El
TEXTO JURÍDICO-ADMINISTRATIVO: ANÁLISIS DE UNA ORDEN MINISTERIAL
clac 4/2000
Elena
de Miguel
Universidad Autónoma de Madrid
1. El lenguaje
jurídico-administrativo: consideraciones generales
El lenguaje administrativo es la
lengua empleada por los órganos de la Administración del Estado tanto en sus
relaciones internas como en su relación con los administrados. Lo normal es que
se manifieste de forma escrita, a través de variadísimos documentos (actas,
anuncios, circulares, citaciones, convocatorias, disposiciones, estatutos,
formularios, notificaciones, oficios y otras muchas modalidades).[1]
Entre los más usados por los ciudadanos, no ya como meros receptores sino como
emisores, se hallan sin duda la instancia y el contrato.
Escritos administrativos también de
uso frecuente son los dictámenes, disposiciones, normativas, órdenes,
regulaciones y resoluciones, que nos sitúan ya en el terreno más específico del
lenguaje jurídico. En efecto, el poder ejecutivo descansa en el organismo de la
Administración para hacer cumplir la legislación vigente. De ahí la estrecha
relación entre los textos jurídicos y los administrativos. El lenguaje jurídico
se puede definir como la lengua empleada por los órganos de la Administración
de Justicia en sus relaciones con la colectividad o con las personas físicas y
jurídicas, es decir, como un tipo de lenguaje administrativo específico. Textos
jurídicos son tanto los legales (la manifestación concreta de las leyes) como
los judiciales (los derivados de la puesta en práctica de la legislación por
parte de los profesionales del derecho).
Tanto los textos legales (leyes,
decretos-ley y órdenes ministeriales, que en las sociedades democráticas son
promulgados por el Parlamento) como muchos de los textos administrativos se
transmiten a través del BOE, que es el medio de comunicación habitual de la
Administración Pública con los ciudadanos.[2]
La frontera entre lenguaje jurídico
y administrativo no está, pues, bien delimitada y hasta cierto punto el primero
puede considerarse una clase especial del segundo. En consecuencia, ambos
lenguajes suelen estudiarse de forma conjunta, decisión que parece sensata, puesto
que comparten los recursos lingüísticos (gramaticales y léxicos) y coinciden
también en los factores extralingüísticos que los caracterizan (el canal, el
emisor, el receptor y la finalidad o intención comunicativa).
En este trabajo analizaré el texto jurídico-administrativo
como una entidad única e ilustraré su análisis con el ejemplo de una orden
ministerial que comparte propiedades de ambos lenguajes. Y lo haré sin
detenerme en la cuestión de si la lengua utilizada en este tipo de textos
constituye o no un lenguaje específico -es decir, si existe un lenguaje
específicamente jurídico-administrativo o si se trata de un uso especial de la
lengua estándar por parte de la Administración (para algunos una variedad
diastrática del sistema, lo que se conoce con el nombre de “lenguaje
sectorial”)-.[3] Aunque puede
ser objeto de un debate interesante, no me detendré en ello porque desde la
perspectiva desde la que aquí intento abordar el texto jurídico-administrativo
sí que constituye un tipo de texto específico, diferente de otros no ya por sus
rasgos léxicos o gramaticales ni por ser un texto fundamentalmente narrativo, o
expositivo, argumentativo o descriptivo (todo ello puede ser, dependiendo del
tipo de texto y de la parte concreta de cada texto que se analice). Lo que
distingue al texto jurídico-administrativo es la especificidad del conjunto de
factores que intervienen en su producción.
En efecto, el emisor de un
texto jurídico-administrativo es un emisor bastante especial: suele ocupar una
posición de dominio y suele buscar el anonimato. El receptor por lo
general ocupa una posición “subordinada” con respecto al texto, que se le
impone (tanto cuando es un texto preceptivo como cuando es informativo)[4].
Estos papeles se invierten cuando se trata de un texto elaborado por el
ciudadano para dirigirse a la Administración (en instancias y recursos, por
ejemplo). En ese caso es el receptor el que ocupa una posición de poder y el
emisor el “subordinado”, que se ve obligado a asumir y recordar constantemente
esta condición, desde el momento en que debe hablar de sí mismo en tercera
persona (aceptando que “no es nadie, al menos nadie conocido”).[5]
También el canal es especial:
es un papel y, no uno cualquiera, sino un papel oficial, fechado y firmado. El
canal se convierte en la propia ley[6].
Asimismo, el contenido del mensaje en este tipo de texto es específico:
no lo será nunca una anécdota, ni una historia, ni un chascarrillo, ni una
hipótesis. Y también es específica la intención del emisor al elaborar
su mensaje: no busca convencer a la manera del lenguaje publicitario o del
político, ni le mueve un objetivo estético, como ocurre con el lenguaje
literario; el texto jurídico-administrativo tiene una finalidad
fundamentalmente práctica: la de informar, ordenar y, a veces, disuadir (y
solicitar o reclamar cuando el emisor es el ciudadano). Todos estos factores
tienen evidentes consecuencias sobre el código utilizado y sobre el tipo
de texto resultante, como en seguida se verá.
2. El texto jurídico-administrativo: rasgos característicos
El texto jurídico-administrativo,
según se ha señalado repetidamente en la bibliografía, se caracteriza por la
rigidez de su estructura, un esquema invariable establecido de antemano para
cada modalidad (contrato, instancia, sentencia, etc.), y por la de su léxico,
muy conservador, lleno de tecnicismos y fijado también de antemano a través de
fórmulas y frases hechas ausentes en muchos casos de la lengua estándar. En
consecuencia, el emisor del texto jurídico-administrativo tiene vedada en gran
medida la creatividad, la expresividad, la subjetividad: no puede usar
metáforas no fijadas previamente, ni improvisar una organización nueva para su
mensaje, ni jugar de forma personal con la lengua; constituye un mero “notario”
o “amanuense”, a menudo, en sentido literal. Así, por ejemplo, una sentencia es
un texto redactado por un emisor distinto de quien la ha dictado y éste, por su
parte, la dicta en nombre de otro (en nuestro caso, el rey): aquí tenemos otra
característica de estos textos y es que en ellos se delega mucho. El emisor
real del texto muchas veces parece tener como única pretensión la de
desaparecer de su escrito.
Desde esta perspectiva, el lenguaje
jurídico-administrativo es más bien la negación del estilo, a diferencia del
lenguaje político, publicitario, literario, etc. No obstante, existe una serie
de rasgos gramaticales y léxicos característicos, responsables del estatismo,
impersonalidad y rigidez del texto jurídico-administrativo, que merece la pena
mencionar brevemente, puesto que después serán puestos en relación con los
objetivos que este tipo de texto persigue.[7]
2.1. Recursos gramaticales y léxicos
(a)
Existe una preferencia por la construcción nominal, que se manifiesta en el
abundante uso de sustantivos y adjetivos en relación con el número de verbos
utilizados; en la sustitución de construcciones verbales por construcciones
nominales (en la tramitación de este juicio = al tramitar este juicio) y
en el uso de perífrasis con un verbo vacío o desposeído de significado y un
sustantivo que porta mayor carga semántica (presentar reclamación por reclamar;
interponer recurso por recurrir). Con ello la prosa se vuelve más
abstracta e intemporal y también más lenta e incluso cacofónica (como en el
ejemplo es por lo que procede la desestimación de la pretensión de
clasificación profesional, tomado de Sánchez Montero, 1996). Pero además la
prosa se despersonaliza: con el uso de los nombres desaparecen las personas que
acompañan a los verbos, los actores y, por tanto, el texto es más elusivo.
(b)
Esta primera tendencia se combina con otro factor despersonalizador, que es la
abundante presencia de formas no personales del verbo: infinitivos, participios
-presentes (el demandante, las partes intervinientes) y pasados, muchos
en construcción absoluta (transcurrido el plazo, instruido el expediente,
probados los hechos)- y, sobre todo, gerundios (resultando que, siendo
oído el testimonio), muchos de ellos incorrectos (como los que desempeñan función
adjetiva y han llegado a recibir el nombre de gerundios del BOE: Orden
nombrando, decreto disponiendo, instancias solicitando, ...). Estas formas
no personales y no temporales confieren también estatismo y sabor arcaizante al
texto; con ellas se ordena la secuencia lógica de los acontecimientos o de la
argumentación (resultando que, dictándose auto, remitiéndose los autos,
siendo oído el testimonio, etc.), sin hacer visibles ni el momento en que
ocurren las cosas ni quién las provoca. Este mecanismo, coherente con un tipo
de texto que busca la objetividad y la abstracción, lejos de las contingencias
temporales, tiene en cambio efectos no deseados: la prosa se vuelve monótona y
bastante imprecisa, ambigua.
