|
Estética y política: las paradojas del arte político
Jacques Rancière
La aspiración general de mi trabajo es la de contribuir a fundamentar
en bases más claras la cuestión de las relaciones entre
arte y política. Para ello trataré de mostrar en este texto
un doble movimiento del presente hacia el pasado y del pasado hacia el
presente. Partiré pues de las tendencias que parecen destacar de
las manifestaciones y debates de estos últimos años para
intentar ver cómo nos obligan a reconsiderar algunas evidencias
a menudo compartidas por teorizaciones de hecho antagónicas, en
particular, a través de los conceptos de lo moderno y de lo posmoderno.
Parto, pues, de la situación presente: después del tiempo
de denuncia del paradigma modernista y del escepticismo dominante en cuanto
al poder subversivo del arte vemos afirmarse, cada vez más, una
vocación del arte para encontrar una respuesta a las formas del
poder económico, institucional e ideológico. Pero vemos
también esta vocación reafirmada manifestarse bajo formas
divergentes e incluso contradictorias. Algunos artistas transforman en
estatuas monumentales los iconos mediáticos y publicitarios para
concienciarnos del poder que estos iconos tienen sobre nuestra percepción,
otros entierran en silencio monumentos invisibles dedicados a los horrores
del siglo; unos procuran mostrarnos los “sesgos” de la representación
dominante de identidades subalternas, otros nos proponen agudizar nuestra
mirada ante las imágenes de personajes de identidad flotante o
indescifrable; algunos artistas hacen las pancartas y las máscaras
de los manifestantes que se alzan contra el poder mundializado, otros
se introducen bajo falsas identidades en las reuniones de los poderosos
de este mundo o en sus redes de información y comunicación;
algunos hacen en los museos la demostración de nuevas máquinas
ecológicas, otros colocan en los suburbios problemáticos
pequeñas piedras o discretas señales de neón destinadas
a crear un nuevo entorno, desencadenando nuevas relaciones sociales; unos
colocan en los barrios desheredados las obras maestras del museo, otros
llenan las salas de los museos de los residuos dejados por sus visitantes;
uno paga trabajadores inmigrantes para que demuestren, cavando su propia
tumba, la violencia del sistema salarial, otra se hace cajera de supermercado
para comprometer al arte en una práctica de restauración
de los vínculos sociales, etc.
No elaboro esta lista en vano, sino para señalar dos puntos: por
una parte, la voluntad de politizar el arte se despliega en estrategias
y en prácticas muy distintas. Esta diversidad no es sólo
la de los medios elegidos para alcanzar un determinado objetivo estratégico.
Pone de manifiesto una incertidumbre fundamental sobre la configuración
misma del territorio del conflicto, sobre lo que es la política
y sobre lo que hace el arte. Pero, por otra parte, estas prácticas
divergentes tienen un punto en común: consideran generalmente como
adquirida la identificación de la política del arte con
un determinado tipo de eficacia: el arte es supuestamente político
porque muestra los estigmas de la dominación, o porque ridiculiza
los iconos reinantes, o porque sale del ámbito que le es propio
para transformarse en práctica social, etc. Tras más de
un siglo de supuesta crítica de la tradición mimética,
hay que reconocer que sigue siendo esta tradición la que domina
incluso en las formas que se quieren artística y políticamente
subversivas. En resumen, se supone que el arte nos subleva al mostrarnos
cosas provocadoras, que nos moviliza por el hecho de moverse fuera del
taller o del museo y que nos transforma en contrarios al sistema dominante
negándose él mismo como elemento de este sistema. Se supone
siempre como evidente un determinado tipo de relación entre causa
y efecto, entre intención y resultado.
La “política del arte” se caracteriza así por
una extraña esquizofrenia. Por una parte, artistas y críticos
nos invitan a situar las prácticas del arte y las reflexiones sobre
el arte en un contexto siempre nuevo. Nos dicen de buen grado que la política
del arte debe reconsiderarse enteramente en el contexto del capitalismo
tardío o de la globalización, comunicación informática
o cámara numérica. Pero siguen presuponiendo mayoritariamente
modelos de la eficacia del arte que se habían cuestionado quizá
un siglo o dos antes de todas estas novedades. Quisiera pues invertir
la perspectiva habitual y tomar distancia histórica para plantear
las cuestiones: ¿a qué modelos de eficacia obedecen nuestras
esperanzas y nuestros juicios en materia de política del arte?
¿A qué época pertenecen estos mismos modelos?
Me transportaré deliberadamente a la Europa del siglo XVIII, más
concretamente al momento en que el modelo mimético dominante se
vio cuestionado de dos maneras. Entiendo por modelo mimético dominante
aquel que supone una relación de continuidad entre las formas sensibles
de la producción artística y las formas sensibles según
las cuales los sentimientos y pensamientos de los que las reciben se encuentran
afectados. Este modelo de eficacia puede ser ilustrado, concretamente,
por la escena teatral clásica: se suponía que esta escena
era un espejo de aumento dónde los espectadores eran invitados
a ver, bajo las formas de la ficción, los comportamientos de los
hombres, sus virtudes y sus defectos. El teatro proponía lógicas
de situaciones que debían reconocerse para orientarse en el mundo
y modelos de pensamiento y acción para imitar o para evitar. El
Tartufo de Molière enseñaba a reconocer y a odiar a los
hipócritas, el Mahoma de Voltaire a huir del fanatismo y a amar
la tolerancia, etc. Esta vocación edificante está al parecer
lejos de nuestras formas de pensar y de sentir. Y sin embargo, como acabo
de decir, la lógica causal en que se basa permanece muy próxima
a nosotros. Según esta lógica, lo que vemos - sobre una
escena de teatro, pero también en una exposición fotográfica
o una instalación, son las señales sensibles de un determinado
estado, dispuestas por la voluntad de un autor. Reconocer estas señales,
es comprometerse con una determinada lectura de nuestro mundo. Comprometerse
con esta lectura, es experimentar un sentimiento de proximidad o distancia
que nos impulsa a intervenir en la situación del mundo así
significada, de la manera deseada por el autor. Llamemos a esto el modelo
pedagógico de la eficacia del arte. Este modelo sigue caracterizando
tanto la producción como el juicio de nuestros contemporáneos.
Indudablemente ya no creemos en la corrección de las costumbres
por el teatro. Pero sin embargo creemos aún de buen grado que la
representación en escultura de resina de tal o cual ídolo
publicitario nos levantará contra el imperio mediático del
espectáculo o que una serie fotográfica sobre la representación
de los colonizados por el colonizador nos ayudará a frustrar hoy
las trampas de la representación dominante de las identidades.
Ahora bien, hace ya más de dos siglos que este modelo de la eficacia
del arte se cuestionó. Este cuestionamiento ha tomado a partir
de 1760 una doble forma. La primera es la de un ataque frontal. Pienso
en Cartas sobre los espectáculos de Rousseau y en la denuncia que
late en su interior: la de la pretendida lección de moral del Misántropo
de Molière. Más allá del juicio hecho a las intenciones
de un autor, su crítica señalaba algo más fundamental:
la ruptura de la línea recta establecida por el modelo representativo
entre la acción de los cuerpos teatrales, su sentido y su efecto.
¿Acaso Molière defiende la sinceridad de su misántropo
contra la hipocresía mundana que le rodea? ¿Acaso defiende
las exigencias de la vida en sociedad frente a su intolerancia? Aquí,
de nuevo, el problema que parece estar lejano, es fácil de trasladar
a nuestra actualidad: ¿Qué esperar de la representación
fotográfica sobre las paredes de una galería de las víctimas
de cualquier empresa de liquidación étnica, acaso la rebelión
contra sus verdugos? ¿La simpatía estéril hacia los
que sufren? ¿La ira contra los fotógrafos que hacen del
desamparo de poblaciones la ocasión de una manifestación
estética? ¿O la indignación contra esta mirada cómplice
que no ve en estas poblaciones más que su condición degradante
de víctimas?
La cuestión es irresoluble. Pero esta indecisión no se debe
a que el artista tenga intenciones dudosas o una realización imperfecta
y que así no de con la fórmula idónea para transmitir
los sentimientos y los pensamientos convenientes a la percepción
de la situación. Se debe a la fórmula en sí misma,
a la presuposición de una continuum sensible entre la producción
de las imágenes, gestos o palabras y la percepción de una
situación que implica los pensamientos, sentimientos y acciones
de los que la perciben. El caso del teatro es obviamente ejemplar y El
Misántropo pone de manifiesto esta paradoja: ¿cómo
podría nunca el teatro desvelar a los hipócritas, puesto
que la ley que lo controla es precisamente la misma que controla el comportamiento
de los hipócritas: la escenificación por parte de cuerpos
vivos de signos de pensamientos y sentimientos que realmente no comparten?
