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Navegando hacia, hasta, para... tras la muerte

Andoni Calderón Rehecho - 16 de Febrero de 2010 a las 09:40

"La razón de Estado, un gran concepto, una idea sublime que no siembra más que discordia y convierte a los hombres en números" (Traven, B. La nave de los muertos, p. 272)

 

Gerald Gales es un marinero cuyo barco zarpa dejándole en tierra sin ni siquiera su tarjeta de marinero; es decir, se convierte en un indocumentado, de cuya misma existencia se llegará a dudar en algún consulado. Empezará entonces un periplo kafkiano que le lleva a traspasar varias fronteras, ayudado en cada caso por la policía del país que debe abandonar (todas le recomiendan ir a Alemania, ¡la de entreguerras!) y superando, incluso, una condena a muerte.

Estamos en los años posteriores a la Primera Guerra Mundial (Entonces estalló la Gran Guerra, la sangrienta danza en honor del Becerro de Oro) tras la que se dieron muchos cambios de frontera (uno de los personajes se quedará sin nacionalidad al haber nacido en un lugar que cambió de Estado y no haber rellenado la documentación oportuna en el plazo prefijado: para cada uno de los Estados implicados pertenecerá al otro) y acercándonos a una gran crisis económica mundial (el libro fue escrito en 1926) que como sabemos desembocará en la II Guerra Mundial.

A partir de determinado momento, su tranquila y vagabunda existencia cambiará totalmente porque se enrolará en el Yorikke, el barco de los muertos, donde "todo estaba pensado para hacer que la vida y el trabajo de la tripulación resultaran tan difíciles como fuera posible" sin que le obligue a ello otra cosa que la superstición (su libertad fatalizada).

En la nave se encuentran otros muertos civiles como él. No se cumple ninguna de las normas de seguridad, ni de tipo alguno, se realiza contrabando, se recurre si es necesario a la ley de emergencia marítica o al Sanghai (reclutamiento mediante rapto para trabajar en un barco). Las escalas sociales son herméticas, nadie moverá un dedo por los demás y cada uno se preocupará de sí mismo (Nadie tiene un sentido del honor tan delicado y tan estúpido como el proletario más mugriento). Ni siquiera importan los nombres reales o la procedencia. La explotación hasta la extenuación es la máxima que rige (Por lo visto, la compañía y el trabajador no pueden ser competitivos al mismo tiempo) y no se vislumbra esperanza alguna (La esperanza es una maldición, no una bendición), no sólo porque no tengan existencia civil sino porque la costumbre hace que todo se convierta en normal: "Cuando los ojos se quedan fijos, mirando lo mismo durante mucho tiempo, ya no lo ven. Cuando el cuerpo descansa todos los días sobre las mismas tablas de madera ya no siente su dureza y duerme igual que si se echara sobre plumón. Cuando la lengua se encuentra todos los días con el mismo sabor, se olvida a qué saben otras cosas. Cuando todo a tu alrededor se reduce, no te das cuenta de lo pequeño que es; y cuanto todo lo que te rodea está sucio, ya no ves lo sucio que tú mismo estás."

El desparpajo del narrador y su humor se van apagando a medida que avanza la obra: al principio (Acantilado permite leer las primeras nueve páginas) casi cada situación es descrita con sorna y mordacidad, que paulatinamente se van convirtiendo en cinismo.

B. Traven, enigmático escritor del que casi no se conoce ni el nombre real y que acabó en tierras mexicanas como Bierce, nos brinda una obra muy crítica con las estructuras estatales y sociales establecidas; pero también con las actitudes individuales, que no son sino la base sobre la que aquéllas se asientan y de las que se sirven.

Un tiempo después de su lectura, me encontré con un artículo en Público que me recordó la novela y que no me resisto a mostrar. Lo firmaba Nazanín Amirian y se titula Rayab en Vic.

"Los únicos que no hacen distinciones son los gusanos y las larvas, unos bichos subversivos y revolucionarios que acaban con todo" (p. 276)

Yes, sir.

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