III. La Teoría Arquetípica o del
Mito
Un enemigo más temible de la
Nueva Crítica fue el grupo heterogéneo de enfoques críticos
basados en las relaciones del mito con la literatura.
Sus principales figuras, Richard Chase, Francis Fergusson,
Philip Wheelwright, Leslie Fiedler y, en especial, el
canadiense Northrop Frye que se uniría algo más tarde, no
llegaron realmente a constituir una escuela sino más bien un
movimiento que, aunque tuvo su periodo de mayor pujanza desde
finales de los años cuarenta hasta mediados de los sesenta,
alargó su vida hasta la década de los años 80. Todos
ellos comparten la opinión de que las investigaciones
antropológicas, filosóficas y psicológicas sobre la
persistencia en la mente humana de imágenes simbólicas, de
formas y modelos míticos subconscientes y heredados, pueden
ser herramientas útiles para estudiar las obras
literarias. Los investigadores antropológicos, con Sir
James George Frazer y su libro The Golden Bough a la
cabeza, habían ya impulsado el interés por estos temas en las
primeras décadas del siglo por medio de su indagación y examen
de los mitos y rituales no sólo de la Antigüedad clásica sino
también prehistóricos. Pero quien ejerce una influencia
capital en este movimiento es el psicoanalista suizo, apóstata
de su maestro, Sigmund Freud, Carl Gustav Jung. A su
juicio, la psique humana tiene la capacidad inherente de
producir imágenes arquetípicas inmemoriales que lejos de
desaparecer son heredadas por las sucesivas generaciones de
hombres y mujeres. Estos arquetipos, agrupados en lo que
denomina el subconsciente colectivo, pueden aparecer en
los sueños del individuo o articularse a través de los
mitos.
Los críticos del mito
consideran que estos arquetipos reaparecen asimismo en la
literatura, si bien modificados de algún modo, en forma de
tramas, personajes, temas e imágenes. De manera que un
buen conocimiento de los mitos, de su estructura y
significados, permitirá al investigador ahondar en el
significado de la obra literaria. Puesto que los
escritores acuden repetida e impulsivamente, indica Leslie A.
Fiedler, a los símbolos arquetípicos, el crítico debe
servirse de los mitos para desentrañar los significados más
profundos de la obra que, de otra manera, no observaríamos
(Scott 249). Este material arquetípico no tiene por qué
limitarse a mitos concretos y reconocidos. También se
adoptan como tales creencias y sentimientos culturales no
conscientes que por su reiteración alcanzan una naturaleza
mítica. Este es el caso del descubrimiento por parte del
propio Fiedler de arquetipos americanos en su libro
Love and Death in the American Novel (1960): por
ejemplo, la presencia recurrente de relaciones próximas a la
homosexualidad entre los personajes masculinos de novelas como
Moby Dick de Herman Melville y Huckleberry Finn de Mark
Twain.
Es Northrop Frye quien mejor
ha representado las aportaciones de la crítica arquetípica a
la teoría literaria. Convencido, como él mismo asegura
en la introducción a su libro más conocido, Anatomy of
Criticism (1957), de que la crítica debe, además de
comentarlos, clasificar los textos literarios, (Frye 29),
desarrolla una teoría de los géneros basada en sus
correspondencias con diversos arquetipos. Cada género
literario y cada forma literaria surgen como las diversas
posibilidades que generan un número reducido de
fórmulas. Frye se propone elaborar una verdadera
poética, un estudio sistemático, (17), que supere la
interpretación, a la manera de la Nueva Crítica, de textos
individuales y ordene el conjunto de posibilidades genéricas
de la literatura. En este sentido, Frye se adelanta a
los objetivos científicos del estructuralismo de
desarrollar una poética de los tipos literarios que clasifique
y describa sus rasgos, recursos y convenciones más recurrentes
y comunes.
