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Nombres

Susana Corullón 23 de Septiembre de 2009 a las 10:04 h

Lo de la identidad, entre otras cosas, es una cuestión de nombres. Cuando queremos hablar de nosotros, lo más inmediato es usar el pronombre  personal  "yo", pero ésta no es más que una palabra vacía,  que a la primera de cambio nos traiciona en boca de otro hablante.

Yo sólo soy yo cuando estoy hablando, igual que tú dejas de serlo cuando hablas de ti. El nombre propio, como el Documento Nacional de Identidad, nos asegura que somos siempre la misma persona, a pesar de envejecer o de cambiar de aspecto.

Pero eso no ha ocurrido siempre así. Para algunas sociedades el nombre no es eso que nos encontramos desde que tenemos conciencia, y que nos acompaña hasta la muerte; la pubertad, una enfermedad o el nacimiento del primer hijo, pueden renovar tanto nuestra identidad que llegan al punto de cambiar nuestro nombre. Hay incluso pueblos, como los Kwakiutl de Vancouver, que llegan a tener nombres diferentes para el invierno y para el  verano.

Sin irnos tan lejos, el cognomen romano comenzó siendo un apodo referido a las características físicas del individuo, aunque más tarde se incorporara en calidad de segundo apellido al resto de los nombres de familia.

El valor administrativo de nuestros nombres actuales muchas veces les ha hecho perder la frescura necesaria para que nos reconozcamos en ellos. El problema es que además de identificarnos, nuestro nombre  también nos adocena convirtiéndonos en el individuo X, registrado y cuantificable, perfectamente instalado en el taxón social que le confiere ser hijo y nieto de Y y de Z.

Los seudónimos sirven para hacer más liviano el peso que la sociedad hace gravitar sobre el nombre. Tienen una larga historia y están en plena forma, como demuestra esa pasarela de identidades virtuales que es Internet.

Adrien Baillet, en el siglo XVII, encuentra hasta 14 motivos por los que un autor querría ocultar su verdadero nombre. La mayoría de ellos podrían calificarse de vicios o virtudes (por prudencia, honestidad, modestia, vanidad, maledicencia....), pero también reconoce que hay quien cambia su nombre sólo por pura fantasía o capricho, por el simple placer de verse a sí mismo transformado en alguien distinto. Liberado por un tiempo de los compromisos y lastres de su posición social, el autor bajo la máscara  se siente libre de las limitaciones y flaquezas de la vida real.

La sensación del lector es parecida a la de asistir a un baile de disfraces. El actor con máscara o el hombre disfrazado juegan a ocultar su propio cuerpo, otro de los "recipientes"  de la identidad.

Privados de su cuerpo, el autor o el internauta lo único que pueden esconder es su nombre.

Como en  cualquier representación en la que se utilizan  máscaras, asistimos a un doble juego, pues la falsedad evidente de la máscara  siempre lleva detrás una  identidad escondida, que está siempre presente de un modo sutil, volviendo sospechosa cualquier ilusión de realidad.

Para redactar esta entrada hemos consultado estos libros, todos ellos de la BUC:

La pensée du pseudonyme / Maurice Laugaa

La identidad : seminario interdisciplinario dirigido por Claude Levi-Strauss 1974-1975 / J.M. Benoist...[et al.]

Artículo sobre la identidad de A. García Calvo en Diccionario crítico de ciencias sociales : [terminología científico-social] / Román Reyes (dir.)

 

  Nombres

Huesos

Susana Corullón 22 de Mayo de 2009 a las 10:14 h

Internet y la Web social han puesto de moda la segunda persona, parece que hablar del Yo no queda bien, y que es políticamente más correcto cargar con el muerto de la identidad al interlocutor; ponerle delante en el espejo todas las cosas que es capaz de hacer en la red, y que van a definir lo que va a ser su imagen ante los demás.

