No está de moda la tristeza y menos la muerte. Hubo tiempos en los que prepararse para la muerte -memento mori- era ingrediente esencial de la vida humana. En otros, la mirada lánguida y el suspiro profundo se consideraban muestras indudables de un espíritu delicado. Hoy, en cambio, hay muchos capaces de creer en cualquier elixir de eterna juventud que les prometa mejorar la apariencia, prolongar la vida y ahuyentar el dolor; la tristeza es inaceptable a no ser que, convertida en patología, se la encubra bajo el nombre de depresión; y la muerte es un obsceno tabú.
Recuerdo mi sorpresa cuando leí por primera vez en un libro de texto de mis hijos cuáles eran las características de los seres vivos: un ser vivo nace, crece, se reproduce y se relaciona. Al parecer, la muerte ya no es una parte consustancial de la vida. Y sin embargo -como diría Galileo- morimos. Tengo, además, mis dudas de que realmente nos ayude a ser más felices esta forma de vivir, escondiendo la cabeza como los avestruces para hacer como si no supiéramos que nos aguarda la muerte.
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