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Stefan Zweig (1881-1942) y Max Ophuls (1902-1957)

María Luisa Esteban Hernández 16 de Junio de 2010 a las 13:48 h

Stefan Zweig, nacido en 1881 a la sombra protectora del imperio austrohúngaro, pertenece a esa generación de centroeuropeos de entreguerras (Joseph Roth,  Robert Musil, Rainer María Rilke, Kafka, Franz Werfel…) que tuvieron que presenciar el derrumbe de todo su mundo.

Judío en un ámbito infectado de antisemitismo, pacifista en tiempos de guerras, este intelectual enamorado de Europa influyó enormemente en la formación del gusto literario occidental. Editor, traductor, poeta, ensayista y novelista, dedicó especial atención a la biografía, deteniéndose en las vidas de personajes tan dispares como Magallanes, María Estuardo, Balzac, Erasmo, Fouché… o María Antonieta, biografía la de esta última que Hollywood adaptaría al cine.  Nos ha dejado también una obra póstuma de enriquecedora lectura,  El mundo de ayer”, valorada entre las grandes autobiografías del siglo XX.  Escrita en plena guerra mundial, constituye una defensa ardorosa de la rica y varia cultura europea entendida como un todo, y una enérgica denuncia del carácter desintegrador que las exaltaciones nacionalistas están entonces ejerciendo sobre los europeos.  Aunque había conseguido alejarse del escenario bélico fijando su residencia en Brasil, la evolución de la guerra a favor de la Alemania nazi, en estos primeros años en que está escribiendo su biografía, le convence de que su mundo está definitivamente perdido. Y seguramente ello será determinante en la decisión que toma de suicidarse, lo que por desgracia acaba haciendo, junto con su esposa, pocos meses después de concluir el trabajo, convertido así éste en su testamento político.

Sobre la base de una de sus novelas más conocidas y con el mismo título,  Max Ophuls, otro judío, alemán en este caso, obligado como él al exilio, realiza en 1948 una de sus obras de arte, Carta de una desconocida. Recrea aquí con su personalísimo estilo de largos, barrocos y elaborados planos un mundo ya desaparecido, el de antes de la guerra del ‘14, que hace revivir en su evocación, con la música como elemento determinante. Claro que Ophuls es un maestro en resucitar esos ambientes del cambio de siglo; lo haría de nuevo conLa ronda” (La ronde, 1950), brillante adaptación de la obra teatral del también judío austríaco de entreguerras, Arthur Schnittzler; con “El placer” (Le plaisir, 1952), sobre tres cuentos de Guy de Maupassant; con Madame de…, (1953), soberbia adaptación de la novela de Louise de Vilmorin; y con Lola Montes (1955), basada en la histórica de Cecil Saint-Laurent. Y ello siempre desde una perspectiva muy centroeuropea que ilustra la tragedia bajo la óptica de la ironía y en un estilo visual, el suyo, preciosista aunque nunca gratuito, intimista, elegante y sumamente efectivo.  Max Oppenheimer, conocido como Max Ophuls, era, al decir de sus colaboradores, intuitivo, delicadísimo de sentimientos, seductor, elegante y cautivador. Hombre de teatro empeñado en llevar las tablas al cine había empezado en los años ‘20 como actor en el Burgtheater de Viena, llegando a convertirse en un formidable director de actores. Supo además rodearse de un equipo homogéneo, perfectamente identificado con su estética de corte clasicista, donde la belleza formal se perseguía tenazmente, cuidando el detalle de manera minuciosa y respetuosa en extremo. Mimaba a sus actores, con quienes preparaba concienzudamente los ensayos a plató vacío antes del rodaje. Cuidaba especialmente los movimientos de cámara (se hicieron famosos sus largos travellings) y a la hora del montaje suprimía sin vacilación todo lo que consideraba superfluo hasta quedarse con la pura esencia. Hizo un cine romántico y sentimental, en el que los personajes llegan hasta morir de frustración si no logran alcanzar lo que anhelan, dominados por un deseo, tal vez un capricho, que los atrapa como una pasión obsesionante y se convierte para ellos en la esencia ardiente de la vida. Y esta emoción subyugadora se expresa como algo en incesante movimiento: sus criaturas se desplazan por interiores o paisajes eludiendo en lo posible el primer plano y escondiéndose casi tras los objetos, precisos y preciosos. Suben y bajan escaleras, giran, se marean, caen, danzan y danzan … -componía sus películas como valses-, y evolucionan en movimientos circulares y envolventes, hasta el desenlace.    Sus primeros éxitos cinematográficos los obtuvo en Berlín con Amoríos (Liebelei, 1932), intenso drama narrado en una estética cercana a los presupuestos de la Bauhaus.  Después, el ascenso de Hitler le impele a abandonar Alemania y durante años trabaja en diferentes países de Europa: en Italia realiza con gran éxito La mujer de todos (La signora di tutti, 1934), en Francia, varios títulos más como Divina, (1935, sobre novela homónima de Colette), en Bélgica, en Suiza… hasta que el estallido de la segunda guerra mundial le obliga como a tantos cineastas centroeuropeos (Billy Wilder, Fritz Lang, Otto Preminger o Ernst Lubitsch…) a trasladarse a Estados Unidos. Allí pasa casi toda la década de los ’40 realizando películas como La conquista del reino (1947), un tema de capa y espada bastante alejado de sus verdaderas motivaciones; el film de cine negro Almas desnudas (1949), y sobre todo, Carta de una desconocida, (1948), melodrama romántico donde desarrolla por medio de una brillante puesta en escena una hermosa historia de amor no correspondido, que comienza con un flechazo en un encuentro fortuito y precipita en drama. La fatalidad del encuentro y el dominio destructor del amor son, por otra parte, temas recurrentes en las historias de Ophuls.  En 1949 regresa a Europa, se instala en Francia y realiza allí su cine más acabado. Su mejor creación es probablemente “Madame de…” retrato de una parisina coqueta, frívola, superficial y frágil, que actúa con esa ligereza con que la mujer de la alta burguesía “fin de siècle” responde a la consideración del hombre, quien, por su parte, la mira como una niña o la admira como objeto de deseo, pero nunca la trata como una igual. Y con esas armas intenta sobrellevar su aventura emocional, ignorante del profundo dolor que ha de causar y causarse. Su última película, Lola Montes, sobre la vida galante de la famosa bailarina, amante de Luis I de Baviera, de Chopin y de tantos otros personajes ricos y famosos de su tiempo, le da pretexto para abordar el perfil de esta “femme fatale” desde una perspectiva poco convencional; no en sus momentos de esplendor, sino exhibida como espectáculo de feria, en el declive ya de su carrera. La visión desde este ángulo monstruoso convierte la historia en un alegato contra la curiosidad malsana sobre la intimidad de los otros, en una denuncia de la banalización que la publicidad ejerce sobre las vidas de los que caen bajo su mirada, algo a lo que la prensa del corazón nos tiene hoy habituados.

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