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El derecho a la pereza

Javier García García 30 de Abril de 2009 a las 09:51 h

En vísperas del 1 de mayo, cuando miles de trabajadores de todo el mundo pasearán con convicción su derecho a trabajar, nada hay, me parece, más subversivo y provocativo que reivindicar con Paul Lafargue El derecho a la pereza.        

¿Quién fue este Lafargue, defensor de la pereza? Un cubano, hijo de terratenientes franceses; médico; anarquista convertido al marxismo y propagandista de él en España, Francia e Inglaterra; yerno de Marx (que recelaba precisamente de esa tendencia suya a la pereza); activista político, articulista satírico, y suicida, junto a su mujer, a los 69 años, por no representar una carga para los demás a una edad en la que comienza a extinguirse el placer de vivir. Un tipo raro, sin duda, poco convencional, como toda persona interesante.

Hace 125 años, El derecho a la pereza, seguido de cerca por otro panfleto de Lafargue llamado La religión del capital, llegó a tener tanto éxito como todas las obras de Marx y Engels juntas. ¿Cuál fue la razón de aquel gran éxito y de su progresivo olvido posterior? Sencillamente: que puso el dedo en la llaga al acusar, no ya al capitalismo rampante, sino a los propios movimientos sindicales y obreros de excitar en las masas proletarias la pasión por el trabajo en lugar y a expensas del disfrute de la vida.

 

Hagamos, con Lafargue, un poco de historia. Nuestro libro de cabecera, la Biblia, declara al trabajo una maldición que el hombre habrá de soportar tras su expulsión del paraíso. En el mundo griego el trabajo era cosa reservada al esclavo, mientras que el hombre libre se entregaba a los goces del cultivo físico y espiritual. También en el mundo romano el ocio (otium) era altamente valorado como condición para el disfrute de los placeres de la vida, del amor, la amistad y la sabiduría. El del trabajo, en cambio, era un concepto puramente negativo (Negotium/ neg-otium). No en vano, la palabra "trabajo" procede de tripalium, instrumento de tortura parecido al cepo.

 

¿Qué sucede, pues, en la modernidad, y sobre todo a partir del s XIX para que el trabajo haya alcanzado tan alta estima entre nosotros? La Revolución Industrial, el surgimiento de la fábrica, la división del trabajo, el auge del capitalismo, el imperio del reloj y, con él, de la "jornada laboral". Este cóctel, al que ha de unirse la secular equiparación cristiana de la ociosidad con el pecado, produce la inversión de los conceptos de ocio y trabajo. El ocio pasa a ser el tiempo durante el cual el trabajador reposa y se repone para continuar trabajando, para producir más y mejor. Los derechos sociales, como el recorte de la jornada laboral, que los movimientos sindicales y obreros se arrogan orgullosamente haber conquistado, son, en realidad, como el propio Lafargue advierte, concesiones gustosas del capital una vez convencido de que mejora la eficiencia y productividad del trabajador. Es más, ¿no han contribuido y contribuyen sindicatos y movimientos obreros a afianzar ese culto, esa glorificación del trabajo que tan útil resulta para quienes disfrutan de sus réditos?

 

Lafargue se separa de Marx al no rechazar tan solo el trabajo alienante, sino todo trabajo como "degradación del hombre libre". Habrá que trabajar, es cierto, resulta inevitable, pero que sea lo menos posible. Con una buena organización y distribución del trabajo, propone Lafargue, tres horas diarias sería tiempo más que suficiente. Lógicamente, esto arrastra de suyo que habría que repartir igualmente los frutos de ese trabajo. ¿Y el resto del tiempo? Ya la sola pregunta está mal planteada: el hombre debe dedicarse a disfrutar, a holgar (raíz etimológica de "huelga" y también de "juerga"), a deleitarse con los placeres de la vida, y sólo debe dedicar al trabajo el mínimo imprescindible de su tiempo.

 

Pero, ¿está preparado el hombre contemporáneo para saber disfrutar de su vida? Para nada. ¿Qué puede esperarse de una sociedad que pone la educación más elevada de hombres y mujeres, la universitaria, al mero servicio del mercado de trabajo? El propio Lafargue tiene claro que no, porque estamos dominados, esclavizados, embrutecidos, por la ideología, por La religión del capital. Lafargue ridiculiza en éste y otros escritos satíricos -como los que parodian las oraciones cristianas- ese perverso enaltecimiento del dinero como único valor real que impera en nuestra sociedad. Y señala con contundencia que lo que apuntala ese credo y sanciona nuestra moral de esclavos es justamente nuestra estúpida glorificación del trabajo como motor y fuente de todo "progreso" social.

