El concepto de raza en antropología ha generado más problemas que soluciones, mezclando cuestiones científicas y sociales, distancias genéticas y factores morales. Empecemos aclarando dónde se solapan biología y cultura y dónde, sin embargo, tienen realmente poco que compartir.
Por su interés os invitamos a leer el interesante artículo de Emiliano Bruner, licenciado en biología y doctor en biología animal. Es Investigador Responsable del Grupo de Paleoneurobiología del Centro Nacional de Investigación sobre Evolución Humana (CENIEH) de Burgos, y profesor adjunto en Paleoneurología en el Centro de Arqueología Cognitiva de la Universidad de Colorado (EE.UU.). Se ocupa de neuroanatomía evolutiva y evolución humana.
"La percepción de la diversidad es algo atávico que nace con el mismo concepto de "grupo social", pero la medición y el estudio de esta diversidad es algo más reciente y propio de esta disciplina que llamamos antropología, un campo dedicado a investigar la historia natural del género humano.Cuantificar y clasificar ha sido desde siempre el objetivo básico de las ciencias naturales, y más todavía después de aquellas épocas de exploraciones y descubrimientos que nos han llevado a curiosear detenidamente en cada rincón de este planeta. La diversidad humana no pudo pasar desapercibida, y así fue como nuestra cultura occidental empezó un largo (y sufrido) camino de interpretación de esta variabilidad, mezclando con poco acierto y mucha confusión razones científicas, culturales, morales, legales, económicas y religiosas.
Opiniones, especulaciones y prejuicios se mezclaron sin muchas reglas ni cautelas, en el intento de algunos de reconocer derechos y defender la dignidad, y de otros de defender privilegios y de mantener la población en una condición de violencia tribal más fácil de manipular. De paso, la confusión como siempre vino muy bien para esconder y hasta justificar trastornos sociopáticos y abusos incondicionales. La persecución del ajeno siempre ha sido una buena excusa para descargar tensiones y agresividad dentro de un grupo, y cuanto más ajeno tanto más encaja en el perfil de cabeza de turco. En el siglo dieciséis las Leyes de Burgos declaran que los indígenas tienen alma, y después de muchos años llegarán efectivamente a tener hasta derechos. Pero mientras tanto ha pasado mucha agua en el río, y se ha llevado una cantidad impresionante de muertos y perseguidos en nombre de las diferencias raciales. Y a pesar de los logros que hemos alcanzado en este último siglo, el problema está muy lejos de tener una solución aceptable.
Los antropólogos se sienten un poco culpables por haber sido parte de este proceso, como "especialistas de la diversidad humana" que medían y cuantificaban diferencias anatómicas, distancias genéticas y capacidades cognitivas, proporcionando informaciones a quienes luego las utilizaban ilícitamente para vender sus aberraciones morales. En algunos casos, efectivamente, los antropólogos han sido parte activa del proceso de persecución, pero en general se han encontrado sencillamente con una patata caliente en las manos, no sabiendo bien cómo cogerla. El concepto de "raza" en sí mismo no lleva ningún juicio de valor, refiriéndose simplemente a grupos zoológicos (incluso humanos) que comparten cierta homogeneidad biológica debida a un proceso histórico y demográfico en común a lo largo de mucho tiempo. No hay ninguna conexión directa entre esta supuesta homogeneidad genética y el reconocimiento de valores distintos, y mucho menos de conceptos éticos o morales. Interpretar una diferencia biológica en términos de diferencia social es algo que ha colado solo por demagogia: se buscaba una excusa cualquiera para perseguir al ajeno y aprovecharse de sus recursos, y se utilizó la respuesta emocional de miedo y rechazo que en todas las tribus se siente hacia algo o alguien que no se conoce.
