca del Doctor Guerra es
fundamentalmente una colección de bibliografía médica americana y filipina, pero
nada más lejos de la realidad. Se trata de una biblioteca de estudio, pero de un
humanista que no concibe la estrecha especialización confinada a unos límites, y
todas las materias humanísticas y científicas tienen en ella su asiento, con el
común denominador de su base historicista. El propio Doctor Guerra, para la
colocación de sus libros en las varias salas de su domicilio madrileño, la
dividió en 55 secciones, que no vamos a detallar aquí, pero sí a resumirlas para
dar idea de la variedad de la colección: Clásicos griegos, romanos y españoles,
Clásicos de economía, Descubrimiento de América, Crónicas españolas, americanas
y de varios viajes y descubrimientos, Constituciones de universidades, Primeros
libros sobre Japón, China y Filipinas, Libros de medicina americana y filipina,
Libros de caligrafía, educación y paleografía, Hagiografía y vidas de santos
médicos, Oraciones a santos protectores de las enfermedades, Ediciones de la
Biblia, los Evangelios y libros de horas, Bibliografía, Diccionarios, Historia
de la medicina, Publicaciones seriadas de instituciones de Medicina, Clasicos de
la Medicina, Biografías médicas, Agricultura, Botánica, Albeitería, Música,
Física, Matemáticas, Álgebra, Ciencia militar, Arte de Navegar, Clásicos de la
Ciencia, Polémica de la Ciencia española, Atlas, Libros de Arte, Exilio
republicano, Historia de Portugal, Historia de América, Órdenes hospitalarias,
Tesis de Medicina en México en los siglos XIX y XX, Libros de Medicina en México
en los siglos XIX y XX, Revistas de Medicina en México en los siglos XIX y XX,
impresionante y, como se puede ver, variado conjunto, que pone de manifiesto una
labor ingente desarrollada a través de una larga vida.
En resumen, y para terminar, para el Doctor Guerra los libros antiguos han sido
el alimento espiritual que ha dado sentido a su vida intelectual e incluso
afectiva, en cuyas páginas ha bebido, para decirlo con palabras de Menéndez y
Pelayo en su Epístola a Horacio, “el vino añejo que remoza el alma”. Y por esto
ha querido, dando en su madurez una prueba definitiva de su generosidad, que
permaneciesen juntos en una Institución y en una Biblioteca que garantizasen
suficientemente su conservación y utilización futura.
Por eso hoy, si, a la altura de sus magníficos noventa años largos, en la
plenitud de sus facultades intelectuales, alguien le pregunta al Doctor Guerra
por lo que más ha amado en esta vida, contestará probablemente que los libros
antiguos. Y quizá añada: “Más incluso que a las mujeres”, esbozando una sonrisa
irónica en la que dejará traslucir su fino humor cántabro.
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