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La ingeniosa agudeza de Oscar Wilde

María Luisa Esteban Hernández 11 de Enero de 2011 a las 13:40 h

  "El único medio de desembarazarse de una tentación es ceder a ella".

 Es una entre las muchas frases punzantes, cínicas y divertidas que salpican la obra de Wilde. Sus comedias sobre todo, pero casi todas sus obras en realidad están cuajadas de ocurrencias refrescantes, de comentarios intencionados que satirizan a los personajes de ese mundo, que es en definitiva el del autor. Paradojas e ironías son los componentes de la penetrante mirada que Wilde dirige a su sociedad con el desenfado y la vanidosa insolencia de un niño mimado.

 Y es que lo es. Lo ha mimado la naturaleza, dotándole de un talento y un ingenio poco común, lo mimaron probablemente sus padres, y también el éxito, que le acompaña casi desde la cuna y parece que nunca va a abandonarle. Y así habría sido seguramente si él no hubiera desafiado al destino de manera tan temeraria.

 De origen irlandés, familia acomodada, niño enmadrado y escolar brillante, su gran personalidad se impone en seguida en los medios que frecuenta. Es audaz y desenvuelto, de palabra incisiva y respuesta rápida; poseedor de una riquísima vena humorística y de unas excepcionales dotes de conversador. Es también amante del lujo y del derroche, y es además todo un dandy, de estudiados modales aristocráticos y elegante descuido, que marcarían una estética. Y, en definitiva, por todo ello un provocador que despierta por doquier admiración y rechazo.

 Empieza a publicar a los 24 años y a los 26 está ya recorriendo, mientras imparte un ciclo de conferencias, los Estados Unidos. De allí vuelve cargado de anécdotas burlescas, alusivas al primitivismo de la sociedad americana, (como la archiconocida del cartel de aquel salón que anunciaba "no disparéis al pianista, lo hace lo mejor que puede"). Viene luego su matrimonio con Constance Lloyd, que le da dos hijos y un gran desahogo económico y, a continuación, los sucesivos y exitosos estrenos de sus comedias. En 1891 aparece su única novela, "el retrato de Dorian Gray", reportándole feroces críticas de los sectores puritanos y ultraconservadores. Sin embargo, hace ya muchos años que es famoso y no parece que estas críticas vayan a perjudicarle demasiado. Está en realidad en el apogeo de su gloria y en ella seguirá durante los años inmediatos en que continúa estrenando sus mejores piezas teatrales.

 El público le sigue adorando, se divierte con sus sátiras y admira su inteligencia. Pero está también ese sector de la sociedad que se siente zaherido con sus burlas, se escandaliza ante su desenfado y lo juzga con dureza. Algún crítico literario se ha rasgado ya las vestiduras y ha acusado de inmoral al protagonista de su novela, Dorian Gray. Así que no todo son rosas; sólo que Wilde desdeña las espinas y sigue estando seguro de sí. Tan seguro que incluso será él mismo quien encienda la mecha del fuego que lo abrase.

 Así, a esta época brillante en que vive como un príncipe y que parece tan sólida, le llega la hora trágica; la ocasión, bastante nimia: el marqués de Queensberry, padre de su amante, Lord Douglas, le viene acusando públicamente de homosexual y Wilde, crecido y mal aconsejado, (sobre todo por el propio lord Douglas), entabla con su enemigo un proceso por difamación.

 En una sociedad como la inglesa de entonces en que la homosexualidad es delito que se castiga duramente y cuando tan fácil resulta a su adversario probar los hechos que afirma, un proceso será su ruina. Y más aún si consideramos que Wilde pretende basar su defensa en que el arte es ajeno a la moral, como si no se estuviera cuestionando la suya en particular, sino la de Dorian Gray y él tuviera que responder ante el puritanismo de su entorno no de su conducta sino de la de su personaje, tal como en su día le sucediera a Flaubert en el proceso seguido contra su Madame Bovary.

 Pero no; es a él a quien se juzga y lo hace una sociedad vengativa e hipócrita, que no quiere perdonarle ni su talento ni su impertinencia y que ha encontrado ahora la ocasión de pasarle factura. Y Oscar Wilde se lo ha puesto demasiado fácil. Así que de acusador pasa en seguida a acusado.

