Tras contemplarla de la mano de aquel tipo alto, con pelo rapado al estilo militar, y de haber mesado su propia melena, deseó que la piel de tan raudo hombre fuese la suya. Su chica dejó de hablarle. Ella firmó la guerra con el restallido de una bofetada, que sonó como una salva de cañones, y él, antes de girar la cabeza por el golpe, vio un resplandor del pelo rojizo y leonino de ella, y cobardemente, cedió al asedio, y así pasaron dos días sin hablarse. Al tercero, sin apartarla de su pensamiento, tampoco secundó el final, y sólo hizo un hueco para la joven novia del soldado, cuya instantánea todavía bombardeaba su memoria mientras caminaba por un parque de Madrid al atardecer, cuando los edificios en el horizonte se asemejan a una gran mandíbula a punto de devorar la cúpula celeste.
[Seguir leyendo] Siempre para otro