Ochoa corrió por un túnel que no conocía el sol. Los aullidos de los zombis resonaban en la garganta de hormigón como un canto gregoriano en una iglesia; mordían el aire, ciegos por la falta de luz, guiados por el chapoteo en los charcos de sangre y vísceras. El aire del túnel, estancado durante años por la falta de ventilación, había absorbido el aroma de quilos y quilos de carne en descomposición. Esas paredes de techo abovedado habían olvidado el sabor de la pulcritud o el canto de la brisa. Ochoa tenía el cuello rígido allí donde un zombi le había mordido el día anterior. La herida no tardó en curarse y dejar una cicatriz azul en la que se distinguían a la perfección los dientes de su agresor. Habría preferido la muerte.
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