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La falsa soledad del mono compasivo

28 de Enero de 2016 a las 20:05 h

Fotografía de la serie «Primates» (2015), de Isabel Muñoz

Según el Génesis, en el principio de todas las cosas, Dios dijo: «Hagamos al hombre a imagen nuestra, a nuestra semejanza, para que domine a los peces del mar, a las aves del cielo, y a los ganados, y a todas las bestias salvajes y a todos los reptiles que reptan sobre el suelo». Para Kant, este dominio le permitió al hombre dejar de considerar a los animales compañeros de la creación, para considerarles «como medios e instrumentos para la consecución de sus propósitos fines arbitrarios». A fin de cuentas, tal como dijo Descartes, mientras que los humanos eran las criaturas de la razón y estaban unidas a la mente de Dios, los animales eran meras máquinas hechas de carne o, en palabras de Nicolas Malebranche, uno de sus discípulos, criaturas que «comen sin placer, lloran sin dolor, crecen sin saberlo: no desean nada, no temen nada, no saben nada».

Pero, ya hace 200 años, el filósofo utilitarista Jeremy Bentham, puso en entredicho esta visión cartesiana de los animales al hacer la siguiente reflexión: «la cuestión no es ¿pueden razonar? o ¿pueden hablar?, sino ¿pueden sufrir?».

 

La ciencia demostró después que, efectivamente, los animales no solo experimentaban dolor, sino que tenían un cierto nivel de conciencia. Tanto el pensamiento como las evidencias científicas se tradujeron finalmente en cambios en la legislación de los distintos países. Gracias a esto, por ejemplo, comenzó a regularse el tratamiento de los animales en las explotaciones ganaderas o en la experimentación científica.

«La consideración moral de los animales no humanos ha sido sobre todo negada en la tradición judeo-cristiana-islámica», explica Jesús Mosterín, filósofo afiliado al Instituto de Filosofía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y autor de varias obras relacionadas con la defensa de los animales. «En esta tradición, la moral es totalmente antropocéntrica y los animales quedan degradados al papel de meros instrumentos».

Tal como destaca este filósofo en su libro «El triunfo de la compasión», si bien siempre han existido visiones alternativas caracterizadas por un mayor respeto a los animales, (como las encarnadas por Zaratustra, Pitágoras, el budismo o algunas sociedades ganaderas o de cazadores) y, si bien la Ilustración supuso un gran avance en Occidente debido a la abolición de espectáculos basados en el maltrato a los animales (con la excepción, entre otros, de los espectáculos taurinos en España y en algunos países americanos), en realidad el debate actual sobre la consideración moral de los animales fue impulsado por el filósofo Peter Singer, sobre todo a raíz de la publicación en 1971 de su libro «Animal Liberation».

Mientras que tradicionalmente se le atribuía un valor intrínseco a la especie humana sobre la base de alguna característica que ningún otro animal tiene (como la conciencia racional, el sentido moral o la capacidad lingüística), Singer propuso que, para determinar si algo es un mal moral o no, hay que fijarse en la capacidad de sufrir y de sentir dolor del animal que recibe esa acción, sin importar a qué raza o especie pertenezca.

Grados de empatía

Sin embargo, sí reconoció que no todos los animales tienen la misma capacidad de sufrir, y que el humano siente más compasión por aquellos que comprende mejor y con los que experimenta empatía. Por eso, en definitiva, según Mosterín, el objetivo de esta visión «no es proclamar los mismos derechos para los animales que los hombres, sino en concederles a cada uno de ellos el derecho a hacer aquellas cosas que están genéticamente programados para hacer», lo que se traduce en minimizar el sufrimiento de animales y de hombres en la medida de lo posible.

En realidad, el propio intento de averiguar qué capacidad de sufrimiento y de dolor tiene cada animal es una tarea muy difícil. Mientras que algunos investigadores han tratado de hacer una medida universal de la inteligencia, como es el caso de José Hernández-Orallo, Fernando Colmenares, un biólogo evolutivo de la Universidad Complutense de Madrid, explica que «una de las posturas más aceptadas en la actualidad es que existen diferentes inteligencias (por ejemplo, la física, la social, la cultural), y que diferentes especies pueden destacar más que otras en algunas inteligencias y menos en las demás».

Autoconciencia

Al margen de la inteligencia, Colmenares considera que a la hora de evaluar los procesos mentales de los animales es necesario distinguir entre tener pensamientos, tener experiencias mentales (tener autoconciencia y pensar que se está pensando) y tener personalidad: «en psicología comparada y en etología la corriente mayoritaria sostiene que muchos animales perciben, recuerdan, tienen intenciones y metas, toman decisiones, se comportan de forma estratégica, planifican, anticipan eventos..., es decir, tienen pensamientos». En relación con los otros dos niveles, señala que en general se acepta la idea de que existen diferencias individuales estables a lo largo del tiempo y en distintos contextos (lo que se define como personalidad) en muchas especies animales, pero que no hay pruebas suficientes de que animales no humanos tengan experiencias mentales.