La lógica de la mímesis es una lógica contradictoria
que no deja de retomar para sí el efecto que se supone debe producir
sobre los comportamientos de aquellos a quienes va dirigida.
El problema entonces no consiste en la validez moral o política
del mensaje transmitido por el dispositivo representativo, sino que se
refiere al dispositivo en sí mismo. Todo indica que la eficacia
del arte no consiste en transmitir mensajes, dar modelos o contra modelos
de comportamiento o aprender a descifrar las representaciones. Consiste
en primer lugar en disposiciones de los cuerpos, en divisiones de espacios-tiempo
singulares que definen maneras de estar juntos o separados, en frente
o en medio de, dentro o afuera, etc Es lo que la polémica de Rousseau
evidenciaba. Pero, al mismo tiempo, cortocircuitaba el pensamiento de
esta eficacia debido a una oposición demasiado simple. Lo que se
opone a las dudosas lecciones moralistas de la representación,
es sencillamente el arte sin representación, el arte que no separa
la escena de la actividad artística de la vida colectiva. Lo que
pone frente al público de los teatros, es el pueblo en acción,
la fiesta cívica donde la ciudad se presenta a sí misma,
como lo hacían los efebos espartanos celebrados por Plutarco. Rousseau
reanudaba así la polémica inaugural de Platón, oponiendo
a la mentira de la mímesis teatral la coreografía de la
ciudad en acción, impulsada por su principio espiritual interno,
cantando y bailando su propia unidad. Este paradigma designa el lugar
de la política del arte, para, inmediatamente después, arrebatar
al mismo tiempo arte y política Lo que opone a la dudosa pretensión
de la representación de corregir las costumbres y los pensamientos
es un modelo “archi-ético”. “Archi-ético”
en el sentido de que los pensamientos no son ya objetos de lecciones vehiculadas
por los cuerpos o las imágenes representadas, sino que son directamente
encarnadas en costumbres, en modos de ser de la comunidad. Este modelo
“archi-ético” nunca ha dejado de acompañar lo
que hemos dado en llamar modernidad, como pensamiento de un arte convertido
en forma de vida. Tuvo, por supuesto, sus días de gloria en el
primer cuarto del siglo XX: la obra de arte total, el coro del pueblo
en acción, la sinfonía futurista o constructivista del nuevo
mundo mecánico; Estas formas han quedado muy atrás. Pero
lo que permanece cerca, es el modelo del arte que debe suprimirse a sí
mismo, del teatro que debe invertir su lógica transformando al
espectador en protagonista, de la performance artística que saca
el arte del museo para convertirlo en un gesto en la calle, o que suprime,
incluso dentro del museo, la separación entre arte y vida. Lo que
se opone entonces a la pedagogía dudosa de la mediación
representativa es otra pedagogía, la de la inmediatez ética.
Esta polaridad entre dos pedagogías define el círculo en
el cual se encuentra a menudo, todavía hoy, encerrada la reflexión
sobre la política del arte.
Ahora bien, esta polaridad tiende a ocultar la existencia de una tercera
manera de pensar la eficacia del arte. Esta tercera forma de eficacia
merece en realidad el nombre de eficacia estética ya que es consustancial
al régimen estético del arte. Pero se trata de una eficacia
paradójica: la eficacia de la separación misma, de la discontinuidad
entre las formas sensibles de la producción artística y
las formas sensibles a través de las cuales es aprehendida por
los espectadores, los lectores o los oyentes. La eficacia estética
es pues la eficacia de una distancia y de una neutralización. La
“distancia” estética fue asimilada por una determinada
crítica sociológica a la contemplación extática
de la belleza, que ocultaría los fundamentos sociales de la producción
artística y de su recepción, oponiendo así la conciencia
crítica de la realidad a los medios para actuar en ella. Pero esta
crítica no alcanza lo que constituye el corazón de esta
distancia y el principio de su eficacia: la suspensión de toda
relación determinable entre la intención de un artista,
una forma sensible presentada en el espacio del arte, la mirada de un
espectador y un estado de la comunidad. Tal dispositivo opone a la mediación
representativa una disyunción radical que se sitúa en un
polo alternativo en relación al modelo “archi-ético”
de la unicidad de una manifestación sensible colectiva. En la época
en la que Rousseau escribía su Carta sobre los espectáculos,
esta disyunción viene representada por la descripción, al
parecer inofensiva, de una estatua antigua, la descripción hecha
por Winckelmann de la estatua conocida como el Torso del Belvedere. La
ruptura que este análisis opera con relación al paradigma
representativo se sostiene en dos puntos esenciales: en primer lugar,
esta estatua carece de todo lo que, en el modelo representativo, permitía
definir al mismo tiempo la belleza expresiva de una figura y su carácter
ejemplar: no tiene boca para enunciar un mensaje, no tiene cara para expresar
un sentimiento, no tiene miembros para dirigir o realizar una acción.
A pesar de todo Winckelmann decidió convertirla en la estatua del
héroe de acción por antonomasia, Hércules, el héroe
de los Doce Trabajos. Sin embargo, la estatua representa un Hércules
en reposo, acogido por los dioses después de sus trabajos. Es precisamente
a este personaje ocioso al que convirtió en representante ejemplar
de la belleza griega, hija de la libertad griega; libertad perdida de
un pueblo que no conocía la separación entre arte y vida.
La estatua nos remite a la vida de un pueblo como el de Rousseau, pero,
precisamente, este pueblo está ausente en lo sucesivo, presente
solamente en la estatua ociosa, que no expresa ningún sentimiento
ni propone ninguna acción a imitar. He aquí el segundo punto:
la estatua ha sido sustraída de cualquier continuidad que garantizara
una relación de causa a efecto entre una intención de un
artista, un modo de recepción por un público y una determinada
configuración de la vida colectiva. Esta descripción proponía
por lo tanto una eficacia paradójica: ya no transcurre por un extra
de expresión o por un extra de movimiento sino al contrario por
una sustracción, por una indiferencia o una pasividad radical.
Ya no transcurre por un arraigo en una forma de vida sino al contrario
por la distancia entre dos distribuciones de las formas de la vida colectiva.
Es esta paradoja la que Schiller desarrollaría en sus Cartas sobre
la educación estética del hombre. La eficacia estética
se define allí en primer lugar como la de una suspensión:
el ”instinto de juego” que caracteriza para él la experiencia
estética supone la neutralización de la oposición
que tradicionalmente definía el arte y también su arraigo
social: éste se definía por la imposición activa
de una forma a la materia pasiva y esta jerarquía lo ponía
en relación con una jerarquía social donde los hombres de
la inteligencia activa dominaban a los hombres de la pasividad material.
Y muy naturalmente, para ilustrar esta nueva relación del arte,
Schiller pondrá en escena ya no un cuerpo sin cabeza, sino una
cabeza sin cuerpo, la de Juno Ludovisi, caracterizada ella también
por una indiferencia radical, una ausencia radical de inquietudes, de
voluntad y de fines, es decir, una radical neutralización de la
oposición misma entre actividad y pasividad.
Esta paradoja define efectivamente la configuración y la “política”
de lo que llamo régimen estético del arte, en oposición
a la vez al régimen de la mediación representativa y al
régimen de la inmediatez ética. La eficacia estética
significa en efecto la eficacia de la suspensión de toda relación
directa entre la producción de las formas del arte y la producción
de un efecto determinado sobre un público determinado. La estatua
de la que nos hablan Winckelmann o Schiller, fue la figura de un dios,
el elemento de un culto religioso y cívico, pero ya no lo es. No
ejemplifica ya ninguna fe ni significa ningún valor social. Ya
no produce ninguna corrección de las costumbres ni ninguna movilización
de los cuerpos. No va dirigida ya a ningún público específico,
sino al público anónimo indeterminado de los visitantes
de museos y lectores de novelas. Se les ofrece, de la misma manera que
puede presentarse una Virgen florentina, una escena de cabaret holandesa,
un pequeño mendigo español, un fuente de frutas o un puesto
de pescado; del mismo modo en que lo serán más tarde los
ready-made, las mercancías decontextualizadas (detournées)
los carteles arrancados, etc. Estas obras serán separadas en lo
sucesivo de las formas de vida que dieron lugar a su producción:
formas más o menos míticas de la vida colectiva del pueblo
griego; formas del poder monárquico, religioso o aristocrático
que definían en la edad moderna el destino de los productos de
las Bellas Artes. La doble temporalidad de la estatua griega, que ahora
es arte en los museos aunque no lo era en las ceremonias cívicas
de antaño, define una doble relación de separación
y no separación entre el arte y la vida.
