Comer se volvió mal visto entre nosotras. Era como matar lentamente a mi padre.
Cuando pudimos conseguir el millón y lo depositamos en la cuenta bancaria de los ladrones de almas, ocurrió lo peor. Los secuestradores nos enviaron una caja pequeña, en cuyo interior había una rata gris junto a una carta donde informaban que aumentaron la cuota por el rescate. Ya no era un millón, sino quince millones.
No pudimos hacer nada. Absolutamente nada. Todo lo que hicimos no tenía ningún valor ya. Solo nos quedamos con esa rata gris. Era lo único que quedaba de mi papá.
[Seguir leyendo] Alma perdida