Hay por lo menos tres caminos para llegar a leer El loro de Flaubert de Julian Barnes: Flaubert, Barnes y los loros. En mi caso, fue Flaubert. No es que no me gusten los loros. De hecho, convivo en casa, entre otros, con un pequeño agapornis. Pero, la verdad, el tema de las psitácidas sólo me parece adecuado como lectura para noches de mucho insomnio. Además, el libro va de loros disecados (¡agg!). De Julian Barnes, antes de leer el libro, esperaba francamente lo peor: escritor de moda, catalogado por algunos de postmoderno (¡agg! de nuevo), es decir, de esos que reflexionan mucho sobre la propia escritura, ofrecen un potpourrí de géneros (ya que al propio Barnes le gusta tanto la cocina, algo semejante a esos cocineros engreídos que combinan las lentejas de la abuela con alguna exótica alga japonesa y unos toques de espuma de regaliz) y nos deleitan, en fin, con toda suerte de juegos literarios (damas y caballeros, ¡más difícil todavía!). Pero, ¡me gusta tanto Flaubert! Y, como me gusta tanto lo que escribe, me interesa también todo cuanto haya disponible sobre su esquiva persona. Casi hasta la obsesión... como le ocurre al protagonista de El loro de Flaubert. Lo cierto es que, a pesar de esta coincidencia, no esperaba gran cosa del libro, ¡pero me encantó!
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