(c)
El lenguaje jurídico-administrativo conserva el futuro de subjuntivo,
desaparecido de la lengua estándar, en parte por la necesidad de precisar
matices, especialmente en la redacción de las leyes, y en parte por arcaísmo
(así, muchas de las formas usadas constituyen ya frases hechas de este tipo de
lenguaje: si procediere; si hubiere lugar; cuando estimare oportuno; si no
comparecieren). Este uso, muy abundante, contribuye de nuevo a la lentitud
y complejidad de la prosa.
Además del futuro, se usan otros
muchos subjuntivos, en parte porque existe mucha subordinación, dado que el
párrafo jurídico-administrativo suele ser largo, a fin de recoger con precisión
y explicitud todos los matices, posibilidades y excepciones. Y en parte también
porque, dado el contenido preceptivo-informativo de este tipo de texto, abundan
los verbos que rigen subjuntivo (verbos de mandato, de ruego, de permiso, de
encargo, de prohibición, oposición, posibilidad, duda, obligación, como disponer,
precisar, convenir, ser necesario). El contenido justifica también el uso
frecuente del imperativo (particípese, notifíquese) y del futuro de
indicativo de mandato en construcciones pasivas e impersonales (como en se
hará saber), así como la frecuencia de presentes puntuales de indicativo (no
ha lugar, procede, certifico, dispongo, se dicta, etc.), que afirman la
seguridad en el cumplimiento de lo mandado o dispuesto.
(d)
Como consecuencia del exceso de subordinación, de la longitud del párrafo y de
la abundancia de incisos, el texto resultante es complejo y oscuro y, a veces,
llega a ser ininteligible. Cuando se pierde el hilo argumental, no es raro que
se cometan incorrecciones de construcción: es frecuente el anacoluto y el mal
uso de los relativos, incluido el fenómeno conocido como quesuismo (sustitución
del relativo cuyo por el relativo que y el posesivo su).
También es habitual la utilización, señalada como vulgar por la RAE, del
redundante el mismo cuyo uso pleonástico podría evitarse mediante el uso
del mero pronombre o de un demostrativo o un posesivo -como en el ejemplo
tomado de Sánchez Montero (1996): se trata de actividades que requieren
iniciativa y responsabilidad y que dada la complejidad de las mismas, que
podría aligerarse del siguiente modo: [...] y que dada su complejidad-. En
consecuencia, un tipo de texto que en teoría busca la máxima precisión y
claridad, paradójicamente, resulta ambiguo, impreciso e incorrecto desde un
punto de vista normativo.
(e)
El lenguaje jurídico-administrativo se diferencia también de la lengua estándar
por el uso excesivo que hace de las construcciones pasivas, tanto perifrásticas
como reflejas, a veces incluso con un orden extraño y de sabor arcaizante: la
demanda suscrita fue turnada a este Juzgado y admitida que fue a trámite;
transcurrido que sea el plazo (ejemplos de Sánchez Montero, 1996).
Normalmente se ha afirmado que el uso abundante de las pasivas se debe a que
esta construcción oculta el agente, en consonancia con lo habitual en este tipo
de texto: la despersonalización, la elusión, el anonimato del emisor. Sin
embargo, las pasivas reflejas tienen una característica que las diferencia de
la correspondiente construcción en la lengua estándar y que casa mal con la
explicación habitual: suelen coaparecer con el agente expreso en un sintagma preposicional
encabezado por las preposiciones de y por, sintagma no permitido
en la lengua común. Así se ve en los ejemplos siguientes: por el Procurador
se interpuso demanda (tomado de Sánchez Montero, 1996) y se fija
taxativamente por las partes, se pretende por los recurrentes, se impugna por
el actor (tomado de Ricós, 1998). La presencia de este agente en la pasiva
refleja de los textos jurídico-administrativos ha sido analizada por Ricós y
atribuida a razones de orden informativo, textual y pragmático.
En primer lugar, según la autora el
uso habitual de la pasiva en este tipo de texto se justifica porque dicha
construcción se caracteriza, desde el punto de vista informativo, por enfocar
el proceso expresado por el predicado; su presencia permite no ya ocultar el
agente sino centrarse en el proceso verbal, que representa la norma que se
impone.
En segundo lugar, se prefiere la
pasiva refleja a la perifrástica porque, como ya mostró Fernández Ramírez
(1986), la primera es menos dinámica y su estatismo concuerda mejor con la
expresión de las normas e instrucciones de validez general o universal (por
ejemplo, en las instrucciones para las recetas culinarias: se pelan las
patatas, se cuecen diez minutos). Dado que el tipo de textos que aquí nos
ocupa aspira a presentar los hechos como generales y atemporales, en
consonancia con el carácter universal que se atribuye a la ley, es lógico la
preferencia por la pasiva refleja sobre la perifrástica.
Por último, la pregunta crucial es
por qué razón aparece tan a menudo el agente explícito. Según Ricós, es típico
también de este tipo de texto el ofrecer información exhaustiva con el objeto
de evitar ambigüedades. En la medida en que no explicitar el agente podría
atentar contra la claridad buscada, éste excepcionalmente se menciona y su
presencia se convierte en un rasgo textual idiosincrásico. Desde esta
perspectiva, el uso abundante de pasiva refleja en estos textos no tendría como
objeto diluir el agente, como normalmente se ha pensado, sino centrar la situación
comunicativa en el objeto del mandato y en la acción en sí misma, con
independencia de la mención desambiguadora del agente (necesaria cuando de
quién sea el agente depende la validez del mensaje: lo que se sentencia,
regula, firma, etc.).
(f)
Se usan impersonales con se en abundancia, buscando ahora sí la
despersonalización del texto y el distanciamiento que caracteriza el lenguaje
jurídico-administrativo. El sujeto que juzga, legisla, certifica, informa,
ordena, condena, etc., está eclipsado y resguardado. En definitiva,
impersonales y pasivas (con la excepción antes mencionada de la pasiva con se
agentiva) ocultan el sujeto lógico: esa ocultación puede dotar de objetividad
el texto pero también constituye un escudo que protege al emisor del enunciado.
(g)
El tipo de texto (autoritativo-informativo) que nos ocupa abusa también de las
construcciones perifrásticas, en el afán de expresar todos los matices y de
proporcionar un carácter enfático al contenido (condeno y debo condenar, se
tienen por reproducidas, se hará saber, habrá de ser solicitado, se deberá
participar, podrá recabar). El uso de tanta perífrasis contribuye también
al distanciamiento, al crear un estilo artificioso e hinchado que pierde al
lector entre los matices y las precisiones. Las perífrasis más frecuentes son
las de obligación, en sintonía con una tendencia bastante general en este tipo
de texto a insistir más en las obligaciones de los administrados que en sus
derechos.
(h)
Con la excepción del caso de la pasiva refleja, lo habitual es que el agente se
oculte, en línea con el estatismo de una prosa en la que no se narran cosas que
ocurren y, por tanto, no se ha de mencionar quién las provoca. Esta ocultación
del agente influye en el uso habitual de colectivos que eclipsan las
individualidades tras el nombre de entidades, organismos, instituciones y leyes
(particípese la presente a los Registros Civiles; según redacción dada por
la Ley 30/199, de 7 de julio, ejemplos de Sánchez Montero, 1996).
Precisamente este rasgo contribuye también al desvalimiento del receptor del
texto, porque cuando no se puede identificar la autoridad, es muy difícil
rebelarse contra ella.[8]
También es frecuente el uso del llamado “plural oficial”, con el que el emisor
se distancia y esconde, buscando la objetividad y eludiendo al tiempo la
responsabilidad sobre su enunciado.
