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El Taller de la Casa de la Bomba. Dolores Fernández Martínez

El taller de la casa de la bomba 

Autora y comisaria: Dolores Fernández Martínez

Biblioteca de la Facultad de Bellas Artes de la U.C.M. (Madrid)

Del 10 de octubre al 3 de noviembre de 2008

Pisándole los talones a Quico Rivas 

“La vida de un hombre puede escribirse, debiera escribirse, dividirse, según no sólo los lugares sino las casas donde vivió”, decía Max Aub en Jusep Torres Campalans, una extraordinaria novela de artista publicada por primera vez hace cincuenta años. Y no estaba mal encaminado porque hoy sabemos que los talleres forman parte, no ya de la biografía de los artistas, de los pintores, sino de su obra. Ahí tenemos el ejemplo del caótico estudio de Francis Bacon, reproducido tal cual en la Dublin City Gallery the Hugh Lane, y cuidadosamente troceado y guardado en “maletas de artista”. O los ordenadísimos estudios de Mondrian que conocemos por las fotografías de André Kertész. La literatura es también extensa en ejemplos de biografías de artistas que se desarrollan en estudios compartidos, buhardillas, sótanos, fábricas abandonadas… Lugares inhóspitos que se transforman, nunca mejor dicho, por arte de birlibirloque, en escenarios novelescos. 

Escenario novelesco por antonomasia fue el París de Montmartre de los primeros años del siglo XX, ocupado por una fauna variopinta de artistas llegados de todos los puntos del planeta. Allí se forjaron las mejores anécdotas, incluso los estereotipos que vemos reflejados, incluso hoy en día, en el humor gráfico. La casa de vecinos de Ibáñez de la calle Rue del Percebe, 13 proviene de allí, habitada en la buhardilla por un moroso recalcitrante y descarado: el pintor.

El piso de la calle de la Montera, tan cerca del kilómetro cero, que ocupamos unos cuantos compañeros al principio de los años noventa, acababa de ser abandonado intempestivamente por Quico Rivas. No era un piso cualquiera, la casa entera era un nido de artistas: Ángeles San José, Paloma Peláez o Claramunt, todavía vivían y trabajaban allí, pero hubo otros que les precedieron y de los que oímos contar historias fantásticas contra la agencia de alquiler, la O.T.A., y su secretaria, Obdulia, como si estuviéramos viviendo, realmente, en la Rue del Percebe. Nos fuimos encontrando, junto a los restos abandonados por Quico Rivas, los vestigios de algunos otros habitantes, como Luisa Martínez, promotora cultural y musa de la movida madrileña, que murió de Sida en 1994 y a la que se le hicieron entonces, que yo recuerde, algunos homenajes protagonizados por Rossy de Palma.

A Quico Rivas lo volví a encontrar en las muestras del grupo de los refractarios. Incluso participé en una de ellas, multitudinaria, que se celebró en la galería Buades. Y le hice una entrevista para Lanetro cuando él expuso sus pinturas en un bar de Lavapiés. Le hablé de mis hallazgos tras su paso por Montera: no les dio importancia.

Con el tiempo todo fue cambiando, Ángeles San José se marchó, y también Paloma Peláez, mientras que Luis Claramunt fue agonizando lastimosamente hasta que murió en el año 2000. Yo también emigré, pero asistí a la fiesta de clausura definitiva. Mi estudio había sido ocupado por artistas del graffiti y por geniales internautas, ágiles artífices de páginas Web.

Hace mucho que quería contar esta historia públicamente, con los objetos rescatados, los libros de artista, las fotografías, recortes de prensa, tarjetas, revistas… Y ahora, tras la muerte en junio de Quico Rivas,  se hace obligado este pequeño homenaje pues, quien te pisa los talones, es alguien que va detrás. Y cuando caen los muros medianeros, decía Max Aub, sólo queda la tierra, triste y oscura, esperando. 

Dolores Fernández Martínez (Facultad de Bellas Artes. Madrid) 

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