Tras nueve días de una calma casi cenobítica, una sacudida metálica y veinte centímetros de polvo y ceniza irrumpen en el búnker como napalm sobre un campo de trigo. Las placas de manganeso y hormigón de la puerta acorazada gimen al abrirse y gruñen al cerrarse, expectorando pequeñas astillas estriadas; tanto el sensor de movimiento como el interruptor de apertura automatizada entraron en coma hace tanto tiempo que ya es imposible recordar la época en la que había que seguir el protocolo de esterilización antes de penetrar entre los neones parpadeantes de esa porción de oasis en la que siguen existiendo la carne de perro y las pastillas rehidratables de cerveza.
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