En todo caso, este investigador destaca la dificultad de estudiar los procesos mentales de los animales, puesto que se infieren procesos no observables, como emociones, pensamientos y motivaciones, a partir de lo que sí se puede observar. Junto a las arbitrariedades que se pueden dar, alerta de que a veces se le atribuye a animales capacidades con las que los humanos definen su propia conducta.

Hay quienes consideran que las ballenas cambian regularmente sus canciones, en lo que para algunos es un cambio cultural a gran escala. Se sabe que las ratas pueden exhibir comportamientos aparentemente altruistas y que los orangutanes, gorilas, elefantes, delfines y urracas se reconocen a sí mismos en los espejos. Las abejas tienen complejos lenguajes para comunicar dónde está la comida y hay loros capaces de pronunciar unas 100 palabras humanas. Y, como muestra del interés que despiertan las pruebas de la «vida interior» de los animales, un vídeo de Youtube en el que un orangután tiene un ataque de risa tras ver un truco de magia atesora 15 millones de reproducciones.

A partir de 1976, los cambios en filosofía moral y los avances científicos se tradujeron en convenios y directrices europeas de protección en explotaciones ganaderas y en experimentación animal, que después llegaron a las legislaciones de los miembros de la Unión Europea. Actualmente regulan aspectos concretos como la matanza y el transporte de animales, y permiten la inspección de las granjas de producción. En España, por ejemplo, el Código Penal castiga a los que maltraten a animales domésticos y hay comités de ética que establecen un control férreo sobre la experimentación en laboratorios. Tal como explica Lluís Montoliu, investigador científico del CSIC, a la hora de plantear un experimento con animales la legislación obliga a verificar que no hay métodos alternativos, qué grado de dolor sufrirá el animal y quién hará los experimentos.

Además de estas reformas legales, en 1978 se proclamó la Declaración Universal de los Derechos del Animal, que no logró la traducción legislativa. Varias organizaciones que tratan de promover los derechos de los animales esgrimen el concepto de «personas no humanas». Esta iniciativa propone que desde el punto de vista jurídico los animales deben dejar de ser clasificados como cosas y pasar a ser titulares de derechos (de ahí el concepto de persona). En diciembre de 2014 una sentencia de un tribunal argentino marcó un hito al aplicar al caso de Sandra, un orangután del zoo de Buenos Aires, el «habeas corpus», una figura jurídica aplicada sobre titulares de derechos, que implicó que los responsables del animal tuvieran que justificar por qué se le privaba de libertad.

Mientras se legisla y los tribunales dictan sentencia, algunos pensadores promueven proteger con más urgencia los derechos más básicos de los animales más próximos al hombre, los grandes simios. Por ello, Jane Goodall, la famosa primatóloga y el filósofo Peter Singer, entre otros, lanzaron en 1993 el Proyecto Gran Simio, que pretende reconocer a estos homínidos los derechos fundamentales a la vida, la libertad y la ausencia de tortura. Pedro Pozas, director ejecutivo del Proyecto Gran Simio en España, considera que en nuestro país, «los grandes simios están menos protegidos que los animales domésticos» y que es necesario redactar una ley para ellos. A pesar de que esta iniciativa fue aprobada por el Congreso de los Diputados en 2008 y después archivada, la organización ha solicitado ante la Unesco que se considere a los grandes simios como patrimonio vivo de la humanidad.

Necesitan respeto

Lejos de este debate, la bióloga Lucía Gandarillas se encarga desde hace nueve años de cuidar y alimentar a un pequeño grupo de gorilas en el Parque de la Naturaleza de Cabárceno, en Cantabria. Según dice, una de los gorilas odia los medicamentos y hay que camuflar su sabor para que no descubra que hay truco. Otro animal recoge botellas y bolsas que el viento arrastra para dárselas a los cuidadores y recibir premios, pero a veces decide trocearlas para obtener más recompensas. «Hasta que no te pasas tiempo observando a un grupo de gorilas no te das cuenta de la complejidad que pueden desarrollar sus conductas sociales y de lo sumamente "humanos" e inteligentes que son. Son extremadamente sensibles y empáticos, y cada uno es único», explica Lucía.

Para el activista Pedro Pozas el debate en torno a los derechos de los animales no es tan complejo: «La sociedad debe ser consciente de que los seres vivos que nos acompañan en esta nave Tierra poseen sensibilidad y numerosas otras características que creíamos exclusivas del hombre. No estamos solos. Hay otros seres que necesitan respeto».

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