«Tic-tac, tic-tac».
Aquel era, sin duda alguna, el sonido que el ente deseaba oír; sin embargo, la habitación en la que se encontraba seguía sumida en silencio. Un silencio pesado, angustioso, apremiante, una queda regañina que no hacía más que recordarle que no había cumplido su objetivo y que, cuanto más tardara en llevarlo a cabo, menor probabilidad de obtener resultados tendría.
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