Este estudio sistemático de
la literatura también significa que la crítica no debe
perseguir, como sí ocurre en la Nueva Crítica, los juicios de
valor sobre los textos literarios. De hecho,
aclara cautelosamente Frye, la crítica nunca ha ideado a
definitive technique for separating the excellent from the
less excellent(Frye 20). A pesar de todo lo cual,
tanto él como el resto de los críticos del mito comparten en
buena parte con los nuevos críticos un parecido enfoque
intrínseco despreocupado de las relaciones del texto literario
con la realidad sociohistórica, de sus efectos sobre el lector
o de las intenciones y circunstancias biográficas del
autor.
IV. La Crítica
Fenomenológica y los Críticos de la
Conciencia
La crítica fenomenológica se
inicia en Estados Unidos hacia la mitad de la década de los
años cincuenta y se prolonga hasta los primeros años de la
década de los setenta. Supone el primer movimiento
crítico, de otros que seguirán a partir de ahora, que tiene
sus raíces en la filosofía europea, más en concreto, en la
obra del filósofo alemán de principios del siglo XX, Edmund
Husserl, fundador de la escuela fenomenológica. La
filosofía de Husserl gira alrededor del encuentro de la
conciencia humana con el mundo: trata de explicar cómo son los
actos de nuestra conciencia por los que conocemos la realidad
fenoménica. A su entender, aprehendemos lo dado, tal
como se nos muestra, por medio de actos de conciencia
intencionales: nuestra conciencia es siempre conciencia de
algo y, en lugar de simplemente reflejar lo que se ofrece a
ella, posee la capacidad de constituir los significados de los
objetos de la realidad.
Este concepto husserliano de
las actuaciones de nuestra conciencia es el fundamento de la
denominada Escuela de Ginebra que surge en los años treinta en
Suiza bajo la guía de Marcel Raymond y Albert Beguin, y que
alcanza su periodo de mayor influencia en la década de los
cincuenta gracias a los escritos de su principal figura,
George Poulet. La labor crítica de Poulet tiene como
principal propósito explorar y reconstruir, tal como se
manifiesta en el conjunto de su obra, el conocimiento que del
mundo lleva a cabo la conciencia del autor. Ahora bien, esta
conciencia del escritor sólo puede entenderse y explicarse
desde dentro y, por consiguiente, el crítico está obligado a
recorrer el mismo camino seguido por la conciencia que busca
recomponer. El crítico fenomenológico es un crítico
de la conciencia que para llevar a cabo su tarea debe
sumergirse o identificarse de algún modo con la conciencia que
intenta desentrañar. De aquí que su discípulo más
eminente en Estados Unidos, J. Hillis Miller, denominase a los
estudios de Poulet la crítica de la
identificación.
Una de las consecuencias de
esta metodología crítica es que el trabajo del crítico parece
adquirir la naturaleza creativa de la obra que analiza.
La duplicación de la mente del autor en la mente del crítico,
señalaba Miller en un ensayo sobre el método fenomenológico de
Poulet, implica necesariamente la fusión en uno sólo de sus
lenguajes respectivos. El crítico logra reproducir en la
suya la mente del escritor cuando puede escribir,
alternativamente en el lenguaje del autor y en el suyo
propio for the two languages have become the same
(Miller 158). De modo que se difuminan los límites entre
el ensayo crítico y la obra literaria. Por otro lado,
este examen de la conciencia del autor no significa que la
crítica fenomenológica considere relevante la biografía del
escritor, sus intenciones o las circunstancias en las que
escribe. Lo que rodea al autor, su vida o sus
experiencias, es anterior y, por tanto, distinto de su
conciencia y del modo en que ésta, según emerge en la obra
completa, se abre al mundo.