Se usa asimismo mucho la tercera
persona: el caso prototípico es el de la instancia, que obliga al emisor a
colocarse en el lugar de otro y desencadena, en ocasiones, una incorrecta
fluctuación de personas a lo largo del texto. Cohen (1998) ha analizado esa
fluctuación entre personalización e impersonalización del texto en el discurso
judicial. En concreto, estudia los interrogatorios judiciales y atribuye la
fluctuación a la dificultad que plantea a un emisor no experimentado el
mantener su discurso en un plano impersonal (diseñado estratégicamente para
confirmar la imparcialidad y objetividad del contenido); por ello no es raro encontrar
algún rasgo que delate al emisor, como ocurre en los siguientes textos, tomados
de una declaración policial:
Desea
hacer la aclaración que luego del reventón de la goma del Renault 12, el
oficial Herrera pasó al vehículo del declarante, siendo el nombrado Herrera
descendido en Avda. Sarmiento y Siria para que viaje a su domicilio y el
deponente con el resto del personal mío continúa hasta llegar a la brigada de
Investigaciones. (Tomado de Cohen, 1998, p. 20)
El
actuante juntamente con personal a sus órdenes, procedimos de inmediato a
acudir al sitio aludido. (Tomado de Cohen, 1998, p. 15)
(i)
Caracteriza también al texto jurídico-administrativo la acumulación de
locuciones prepositivas (en el supuesto de, de conformidad con, a efectos
de, a instancias de, según lo dispuesto en , etc.), muchas de las cuales no
aportan contenido real sino que se limitan a servir de apoyo en la
estructuración del texto. Pero con su presencia contribuyen a reforzar su
carácter rígido e invariable y prolongan aún más una frase ya de por sí larga y
compleja.
(j) El
léxico del lenguaje jurídico-administrativo es muy estable, a diferencia de lo
que ocurre con otros lenguajes, como el político o el científico, que crean
constantemente vocablos nuevos: se trata de un lenguaje culto, ritual y con
escaso margen de variación. Dada la importancia que tiene la tradición en este
tipo de lenguaje -junto con el deseo de estabilidad y de atemporalidad que lo
caracteriza-, son abundantes los arcaísmos (debitorio, otrosí, proveído, pedimento,
por esta mi sentencia, por ante mí el Secretario), muchos de los cuales
constituyen tecnicismos (débito, fehaciente, diligencia, decaer en su
derecho, elevar un escrito, incoar un expediente, librar un certificado,...).
Tecnicismos son también ciertas voces homófonas con otras de la lengua estándar
que exhiben un significado distinto (es el caso de adjetivos como justo,
correcto o preceptivo, que no son valorativos en el texto
jurídico-administrativo) e incluso un comportamiento gramatical diferente (es
el caso de verbos como enterar y significar, que se construyen
con un régimen diferente al de la lengua común: son agentivos y ditransitivos,
con un significado próximo al de “informar” y al de “decir” respectivamente).
Es muy frecuente el abuso de los
adverbios en -mente. Por un lado, por la necesidad que existe en este
tipo de textos de matizar y precisar verbos y adjetivos en busca de claridad y
falta de ambigüedad; y por otro, por el afán de emplear palabras extensas que
hinchan y enfatizan la frase: certifico que lo anterior concuerda bien y
fielmente con su original (tomado de Sánchez Montero, 1996). El resultado,
como ya es habitual, es una prosa lenta y a veces cacofónica. En la misma
dirección, es muy abundante el uso (y la acumulación) de adjetivos, postpuestos
y antepuestos, en sintagmas como preceptivo juicio oral, vacación
anual mínima retribuida, decisión arbitral obligatoria, algunos de los
cuales forman ya parte de fórmulas estereotipadas: estimación parcial de la
demanda, ejecución provisional de la sentencia, previa diligencia de reparto.
(k) Rasgo
prototípico del tipo de texto que nos ocupa es el uso de parejas y tríos de
nombres, verbos y adjetivos de significado muy próximo, siempre en busca de la
exactitud conceptual y también del énfasis (se personen en forma y
comparezcan; serán nulos y no surtirán efectos; daños y perjuicios; riñas o
pendencias; abogado o letrado; actor y demandante; premios, recompensas,
menciones honoríficas; subvenciones, auxilios o préstamos; cargas y gravámenes;
inspección y vigilancia; se cita, llama y emplaza, paradero o situación; debo
condenar y condeno; así lo pronuncio, mando y firmo). El uso y abuso de
estos sinónimos de nuevo contribuye a la lentitud y pesadez del texto
jurídico-administrativo.
(l) Entre
los procedimientos de formación de palabras, destaca la formación de adjetivos
terminados en “-al” (procedimental, educacional) y en “-ario” (adjudicatario,
arrendatario, peticionario, concesionario) y la formación de nombres
mediante prefijación y sufijación simultánea: desestimación. También es
característica la formación de palabras en las que el prefijo cumple una misión
referencial (antedicho, precitado).
(ll) Es
abundantísimo el uso de anafóricos como dicho, mencionado, citado,
expresado, indicado, referido, aludido, este, ese y aquel, etc. Y el
redundante “el mismo” reprobado por la RAE, del que ya se habló supra.[9]
(m) El
lenguaje jurídico-administrativo es “políticamente correcto”: no aparecen en él
palabras-tabú -a menos que se reproduzcan literalmente enunciados (como en una
declaración policial o judicial, por ejemplo)-; en cambio, abundan los
eufemismos. Presenta un alto grado de solemnidad y de cortesía reglada, que se
manifiesta en el uso obligado de los títulos y tratamientos adecuados, a fin de
evitar el fracaso textual. Como ya vimos, ello contribuye también al tono
autoritativo-subordinativo característico y al distanciamiento entre la
Administración y los administrados. Como adelanté, la recomendación actual es
reducir las fórmulas de excesivo respeto, a fin de reducir la situación de
desequilibrio entre los interlocutores, a pesar de lo cual se siguen usando, lo
que confirma el grado de respeto que impone a los ciudadanos enfrentarse a este
tipo de texto.
(n) También
se caracteriza el lenguaje jurídico-administrativo por el uso abundante de
siglas y abreviaturas a la hora de aludir a organismos, instituciones, leyes y
conceptos (MEC, LOGSE, IRPF, BOE, RD, LOPJ). Aunque son muy útiles, por
el ahorro de tiempo y de espacio que suponen, entorpecen con su presencia la
legibilidad del texto.
(ñ) Por
último, quiero señalar que, aunque suele atribuirse al texto
jurídico-administrativo una elaboración esmerada tanto en el aspecto
terminológico como en el sintáctico, se encuentran ‑incluso en el propio
BOE‑, frecuentes faltas de ortografía (aparte de la ausencia
prácticamente general de acentos en las mayúsculas) y errores en la
construcción, junto con otros vulgarismos, como el uso de gerundios adjetivos y
de posterioridad, el uso redundante de el mismo y el mencionado
quesuismo. Si el Estado suscribe un acuerdo implícito para respetar las
decisiones que sobre la norma lingüística establece la RAE, no deja de ser
curioso que no las cumpla en su instrumento oficial de expresión.
2.2. El
texto jurídico-administrativo como texto comunicativamente fallido
El tipo de lenguaje que hemos
descrito a lo largo de (a)-(ñ) en §2.1 tiene como resultado textos
comunicativamente fallidos, en la medida en que en ellos se persigue la máxima
precisión, explicitud y coherencia y lo que se obtienen con bastante frecuencia
son prosas intrincadas, pesadas e ininteligibles, como la que ilustra el
pequeño párrafo-frase incluido a continuación, con sus gerundios e incisos
imposibles:
La presidencia plantea a la Cámara
el acuerdo de la Junta de Portavoces, de conformidad con la Mesa, de incluir al
final del Orden del Día, una Comparecencia solicitada urgentemente por el
Gobierno -Comparecencia del señor Consejero de Agricultura y Pesca, a efectos
de que informe sobre los acontecimientos en relación con las artes de pesca en
la Comunidad Europea-, acordándose su inclusión en el Orden del Día del Pleno
próximo, convocado para el día ventidós de diciembre corriente, en el supuesto
de que sobre las trece horas del día de hoy no terminase el debate del punto
que nos ocupa, lo que es aceptado por la Cámara.
(Tomado de Álvarez, 1995, p. 34)
La eficacia comunicativa de este
tipo de texto, como dijimos, depende precisamente de que el emisor se ajuste al
esquema previsto de antemano, para lo cual se sirve, entre otros recursos, de
giros y fórmulas que ocupan un lugar preestablecido en la estructura del texto
(de conformidad y en el supuesto de que, en nuestro breve ejemplo
anterior). Pero lo que habría de servir de ayuda constituye más bien un corsé
extremadamente rígido que dificulta el discurrir fluido del mensaje y de la
construcción. Asimismo, el exceso de subordinación, en busca de la precisión y
explicitud, desencadena rupturas de la construcción gramatical que entorpecen
la legibilidad del escrito. Textos como el párrafo-frase precedente exigen del
lector un esfuerzo suplementario que no garantiza, con todo, su recta
comprensión. De ahí que, en principio, se pueda caracterizar el lenguaje
jurídico-administrativo como un lenguaje fallido.