 

Tampoco le pasa desapercibido a Lafargue que el ocio del trabajador es básico para el mantenimiento del sistema, pues sirve para que el ser humano consuma a dos carrillos lo que ha producido durante el trabajo. Denuncia igualmente la utilidad que para el sistema tienen las crisis a fin de concentrar nuevamente la riqueza y fomentar el servilismo de las masas y excitar su deseo ferviente de trabajar y su miedo atroz a dejar de hacerlo. Critica, además, que las máquinas, destinadas a liberar al hombre del oprobio del trabajo, sirvan, antes al contrario, para convertir al ser humano en un excedente indeseable al que se debe marginar y etiquetar de improductivo y perezoso.

 

Leer a Lafargue da mucho que pensar sobre lo que está sucediendo a nuestro alrededor, ¿no os parece?

 

Es fácil señalar a aquellos que utilizan hoy "la crisis" para someternos más dócilmente a sus abusos. A esos emprendedores que acaparan el dinero, que especulan con él para tener más y más y nos meten de cabeza, por su ambición desmedida, en la cacareada crisis, de la que al cabo algunos (ya "afortunados") saldrán más ricos. A esos benefactores que nos regalan generosamente un puesto de trabajo para que les enriquezcamos y continuemos enriqueciéndoles durante nuestro tiempo de ocio mediante un consumo desaforado y absurdo. A esos filántropos que, cuando -debido generalmente a su ineficiencia- perdemos nuestro trabajo, nos consideran chupópteros, lastre, chusma, y hablan de quitarnos todo subsidio para animarnos a volver a ser personas de bien que hagan lo que sea por trabajar. A esos valientes que quieren poder despedirnos a su antojo para sacar de la crisis a la sociedad (a la mercantil, a la de los suyos, naturalmente). A esos manirrotos que nos quieren rebajar el salario y mantener la benéfica inflación para animarse así a sacar el dinero que guardan en su calcetín bancario (de aquí o del paraíso fiscal, el único que existe) y multiplicarlo a nuestra costa. A esos creadores de valores (de bolsa, la suya) que nos hacen desear trabajar, aferrarnos a un trabajo muchas veces absurdo, bendecir nuestra maldición bíblica por no vernos entre los millones (cuatro ya en España) de desarrapados, de sospechosos, de vagabundos, de perezosos, de mala gente, de indeseables, de escoria. Es fácil identificar a esos que nos meten miedo, y que lo consiguen.

 

Más difícil es, en la línea de Lafargue, hacer la autocrítica de nuestra esclavitud consentida y cobarde, de nuestra servidumbre voluntaria. Preferimos dejar a un lado el sentido común, cegarnos a nosotros mismos ante el hecho palmario de que vivimos en un mundo profundamente injusto, un mundo en el que la riqueza cada vez está peor repartida, cada vez más concentrada en menos manos, un mundo en el que millones de personas como nosotros mueren de hambre, en el que la máquina no sólo no ha liberado al hombre sino que está contribuyendo a esclavizarlo más sutil y eficazmente, cómodamente, tanto en el trabajo como fuera de él. Preferimos no hacer nada y acantonarnos pasivamente en nuestro insignificante salario, en nuestra pequeña propiedad, en nuestra volátil seguridad (social), en nuestro ocio programado. Y para ello sancionamos las virtudes del trabajo (que beneficia a nuestros empleadores); consideramos intocable, sin límite alguno, la propiedad privada (que beneficia a quienes tienen demasiado); defendemos los valores de Occidente (nuestras grandes palabras vacías, como democracia (heterodirigida), nacionalismo (excluyente), derechos humanos (en un bonito papel), libertad (¿?), etc.), y proclamamos la superioridad, en todos los órdenes, de la civilización occidental por obra y gracia de su potente tecnología (que nos entretiene cada vez más hasta la completa idiocia y, eso sí, nos permite a los nacionales de algunos países privilegiados consumir durante unos años más).

 

De acuerdo, está mal; pero, ¿qué hacer? ¿Se te ocurre alguna alternativa que no desbarate las ventajas (para algunos de nosotros) de este injusto orden de cosas? ¿No nos saldrás anarquista o comunista, a estas alturas de la historia en que ya hemos visto el fracaso reiterado de tales ideologías? ¿No será mejor dejarse de idealismos y aceptar que el capitalismo es el "ismo" que mejor nos retrata, que el hombre es un lobo para el hombre y que sólo del afán de lucro personal obtiene ventajas la sociedad? Sí, también eso interesa que lo pensemos. ¡Viva el darwinismo (social)!

 

Una vez dicho todo lo anterior, considero completamente inútil haberlo dicho; tan inútil y necesario como defender el derecho a la pereza. Les deseo un feliz 1 de mayo a las masas de manifestantes. Yo, por mi parte, lo celebraré a la Lafargue: disfrutando de un día de fiesta. Le dejo a él la última palabra: "El fin de la revolución no es el triunfo de la justicia, de la moral, de la libertad y demás embustes con que se engaña a la humanidad desde hace siglos, sino trabajar lo menos posible y disfrutar, intelectual y físicamente, lo más posible. Al día siguiente de la revolución habrá que pensar en divertirse."

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