Debido a que el museo -entendido no como simple edificio sino como forma
de división del espacio común y modo específico de
visibilidad- se ha constituido en torno a la estatua en desuso, podrá
acoger más tarde cualquier otra forma de objeto en desuso del mundo
profano. Por la misma razón podrá prestarse, hoy día,
a acoger modos de circulación de información y formas de
debate político que intentan oponerse a los modos dominantes de
la información y del debate sobre los asuntos comunes.
La ruptura estética ha elaborado así una forma singular
de eficacia: la eficacia de una desconexión, de una ruptura de
la relación entre las producciones de los conocimientos técnicos
artísticos y los fines sociales perseguidos, entre formas sensibles,
las significaciones que se pueden interpretar en ellas y los efectos que
pueden producir. También le podemos llamar de otra manera: la eficacia
de un disenso. Lo que entiendo por disenso en general no es el conflicto
de las ideas o de los sentimientos. Es el conflicto de diversos regímenes
de sensibilidad (sensorialité). En este sentido, el arte, en el
régimen de la separación estética, se encuentra en
contacto con la política. Porque el disenso está en el centro
de la política. La política en efecto no es en primer lugar
el ejercicio del poder o la lucha por el poder. Su marco no es el definido
por las constituciones y las leyes en primera instancia. La primera cuestión
política es saber qué objetos y qué sujetos se ven
afectados por estas constituciones y estas leyes, qué formas de
relaciones definen propiamente a una comunidad política, a qué
objetos se refieren estas relaciones, qué sujetos son aptos para
designar estos objetos y para discutir al respecto. La política
entonces es en primer lugar la actividad que reconfigura los cuadros sensibles
en cuyo seno se definen los objetos comunes. Rompe con la evidencia sensible
del orden “natural” que destina a los individuos y a los grupos
al orden y a la obediencia, a la vida pública o a la vida privada,
asignándoles en primer lugar tal tipo de espacio o de tiempo, tal
forma de ser, de ver y de decir. Esta lógica de los cuerpos en
su lugar en una distribución de lo público y de lo privado,
que es también una distribución de lo visible y de lo invisible,
de la palabra y del ruido, es lo que propongo llamar con el término
de policía. La política es la práctica que rompe
este orden de la policía que anticipaba las relaciones de poder
en la misma evidencia de los datos sensibles. Lo hace por la invención
de una instancia de enunciación colectiva que redibuja el espacio
de las cosas comunes. Como Platón nos lo enseña a contrario,
hay política cuando hay ruptura en la distribución de los
espacios y competencias - e incompetencias. Los artesanos, nos explica,
no pueden ausentarse de su lugar de trabajo porque el trabajo no espera:
eso significa que: el lugar y el tiempo del ejercicio de su competencia
técnica excluye el lugar y el tiempo para hacer otra cosa: ocuparse
de los asuntos comunes. Ahora bien la política comienza con el
cuestionamiento sensible material de esta distribución. Comienza
cuando individuos destinados a permanecer en el espacio invisible del
trabajo que no deja tiempo para hacer otra cosa toman este tiempo que
no tienen para afirmarse como coparticipes de un mundo común, para
mostrar lo que no se veía u oír como palabra que discute
sobre lo común lo que sólo se oía como ruido de los
cuerpos.
Si la experiencia estética afecta a la política, es que
se define también como experiencia de disenso, opuesta a la adaptación
mimética o ética de las producciones artísticas con
fines sociales. Las producciones artísticas pierden allí
su funcionalidad, salen de la red de conexiones que les otorgaba un destino
anticipando sus efectos; se proponen en un espacio-tiempo neutralizado,
ofrecidas también a una mirada que se encuentra separada de toda
prolongación sensorimotora definida. El resultado no es la incorporación
de un conocimiento, de una virtud o de uno habitus. Es al contrario la
disociación de un determinado cuerpo de experiencia. Por ello la
estatua del Torso, mutilada y privada de su mundo, simboliza una forma
específica de relación entre la materialidad sensible de
la obra y su efecto. Nadie resumió mejor esta relación paradójica
que un poeta que sin embargo se ocupó muy poco de política.
Pienso en Rilke y en el poema que dedica a otra estatua mutilada, el Torso
arcaico de Apolo y que acaba así:
Pues aquí no hay un sitio
Que no te vea. Tu has de cambiar tu vida
Debe cambiarse la vida porque la estatua mutilada define una superficie
que “observa” al espectador por todas partes, en otras palabras
porque la pasividad de la estatua define una eficacia de una nueva clase.
Para comprender esta propuesta enigmática, tal vez sea necesario
pasar por otra historia de miembros y de mirada que sucede sobre una escena
totalmente diferente. Durante la revolución francesa de 1848 un
diario revolucionario obrero publica un texto aparentemente “apolítico”,
la descripción de la jornada laboral de un obrero carpintero, dedicado
a entarimar una estancia por encargo de su jefe y del propietario del
lugar. Ahora bien lo que está en el centro de esta descripción,
es una disyunción entre la actividad de los brazos y la de la mirada.
Cito el texto:
“Creyéndose en su casa, mientras coloca la tarima, disfruta
del entorno; si la ventana se abre sobre un jardín donde domina
un horizonte pintoresco, durante un instante detiene sus brazos e imagina
que planea hacia la espaciosa perspectiva para gozarla mejor que los dueños
de las viviendas vecinas”.
Esta mirada que se separa de los brazos y desdobla el espacio de su actividad
sometida insertando el espacio de una libre inactividad define claramente
un disenso, el choque de dos regímenes de sensorialidad. Este choque
determina una convulsión de la economía “policial”
de las competencias. Apoderarse de la perspectiva, ya es definir su presencia
en un espacio distinto al del “trabajo que no espera”. Es
romper la división entre los que están sometidos a la necesidad
laboral de los brazos y los que disponen de la libertad de la mirada.
Es por fin apropiarse de esta mirada perspectivista tradicionalmente asociada
al poder de aquellos hacia quienes convergen las líneas de los
jardines “a la francesa” y las del edificio social. Esta es
la razón por la que la mirada estética no determina esta
posesión ilusoria de la que hablan los sociólogos como Bourdieu.
Define la constitución de otro cuerpo que ya “no se adapta”
a la división policial de los lugares, de las funciones y de las
competencias sociales. No es por error pues que este texto “apolítico”
aparece en un Diario revolucionario obrero. La posibilidad de una voz
colectiva de los obreros pasa por esta ruptura estética, por esta
disociación de las maneras de ser obreras. Para los dominados la
cuestión nunca fue tomar conciencia de los mecanismos de la dominación,
sino constituirse un cuerpo dedicado a otra cosa que a la dominación.
El propio carpintero nos indica que no se trata de adquirir una conciencia
de la situación sino de las pasiones que sean “inapropiadas”
a esta situación. Además lo que produce esta nueva disposición
del cuerpo, no es tal o cual obra de arte sino las formas de mirada que
corresponden a las nuevas formas de exposición de las obras, es
decir, precisamente a las formas de su existencia separada. Aquello que
forma un cuerpo obrero revolucionario, no es la pintura revolucionaria,
aunque sea revolucionaria en el sentido de David o de Delacroix. Lo que
lo forma, es más bien la posibilidad de que estas obras sean vistas
en el espacio neutro del museo donde son equivalentes a las que antaño
mostraban el poder de los reyes, la gloria de las ciudades antiguas o
los misterios de la fe. Lo que opera, en cierto sentido, es un vacío.
También es aquello que nos muestra una empresa artístico-política
aparentemente paradójica que se desarrolla actualmente en un barrio
periférico de París y cuya rebelión en el otoño
de 2005 manifestó su carácter explosivo: uno de estos barrios
periféricos caracterizado por la relegación social y la
violencia de las tensiones interétnicas. En una de estas ciudades
un grupo de artistas “Campement urbain” se propuso movilizar
una parte de la población alrededor del proyecto de creación
de un espacio particular: un lugar abierto a todos y bajo la protección
de todos pero que no puede estar ocupado por más de una persona
a la vez para la contemplación o la meditación solitaria.
Este proyecto se llama “yo y nosotros” para poner de manifiesto
que lo que genera una ruptura sensible en tales barrios, no es sino la
posibilidad de estar solo.