La propia Administración está llevando a cabo desde hace un tiempo
intentos de simplificar y actualizar los textos que produce, con el fin de
volverlos más claros y precisos. Como consecuencia de esa nueva actitud se
publica en 1990 el Manual de Estilo del Lenguaje Administrativo y se
redactan en las leyes correspondientes cláusulas que aluden a la búsqueda de la
claridad en las relaciones de la Administración con los ciudadanos; la Ley de
Enjuiciamiento Criminal establece explícitamente que “Las sentencias deben ser
claras, precisas y congruentes con las demandas” y la Ley de Procedimiento
Administrativo, en su artículo 2º (7 de julio de 1986) afirma que:
En la elaboración material de los
documentos y comunicaciones administrativas, en especial de los que hayan de
dirigirse a los particulares, se deberá disponer el texto de forma clara y
concisa, acudiendo a párrafos breves y separados, y evitando la aparición de
apartados cuya extensión o complejidad dificulte innecesariamente la
interpretación de su contenido.
(Tomado de Álvarez, 1995, p. 33)
Con todo, los textos
jurídicos-administrativos resultan siempre complejos y ajenos al ciudadano
común y esto es verdad no ya para el español sino para cualquier lengua. De
hecho, según comenta Alcaraz (1994), en el Reino Unido existe en este momento
un debate abierto entre los partidarios de actualizar este lenguaje alejado,
inaccesible y oscurantista, que defiende a ultranza el privilegio de una
profesión y del que los propios estudiantes de derecho británicos comentan que
les resulta tan difícil de aprender como si fuera una lengua extranjera (Plain
English Campaign, ‘Campaña a favor de un inglés claro’), y la de los que
prefieren mantenerlo en su estado especializado porque, en su opinión, con ello
se mantienen mejor las garantías jurisdiccionales (al evitar las ambigüedades y
las polisemias) -campaña que ya existió antes en Estados Unidos, durante el
mandato presidencial de Carter, y que con la llegada de Reagan a la Casa Blanca
se desactivó-; asimismo, según comentan los propios “afectados”, el estatuto de
funcionarios de la Comunidad Europea constituye un documento máximamente
abierto, interpretable de muy diversas formas. También la Comisión Lingüística
de la Comunidad Europea ha publicado un documento, que se puede consultar en
Internet, propugnando la simplificación del lenguaje administrativo y el
Servicio de Traducción de la Comisión Europea está promoviendo una campaña que
se conoce con el nombre de Fight the Fog (‘Luchar contra la niebla’), a
favor de la claridad y la simplificación de los textos generados por los
funcionarios de la Unión Europea.
En suma, el texto jurídico-administrativo
sigue poniendo una distancia a veces insalvable entre el receptor y el emisor y
desde esta perspectiva es un texto que fracasa comunicativamente, porque
expulsa de su seno al no iniciado y acaba por constituir una especie de jerga-arcano
que impide o frena su uso eficiente por parte de ciudadanos instruidos y
capaces.
3. Algunas
razones para profundizar en el estudio del texto jurídico-administrativo
3.1. El
dominio del lenguaje jurídico-administrativo como necesidad social
Los rasgos gramaticales y léxicos
recogidos en el apartado precedente describen un lenguaje conservador y muy
convencional, que basa en ello su eficacia pero que simultáneamente se
distancia del hablante común. Su estatismo, impersonalidad y complejidad, junto
con la especificidad de su contenido, restan atractivo a la prosa
jurídico-administrativa, y la sitúan muy abajo en la escala de preferencias no
sólo de los estudiosos de los tipos de texto sino especialmente, como resulta
obvio, en la de los estudiantes de secundaria que se enfrentan al tema como
parte de los contenidos de su asignatura de “Lengua Española” o de “Lengua
Castellana y Literatura”.
Sin duda, para un adolescente o un
joven con inquietudes, imaginación y rebeldía, poco interés puede despertar un
texto fijado de antemano, en el que no cabe la improvisación ni la expresión
libre (de las ideas, los sentimientos, las opiniones), en el que no existe
seducción ni emotiva ni intelectual, y cuya lectura suele resultar aburrida e
incluso pesada. En efecto, si se compara el texto jurídico-administrativo con
el descubrimiento que supone el misterio y la riqueza del texto literario, el
reto de perspicacia que plantea el lenguaje publicitario y el político o el
desafío intelectual que supone un texto filosófico o uno científico, el
resultado de la comparación es poco favorable para nuestro tipo de texto: poco
sugerente, parece difícil que se pueda disfrutar desentrañándolo.
Sin embargo, las propiedades aquí
atribuidas al texto jurídico-administrativo (su naturaleza fallida desde el
punto de vista comunicativo y su escaso atractivo para el receptor) tienen
serias repercusiones de orden social, en la medida en que es muy difícil que un
ciudadano común no se enfrente en algún momento de su vida a la redacción o a
la interpretación de un texto de este tipo. El mismo joven o adolescente que se
aburre con el estudio de este tipo de textos pronto ingresará en la etapa de
administrado adulto y pasará a convivir de manera constante con textos de tipo
jurídico-administrativo, dado que en éstos se regulan las relaciones entre los
miembros de una misma comunidad, entre ellos y la Administración y entre los
distintos órganos de la Administración, y al aparato del Estado es muy difícil
sustraerse. Así, es posible que nuestro hipotético joven y feliz estudiante se
vea obligado a redactar, por vez primera de verdad y no como un ejercicio en el
aula, por ejemplo, una reclamación sobre la nota obtenida en la prueba de
selectividad. Tendrá entonces oportunidad de comprobar el desajuste existente
entre la normativa y el impreso que debe rellenar, como han demostrado
Whittaker y Martín Rojo (1999) y Martín Rojo y Whittaker (1998).
Según explican las autoras, la Orden
Ministerial de 9-6-1993 regula el derecho del estudiante a solicitar “mediante
escrito razonado” la revisión de los ejercicios concretos de la Prueba de
Acceso a la Universidad en los que considere que se ha producido “una
aplicación incorrecta de los criterios específicos de corrección”. Pero ni el
estudiante que va a reclamar tiene el ejercicio a la vista (por lo que no puede
saber en qué puntos no se han aplicado correctamente los criterios de
corrección; tampoco es habitual que conozca éstos) ni el formato de hoja que se
le entrega permite la redacción de un escrito razonado (puesto que consta de
dos columnas: una para los nombres de la materia cuya calificación se cuestiona
y la segunda para especificar los criterios de corrección que se consideran
erróneamente –no injustamente– aplicados). Whittaker y Martín Rojo señalan que,
afortunadamente, la UAM admite todas las reclamaciones que se presentan: si se
limitara a aceptar las que se ajustan a la orden ministerial, ninguna
calificación sería revisada. Sin embargo, no parece aceptable que el ciudadano
quede a expensas de la buena voluntad de las personas o de las instituciones
por culpa de unos textos que parecen redactados para no ser entendidos o para
dificultar el cumplimiento de lo estipulado en ellos.
La prueba de selectividad no será la
única situación en que la vida puede poner a nuestro hipotético ciudadano en
situación de enfrentarse (como emisor o como receptor) a un texto
jurídico-administrativo. Antes bien, es muy probable que al tiempo que reclama
su calificación de selectividad, tenga que ir pensando en solicitar la prórroga
del servicio militar o la objeción de conciencia; y más tarde puede que tenga
que impugnar el resultado de algún concurso u oposición, aclararse sobre qué se
debe y qué no hace falta declarar en el Impuesto sobre la Renta, tal vez
solicitar por escrito un arbitraje al Ayuntamiento en un litigio por una
reclamación no atendida en su tintorería, quizá constituir una sociedad
mercantil con unos colegas (y por tanto redactar o suscribir su escritura de
constitución), redactar o suscribir el convenio colectivo de su empresa, los
estatutos de un partido o asociación, de un convenio de separación conyugal
consentida, o bien interponer una demanda de divorcio o de solicitud de pago de
la pensión alimenticia, y, finalmente, puede que tenga que realizar una
declaración de herederos (si alguien muy cercano fallece sin testar), redactar
su propio testamento de forma que diga lo que quiere que diga y tener cuidado
con la correcta interpretación de las cláusulas del contrato que suscriba con
la residencia de la tercera edad a la que venda su piso a cambio de alojamiento
y manutención los últimos años de su vida.[10]
Así que, según este panorama, un
ciudadano “normal” pasa gran parte de su vida leyendo e intentando interpretar
textos de carácter jurídico-administrativo (y he mencionado sólo los más
domésticos y familiares) y a menudo tiene que enfrentar personalmente la penosa
tarea de redactarlos, puesto que los abogados no se dejan contratar sólo para
redactar una solicitud de revisión de nota de selectividad o para reclamar a un
tinte por la limpieza de una corbata. Tanto a la hora de interpretar como a la
de redactar un texto de este tipo, el ciudadano tendrá que extremar el cuidado
(puesto que “el desconocimiento de la ley no exime de su cumplimiento” y no se
podrá excusar en el “lo leí pero no lo entendí, no sabía que quería decir eso o
no me expresé bien, dénme una segunda oportunidad”). En suma, la correcta
comprensión del texto jurídico-administrativo y la capacidad para la producción
de textos de este tipo se convierten en habilidades importantes desde el punto
de vista social y, si no por ello estos textos van a ser más amenos, al menos
sí deberían estudiarse con un poco más de interés (interesado).