En el fondo esto es un mareante juego de espejos, y lo de llamarnos Tú no es más que un eufemismo para tapar la duda con mayúsculas que se agazapa detrás de tanta tontería en Internet. La cuestión es de dónde me viene esa certeza con la que me reconozco por la mañana como la misma persona que ayer se acostó. No es algo que se toque, ni se palpe, ni se oiga ni se huela.

Lo que sí que se deja palpar es la cabeza que nos duele, o la cara, que sigue respondiendo ante el espejo cada vez que nos buscamos. No es de extrañar que Aristóteles pensara que el sujeto de cualquier actividad vital debe ser un cuerpo. Es el cuerpo lo que nos mantiene vivos, parece obvio, pero el problema viene después. De un día para otro cambiamos de peinado o incluso de pareja, porque cambia nuestra vida y nuestros intereses, pero nuestro cuerpo, el armazón que nos mantiene, también cambia, se hace viejo y lo que es peor, no va a durar siempre y entonces ¿Dónde irá a parar el enjambre de ideas que hay en nuestra cabeza? ¿Duraremos mientras dure el recuerdo de nuestros conocidos? ¿Sobrevivirá de algún modo nuestra conciencia al último lifting de la muerte, o iremos a fundirnos en los confines del universo en forma de energía impersonal? Respuestas hay para todos los gustos, pues como decía un diccionario de Filosofía se trata de una cuestión abierta siempre a las interpretaciones del ingenio humano, con más o menos ayudas trascendentes.

Taoístas y judeocristianos tienen en común no entender la vida eterna sin el cuerpo. En una visión del profeta Ezequiel, Dios lo puso  en medio de un campo de huesos, y le instó a predicar lo que sigue:
"Huesos áridos, oíd las palabras del Señor [...] Infundiré en vosotros el espíritu y viviréis; y pondré sobre vosotros nervios, y haré que crezcan carnes sobre vosotros, y las cubriré de piel y os daré espíritu, y viviréis y sabréis que soy el Señor" (Ezequiel 37: 3-13)

Estas palabras y su posterior corroboración por San Pablo, trajeron de cabeza a filósofos cristianos medievales, siempre más proclives a una idea platónica del alma, según la cual ésta estaría en el cuerpo en una especie de prisión.

¿Y los taoístas? Para solucionar el problema de la salvación del individuo, creen  imprescindible conseguir un cuerpo inmortal, único hábitat posible para todas las almas que nos animan. Transformar el cuerpo en inmortal, requiere  técnicas variadas de dietética corporal y espiritual. Se trata de reemplazar los órganos mortales por otros inmortales, piel, huesos, etc., que nos traen a la cabeza a un futurista hombre biónico. Todas estas técnicas chocan, claro está, con la pálida parca que no perdona ni al más aventajado de los adeptos, pero para ellos sólo se trata de una muerte falsa. En el ataúd se colocaba una espada o un bastón con apariencia de cadáver, mientras que el verdadero cuerpo estará a esas horas viviendo ya con los inmortales.

Susana Corullón

  Huesos

Ponga su vida en una red

23 de Febrero de 2009 a las 17:30 h

Cada vez hay más aspectos de nuestra vida digitalizados. Nuestro yo virtual no sólo se mueve por el ciberespacio, también crea contenidos y deja huellas indelebles. El número de personas que acceden a Internet es cada vez más grande, y a veces puede resultar embarazoso que la información personal salga de su contexto, como le ocurrió hace poco a aquel empleado que fue despedido por alardearar en Facebook de haber engañado a su jefe.

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Me comunico, luego existo

23 de Febrero de 2009 a las 16:49 h

Desde el punto de vista posmoderno, el modelo de personalidad arrolladora, que expresa su singularidad en base a un mundo propio, no termina de convencer. Sentiríamos la misma admiración por las personalidades de Proust, Elliot o Picasso, que ante un bello ejercicio de retórica.

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