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Acaso una novela perfecta

Javier Gimeno Perelló 15 de Enero de 2014 a las 10:28 h

Willa Cather: Una mujer extraviada. Barcelona, Alba, 2012

Encontramos en esta autora estadounidense de fines del siglo XIX y principios del XX un ejemplo de narrativa elaborada con la precisión requerida cuando se quiere vincular una idea determinada del autor con la trama de la novela. O lo que es casi lo mismo: lo que se quiere contar y lo que se cuenta, al decir de José Mª Guelbenzu, quien no duda en calificar esta obra de "novela perfecta" (véase su reseña "Una relación impecable")

Para este crítico y novelista español, el hecho literario, en especial, la novela, no es sino la expresión de una idea mediante el uso del lenguaje poético. La que nos ocupa y la mayoría de la obra de Willa Cather se ajusta a la perfección a este concepto.

 

Willa Cather conoció bien la conquista del Oeste americano y la sociedad de aquella época, de cuya concepción da buena cuenta en sus principales novelas: Mi enemigo mortal, La muerte llega al arzobispo, Mi Antonia o Una mujer extraviada, entre otras.

La que nos ocupa es, probablemente, la novela que mejor refleja el choque de dos realidades, la que sucumbe y la que está naciendo: el mundo de los pioneros del Oeste, rudos conquistadores cuya religión era la del trabajo arduo y la responsabilidad, frente a los nuevos emprendedores, gente sin escrúpulos ni sensibilidad, dedicados a la especulación y al dinero fácil a cualquier precio.

Esa dicotomía la presenta Cather en dos planos narrativos: por un lado, el de los audaces conquistadores, representados por el capitán Forrester, un viejo contratista del ferrocarril en torno al cual se desarrolla toda una sociedad marcada por la cultura del esfuerzo; por otro, el de los jóvenes advenedizos, representados por el mediocre y frívolo abogado Ivy Peters.

El otro plano es el de los principales protagonistas: la bella Marian Forrester, esposa del capitán, y su admirador, el joven arquitecto Niel Herbert, hacia quien profesa una suerte de platónica veneración. Niel Herbert será testigo directo de lo que representan los Forrester y su decadencia en manos de tipos mezquinos como Ivy Peters, que no dudarían en aprovecharse del trabajo realizado por personas como los Forrester en exclusivo beneficio propio, aunque sea al precio de aniquilar a quien se ponga en su camino.

Uno de los grandes méritos de esta novela es, a nuestro juicio, la facultad de sorprendernos aun con la evidencia, sin ocultar en ningún momento lo que pretende decirnos. Tal vez el ejemplo más nítido de ello sea la llegada del Niel Hebert a la casa de los Forrester poco antes de descubrir a la señora con su amante. Previamente, la autora ya ha preparado al lector para este encuentro pero con la habilidad propia de los grandes escritores no sólo para no alertar al protagonista sino también para que el lector sepa en todo momento que aquél no sospecha nada de lo que se va a encontrar al llegar a la casa de su admirada. El culmen de esta escena no es la decepción del joven arquitecto sino su actitud ante tal decepción, que supone una auténtica declaración de intenciones y una de las ideas esenciales que subyacen en la estructura profunda de la novela: 'No era un escrúpulo moral lo que ella había profanado, sino un ideal estético'.

Porque el advenimiento de los nuevos emprendedores faltos de escrúpulos morales significaba el declive de la ética, vale decir, de la belleza. La derrota definitiva de la estética representada en la elegancia moral y en la belleza física, pero sobre todo, en la belleza interior de la señora Forrester.

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