Interesa, en efecto, conocer lo
mejor posible este tipo de lenguaje y manejarlo de forma relativamente fluida a
fin de ser un ciudadano moderno y capaz. De hecho, la inquietud social que
despierta esta necesidad explica el hecho de que existan publicaciones
destinadas al “hágalo Vd. mismo” o “apáñeselas como pueda”, en las que se
ofrecen modelos de textos como guía para la redacción e interpretación de los
documentos de tipo jurídico-administrativo más habituales (véanse, por ejemplo,
los libros de la editorial de Vecchi incluidos en la bibliografía). Este tipo
de obras lleva años publicándose y vendiéndose. Pero el instrumento que ponen
al servicio del usuario es de utilidad puntual y resulta insuficiente en la
preparación de éste para enfrentarse como receptor al texto
jurídico-administrativo: para afinar la destreza comprensiva de forma que se
pueda analizar e interpretar correctamente estos textos parece precisa alguna
instrucción lingüística y también hace falta cierto dominio de la norma escrita
del castellano y cierta soltura expresiva para redactarlos con garantías. Los
estudiosos del lenguaje, lingüistas y filólogos, de hecho, se van preocupando
cada vez más de esta variedad, que hace unos años sólo parecía interesar a los
juristas. Como señala Alcaraz (1994), todavía no hay mucho hecho pero ya se
pueden encontrar en las bibliotecas de las facultades de letras libros que
antes sólo aparecían en las de Derecho o Ciencias Políticas y ya se van
publicando trabajos específicamente lingüísticos sobre el lenguaje de las leyes
y el análisis e interpretación de estos textos. Probablemente, según el autor,
por el peso que tiene la redacción de los documentos de la Unión Europea y por
el momento en que vivimos, de interés por la interdisciplinariedad, que ha
llevado a lingüistas, analistas del discurso y juristas, a aunar, por decirlo
con sus propias palabras, “las leyes de la literatura con la literatura de las
leyes”.
Dedicaré el próximo apartado a
intentar abordar el texto jurídico-administrativo desde otra perspectiva, según
la cual las características que normalmente se le atribuyen (rígido, arcaico,
formulario, repetitivo, acumulativo y, en definitiva, complejo), se derivan de
forma natural de la naturaleza específica de los distintos factores que
intervienen en su producción: sus objetivos, el canal, el emisor y el receptor.
De hecho, ante el tipo de texto que aquí nos ocupa resulta fundamental tener en
cuenta tales factores, puesto que el texto jurídico-administrativo se
caracteriza por tener una repercusión social y por constituir él, en sí mismo,
la ley, como ya se mencionó. Desde esta perspectiva, por cierto, su lectura y
estudio puede resultar bastante más amena y gratificante. Más aún, al
centrarnos en los factores externos al código y atribuir a ellos las elecciones
de tipo léxico y gramatical, el texto resultante pasa a concebirse no ya como
un texto fallido sino como un texto que cubre sus objetivos.
3.2. El
texto jurídico-administrativo como instrumento de control
En principio, el objetivo del texto jurídico-administrativo
es legislar, regular la actividad social e informar de esa labor a través sobre
todo de su publicación en el BOE, lo que puede obligar a responder con
determinadas actuaciones por parte de los ciudadanos. En cambio, los trabajos ya
citados de Whittaker y Martín Rojo (sobre la Orden que establece el
procedimiento de reclamación de las notas de los estudiantes de selectividad)
han puesto de relieve de forma muy sugerente cómo ciertos textos
administrativos, elaborados para regular un derecho de los ciudadanos, lo que
consiguen es desanimarlos en su intento de reclamar la aplicación de ese
derecho y ponerlos en una situación de subordinado débil que se ha de
conformar. Según las autoras, en este tipo de textos el emisor impone -por medio
de sus elecciones léxicas, gramaticales y de construcción del texto- una
variedad lingüística ajena al receptor: un discurso muy protegido que impide el
intercambio y procura evitar la intervención de los administrados en el
funcionamiento del sistema.
Efectivamente, son muchos los textos
en los que la impresión que se recibe es la de que el emisor pretende
restringir el acceso de los receptores del texto al control del discurso (y,
por tanto, limitar su acción social). No parece difícil argumentar que existe
un componente de control y de mantenimiento al margen del administrado, que se
materializa no sólo en el léxico específico (arcaico, elevado, técnico) sino en
otros aspectos menos evidentes, como la excesiva subordinación e
impersonalización del texto. Este factor es muy difícil de neutralizar por
parte del administrado pero últimamente los lingüistas sí están trabajando en
esa dirección de “derribar el muro” ante el que el ciudadano parece
enfrentarse. Así, Cohen (1998) ha analizado los interrogatorios policiales y
las declaraciones y también atribuye al concepto de poder el hilo conductor de
las estrategias discursivas y textuales del lenguaje que nos ocupa.
Que el lenguaje sirve para dominar y
para engañar es algo que ya sabemos: el lenguaje político y el de la publicidad
convierten esa potencialidad en arte en ocasiones.[11]
Son muchos los ejemplos que ilustran cómo el lenguaje expulsa de su seno a los
no iniciados y que ponen de relieve la importancia no ya cultural sino sobre
todo social de la tarea de enseñar a los estudiantes a dominar los recursos
lingüísticos para convertirlos en usuarios capaces y en ciudadanos maduros y no
manipulables. Pero en el caso del lenguaje jurídico-administrativo resulta no
sólo chocante sino además inadmisible que a través de sus textos pretenda, en
lugar de legislar, regular o informar, disuadir, desanimar o confundir. Porque
la Administración es de todos y tiene como misión velar por la convivencia
reglada, así que no está legitimada para contribuir con sus textos a
desorientar o complicar la vida de los ciudadanos. Especialmente dado que, como
se argumentó más arriba, resulta impensable en este momento que la vida del
ciudadano pueda desarrollarse al margen de ella.
Desde la perspectiva sugerida, el
texto jurídico-administrativo no constituye un texto fallido sino que obtiene
un efecto que no es ajeno a las condiciones de su producción y a las
intenciones del emisor: aparte de informar o regular, ejercer el poder a través
del discurso y mantener al receptor al margen de éste y, por tanto, del poder.
Los rasgos que le caracterizan –enumerados en (a-ñ) de §2.1.– no son casuales,
gratuitos o mero fruto de la tradición, sino consecuentes con una finalidad no
declarada, la de contribuir a la opacidad del texto. Así concebido, el texto
jurídico-administrativo no constituye un fracaso comunicativo sino un
instrumento de control, cuyo funcionamiento interesa conocer.
Dedico la próxima sección a realizar
un breve análisis de un texto concreto: la Orden Ministerial que regula la
solicitud del complemento específico por la labor investigadora del profesorado
universitario; tanto en sus elecciones léxicas como en las gramaticales, el
texto seleccionado coincide con la caracterización general del lenguaje
jurídico-administrativo. El paso siguiente será indagar si esas elecciones
(consideradas normalmente como causantes indirectas de la complejidad del
texto) son, en realidad, la consecuencia de un “efecto arcano” buscado
deliberadamente. En seguida veremos que en el texto comentado existe cierto
manejo del lenguaje por parte del emisor –ya sea automático o consciente– de
resultados opacos. [12]
4.
Análisis de un texto jurídico-administrativo
4.1.