En algún sentido, este lugar es como un museo vacío de cualquier
obra, devuelto a su función esencial: determinar una división
en la distribución normal de las formas de la existencia sensible
y de las “competencias” e “incompetencias” que
conllevan. Una película vinculada a este proyecto muestra a los
habitantes con camisetas que llevan impresas diversas frases elegidas
por ellos mismos. Entre todas ellas recojo una en la que una mujer dice
con palabras lo que el lugar se propone formalizar: “Quiero una
palabra vacía que pueda rellenar”.
Ahora es posible enunciar el núcleo de la paradoja en la relación
entre arte y política. Hay una tensión originaria constitutiva
de la política del arte en el régimen estético del
arte. El pensamiento de esta política tiene sus raíces en
la definición de la especificidad de la experiencia estética
como experiencia de ruptura con la distribución jerárquica
de lo sensible. Cuando Schiller describe el potencial de producción
de una nueva humanidad purificada que es consustancial a la neutralización
estética, está dibujando la oposición entre dos revoluciones:
la revolución política de las formas del Estado emprendida
por los revolucionarios franceses, y esta revolución a la vez pacífica
y más profunda que suspende la relación jerárquica
en el seno mismo de la experiencia sensible. La suspensión estética
promete otra libertad y otra igualdad que la de las leyes y Gobiernos
revolucionarios. Pero describe vías contradictorias para el cumplimiento
de esta promesa. Por una parte, lo promete en razón de la soledad
de la obra, siendo esta soledad la que debe preservarse de toda participación
en otras formas sensibles, ya sea en las formas del arte comprometido
o en las de la estetización de la vida. Por otra parte, al contrario,
el contenido de la promesa es el de una vida no separada, de una vida
donde las formas del arte serán de nuevo lo que fueron antaño:
las formas de una vida colectiva que no conoce separación entre
la política y el arte o entre la política y la vida diaria.
Pero estas dos grandes estrategias son en realidad tentativas para racionalizar
prácticas bastante más liadas y más complejas. Son
sobre todo tentativas para ordenar de diferentes maneras la paradoja central
de la política de la estética. Esta paradoja puede resumirse
así: arte y política dependen la una de la otra como formas
de disenso, operaciones de reconfiguración de la experiencia común
de lo sensible. Hay una estética de la política, es decir,
una reconfiguración de los datos sensibles por la subjetivación
política. Hay una política de la estética, es decir,
unos efectos de reconfiguración del tejido de la experiencia común
producidos por las prácticas y las formas de visibilidad de las
artes. Y a pesar de eso, o más bien a causa de eso, es imposible
definir una relación directa entre la intención que se realiza
en una producción artística y su efecto en términos
de capacidad de subjetivación política. Lo que llamamos
política del arte es el entrecruzamiento de varias lógicas
que nunca pueden reducirse a la univocidad de una política propia
del arte o de una contribución del arte a la política. Hay
una política del arte que precede a las políticas de los
artistas, una política del arte como división singular de
los objetos de la experiencia común, que opera por sí misma,
independientemente de las intenciones que puedan tener los artistas de
servir a una u otra causa. El efecto del museo, del libro o del teatro
se debe más a las divisiones de espacio y de tiempo, así
como a los modos de presentación sensible que instituyen que al
contenido de las obras. Existen formas de reconfiguración de la
experiencia sensible que son productos del dispositivo estético
de la reunión y de la separación. Y estas formas contribuyen
a la formación de un tejido sensible nuevo. Generan un nuevo paisaje
de lo visible, nuevas formas de individualidad y conexión, ritmos
diferentes de aprehensión de lo ya dado, nuevas escalas. No lo
hacen con la forma específica de la actividad política que
crea un nosotros , formas de enunciación colectiva. Pero forman
este tejido disensual dónde se dividen las formas de construcción
de objetos y las posibilidades de enunciación subjetiva propia
a la acción de los colectivos políticos. Podría decirse
que la política misma consiste en la producción de un sujeto
que da voz a los anónimos, mientras que la política propia
del arte en el régimen estético consiste en la elaboración
del mundo sensible del anónimo, de los modos del eso y del yo,
de donde emergen los mundos propios del nosotros político. Pero
es necesario añadir que, en la medida en que este efecto pasa por
la ruptura estética, no se presta a ningún cálculo
determinable.
Lo que llamamos política del arte es pues el entrelazamiento de
lógicas heterogéneas. Hay en primer lugar lo que podemos
llamar la “política de la estética” en general,
es decir, el efecto, en el campo político, de las formas propias
del régimen estético del arte: la constitución de
espacios neutralizados, la pérdida del destino final de las obras,
la superposición de temporalidades heterogéneas, la disponibilidad
indiferente de las obras, la igualdad de los sujetos representados, el
anonimato de aquellos a quienes las obras van dirigidas. Todas estas propiedades
definen el ámbito del arte como el de una forma de experiencia
propia, separada de las otras formas de conexión de la experiencia
sensible. Pero también determinan el complemento paradójico
de esta separación estética, es decir la ausencia de criterios
inmanentes a las mismas producciones del arte, la ausencia de separación
entre las cosas que pertenecen al arte y las que no. La relación
de estas dos propiedades define una determinada démocratización
estética que no depende de las intenciones de los artistas y no
tiene efectos determinables en términos de subjectivación
política…A continuación, dentro de este marco, existen
las estrategias de los artistas que se proponen cambiar los marcos y las
escalas de lo que es visible y enunciable, de mostrar lo que no se veía,
de mostrar diferentemente lo que se veía con demasiada facilidad,
poner en relación lo que no lo estaba, con el objetivo de producir
rupturas en el tejido sensible de las percepciones y en la dinámica
de las reacciones. Es lo que llamaré el trabajo de la ficción.
La ficción no es la creación de un mundo imaginario opuesto
al mundo real. Es el trabajo que crea disensos, que cambia los modos de
representación sensible y las formas de enunciación cambiando
los marcos, las escalas o los ritmos, construyendo nuevas relaciones entre
la apariencia y la realidad, lo singular y lo común, lo visible
y su significado. Este trabajo cambia los datos de lo representable; cambia
nuestra percepción de los acontecimientos sensibles, nuestra forma
de relacionarlos con sujetos, la manera en que nuestro mundo se puebla
de acontecimientos y figuras. Pero ahí tampoco existe un principio
de correspondencia determinado entre estas micropolíticas de la
re-descripción de la experiencia y la constitución de colectivos
políticos de enunciación: desde el siglo XIX, la novela
practicó una determinada democratización de la experiencia,
desbarató las jerarquías entre sujetos, acontecimientos,
percepciones y secuencias que gobernaban la ficción clásica
sin que esta democratización novelesca tuviese efectos calculables
sobre la subjectivación política. Las grandes políticas
o más bien metapolíticas del arte como promesa de una revolución
del mundo sensible son intentos para superar esta complejidad y esta indeterminación
fijando escenarios de la realización histórica de la promesa
política del arte. Se esfuerzan en fijar un estatuto político
del arte que sitúa la relación entre el trabajo de la producción
artística del eso y el trabajo de la creación política
del nosotros. La “política del arte” se constituye
así por el entrelazamiento de tres lógicas: la de los espacios
estéticos, la del trabajo de la ficción y la de las estrategias
metapolíticas. Este entrelazamiento implica también un trenzado
singular y contradictorio entre las tres formas de eficacia que he intentado
definir: la lógica representativa que quiere producir efectos con
las representaciones, la lógica estética que produce efectos
por la suspensión de los fines representativos y la lógica
ética que quiere que las formas del arte y las formas de la política
se identifiquen directamente las unas con las otras.
Esta tensión estuvo mucho tiempo ocultada tras el modelo del arte
crítico. Este es un arte que pretende producir una nueva mirada
sobre el mundo, por lo tanto una vocación de transformarlo. Presupone
pues el ajuste entre tres procesos: la producción de un extrañamiento
sensible, la toma de conciencia de la razón de este extrañamiento,
y la movilización que resulta de esta toma de conciencia. Cuando
Brecht representaba a los dirigentes nazis como vendedores de coliflores
y les hacía negociar sus verduras en versos clásicos, se
pretendía que esta colisión de situaciones y métodos
de discursos heterogéneos mostrase las relaciones comerciales ocultas
tras los grandes discursos por la raza y por la nación y de los
vínculos de dominación disimulados tras la subliminalidad
del arte. Cuando Godard hacía dialogar a los personajes de una
velada mundana haciéndoles repetir sobre fondo monocromo los eslóganes
publicitarios que elogiaban un coche o ropa interior, se supone que esta
ruptura en la continuidad visual y sonora debía sensibilizarnos
sobre la expropiación de la vida personal y la alienación
de las relaciones entre individuos producidas por el lenguaje de la mercancía.
