"Se había engañado a sí misma, al dejarse convencer, por un momento, de que los seres humanos no se dividen en exterminadores y exterminados, y que los exterminadores tienden a colocarse en la situación dominante en cuanto pueden" FITZGERALD, Penelope. La librería. P. 49.

Hardborough es un pueblo acostumbrado a la costumbre. A la de conocer enseguida cualquier cuestión que surja en sus límites (el chico que reparte la correspondencia no abre las cartas únicamente porque su inclinación no son las letras sino las Matemáticas), a la de no salir de casa que practica algún vecino, a la existencia de pequeños duendes o fantasmas (rapper) asociados a los edificios, a las fiestas con invitación restringida, a las formas... y de una manera invisible a los que siempre han decidido desde la sombra lo que es bueno o malo para todos. También está replegado sobre sí mismo (cada cincuenta años o así perdía, como por descuido o por indiferencia hacia semejantes asuntos, algún medio de transporte), una isla entre el mar y el río.

Es en este lugar donde Florence Green, mujer menuda y madura, "un poco insignificante vista desde delante y completamente insignificante por detrás", decide abrir una librería (que también funcionará como biblioteca para quienes se hagan socios) en uno de sus edificios más antiguos, un espacio en buena medida insalubre que lleva muchos años abandonado. Asistiremos a todas las peripecias por las que ha de pasar para conseguir financiación, para obtener los libros y llevar las cuentas, las decisiones que tomará para escogerlos y presentarlos, a quien elegirá para ayudarla... y a las repercusiones que en el pueblo tiene la apertura de la librería; especialmente porque no ha tenido en cuenta que otros, capaces de crear leyes a su medida, podían tener otras ideas sobre el destino del edificio que ha escogido para su aventura.