Texto: Orden Ministerial de 2 de diciembre de 1994 (BOE, 3-XII-94) por la que
se establece el procedimiento para la evaluación de la actividad investigadora
[...].[13]
1 El Real Decreto 1086/1989, de 28 de agosto,
introduce en el régimen retributivo del
profesorado universitario dos nuevos
conceptos destinados a incentivar la actividad
docente e investigadora individualizada,
atribuyendo a una Comisión Nacional la
competencia de evaluar la actividad
investigadora desarrollada por los interesados que
5 la soliciten en los plazos y condiciones
contenidos en el artículo 2.º y en la
disposición transitoria tercera del
mismo. Por Orden de 3 de noviembre de
1989 (“Boletín Oficial del Estado”
número 265, del 4) se aprobaron normas de
desarrollo del precitado Real decreto y por
Orden de 28 de diciembre de 1989
(“Boletín Oficial del Estado”número 32,
de 6 de febrero) por la que se
10 establece el procedimiento para la
evaluación de la actividad investigadora
en desarrollo del Real Decreto
1086/1989, de 28 de agosto, sobre las retribuciones
del profesorado universitario, que fue
modificada por la Orden de 3 de diciembre de
1992 (“Boletín Oficial del Estado” número
29, del 11). Ulteriormente, y con la finalidad de
superar las dificultades puestas de
manifiesto en el desarrollo del proceso de evaluación,
15 así como por la conveniencia de realizar un
texto único comprensivo de todo el
procedimiento para la evaluación de la
actividad investigadora, se aprueba la Orden
de 13 de diciembre de 1993 (“Boletín
Oficial del Estado” número 301, del 17).
La
experiencia extraída en la aplicación de tales normas en los diversos procesos
de
evaluación realizados por la Comisión
Nacional Evaluadora de la Actividad
20 Investigadora,
ha puesto de relieve la conveniencia de introducir determinadas
modificaciones, tanto, por una parte,
para facilitar a los destinatarios de la norma un texto
único, incluyendo los aspectos
organizativos y procedimentales del proceso de evaluación,
que haga más accesible el conocimiento
del referido proceso, como, por otra, innovar
la normativa vigente en aquellos extremos
que no se compadecen con la normativa
25 propuesta
por la creación del complemento de productividad, que no es otra más que
fomentar el trabajo investigador de los
Profesores Universitarios y su mejor difusión, tanto
nacional como internacional. En cualquier
caso, las modificaciones introducidas han sido
las extrictamente [sic] necesarias para
garantizar la continuidad, en las mejores
condicio-
nes, del proceso evaluador, y ello por la
potísima razón de que se halla en marcha una
30 reforma
de la legislación universitaria básica que, sin lugar a dudas, afectará en gran
medida a diversos aspectos del proceso de
evaluación de la investigación. [...]
El asesoramiento regulado en los
párrafos anteriores se expresará siempre en términos
de calificación basada en el juicio al
que se refiere el número 1 del artículo 8º. El
asesora-
miento y la calificación que resulte de
los Comites [sic] asesores o, en su caso, de los
35
especialistas, no vinculará a la Comisión Nacional en la emisión del juicio de
evaluación
definitivo. [...]
En caso contrario deberán
incorporarse a la resolución de la Comisión Nacional los
motivos que la han llevado a apartarse de
los referidos informes, así como la fundamen-
tación, avalada o no por otros informes
dictados por especialistas, de la decisión
final. [...]
40 Cuando concurran motivos de
abstención o se haya promovido la recusación de
alguno de los miembros [...] se estará a
lo previsto... [...]
[...P]odrán presentar su actividad investigadora
a la evaluación prevista [...] mediante
la remisión a la Comisión Nacional
Evaluadora de la Actividad Investigadora de los
siguientes documentos: [...] d) Hoja de
servicios actualizada, comprensiva de todo el
45 periodo respecto del cual se solicita
evaluación y expresiva del régimen de dedicación. [...]
Corresponde a la Comisión Nacional
adscribir las solicitudes a un determinado campo
científico, teniendo en cuenta la
conexión entre la labor aportada y los campos que figuran
en el anexo II a esta Orden. Unicamente
[sic] a efectos de clasificación de los expedientes
los solicitantes podrán indicar el campo
o campos científicos donde sugieren sea evaluada
50 su
labor investigadora. Esta indicación no vinculará al órgano evaluador para la
adscripción definitiva de las
solicitudes. [...]
Estos últimos sólo podrán llegar a
tener valor complementario, salvo en circunstancias
especiales apreciadas por el órgano
evaluador. [...]
Apreciación, expresada sucintamente,
del propio interesado sobre la contribución [...].
55 Por años se entienden años naturales completos (del 1 de enero al 31 de
diciembre),
únicamente las fracciones anuales
iguales o superiores a ocho meses se computarán como
año natural. [...]
Los años consecutivos de un tramo
podrán, o no, ser consecutivos, excepto en el
supuesto de evaluación única a la que se
refiere el artículo siguiente, en el que deberán ser
60 necesariamente consecutivos. [...]
En una solicitud distinta de aquella
a la que se refiere el número anterior, los interesa-
dos podrán incorporar y someter a
evaluación, independientemente, el tramo que pudiera
resultar de acumular el resto de actividad
investigadora anterior al 31 de
diciembre
de 1988 y la realizada con posterioridad
en años naturales completos. En todo caso, dicho
65 resto ha de estar necesariamente referido a
espacios temporales inferiores a seis años y
posteriores al final del último tramo
incluido en la evaluación única. [...]
Se autoriza al Secretario de Estado
de Universidades e Investigación para dictar, en el
ámbito de sus competencias, las
resoluciones e instrucciones precisas para la ejecución de
la presente Orden, así como para la
aplicación y adaptación de la misma al personal
70 investigador del Consejo Superior de
Investigaciones Científicas; asimismo, se autoriza al
Director general de Investigación
Científica y Técnica para resolver las dudas o
incidencias relativas a los regímenes de
dedicación y cómputo de los periodos evaluables.
[...]
4.2.
Análisis del texto
El emisor real del texto (con
independencia de quién haya sido su redactor efectivo) tiene como objetivo
declarado regular el procedimiento por el cual los profesores de Universidad
pueden acceder a un determinado complemento de productividad, previa evaluación
de su actividad investigadora. En consecuencia, el texto establece cuáles son
los requisitos de los evaluados y las facultades y tareas de la comisión que
ejecutará lo dispuesto y las de los evaluadores que ésta seleccionará.
Aunque el texto se ha elaborado, en
teoría, con el fin de reconocer los derechos de aquellos en cuyo beneficio se
crea la ley (los evaluados), parece ser más explícito a la hora de exculpar de
sus errores a quienes los juzguen y de protegerles de hipotéticas críticas. Se
dedica bastante espacio a prever esas posibles críticas y a evitar las quejas
futuras mientras que el texto parece menos claro por lo que respecta a las
posibilidades de los evaluados. En definitiva, el emisor parece eludir
responsabilidades: el texto resulta elusivo. Así, en la líneas 33-36 se dice:
“el asesoramiento y la calificación que resulte de los Comit[é]s asesores o, en
su caso, de los especialistas, no vinculará a la Comisión Nacional en la
emisión del juicio de evaluación definitivo”; en las líneas 37-39: “deberán
incorporarse a la resolución ... la fundamentación, avalada o no por otros
informes...” y en las líneas 52-53: “salvo en circunstancias especiales
apreciadas por el órgano evaluador”.
El texto parece bastante abierto en
cuanto a la capacidad de decisión de la Comisión (que se presenta como un
“órgano evaluador” abstracto y desconocido, a la vez que bastante poderoso,
puesto que es capaz de determinar qué circunstancias son especiales). En
cambio, es muy restrictivo a la hora de conceder poderes a los evaluados, que
apenas pueden opinar sobre su trabajo: emitirán una “apreciación, expresada sucintamente”
sobre su contribución (línea 54) y sólo “a efectos de clasificación de los
expedientes [...] podrán indicar el campo o campos científicos donde sugieren
sea evaluada su labor investigadora”, indicación que “no vinculará al órgano
evaluador” (líneas 48-51). La decisión final sobre la solicitud queda, pues, en
manos de los “comités” o los “especialistas” (sin que se especifique por qué
unos o por qué otros), que tomarán una decisión que, por otra parte, no es
vinculante. La reclamación sobre un posible juicio adverso se vuelve, pues,
complicada, ante la indefinición del proceso. Pero, por otra parte, el
solicitante no puede alegar que no ha sido advertido de estas restricciones
(por ejemplo, de que la decisión final sobre el campo científico en que trabaja
no le corresponde).
Adentrándonos de forma más
específica en los rasgos gramaticales y léxicos del texto, podemos confirmar
esta primera impresión. De hecho, el sujeto del primer verbo del texto es un
sujeto no animado (el “Real Decreto”, línea 1), que va a ser sustituido en
líneas sucesivas por formas impersonales y pasivas cuyo agente es inexistente:
ante tanta opacidad, resulta difícil identificar al responsable de las
decisiones y reclamar sobre éstas si no se consideran justas.
