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Abril de lirios y amapolas

23 de Febrero de 2009 a las 12:44 h

Hace 2 años celebramos en la biblioteca el 75 aniversario de la II República con una exposición bibliográfica. Sacamos del depósito todos los libros que teníamos sobre la época de la República, y los fuimos colocando en expositores a la entrada de la biblioteca. La gente podía hojearlos y llevárselos en préstamo, y como eran muchos, los huecos se llenaban enseguida con otros, hasta que los expusimos todos.

Y para recordar la ilusión que depositaron nuestros abuelos en el cambio de régimen, copio este texto de Vicente Aleixandre, en el que nos cuenta como vivió aquel 14 de abril en compañía de otro poeta, Luis Cernuda:

Era un día de abril y las gentes corrían, con banderas alegres, por improvisadas. Enormes letreros frescos, cándidos, con toda la seducción de lo vivo espontáneo, ondeaban en el aire de Madrid. Mujeres jóvenes, hombres maduros, muchachos, niños. En los coches abiertos iban las risas. Cruzaban camiones llevando racimos de gentes, mejor habría que decir de alegría, gritos, exclamaciones. Pocas veces he visto a la ciudad tan hermanada, tan unificada: la ciudad era una voz, una circulación y, afluyendo toda la sangre, un corazón mismo palpitador. Por aquella calle de Fuencarral, estrecha como una arteria, bajaba el curso caliente, e íbamos Luis y yo rumbo a la Puerta del Sol, de donde partía la sístole y diástole de aquel día multiplicador. Luis con su traje bien hecho, su sombrero, su corbata precisa, todo aquel cuidado sobre el que no había que engañarse, y rodeándonos, la ciudad exclamada, la ciudad agolpada y abierta, exhalada, prorrumpida habría que decir, como un brote de sangre que no agota ni se agota pero que se irguiese. La alegría de la ciudad es más larga que la de cada uno de los cuerpos que la levantan, y parece alzarse sobre la vida de todos, con todos, como prometíéndoles y cumpliéndoles más duración. Así, cuando las gargantas enronquecían, otras frescas surgían, y era un techo, mejor un cielo de griterío, de júbilo popular en que la ciudad cobraba conciencia de su existencia, en verdad de su mismo poder. Ella se sentía voz e hito, como un ademán que se desplegase en la historia.
Luis marchaba sin impaciencia. Todo había sido repentino. El encrespamiento de la ciudad, en la alegría resolutoria, la marcha o el hervor común, el regocijo sin daño, la punta de sol dando sobre las frentes: todo, una esperanza descorredora y, en el fondo el ámbito nacional. Pero Madrid es chiquito, y cada hombre un Madrid como un pecho con su porción de corazón compartido. Luis y yo habíamos marchado como un día cualquiera, porque aún no se esperaba del todo aquello, ignorado de cada cual. Recuerdo aquel movimiento súbito por aquella calle, como por tantas calles que no se veían. ¿De qué hablaba Luis Cernuda? En aquel instante, quién sabe; quizá de un tema literario. Cada uno de los transeúntes se hizo de pronto espuma de curso atropellador: curso mismo o su parte, y él su coronante expresión. Luis y yo, flotadores, remejidos, urgidos, batidos y batidores, aguas hondas y salpicadas crestas, todo a instantes y todo en la comunión. Bajaba el río por la calle de Fuencarral y desembocaba en la Red de San Luis. Por la Gran Vía descendía otra masa humana, no apretada propiamente sino suelta y fresca, con sus banderas y sus cantos, sus chistes públicos, sus risas primeras, una multitud niña, lavada, con lienzos blancos levantados a los rayos del sol. Y en medio los grandes camiones como pesados elefantes que llevasen gentes iguales, reidoras, bailadoras, saludadoras con los ojos, con las manos, con las miradas salutíferas que eran propiamente una invitación a vivir. Porque era vida, vida del todo la ciudad, con los ojos puestos en su mismo esperanzado crecimiento natural.
Luis Cernuda y yo, inmensos, no disueltos, bajábamos casi a oleadas, arriba, abajo, tan pronto claros, tan pronto hondos, sostenidos o sostenedores, hacia la desembocadura o hacia la reunión, si la había, de las aguas, final. Un instante, en atención a él, al ser pasados en el movimiento de las aguas de la calzada a la acera, le dije: “¿Quieres que nos vayamos por esta bocacalle ahora al pasar? Se puede”, “No”, oí su respuesta. “No”, dijo sonriendo; “no”, asintiendo, casi diría extendiendo sus brazos en el movimiento natural. Un momento le miré como nadador. Pero en seguida pensé: no, agua mejor, curso mejor. Y le ví a gusto. Sonrió y se dejó llevar.”

Vicente Aleixandre: Luis Cernuda, en la ciudad . En: La Caña gris (nos. 6, 7 y 8, 1962)

Susana Corullón

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