Cuando Martha Rosler, en sus montajes fotográficos sobre la guerra
de Vietnam, mezclaba con las imágenes de la guerra publicidad para
interiores pequeño-burgueses americanos, se supone que este montaje
fotográfico debía denunciar la realidad de la guerra tras
la felicidad individual estandarizada y el imperio del todo poderoso mercado
detrás de las guerras del “mundo libre”. Sin embargo
esta lógica al parecer simple del efecto de distanciamiento no
es sino una lógica contradictoria. Quiere producir una sacudida
sensible, una movilización de los cuerpos por el encuentro de elementos
heterogéneos, por la presentación de una extrañeza.
Pero también quiere que este efecto de extrañamiento que
desplaza las percepciones sea idéntico al efecto del entendimiento
de las razones de dicho extrañamiento, es decir a su disipación
efectiva. Quiere pues transformar en un sólo y mismo proceso el
choque estético de las diferentes sensorialidades y la corrección
representativa de los comportamientos, la separación estética
y la continuidad ética. Esta contradicción no deja sin efecto
el dispositivo de la obra crítica. Puede contribuir efectivamente
a transformar el mapa de lo perceptible y de lo pensable, a crear nuevas
formas de experiencia de lo sensible, nuevas distancias con las configuraciones
existentes de lo ya dado. Pero este efecto no puede ser una transmisión
determinable entre sacudida artística sensible, toma de conciencia
intelectual y movilización política. No existe ninguna razón
para que la colisión de dos métodos de sensibilidad se traduzca
en comprensión de las razones de las cosas, así mismo tampoco
se justifica que la comprensión del orden de las cosas se traduzca
en una decisión de cambiarlo. No solemos pasar de la visión
de un espectáculo a una comprensión del mundo, ni de una
comprensión intelectual a una decisión de acción.
Pasamos de un mundo sensible a otro donde se definen otras tolerancias
e intolerancias, otras capacidades e incapacidades. Lo que trabaja, son
disociaciones: la ruptura de una relación entre el sentido y el
sentido, entre lo que se ve y lo que se comprende; es la ruptura de los
referentes sensibles que permiten estar en su sitio en determinado orden
del mundo.
Esta diferencia entre los fines del arte crítico y sus formas reales
de operatividad se ha mantenido mientras que los modos de comprensión
del mundo y las formas de movilización política que se suponía
debían favorecer eran suficientemente fuertes por sí mismos
para sostenerla. Ahora se nos presenta al descubierto porque este sistema
perdió su evidencia y esas formas perdieron su fuerza. En la segunda
parte analizaré esta nueva situación así como los
efectos que produce sobre la idea de la relación entre arte y política,
deteniéndome en una serie de propuestas artísticas contemporáneas
que me parecen reveladoras de esta situación y de los medios por
los cuales los artistas intentan contestarla.
II
¿Cómo pensar hoy los fines y las formas de un arte político?
¿Cómo pensar el destino de lo que ayer fue la forma privilegiada
de la política del arte, es decir la forma del arte crítico?
Aquí de nuevo la situación revela cierta paradoja que permanece
a menudo impensada. El arte crítico se proponía suscitar
una determinada conciencia del mundo, susceptible de determinar una voluntad
de participar en su transformación. Pero en realidad es el funcionamiento
del dispositivo crítico el que suponía la evidencia de determinadas
formas de interpretación cuya fuerza estaba a su vez provocada
por la potencia de los movimientos contestatarios del orden dominante.
La diferencia entre las estrategias declaradas del arte crítico
y sus formas reales de eficacia era sostenible porque estos estándares
de interpretación y estas formas de movilización sustentaban
en realidad el funcionamiento de los dispositivos críticos que
se suponía debían producirlos. Las parodias de Godard se
percibían como una crítica del consumismo comercial o de
la alienación femenina, porque eran contemporáneas de las
formas de crítica marxistas, feministas y situacionistas, que denunciaban
las ilusiones de la felicidad consumista y el papel que la imagen comercial
daba a las mujeres. Así mismo, el principio de los fotomontajes
de Martha Rosler era una apropiación de la consigna del movimiento
contra la guerra en Vietnam: bring war home. Los elementos “heterogéneos”
que el discurso crítico reunía ya estaban en realidad conectados
por los esquemas interpretativos existentes. Los resultados del arte crítico
se nutrían en realidad con la evidencia de un mundo disensual.
Entonces se plantea la siguiente cuestión: ¿qué le
ocurre al arte crítico cuando este horizonte disensual ha perdido
su evidencia? ¿Qué le ocurre en el contexto contemporáneo
del consenso?
Para plantear bien esta cuestión, hay que tener en mente lo que
consenso significa en el sentido fuerte del término. La palabra
consenso significa en efecto mucho más que el acuerdo entre los
partidos parlamentarios de derecha e izquierda sobre los grandes temas
que afectan a una nación. Significa algo más que una forma
de gobierno “moderno” que da la prioridad al peritaje, al
arbitraje y a la negociación entre los “interlocutores sociales”
o los distintos tipos de colectivos con el fin de evitar el conflicto.
El consenso significa el acuerdo entre sentido y sentido, es decir, entre
un modo de representación sensible y un régimen de interpretación
de sus signos. Significa que, sean cuales sean nuestras divergencias de
ideas y aspiraciones, percibimos las mismas cosas y les damos el mismo
significado. Entendido como lógica de gobierno, el consenso nos
dice que existen diferencias de intereses, de valores y de aspiraciones
en nuestra población. Sin embargo existe una realidad objetiva
cuya lógica se impone a todos por igual y que coloca a todos ante
los mismos problemas. El contexto de la globalización económica
impone la imagen de un mundo donde el problema para cualquier colectividad
nacional consiste en adaptarse a una lógica sobre la que no tiene
control, en adaptarle su mercado laboral y sus formas de protección
social. Y se supone que esta necesidad debe valer para todos. Con este
panorama la evidencia de la lucha contra la dominación capitalista
mundial que apoyaba tantas formas de arte crítico como de contestación
artística se desvanece. Por una parte las formas de resistencia
a las necesidades del mercado se asocian con reacciones defensivas de
colectivos que salvaguardan sus privilegios anticuados contra los apremios
del progreso. Por otra parte la extensión del poder de la mercancía
es asimilada con una fatalidad de la civilización moderna, de la
sociedad democrática, del individualismo de masa, etc.
En estas condiciones la colisión de elementos heterogéneos
que se proponía el arte crítico no encuentra ya su analogía
en el choque político de mundos sensibles opuestos. Su tendencia
entonces es a volver sobre sí mismo. No es una cuestión
de paso de un paradigma moderno a un paradigma posmoderno. He tratado
de poner de manifiesto que el paradigma moderno no era más que
una determinada y simplista interpretación de las tensiones características
de la política del arte en el régimen estético. Desde
este punto de vista el supuesto posmodernismo es a lo sumo la toma de
conciencia generalizada de la divergencia entre el paradigma moderno y
la realidad de las tensiones propias al régimen estético
del arte. Puede designar un determinado estado de ánimo pero en
ningún caso designa un paradigma artístico específico.
De hecho ahí se sitúa el problema: la caída de los
movimientos del 68, el hundimiento del bloque soviético, el retroceso
general de los partidos revolucionarios y el crecimiento de la Internacional
Capitalista no tuvo efectos destacados sobre la definición y los
procedimientos del arte crítico. Las intenciones, los procedimientos
y la retórica justificante del dispositivo crítico apenas
han variado desde hace décadas. En muchas exposiciones todavía
hoy se pretende denunciar el reino de la mercancía, sus iconos
ideales y sus sórdidos residuos por los mismos métodos de
“détournement”: películas publicitarias parodiadas,
dibujos mangas desviados, sonidos disco modificados, personajes mediáticos
convertidos en estatuas de resina o pintados a la manera heroica del realismo
soviético, personajes de Eurodisney transformados en polimorfos
perversos, montajes fotográficos domésticos de interiores
similares a la publicidad de prensa, de ocios tristes y de residuos de
la civilización consumista; instalaciones gigantescas de tubos
y máquinas que representan el intestino de la máquina social
absorbiendo cualquier cosa y transformándola en excremento, etc.