La redacción de las diferentes
claúsulas que constituyen la Orden es muchas veces confusa y puede
causar la perplejidad del solicitante: así cuando se dice que “por años se
entienden años naturales completos” pero que sólo “las fracciones anuales
iguales o superiores a ocho meses se computarán como año natural” (líneas
55-57) o cuando se establece que “los años consecutivos de un tramo podrán, o
no, ser consecutivos”, excepto en determinado supuesto, “en el que deberán ser
necesariamente consecutivos” (líneas 5860). También es causa de perplejidad,
por su imprecisión, el sintagma “avalada o no”(línea 39).
El párrafo contenido en las líneas
61-66 no tiene tampoco desperdicio, como el lector podrá comprobar, y se
complica aún más por el uso de la expresión “espacios temporales inferiores a
...” (línea 65), que podría haber sido sustituida por otra palabra más próxima
a la lengua estándar (tramo, periodo, plazo, etc.).[14]
Las rígidas frases hechas propias de este tipo de lenguajes (como “no es otra
más que...”, en la línea 25 o “se estará a lo previsto”, en la línea 41) no
casan bien con el aparente descuido al aludir a los Boletines Oficiales en los
que han ido apareciendo las sucesivas regulaciones: así, entre otros ejemplos,
“Boletín Oficial del Estado, número 301, del 17” (línea 17).
La construcción es, como se espera,
estática y compleja: hay muchas nominalizaciones (por todo el texto, pero, en
concreto, el último párrafo contiene nueve nombres deverbales en -ción);
los párrafos son largos (el primero acaba abruptamente en la línea 13 con un
anacoluto); abundan los incisos que rompen el bloque formado por un nombre y su
complemento (“la fundamentación, avalada o no por otros informes dictados por
especialistas, de la decisión final”; “apreciación, sucintamente expresada, del
propio interesado sobre la contribución”) y se encuentran gerundios incorrectos
(en la línea 3 y en la 22 aparecen gerundios de posterioridad: “atribuyendo,
incluyendo”). En cambio, en la línea 43 aparece una nominalización (“mediante
la remisión a la Comisión”) que debería haber cedido su lugar, esta vez sí, a
un gerundio (“remitiendo, enviando”), lo que habría aligerado la prosa y habría
evitado la cacofonía.
Existen bastantes errores gramaticales:
en la línea 23 la recta construcción del periodo exige una preposición para
delante del verbo innovar; no se respeta la coherencia temporal: el
primer párrafo empieza con un presente (“introduce”) para luego pasar a un
pasado (“se aprobaron”, línea 7) y retomar luego el presente (“se establece”,
líneas 9 y 10); y son frecuentes las repeticiones, no ncecesariamente exigidas
para la precisión del texto: también en el primer párrafo coinciden los
siguientes sintagmas: “actividad docente e investigadora”, “actividad
investigadora desarrollada”, “normas de desarrollo”, “actividad investigadora
en desarrollo”, “en el desarrollo del proceso de evaluación” y “evaluación de
la actividad investigadora”.
Por último, cabe mencionar que a lo
largo del texto abunda el futuro de posibilidad, mandato u obligación (no
vinculará, deberán incorporarse, se estará a lo previsto, podrán presentar),
en sintonía con un tipo de texto estructurado en cláusulas que contienen
presuntamente las instrucciones precisas para lograr un objetivo. En efecto, a
primera vista podría parecer que el texto no escatima en detalles. No obstante,
como espero se haya deducido de este breve análisis, los detalles concretos
sobre el proceso no son ni muy precisos ni muy concretos. Y el resultado general
es bastante disuasorio: finalmente, ante la duda de si un año dura ocho o doce
meses y de si será consecutivo o no, el lector podría desesperar. Si así fuera,
se debería a que el inspirador de un texto de este tipo habría buscado más la
protección del evaluador que la del propio evaluado cuyos derechos pretendía
regular.[15]
El léxico del texto analizado
responde también a lo esperado: aparecen términos arcaicos, como el adjetivo
“potísima” de la línea 29 (‘principalísima, fortísima’) y términos propios de
un registro específico y elevado: “ulteriormente”, “comprensivo” (en el sentido
de ‘abarcador’) y la pareja “comprensiva y expresiva” (líneas 44-45), que más
que una precisión supone una complicación innecesaria. Aparecen las habituales
parejas de nombres, en busca también de la máxima exactitud (“resoluciones e
instrucciones” “aplicación y adaptación” “dudas o incidencias”) y creaciones
léxicas típicas: en la línea 22 aparece el adjetivo en -al, “procedimental”
y en la línea 8, encontramos “precitado”.
Además de “precitado”, se habla
también del “referido proceso”, “la presente Orden” y se usa, por supuesto, el
incorrecto pero muy frecuente anafórico “el mismo” (línea 6) y “la misma”
(línea 69). Paradójicamente, esta abundancia de elementos deícticos no impide
que se den casos de imprecisión en la referencia: así, se desconoce el
referente del “modificada” de la línea 12 y otro tanto ocurre con el pronombre la
de la línea 38, cuyo antecedente no está claro. En cambio, el “referidos” de la
misma línea parece innecesario, redundante.
5.
Conclusión
Bajo la etiqueta de texto
jurídico-administrativo caben clases muy diferentes de texto, por su extensión,
estructura, por la dirección de la relación Administración/administrado, etc.
Pero, en general, se puede atribuir a estos textos una naturaleza
fundamentalmente preceptiva-informativa de la que deriva el tipo de léxico que
utilizan y sus preferencias gramaticales (los imperativos y subjuntivos, las
pasivas e impersonales, las formas no personales del verbo, la nominalización y
la repetición, etc.). El resultado suele ser un texto complejo y opaco, de
difícil comprensión, que produce sensación de inseguridad en el usuario no
especializado.
Si se examina desde la perspectiva
tradicional, este tipo de texto constituye un fracaso comunicativo, puesto que
busca precisión, claridad, solemnidad y objetividad, y lo que consigue muchas
veces es ambigüedad e imprecisión, oscuridad, redundancia, monotonía,
prolijidad y máxima subjetividad (véase Sánchez Montero, 1996 para estas
consideraciones). Conviene notar, no obstante, que no siempre se pueden
atribuir los resultados sin más al tipo de texto: también la pericia o
mediocridad del redactor ha de influir. Así, aunque el exceso de precisión y
explicitud invita a la construcción de párrafos-frase con sus consiguientes
anacolutos e incisos, existen textos jurídico-administrativos esmeradamente
escritos. Curiosamente, los textos se vuelven más ininteligibles cuando
intentan restringir los derechos del emisor y son, en cambio, más legibles
cuando regulan efectivamente sus derechos (un ejemplo lo constituye la nueva Ley
de conciliación de la vida familiar y laboral, que, aunque presenta los
rasgos propios de este tipo de lenguaje, no constituye un texto inextricable).
Puesto que este hecho no parece casual, estamos obligados a pensar que las
intenciones del emisor regulan el texto resultante.
Si
el texto jurídico-administrativo se analiza como el fruto de una intención,
deja de constituir el aparente texto fallido que normalmente se considera que
es. Antes al contrario, desde esta perspectiva sería un tipo de texto muy
restrictivo, que logra un objetivo disuasorio sobre el receptor, al que domina.
Un texto, en suma, que más que proteger al ciudadano, busca y logra acentuar la
distancia con él por medio de un uso especial de la lengua estándar que le es
ajeno. Así se entiende por qué el texto resulta más complejo, impreciso y opaco
cuando se trata de regular o legislar el derecho del administrado y parece
volverse más explícito y prolijo en los detalles cuando busca la protección del
administrador –aunque también con resultados complejos y confusos–. Tanto si
esta impresión se corresponde con una intención consciente por parte del
redactor del texto jurídico-administrativo como si no, lo cierto es que el
lector sufre restricciones en su comunicación, se siente muchas veces indefenso
y, al menos, ve complicada su actuación. Parece, pues, evidente que existe un
elemento de control del discurso ejercido a través de recursos lingüísticos
cuyo objetivo (o cuyo resultado no pretendido) es mantener al ciudadano al
margen del discurso. Parece también evidente que convendría desactivar ese
instrumento de control o al menos dominarlo en igualdad de condiciones.
El lingüista, investigador y
docente, tiene la obligación de luchar porque el texto jurídico-administrativo
se simplifique y actualice, es decir, se acerque al uso común. Mientras eso
ocurre, debe intentar proporcionar a los ciudadanos (a los estudiantes en
particular) los instrumentos necesarios para convertirse en interlocutores
capaces de enfrentarse a ese tipo de texto en condiciones de igualdad.
