Se dice que fue en la Revolución Francesa cuando el hombre quiso por primera vez empezar desde cero, pero quizás fueran los griegos los primeros en cuestionarse las explicaciones mágicas de la naturaleza de los relatos orales tradicionales.
Puede que desde los griegos, los occidentales sintamos el pasado como una piedra en el zapato. “Maldita sobre todo la paciencia”, exclama Fausto, humanista renegado, que ha vendido su alma a un moderno Mefistófeles, clarividente apóstol del borrón y cuenta nueva.
Después vinieron las guerras, el horror nazi, y la rebelión sesentera ante la cultura de los padres, que no había servido para hacer un mundo más justo. Poco a poco todos fueron sucumbiendo ante “la dulzura meliflua de los frutos del loto”, dulce droga de olvido de la que Ulises logró a duras penas salvar a su tripulación.
Pero el olvido hasta ahora era como aquellas pizarras mágicas que sorprendieron a Freud en su época: lo escrito en ellas se podía borrar fácilmente, pero la huella de la escritura del punzón sobre la capa de cera, seguía bajo determinadas condiciones, todavía visible. Freud vio en estas pizarras una gráfica metáfora de la memoria inconsciente, que perdura a pesar de nuestros esfuerzos por anularla.
Nunca como hasta ahora fue tan fácil borrar una ingente cantidad de información con sólo pulsar una tecla. El almacenamiento digital de la información se nos vende como la solución ideal a nuestros problemas con la memoria. Se supone que en una sociedad cada vez más envejecida, en la que previsiblemente tengamos que hacer frente a las limitaciones de nuestro cerebro, necesitaremos recordar toda la información que el mundo moderno no para producir.
Pero cuidado, incluso aunque fuera posible almacenarlo todo, a salvo de catástrofes y de la obsolescencia de programas y de hardware, almacenar no es igual a memorizar. La memoria es otra cosa. Como decía Bergson:
“Mi estado de alma, al avanzar en la ruta del tiempo, crece continuamente con la duración que recoge; por decirlo así, hace bola de nieve consigo mismo” (La Evolución Creadora)
No se trata de ser apocalípticos. La escritura, la imprenta, y Google, son fármacos y alimentos para nuestra memoria, pero ésta, como decía Walter Benjamin, no debe ser un mero instrumento para explorar el pasado, sino al alimento de una experiencia tan abarcarle y limitada como la vida. De lo contrario, estaríamos ante la pesada indigestión intelectual de la que habla Nietzsche: “El hombre moderno arrastra consigo finalmente una enorme cantidad de indigeribles piedras del saber [...] El saber que se toma en superabundancia, sin hambre, incluso contra la necesidad, ya ha dejado de actuar como elemento transformador que impulsa hacia afuera...” (Segunda consideración intempestiva)
La memoria robada : Los sistemas digitales y la destrucción de la cultura del recuerdo : Breve historia del olvido / Manfred Osten ; traducción del alemán de Miguel Ángel Vega
Susana Corullón
¿Qué recordar?