Estos dispositivos siguen ocupando nuestras galerías y museos,
acompañados de una retórica que pretende hacernos descubrir
el poder de la mercancía, el reino del espectáculo o la
pornografía del poder. Así como nadie en este mundo es lo
bastante distraído como para necesitar que se le señale,
el mecanismo gira sobre sí mismo y juega de la indecisión
misma de su dispositivo. Una misma exposición puede así
haber sido presentada en Estados Unidos bajo un título soft-pop:
Let's entertain y en Francia bajo un título situacionista hard:
Más allá del espectáculo.
Dos obras expuestas en la primera sala de la exposición parisina
eran ejemplares en este aspecto. La primera era la obra de Jeff Koons,
Michael Jackson with Bubbles. ¿Cómo interpretar este tipo
de representación de un icono de la cultura mediática en
una forma escultural que podemos llamar kitsch de segundo grado puesto
que recicla las formas de la escultura neoclásica? El visitante
era libre de ver en ella una crítica de la “sociedad del
espectáculo” a través de la autoparodia del arte,
una forma de burla respecto a esta misma crítica o incluso la afirmación
de que esta cultura es en cualquier caso nuestra cultura y que lo mejor
que podemos hacer es jugar con sus iconos y sus maneras de representarlos.
El ejemplo aparecía de manera más sutil en la segunda obra,
la del artista americano Charles Ray. La obra tenía el aspecto
de una noria de feria. Pero el artista modificó el mecanismo al
desconectar el mecanismo rotatorio del conjunto del de los caballos, que
ahora iban hacia atrás muy lentamente mientras que la noria avanzaba.
Este doble movimiento explicaba literalmente el título de la obra
“Revolución. Contrarrevolución”. Pero, obviamente,
este título daba también el significado alegórico
de la obra y de su estatuto político: una subversión de
la maquinaria del entertainment, indiscernible del funcionamiento de esta
misma máquina. El dispositivo se alimenta entonces con la equivalencia
entre la parodia como forma de crítica y la parodia de la crítica.
Apuesta por la indecisión en la relación entre los dos efectos.
Múltiples producciones contemporáneas siguen apostando de
una manera más o menos automática por esta indecisión.
Esta autoneutralización del dispositivo crítico en el contexto
del consenso causa dos clases de respuestas. Por una parte, nos proponemos
afirmar que el arte debe ser más modesto, que debe dejar de pretender
revelar las contradicciones ocultas de nuestro mundo y ayudarnos en primer
lugar a vivir en él contribuyendo a reinstaurar algunas funciones
básicas de la vida individual y colectiva que están amenazadas
por la anestesia comercial: una mirada atenta sobre los objetos que forman
parte de nuestro mundo, la memoria de una historia compartida, un sentido
de las relaciones intersubjetivas, en resumen una manera de habitar el
mundo juntos. Pero, por otra parte, el debilitamiento de los grandes movimientos
de emancipación y la reducción de la escena política
generan un vacío y la tentación por parte del arte de ocupar
este vacío con sus propios procedimientos de construcción
de disenso. El arte aparece entonces como el refugio de la práctica
disensual, como el lugar donde es posible reformular políticamente
los conflictos confiscados por la lógica consensual. Eso da un
nuevo impulso a una determinada política del arte, la que dice
que el arte debe salir de sí mismo para intervenir en el mundo
“real”. El resultado de la tensión entre estas dos
maneras de responder a la neutralización del dispositivo crítico,
es una intensificación esquizofrénica del movimiento de
vaivén entre el museo y su entorno, entre arte y práctica
social.
Por una parte pues, vemos la sustitución de las estrategias del
choque crítico por las estrategias del testimonio, del archivo
o del documento que nos presentan los rastros de una historia o las señales
de una comunidad. Hace treinta años Chris Burden construía
su Otro Monumento, su monumento a los caídos vietnamitas inscribiendo
sobre sus grandes placas de bronce sus nombres desconocidos tomados aleatoriamente
en los anuarios. Treinta años más tarde Christian Boltanski
retomaba el recurso al anónimo pero esta vez desposeyéndolo
de su función polémica al presentar la instalación
Les Abonnés du téléphone: invitaba a los visitantes
a tomar aleatoriamente anuarios del mundo entero para entrar en contacto
no con nombres portadores de una carga polémica, sino con lo que
él mismo llamaba “especímenes de humanidad”.
Estos especímenes de humanidad se presentaban en París en
una gran exposición antológica del siglo XX, dónde
lindaban, por ejemplo, con cientos de fotografías de individuos
de edades comprendidas entre uno y cien años realizadas por Hans
Peter Feldmann y la gigantesca instalación de Fischli y Weiss Le
Monde visible constituida por múltiples diapositivas de vistas
turísticas. El gran mosaico o tapicería que representa la
multitud de los anónimos o de sus ámbitos de vida es una
tendencia muy actual. Pienso por ejemplo en el conjunto de mil seiscientas
fotografías de identidad cosidas juntas por el artista chino Bai
Yiluo en una tapicería que quiere evocar “los vínculos
delicados que unen a las familias y a las comunidades”. La obra
se presenta así como la realización anticipada de su efecto.
Se supone que el arte debe unir a la gente de la misma forma que el artista
cosió juntas las fotografías que anteriormente había
tomado siendo empleado en un estudio. El montaje fotográfico tiene
la misma función que una escultura monumental que manifiesta hic
et nunc a la comunidad humana que es su objeto y su objetivo. El concepto
de metáfora, omnipresente hoy en la retórica de los comisarios
de exposición, tiende a conceptualizar esta identidad anticipada
entre la presentación de un dispositivo sensible de las formas,
la manifestación de su sentido y la realidad encarnada de este
sentido.
Este cortocircuito entre la performatividad de la obra y la realidad de
su efecto resulta aún más evidente cuando se pasa a formas
de arte que pretenden superar la separación entre el museo y su
entorno, como entre la performatividad artística y el activismo
político y social, cuando se reivindica un arte que no produzca
ya simplemente objetos, imágenes y mensajes, sino intervenciones
efectivas u objetos del mundo social, que generan nuevas formas del ambiente
y de las relaciones sociales. Dos conceptos resumen esta manera de transformar
la crítica agotada al mercado y a los medios de comunicación
en una forma nueva de acción social, me refiero a los conceptos
de relación e infiltración. Por una parte, se trata de reinstaurar
un determinado sentido de comunidad contra los efectos de desvinculación
social producidos por el consumismo. En este marco pueden pensarse las
propuestas de la estética relacional, que quieren generar nuevas
formas de relación social en el mismo seno de las galerías
o de los museos, o producir modificaciones del entorno urbano susceptibles
de cambiar su percepción. Podemos incluir también las tentativas
para identificar directamente la producción de los artefactos artísticos
con la elaboración de nuevas formas de relación social.
Pienso aquí en los objetos transformables de Lucy Orta y en particular
en estas vestimentas colectivas, utilizables ya sea como función
práctica de tiendas o como funciones simbólicas, alegorizando
la constitución de conexiones duraderas entre individuo y comunidad.
En ese caso también asistimos a la transformación de dispositivos
que antes asumían una función polémica: estas vestimentas-tienda
nos recuerdan en efecto el vehículo para indigentes concebido entonces
por Krysztof Wodiczko: este artefacto con función de vivienda,
transporte y defensa era un medio para constituir un disenso al confrontar
dos “espacios públicos”: el oficial de las grandes
capitales con sus monumentos que simbolizan la comunidad y el espacio
público definido por la gentificación dónde los individuos
debían vivir en la calle, ajenos a su ciudad. La costura de las
vestidos de Lucy Orta tiende a sustituir este horizonte polémico
por la visión del artista como un artesano de nuevos vínculos
comunitarios. Estos dispositivos tienden hacia un límite ilustrado
por una instalación de vídeo presentada hace dos años
en la bienal de Sao Paulo por el artista cubano René Francisco.
Este artista había utilizado el dinero de una fundación
artística para una investigación sobre las condiciones de
vida en un barrio desheredado y había decidido, con otros amigos
artistas, proceder a la reparación de la casa de una vieja mujer
de este barrio. La obra nos mostraba una pantalla de tul sobre la cual
estaba impresa la imagen de perfil de la vieja mujer observando un monitor
qué emitía un vídeo dónde se veía a
los artistas que trabajaban como albañiles, pintores y fontaneros.
El vínculo del dispositivo museístico con la intervención
social directa se inscribe en la lógica de la estética relacional.