Sin embargo, tanto este
rechazo de lo biográfico como el desinterés que también
demuestran por las relaciones de la literatura con el contexto
social e histórico no les hace formalistas. Tienden a
soslayar, por irrelevante e innecesario, el lenguaje, las
características textuales de temas y figuras de la obra
particular así como su pertenencia genérica. De hecho,
como ya hemos hecho notar, no concentran su análisis en cada
una de las obras individuales, consideradas como totalidades
independientes, sino que examinan todas ellas como un conjunto
indivisible en el que se plasma la conciencia única del
autor. Finalmente, queda por decir que también se
apartan de la Nueva Crítica en que no entran a valorar la
calidad literaria de la obra.
Además del mencionado Hillis
Miller, la otra figura principal, aunque heterodoxa, de la
crítica fenomenológica norteamericana es Geoffrey
Hartman. En su primer libro, The Unmediated Vision
(1954), si bien presta atención a la necesidad del poeta
moderno de entender la experiencia inmediata, el mundo físico
de la naturaleza, demuestra una preocupación por la forma y
por la singularidad de la obra individual inexistente en los
círculos fenomenológicos. Sin embargo, este lado
formalista no le impidió lanzar en Beyond Formalism (1970) una
dura crítica contra el formalismo imperante en los estudios
literarios por producir incesantes exégesis que trataban las
relaciones verbales y temáticas del texto y descuidaban la
conexiones de los significados de éste con la experiencia
histórica y espiritual del lector .
V. Las Teorías de la
Lectura y el Neopragmatismo.
La filosofía fenomenológica
de Edmund Husserl también influyó en el cambio de orientación
de la obra al lector propugnado por un amplio y heterogéneo
grupo de críticos a partir de la década de los 60.
Si los críticos de la conciencia pretenden describir
las relaciones entre la mente o cogito del autor y el mundo,
la teoría del lector, o reader-response theory, trata
de explicar la interacción el lector con el texto
literario. En lugar, por tanto, de centrarse en el
análisis de los rasgos intrínsecos del texto, como pide la
crítica formalista, los críticos de la lectura optan por
examinar las estrategias, mecanismos y operaciones
interpretativas que se ponen en marcha durante la
lectura.
A este respecto, la
interpretación y el significado de la obra se asimilan a la
propia experiencia lectora. Es del proceso lector, de
las relaciones que en él se producen entre el texto y los
procedimientos y modelos interpretativos que trae el lector,
de donde surge el significado y no, según quería la Nueva
Crítica, de la marcas inscritas en la estructura verbal y
temática del texto. Por otra parte, la noción de
literariedad,que distingue el texto literario del no
literario, no se sitúa ya en las propiedades singulares del
lenguaje literario, ni en la finalidad estética del conjunto
orgánico que forman los elementos del texto, sino en la
respuesta del lector a la que la obra le obliga. Es esta
participación activa del lector la que realmente describe lo
literario.
Resulta difícil asignar a la
crítica de la lectura el calificativo de escuela no sólo por
los enfoques diversos de sus teóricos más conocidos, Stanley
Fish, Norman Holland o David Bleich, sino porque,
además, otras metodologías o tendencias, la crítica feminista,
la crítica psicoanalítica o, en especial, el estructuralismo,
también han incorporado a sus postulados esta nueva
centralidad del lector en la comunicación literaria. La
primera posición teórica de Fish es la que él mismo denominó
en un artículo de 1970, Literature in the Reader: Affective
Stylistics, la estilística afectiva. Un
término que nos remite a la herejía denostada por W.K.
Wimsatt, la falacia afectiva, es decir, el error de
conceder importancia crítica a la respuesta del lector, a sus
reacciones durante la experiencia de la lectura o a los
efectos de ésta sobre él. Para Fish, en cambio, son los
aspectos intrínsecos los que deben ocupar un segundo lugar
tras el agente que lee y responde al texto.