 Cuando todo está perdido, los más prudentes entre sus amigos le aconsejan e incluso le preparan la huida, pero Wilde, ensoberbecido, se niega a escapar; quiere arrostrar aquel peligroso proceso. Finalmente acusado de "indecencia grave" es condenado a dos años de trabajos forzados. De nada servirán las sucesivas peticiones de clemencia.

 El escándalo que ha supuesto el proceso es mayúsculo; su nombre se borra de la vida pública con ensañamiento, citarlo se convierte en una ofensa social. Los que le han aplaudido, callan; los periódicos le sepultan en el silencio. Los días espléndidos del aplauso y el elogio se desvanecen. Su familia se esconde tras otro apellido, sus amigos, los más, se distancian. Y Wilde yace en la cárcel en un abandono glacial e indiferente, sufriendo atrozmente en su encierro. En su celda escribe "la Balada de la cárcel de Reading", donde revela el dolor de la prisión; es sin duda su canto del cisne, que la humillación y el castigo han secado su vena creativa, reidora, frívola y festiva. 

 La cárcel resulta, pues, una prueba insuperable: sale destruido; no sólo, pero sobre todo moralmente, porque esta experiencia le ha despojado de su rebeldía y le ha dejado en un estado de indefensión. En suma, le ha hundido. Comprendiendo que no puede vivir en Inglaterra se marcha a Francia y allí, en Paris, apenas tres años después de su excarcelación, morirá tras pasar sus últimos días en la oscuridad de la pobreza, que le hiere en su vanidad y le mortifica en sus afanes de elegancia.

 Había dicho en sus tiempos prósperos "Vivir en la sociedad es un aburrimiento, pero vivirfuera de ella es una tragedia" Y él ahora, desarraigado, y con el alma perdida y anonadada, se ha convertido en una figura trágica.

 "Era tan de la alegría, de la despreocupación y de la posición excepcional su arte que en cuanto perdió esa posición y esos arrumacos de la vida se quedó sin estética" dice Gómez de la Serna a propósito de su desgracia. 

 El cine se ha ocupado con frecuencia de Oscar Wilde, tanto de su peripecia vital como de su obra literaria. Con respecto a la primera, podemos mencionar tres películas de carácter biográfico, "The trials of Oscar Wilde", que sobre el proceso realizara Ken Hugues en 1960; "Oscar Wilde", dirigida por Gregory Ratoff en 1960, y "Wilde", donde Brian Gilbert, en 1997, recrea con brillantez la etapa de su vida que va, desde el viaje por América a la salida de prisión.

 Entre sus comedias las más versionadas, no sólo en cine sino también en televisión, "El abanico de Lady Windemare", "La importancia de llamarse Ernesto" y "Un marido ideal".

 Respecto de la primera nos constan tres interesantes adaptaciones. Para quien se atreva con el cine mudo, la que en 1925 llevara a cabo el genial Ernst Lubitsch, bajo el mismo título; The fan, dirigida por otro austríaco de excelente trayectoria cinematográfica, Otto Preminger en 1949. Y, por último la adaptación que en 2004 hace Mike Barker, esta vez con el título de  A good woman.

 En cuanto a la segunda, "La importancia de llamarse Ernesto", goza también de numerosas versiones cinematográficas. En la biblioteca de Filología se pueden encontrar tanto la de Anthony Asquit de 1952, como la de Oliver Parker de 2005, además de la que Juan Guerrero Zamora dirige en los años '60 para el celebrado programa de TVE Estudio Uno, de tan grata memoria.

 Y en lo relativo a la tercera, Un marido ideal, tenemos noticia de al menos dos filmaciones, la de Alexander Korda de 1947 y la de Oliver Parker de 1997.

 Sobre su restante producción literaria conocemos adaptaciones de su cuento "El fantasma de Canterville" (Jules Dassin, 1944) y de su novela "El retrato de Dorian Gray". De ésta última, tres versiones, una de Albert Lewin de 1945, otra de Jaime Chavarri de 1996 y la reciente, 2009, de Oliver Parker, entusiasta de Wilde a juzgar por su producción. Y finalmente su Salomé, no sólo ha sido utilizada para el libreto de la famosa ópera de Strauss, también cuenta con versiones cinematográficas: la Salomé de Dieterle de 1953, la de Claude D'Anna de 1985 así como la de Ken Rusell, "Salome, the last dance" de 1988.

 Y las que vendrán, porque la chispa de sus juicios, tan estimulante, y la gracia con que perfuma de ironía las situaciones de sus historias invitan a nuevas representaciones y recreaciones de su obra.

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