Es incuestionable que, al margen de las leyes físicas cuyos efectos todo el mundo experimenta en su quehacer diario, aunque sea de manera subliminal e inconsciente, la química juega un papel igualmente central y relevante, que determina el desarrollo o colapso económico e industrial de los diferentes países, así como marca el bienestar o la miseria material de la población. Desde las industrias textil y alimenticia, pasando por los fertilizantes usados en la agricultura, la petroquímica, la metalurgia, los polímeros y otros materiales sintéticos, hasta los cosméticos, perfumes y fármacos, prácticamente cualquier sustancia que manipulamos diariamente está íntimamente ligada a la química. El llamado progreso, al margen de otras innovaciones sociales, se basa fundamentalmente en la eclosión decimonónica de la industria química, con todas las connotaciones negativas que dicho desarrollo nos ha legado, de las cuales la más importante es la contaminación medioambiental, un problema probablemente irresoluble debido a sus laberínticas implicaciones políticas y financieras, así como a las contradicciones éticas tan características del antropocentrismo. Todo ello convierte a la química en una disciplina ambivalente, fascinante para unos y minusvalorada e incluso despreciada por otros, aunque indispensable para la subsistencia de todos, o bien, en un contexto más frívolo, para la fabricación, mantenimiento y desarrollo de dispositivos de distracción masiva publicitados como irrenunciables para la realización personal. Ante esta indispensabilidad de la química en la sociedad contemporánea, resulta chocante, o cuanto menos llamativo, que la representación de esta ciencia en la literatura de ciencia-ficción sea, al menos desde el punto de vista formal, sumamente escasa.[1]
[1] No tratamos aquí su impacto en medios audiovisuales, que puede analizarse en la obra de Stocker citada al final.
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