En dicho artículo, su noción
de la figura del lector y su descripción del equipamiento
literario y cultural con que se enfrenta al texto literario no
estaban suficientemente elaboradas. Aludía al que llama
lector informado, un lector real que reunía la
competencia literaria mínima para hacer frente al desafío que
le plantea el texto. Sólo más tarde, en Interpreting
the Variorum (1976), ante los ataques recibidos por la
falta de definición de su propuesta y tras la
presentación de poéticas de la lectura, como la descrita por
el estructuralista Jonathan Culler en Structuralist Poetics
(1975), propuso su concepto de las comunidades
interpretativas. Cada comunidad interpretativa está
compuesta por aquellos que poseen estrategias interpretativas
similares y, por tanto, leen o escriben, como prefiere
decir Fish para subrayar el papel determinante del lector en
la constitución del significado, un mismo texto de manera
coincidente: Interpretative communities are made up of
those who share interpretative strategies not for reading (in
the conventional sense) but for writing texts, for
constituting their properties and assigning their intentions
(Fish 482). Si diferentes lectores coinciden en una
misma interpretación, si creen que han leído el mismo texto,
se debe a que pertenecen a la misma comunidad (Fish
482). De manera inversa, si sus significados divergen es
porque son miembros de diferentes comunidades. No
existen textos fijos con significados estables codificados en
sus estructuras y formas que el lector extrae sino estrategias
interpretativas, anteriores a la propia lectura, que producen
textos y significados: In my model, however, meanings are
not extracted but made and made not by encoded forms but by
interpretative strategies that call forms into being (Fish
485).
El concepto de comunidades
interpretativas, como el mismo Fish admite, hace desaparecer
el texto (Fish 485) en tanto que no parece que las marcas
textuales puedan ejercer control alguno sobre la producción
del significado. Y es en este punto donde precisamente
discrepa su versión de la teoría del lector representada por
el crítico alemán de la Escuela de Constanza, Wolfgang
Iser. Para éste, la estructura indeterminada con
huecos del texto permite la participación activa del
lector. A medida que avanza en su lectura, y teniendo
presente la información que ya haya obtenido hasta ese momento
así como las expectativas sobre lo que aún le resta por leer,
el lector implicado va ajustando, corrigiendo,
reformulando, etc. su constitución del significado del
texto. Sin embargo, y si bien Iser no es muy claro al
respecto, este modelo de lectura sí parece poner ciertos
límites a la libertad del lector para concretizar el
texto al insinuar que los huecos que ha de rellenar están ya
inscritos en dicho texto. Es por medio de su estructura,
afirma en un ensayo titulado Indeterminacy and the Reader=s
Response (1971), que los textos literarios nos guían
continuamente a las projections of meaning (Iser 45)
que realizamos durante la lectura.
A partir de la década de los
ochenta, a Fish se le ha identificado con la emergente
filosofía neopragmática y anti-fundacionalista de
Richard Rorty. Para Rorty no existe una base
última para el conocimiento de la realidad o de la
Verdad. Nuestro conocimiento está ligado a enunciados
linguísticos cuya veracidad no se ancla en sus conexiones
evidentes con el mundo referencial. Lo cual plantea
serios problemas en la interpretación y el entendimiento del
significado de los textos, ya que no queda claro que ni el
texto ni la realidad pongan límite a la interpretación de las
proposiciones o descripciones del lenguaje. El único
remedio para que se den las condiciones de una comunicación
interpersonal reside, a juicio de Rorty, en sustituir la
noción de objetividad por la de solidaridad: los significados
compartidos se alcanzan por medio de la persuasión entre los
miembros de una comunidad libre. Las restricciones a
nuestra interpretaciones, sostiene en Consequences of
Pragmatism (1982), no provienen de la naturaleza de los
objetos, del pensamiento o del lenguaje sino de los
significados libremente asumidos, a través del consenso y del
convencimiento, por dicha comunidad.
