El paciente que llega a mi consultorio es un hombre de cuarenta años de edad.
-Dígame, ¿por qué ha venido? -le pregunto.
El hombre se muestra preocupado, nervioso. Dice algo muy bajo que no puedo escuchar bien, como si las palabras se le atascaran, hasta que da un leve suspiro y por fin dice:
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