Pero el hecho de que se produjera en uno de los últimos países
del mundo en reclamarse comunista la colocaba obviamente en otro ámbito
de reflexión. No era más que un sucedáneo ridículo
de la gran voluntad expresada por Malevitch en la época de la revolución
soviética: no pintar más cuadros sino construir directamente
las formas de la nueva vida. Nos devolvía a ese punto donde la
voluntad de politizar el arte exteriorizándolo, de una intervención
directa en lo real conduce a la supresión a la vez del arte y de
la política.
Por otro lado, está la voluntad de superar los límites de
la demostración crítica al producir una subversión
efectiva de la lógica del mercado o de los medios de comunicación.
En Francia esta estrategia utilizada de modo ejemplar por el artista Matthieu
Laurette que decidió tomarse literalmente las promesas de los fabricantes
de productos alimentarios “Si no está satisfecho, le devolvemos
su dinero”. Se puso pues a comprar sistemáticamente este
tipo de productos y a expresar su descontento con el fin de que le reembolsaran.
Por otra parte utilizó las invitaciones en televisión para
incitar a todos los consumidores a seguir su ejemplo. Una reciente exposición
en el Espacio de Arte Contemporáneo de París nos mostraba
su trabajo en forma de una instalación que incluía tres
elementos: una escultura de cera que nos mostraba al artista mientras
empuja un carrito de la compra repleto de mercancías; una pared
de monitores que reproducían todos su intervención en televisión;
y ampliaciones fotográficas de recortes de prensa internacional
que relataban su trabajo. Según un comentarista, allí teníamos
una forma de invertir a la vez la lógica comercial de incremento
del valor y el principio del show televisado. Me parece sin embargo que
la evidencia de esta inversión habría sido claramente menos
perceptible si hubiera habido un único monitor en vez de una pared
llena de ellos, así como fotografías de tamaño normal
de sus acciones y comentarios de prensa. La realidad del efecto se encuentra
una vez más anticipada en la monumentalización de su imagen
y de su acción. La materialidad de un lugar ocupado en el espacio
museístico sirve para demostrar la realidad de un efecto de subversión
en el orden social. Hoy existen modos de definir la infiltración
del arte en la “realidad” como tendencia a acumular los efectos
del uso escultórico del espacio, de la performatividad y de la
demostración retórica. Al llenar las salas de los museos
de reproducciones de objetos e imágenes de la vida cotidiana y
del mercado, así como de actas de sus propias acciones, esta forma
de arte imita y anticipa su propio efecto, y se arriesga a convertirse
en la parodia de la eficacia que reivindica. El mismo riesgo se presenta
cuando los artistas pretenden “infiltrar” las redes del poder.
Estoy pensando aquí en las acciones de Yes Men, insertándose
bajo falsas identidades en las puestos fuertes del poder: congresos de
hombres de negocios, comités de campaña para George Bush
o programas de televisión. Su acción más espectacular
se relaciona con la catástrofe de Dophal en la India. Uno ellos
consiguió pasar ante la BBC por un responsable de la compañía
Dow, que, mientras tanto, había adquirido la compañía
Union Carbide responsable de la catástrofe. Como tal, anunció,
durante una hora de gran audiencia, que la compañía reconocía
su responsabilidad y se comprometía a indemnizar a las víctimas.
Por supuesto dos horas después la compañía reaccionaba
y declaraba que no tenía más responsabilidad que hacia sus
accionistas. En cierto sentido, era el efecto buscado y la demostración
era perfecta. Pero la cuestión consiste en saber si la performance
de mistificación de los medios de comunicacíon tiene de
por sí el poder de provocar formas de movilización contra
las potencias internacionales del Capital.
El problema entonces no consiste en politizar el arte como una salida
hacia el afuera o como una intervención en el “mundo real”.
No hay mundo real que sería el exterior del arte. Hay pliegues
y repliegues del tejido sensible común donde se entrelazan la política
de la estética y la estética de la política. Lo real
por sí mismo no existe, sólo se dan configuraciones de lo
que se muestra como nuestro real, como el objeto de nuestras percepciones,
nuestros pensamientos y nuestras intervenciones. Lo real siempre es objeto
de una ficción, es decir, de una construcción del espacio
donde se anudan lo visible, lo decible y lo construible-. Una vez más,
la ficción no es la invención de una historia imaginaria.
Es el trabajo de redistribución de las relaciones entre las cosas,
las imágenes y las palabras. Es una manera de cambiar los modos
de representación sensible, de variar los marcos, las escalas y
las velocidades de manera que se produzcan una nueva configuración
de lo que es perceptible, decible y posible en un mundo común,
una manera pues de cambiar la distribución de las “competencias”.
En este sentido el trabajo de la política que inventa nuevos temas
e introduce nuevos objetos, así como otra percepción de
los signos comunes es también un trabajo de la ficción.
El problema de la relación entre el arte y la política no
es la transición de la ficción a lo real sino una relación
entre dos maneras de producir ficciones. Lo que caracteriza la ficción
dominante, la ficción consensuada, es precisamente negar su propio
carácter de construcción ficcional. Pasar por lo real en
sí mismo. Pretende trazar una línea divisoria simple entre
el ámbito de este real y el de las representaciones y apariencias,
de las opiniones y las utopías. El consenso significa la univocidad
de lo existente sensible. Tanto la ficción artística como
la ficción política socavan este real, lo fracturan y lo
multiplican de un modo polémico. Las prácticas del arte
no son instrumentos que proporcionan tomas de conciencia o energías
movilizadoras a favor de una política que les sería ajena.
Pero tampoco salen de sí mismas para convertirse en formas de acción
política colectiva. Contribuyen a dibujar un nuevo paisaje de lo
visible, lo decible y lo posible. Trabajan contra el consenso de las formas
de “sentido común”, las formas de un sentido común
polémico.
A partir de aquí podemos elaborar una nueva noción de lo
que representa hoy el potencial crítico del arte. Un arte crítico
tiene menos de un arte que revela las formas del poder que de un arte
que modifica las líneas divisorias existentes entre los regímenes
de representación sensibles, por ejemplo situando en el régimen
de la ficción declarada de las palabras y de las imágenes
situaciones que el régimen dominante de la información nos
presenta como único registro de lo real. El sentido primero de
“crítica” significa: aquello que se refiere a la separación,
a la discriminación. El arte crítico es aquel que sitúa
la separación en el tejido consensual de lo real, pero también
aquel que desdibuja las líneas de separación entre los ámbitos
y las formas que configuran el campo de lo existente. También es
un arte que asume los límites propios de su práctica y que
se niega a controlar y anticipar su efecto, que tiene en cuenta la separación
estética con la que puede producir efectos. Esta es la razón
por la que el trabajo ficcional más rico en potencialidades políticas
lo constituyen hoy, en mi opinión, aquellas formas de arte que
responden a estas dos condiciones: por una parte, trabajar sobre la distribución
de los lugares, sus transformaciones y reestructuraciones, sobre las fronteras
materiales y simbólicas que los definen. Y trabajan sobre ellos
de manera que desdibujan la separación entre documental y ficción.
Pero, a su vez, asumen su “insuficiencia”. Aceptan proponer
simplemente imágenes en cibachrome o presentadas sobre pantallas
y monitores. Utilizan estas frágiles superficies con un doble propósito:
contribuir a reconfigurar el paisaje de nuestro mundo mientras interrogan
las formas y las potencialidades del arte.
Pondré algunos ejemplos de estas “ficciones”. No trato
de proponer modelos de lo que debe ser un arte político o crítico.
Espero haber contribuido a la comprensión de por qué tales
modelos son inviables. Sin embargo es posible poner ejemplos de un trabajo
ficcional que traduce a formas sensibles algunas de las interrogaciones
que he propuesto. Partiré de una obra de vídeo que rescata
una figura principal entre las políticas del arte: el pensamiento
del arte como construcción de las formas sensibles de la vida colectiva.
Hace algunos años el alcalde de Tirana, capital albanesa, él
mismo pintor, decidió que se repintaran en colores vivos las fachadas
de los edificios de su ciudad. No se trataba únicamente de transformar
el marco de vida de sus habitantes sino también de suscitar un
sentido estético de la apropiación colectiva del espacio
mientras la desaparición del régimen comunista daba paso
a la sola capacidad de desenvolverse por uno mismo. Es un proyecto que
nos recuerda el tema schilleriano de la educación estética
del hombre, así como todas las prolongaciones que le dieron los
artistas de Arts and Crafts, del Werkbund o de la Bauhaus: la creación
con el sentido de la línea, del volumen, del color o del ornamento,
de una manera apropiada de habitar el mundo sensible. Pero lo que me interesa
aquí, es la película de video titulada Dammi i Colori que
le dedicó su compatriota Anri Sala. El trabajo “ficcional”
del videoartista consiste en efecto en una desmultiplicación de
la ciudad colorista concebida en el proyecto del alcalde artista. El trabajo
de la cámara alternando largos travellings y primeros planos confronta
las observaciones del alcalde sobre “su” bella ciudad con
otras varias ciudades y otras varias figuras de la superficie coloreada.