Como puede apreciarse, estas
comunidades de significados solidarios se asemejan a las
comunidades interpretativas de Fish en tanto que,
fundamentalmente, la interpretación no se basa en el texto
sino en estrategias colectivamente aceptadas. Fish,
según declara en su ensayo Rhetoric de Doing What
Comes Naturally (1989), comparte la postura
neopragmática y antiesencialista de Richard Rorty que rechaza
cualquier visión totalizadora y fija, cualquier metodología o
teoría que crea poseer la medida de lo verdadero y correcto,
y, por el contrario, confirma una condición epistemológica y
cultural inestable siempre abierta a las revisiones y
reinterpretaciones del contexto y lo contingente. Tanto
la Verdad como la interpretación de los textos depende de
elementos retóricos como las circunstancias de la recepción,
la comunidad interpretativa, la persuasión, el consenso y la
conveniencia.
Este relativismo afecta
también a la formación y al cambio de las comunidades
interpretativas. Las comunidades se forman y modifican
por cualquier causa. No son consecuencia de decisiones
ordenadas: ni protegen un status quo existente ni promueven
uno nuevo. De manera, pues, que parecen ser
independientes, de algún modo, de las circunstancias
históricas, sociales y políticas: una descripción que desató
una dura reacción por parte, especialmente, de los críticos de
izquierdas interesados en resaltar las relaciones no sólo del
texto literario sino también de las estrategias y modelos
interpretativos con la realidad circundante. Para Fish,
en cambio, tras esta insistencia en subrayar la influencia de
la estructura social y el momento histórico están las
creencias erróneas en la existencia de teorías mejores que
otras y, segundo, en la posibilidad de controlar la práctica,
la lectura, desde la teoría.
Otro aspecto polémico, en
especial cuando hacia 1980 se inicia la revisión del canon y
del significado de lo literario por parte de movimientos como
los estudios culturales y el multiculturalismo, es dilucidar
qué valores y prácticas culturales y literarias representan
las nociones de comunidad solidaria de Rorty y de comunidades
interpretativas de Fish. A Rorty se le ha achacado,
alguna vez, el etnocentrismo de su comunidad basada
preferentemente en los principios y supuestos de una cierta
clase media liberal y occidental. A Fish se le imputa su
nulo interés por modificar el canon literario
tradicional. La constitución y las estrategias de sus
comunidades interpretativas se corresponden con los valores y
formas reconocidas de dicho canon.
Las otras dos figuras
centrales de la teoría del lector en Estados Unidos son Norman
Holland y David Bleich. El primero, en libros como
The Dynamics of Literary Response (1968) o Poems in
Persons (1972), trata de elaborar en la década de
los setenta un modelo psicoanalítico que explique la manera en
que la personalidad particular del lector responde al
texto. La lectura permite al lector recrear su
identidad: proyectar su personalidad en la obra y transformar
sus deseos de placer y sus miedos por medio de la transacción
que mantiene con ella. Puesto que no se dan dos
personalidades iguales y, por tanto, cada respuesta es
distinta de cualquier otra, no es posible la existencia de
reglas o guías interpretativas interpersonales. Por su
parte, Bleich centró sus esfuerzos en ligar la teoría del
lector a la enseñanza de la literatura. Su
libros Readings and Feelings (1975) y
Subjective Criticism (1978) postulan cambios en las
instituciones académicas y en el aula. Bleich propone
una pedagogía de signo claramente subjetivo en la que lo que
más cuenta son las respuestas personales del lector a la
obra. Yendo quizá algo más lejos que Fish o Holland, a
pesar de que en el segundo de sus libros conceda un cierto
margen de influencia a las restricciones sociales y grupales,
Bleich rechaza la posibilidad de una lectura objetiva
del texto y aboga por la presencia activa en la interpretación
de los afectos e intereses individuales del lector. Como
ocurría en Fish, el texto vuelve a desaparecer, aunque en este
caso, más que a estrategias interpretativas comunes, se deba a
experiencias lectoras subjetivas e individuales.
 |