Referencias
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© Elena de Miguel. Círculo de Lingüística Aplicada a la Comunicación 4, noviembre 2000. ISSN 1576-4737. Reproducido con autorización de Revista de Lengua y Literatura Españolas 2, 2000, pp. 6-31, ed. Asociación de Profesores de Español “Francisco de Quevedo”, Madrid.
http://www.ucm.es/info/circulo/no4/demiguel.htm
[1] Por ejemplo, el Manual de
Estilo del Lenguaje Administrativo, redactado por Ramón Sarmiento y Emilio
Náñez, se elaboró a partir de 22 tipos de documentos diferentes.
[2] El lenguaje del BOE fue
estudiado por Luciana Calvo en un libro
tal vez ya algo antiguo, de 1980, que se encuentra incluido en la bibliografía.
[3] Para muchos autores la lengua
de la Administración constituye un uso especial de la lengua estándar, caracterizado
por la saturación de determinados recursos de la lengua común –exceso de abreviaturas y siglas, de
fórmulas y expresiones fijas, de nominalizaciones, de participios de presente,
de gerundios, de futuros de subjuntivo, etc.–, junto con términos éstos sí
específicos de la materia en cuestión (véase, Náñez, 1998 o Sánchez Montero,
1996) y algunos rasgos gramaticales y estilísticos propios. Otros autores
consideran, por el contrario, que sí existen los suficientes rasgos propios,
tanto de vocabulario como de gramática, como para afirmar la existencia de un
lenguaje administrativo autónomo (Etxebarría, 1997). Así, por ejemplo, en el
terreno del léxico, parece prueba de la existencia de un lenguaje
jurídico-administrativo específico el hecho de que algunos de sus términos
hayan contagiado su significado técnico a palabras homófonas de la lengua
estándar: es el caso de proceder, en su acepción específica de “hacer
una cosa conforme a razón, derecho, mandato, práctica o conveniencia”, que ha
pasado a engrosar el léxico de la lengua común. En el terreno de la gramática,
el uso abusivo de una construcción apenas existente en la lengua estándar (la
pasiva refleja con agente explícito, de la que luego hablaré) avala también
esta segunda postura.
[4] Según me ha hecho notar Rachel
Whittaker, a quien agradezco la observación, el receptor real del texto
jurídico-administrativo no cuenta en los planes del emisor; antes bien, éste se
preocupa por elaborar un texto que resulte aceptable desde el punto de vista de
un receptor especializado (en línea con lo que ocurre en otros lenguajes
específicos, por ejemplo, en el lenguaje científico-técnico, en el que un
emisor especializado se dirige a un receptor que comparte su variedad) sin tomar en consideración el hecho de que
ha de ser interpretado por hablantes no especializados.
[5] Las fórmulas de saludo y
despedida (es gracia que espera alcanzar...) y los tratamientos,
excesivamente respetuosos (Vuestra Excelencia, Vuestra Ilustrísima), así
como las elecciones léxicas (uso frecuente de verbos como rogar, suplicar)
han contribuido también a mantener esa relación desequilibrada entre los
interlocutores. Recientemente, algunas de estas fórmulas se han simplificado o
eliminado (así, Vuestra Excelencia y Vuestra Ilustrísima pueden
ser sustituidos por Usted), especialmente las de naturaleza religiosa
–en sintonía con la mayor fluidez propugnada por la Administración en sus
relaciones con los administrados y con la naturaleza aconfesional del estado–.
Con todo, como señalan Whittaker y Martín Rojo (1999), se siguen usando, lo que
da una pista del respeto que sienten los ciudadanos cuando se enfrentan a este
tipo de texto en el que el interlocutor es la Administración.
[6] De hecho, cuando un ciudadano
carece de “papeles” se le califica, de forma inapropiada, como “ilegal”, porque
su situación lo es, en la medida en que
el papel es la ley. Carecer de papeles puede equivaler, además, a un insulto:
así, el individuo que no tiene o no lleva consigo un documento oficial que le
permita identificarse, es un “indocumentado”, término que en sentido figurado
se dice de “la persona sin arraigo ni respetabilidad” (véase DRAE, 1992,
tomo II, sub voce).
[7] No me voy a detener aquí,
dadas las obvias limitaciones de espacio, a señalar todas las características
que se atribuyen al texto jurídico-administrativo. El lector interesado puede
acudir al trabajo de Calvo (1980) y a los más recientes de Álvarez (1995) y
Sánchez Montero (1996). Muchas de las observaciones que siguen a continuación,
así como los datos que las ilustran, proceden de estas tres obras.
[8] Como señalan Whittaker y
Martín Rojo (1999) en su análisis del texto que regula la solicitud de revisión
de la calificación de la prueba de selectividad, una dificultad añadida para
los estudiantes que reclaman su calificación es el hecho de no saber a quién
dirigir la reclamación.
[9] En Calvo (1980) se encuentra
un estudio exhaustivo de las creaciones léxicas por derivación y composición
del lenguaje administrativo, quizá ya necesitado de actualización. Puede
consultarse también a este propósito Sánchez Montero (1996).
[10] Aparte de enfrentarse a textos
específicamente jurídicos o administrativos, el ciudadano tiene también que
redactar o interpretar a menudo textos procedentes del mundo de la banca o de
los negocios, que se asemejan bastante en sus características (estructura fija,
léxico técnico y conservador) y en sus objetivos (regular, de acuerdo con leyes
generales y específicas, intercambios entre los individuos de una comunidad):
contratos de arrendamiento, traspaso y compra-venta, préstamos hipotecarios,
actas (de la comunidad de propietarios, de un Consejo de Administración),
pólizas de seguros (de vida, de viajes, de accidentes, del hogar), y las
consiguientes reclamaciones a la compañía de seguros o cartas al Defensor del
Cliente en el Banco, cuando las cláusulas de un contrato parecen incumplidas,
etc. Aunque no es ese el objeto de este trabajo, muchas de las conclusiones que
aquí se presentan se pueden aplicar igualmente a dichos textos.
[11] A propósito
del concepto de “poder” en el lenguaje, puede consultarse Fernández Lagunilla
(1999) y Martín Rojo y Whittaker (eds.)
(1998).
[12] Y también en otros muchos
textos de los que periódicamente publica el Ministerio de Educación y Cultura
(antes Educación y Ciencia) en el BOE, en los que se comporta como un
interlocutor bastante distante, más preocupado por justificar sus propias
decisiones y eximirse de responsabilidad (abundan las fórmulas del tipo de por
delegación, en virtud de..., etc.) que por regular efectivamente los
derechos de sus administrados.
[13] En el texto que a continuación
se reproduce se ha respetado la ortografía (acentuación, puntuación) y la redacción
original. No se han corregido, pues, los posibles errores ortográficos,
gramaticales o de estilo, ni se ha llevado a cabo ningún otro tipo de
manipulación, excepto la de haber sido fragmentado en ocasiones, como se señala
donde así ha ocurrido. El lector tendrá oportunidad de comprobar que el
compromiso del Ministerio con la norma emitida por la RAE no se cumple. El
emisor del texto impone su lengua, incluidos los errores. Aparte de la ausencia
sistemática de acentos en las mayúsculas, ya comentada como característica de
estos textos, faltan otros acentos (el de Comites), el uso de las
mayúsculas es bastante incoherente y se encuentran otras faltas, como la de extrictamente
en la línea 28.
[14] La palabra espacio (en
este caso, temporal) está muy de moda, especialmente en el lenguaje
político, tal vez porque aporta ciertas connotaciones abstractas, de inclusión
o de apertura. El texto jurídico-administrativo incluye también en ocasiones
rasgos propios del lenguaje político, especialmente cuando se trata de textos
de carácter legislativo, más anclados en el contexto social que los puramente
administrativos.
[15] Recientemente, el Ministerio
de la Presidencia ha publicado un Real Decreto (74, 2000) que modifica
parcialmente y de forma más favorable las condiciones del procedimiento de
evaluación de la labor investigadora. Curiosamente, la prosa en este caso es
menos compleja y menos protectora con el emisor. Probablemente, ello se debe al
principio general de que para dar malas noticias son precisos los rodeos (en
nuestro texto, la mala noticia consiste en dificultar el acceso a la solicitud)
y de que al comunicar buenas noticias se va más directamente “al grano” (en el
texto al que nos referimos, la buena noticia es que se han simplificado o
reducido los requisitos para solicitar la evaluación y se han ampliado los beneficios del proceso
evaluador).