Hay planos que reúnen las superficies coloreadas y el lodo de las
calles destrozadas; otros donde cruzan muchedumbres indiferentes; aquellos
que confrontan la utopía colorista con las decoraciones navideñas;
y aquellos primeros planos que transforman las superficies cromáticas
en cuadros abstractos. También están aquellos que colocan
al pintor de brocha gorda en el centro de estos “cuadros abstractos”.
De este modo la cámara dispone diversas superficies de color sobre
un mismo plano, varias ciudades en una sola. Así los recursos de
un arte de la distancia sirven para problematizar aquella política
que quisiera fusionar arte y vida en un único proceso de creación
de formas.
De este trabajo sobre el imaginario del espacio colectivo redibujado por
el arte, querría pasar a otro que se refiere a los rastros de la
historia. En las fotografías de la serie WB realizada por la fotógrafa
francesa, Sophie Ristelhueber vemos un paisaje silencioso bajo un título
enigmático. En realidad WB significa West Bank. Se trata por supuesto
de la orilla occidental del Jordán, y el desmoronamiento de piedras
que está en el centro del paisaje es una de las numerosas barreras
construidas sobre las carreteras palestinas para impedir la circulación
de sus habitantes. Sophie Ristelhueber, en efecto, eligió no fotografiar
el gran muro espectacular construido por el Estado israelí. Es,
según ella, una pantalla que impide crear formas. Prefirió
estas “pintorescas” leves barreras artesanales sobre carreteras
rurales, que filmó a menudo desde arriba, en cualquier caso desde
ángulos que integran al máximo este trabajo belicoso en
el decorado natural. Lo que hizo allí, aclara, es un trabajo de
artista y no de militante. Esta obra es efectivamente una elección
artística que depende de la política de la estética.
La autora intenta producir aquí un desplazamiento del afecto enfático
y usado de la indignación a un afecto “menor” cuyos
recursos están aún muy inexplorados: el afecto de la curiosidad.
Hacer arte con estas barreras israelíes no es poner el velo de
la contemplación de lo bello sobre la violencia de una ocupación
y de un conflicto. Se trata más bien de recalificar paisajes que
normalmente pertenecen al único registro del documento realista
sobre la violencia y sus víctimas. En este sentido, este trabajo
se hace eco del trabajo realizado por una serie de artistas palestinos
y libaneses para cambiar la situación de lamentación de
víctimas de sus países y devolverlos a la capacidad de juego
que pertenece a aquéllos mismos que la lógica policial confina
en el papel de víctimas impotentes. Me refiero sobre todo a las
comedias que el cineasta palestino Elie Suleiman realiza en torno al empleo
y a los check points israelíes, o a los archivos semificticios
de los artistas del grupo Atlas en el Líbano.
Desde este punto de vista relaciono este trabajo fotográfico sobre
las huellas “estéticas” de la violencia con un trabajo
muy diferente, la instalación fotográfica y videográfica
realizada por una artista de origen lituano y nacionalidad israelí,
Esther Shalev-Gerz sobre los objetos de los presos que pertenecen al memorial
de Buchenwald. Me interesa particularmente la elección de un material
y de un tratamiento “ficcionales” que elude el dilema habitual
de saber si es necesario o no representar el horror de los campos de concentración.
Esther Shalev-Gerz fotografió una serie de objetos que pertenecieron
a los presos de Buchenwald, en concreto aquellos objetos que ellos mismos
transformaron, desviados del uso que les era asignado por la administración
del campo para adaptarlos a un uso “estético”: como
por ejemplo un peine recortado en una regla de medir utilizada por los
trabajadores de la construcción, un espejo, un anillo o un broche
hecho con materiales de recuperación. La artista no ha trabajado
con las condiciones de vida de los presos de Buchenwald sino con su arte,
sobre la capacidad de obrar que desplegaron para conservar un determinado
“estilo de vida” dentro del campo. Nos muestra pues los productos
de aquel arte sostenidos por manos del presente: las manos del arqueólogo,
del historiador o de la restauradora que se empeñan hoy, en las
películas que realiza, en hacerlos hablar, en darles un lugar en
nuestro presente.
Esta relación entre la calidad “estética” de
los objetos, de las imágenes y palabras con la capacidad “artística”
de cualquiera está en el centro del trabajo del cineasta portugués
Pedro Costa y, en particular, de tres películas que dedicó
a los habitantes de un suburbio de chabolas en la periferia de Lisboa,
habitado esencialmente por inmigrantes caboverdianos y algunos marginados.
Me detendré aquí en un episodio de la segunda película,
La habitación de Vanda, dedicada a un pequeño grupo de individuos
atrapados entre la droga y los trabajillos. Una cámara rueda su
diario mientras vemos y oímos como las escavadoras derriban las
chabolas una a una. No se trata aquí de transformar al artista
en un artesano que repinta un cuchitril o arregla la fontanería.
Pedro Costa pone todo su empeño en resaltar las posibilidades artísticas
contenidas en estos decorados miserables, desde los colores glaucos de
interiores aún habitados a los colores vivos de los trozos de pared
que las escavadoras sacan repentinamente a la plena luz. No se trata de
estetizar la miseria, sino al contrario de ensamblar todas las potencialidades
de un lugar y de una población que se encuentran normalmente encerradas
en la representación de la ”exclusión”, es decir,
como una especie de afuera absoluto e inmóvil. Esta es la razón
por la que la mirada del cineasta sobre la belleza de las paredes verdosas
se comunica con el esfuerzo de los personajes para sonsacar a la tos y
al abatimiento la voz capaz de decir y pensar su propia historia. Me detendré
aquí sobre un corto extracto que nos muestra tres okupas mientras
preparan su traslado antes de que su casa sea derribada. En este episodio,
uno de los okupas raspa meticulosamente con un cuchillo las manchas de
una mesa. Sus compañeros le piden que no lo haga. Le dicen que
eso no sirve para nada porque, en cualquier caso, la mesa está
destinada a permanecer en su sitio. Pero el otro se obstina con su tarea:
no le gusta la suciedad; no dejará una mesa sucia.
La política del arte transcurre aquí también por
un proceso aparentemente paradójico: el cineasta no se interesa
por las explicaciones de las razones económicas y sociales de la
existencia del suburbio y de su demolición. Aplica otra idea de
la política, una idea “estética”: la cuestión
política es la capacidad de cualquier cuerpo para apoderarse de
su destino. Se concentra pues en la relación entre la impotencia
y la potencia de los cuerpos, sobre la confrontación de las vidas
con lo que pueden. Se coloca pues en el nudo de la relación entre
una política de la estética y una estética de la
política. Pero eso significa también que asume la tensión
entre las dos, la divergencia entre la propuesta artística que
da nuevas potencialidades al paisaje de la impotencia y las propias potencias
de la subjetivación política. Dicho de otro modo, asume
el hecho de que la película sigue siendo una película y
el espectador un espectador. Su personaje sigue limpiando esa mesa que
nunca fue “su” mesa y que pronto será aplastada por
las escavadoras. El cineasta rinde homenaje a su sentido artístico
creando un magnífico encuadre con la puesta en escena de la mesa
que recuerda el de una naturaleza muerta. Rueda una película teniendo
en cuenta que para verse, tendrá que escapar ella también
a las potencias que aplastan esta clase de cine y que, de cualquier modo,
sus efectos son imprevisibles.
El cine, la fotografía, la pintura, el vídeo, las instalaciones
y todas las demás formas de arte actuales contribuyen a reconfigurar
el marco de nuestras percepciones y el dinamismo de nuestros afectos.
Abren vías posibles hacia nuevas formas políticas de subjetivación.
Pero nadie puede evitar la suspensión estética que separa
los efectos de las intenciones y prohíbe toda vía despejada
hacia un real que sería el otro lado de las palabras y las imágenes.
El otro lado no existe. Un arte crítico es un arte que sabe que
su efecto político pasa por la distancia estética. Sabe
que este efecto no puede garantizarse, que conlleva siempre una parte
de indeterminación.
|