Sea como fuere, los antropólogos se empezaron a sentir más incómodos década tras década, intentado lidiar con la variabilidad humana sin pisar baldosas sueltas o nervios sensibles. Una posible clave para resolver la difícil situación fue facilitada por la antropología molecular, ya que las técnicas impulsaron análisis cada vez más precisos y se logró cuantificar mejor la estructura de la variabilidad humana. Cuanto más aumentaban los estudios, tanto más se esfumaban las diferencias entre los grupos geográficos. Cuando el solapamiento llegó a ser patente, se declaró sencillamente que no existían las razas, y muerto el perro se acabó la rabia. Ahora, a pesar de las fronteras borrosas entre los grupos humanos, su homogeneidad interna quedaba ahí, generando conjuntos y afinidades en los estudios sobre la variabilidad humana. Estamos desde luego muy lejos de aquel pobre esquema tricromático (blanco-negro-amarillo) que ha dominado los conceptos raciales a lo largo de siglos, pero aquellas "homogeneidades" permanecen en el registro geográfico. Nada raro, porque es de esperar que los grupos que han compartido más historia compartan más genes y más biología. Tampoco las fronteras borrosas son inesperadas, y si fuesen tajantes hablaríamos de especies. El concepto zoológico de raza en sí mismo es una definición basada en "cierto grado" de semejanza, y no existe una forma objetiva de establecer una frontera nítida o un umbral convencional entre la distinción y su ausencia. Al fin y al cabo, solo es una nomenclatura para identificar grupos que han compartido un camino biológico a raíz de su pasado histórico y geográfico, resultando ser más afines entre ellos que con otras poblaciones lejanas. Pero las palabras son la herramienta más potente de nuestro pensamiento, y de hecho representan, determinan y moldean nuestra forma de pensar y de ver las cosas. Y fue así que términos como "raza" o "diversidad humana" empezaron a utilizarse con mucha moderación, como si eliminando la palabra se eliminase el problema. Empezaron a florecer sinónimos y tabúes, y a los dogmas raciales se añadieron dogmas antirraciales. La cuestión antropológica sigue abierta: ¿existen las razas humanas? El debate sigue en pie, entre medidas antropométricas, frecuencias genéticas, un poco de miedo y mucha demagogia.
Pero, ¿estamos seguros de que esto sea realmente el problema? ¿La dignidad y el derecho dependen de factores biológicos? Raza y racismo tampoco se necesitan el uno al otro. Hay muchas situaciones donde se reconoce la existencia de "grupos humanos", pero no por esto se les acosa, y al mismo tiempo hay mucha gente que pasa de frecuencias genéticas a la hora de desatar su agresividad y justificar sus debilidades.
Theodosius Dobzhansky, uno de los padres de la genética moderna, escribió en 1973 un libro iluminante que se titulabaDiversidad genética e igualdad humana, recordando que las dos cosas no tienen ninguna relación necesaria. Una pancarta feminista en los años setenta recordaba que la igualdad es un derecho, la diversidad es un valor. Las diferencias han sido utilizadas como excusa para llevar a cabo persecuciones y exterminios, y da la sensación de que la sociedad humana, para huir de aquellos excesos, no ha encontrado mejor solución que negarlas. Pero, negando las diferencias se pierde una riqueza, y una oportunidad. Negando las diferencias se niega su derecho de existir. Además negar las diferencias, cuando las haya, puede suponer un error fatal de gestión, porque cuando luego los grupos se mezclan y se encuentran diferentes no están preparados para integrar la diversidad.
Defender los derechos humanos en función de la negación de las razas biológicas genera además dos peligros muy serios. Primero, se asocia un concepto moral (la dignidad) a una evidencia científica. La ciencia es, por su propia naturaleza, mutable y caprichosa. No sabemos adónde se dirige, ni qué sorpresas nos puede dar mañana. Si anclamos un valor moral a una perspectiva científica, ¿qué hacemos si luego aquella perspectiva cambia? La dignidad humana no puede y no debe estar sujeta a las inestables evidencias de la ciencia. El racismo tiene que ser estrictamente interpretado como un problema social y cultural, y no como un problema científico.
Segundo, la asociación entre dignidad humana e igualdad biológica prepara una trampa gorda: da por hecho que hay que respetar solo a los que son iguales a ti mismo, tu familia, tu tribu. Asociar los derechos y la dignidad al concepto (y a las pruebas) de igualdad es una perversión moral, de una superficialidad asombrosa. Hay que reconocer dignidad y derechos a todos, existan o no existan las razas. Y lo mismo vale para cualquier forma de vida que supuestamente tenga una complejidad biológica suficiente para poder ser consciente de su propia existencia: no necesito saber cuántos genes compartimos con un chimpancé para decidir si lo voy a torturar o a exterminar. Paradójicamente, una posición que defiende respeto y derecho solo en nombre del grado de parentesco es tan racista (o especista) como las alternativas a las que pretende enfrentarse.
El arco iris presume de todos los colores, secreto íntimo de su hermosura. El encanto procede de la forma en que todos estos colores se mezclan, desvaneciendo el uno en el otro, pero también de la posibilidad de diferenciarlos y de apreciar su contraste. Sus fronteras son indefinidas, pero siguen distinguiéndose, cada uno con sus propiedades físicas y con su valor emocional. No hay belleza sin diversidad.
***
La imagen arriba es un promedio digital obtenido por superposición geométrica basada en referencias anatómicas faciales de Mao Zedong, Martin Luther King, Adolf Hitler, Barack Obama, Marlyn Monroe, Bruce Lee, Aretha Franklin, Nelson Mandela, Mahatma Gandhi, Frida Kahlo, Jane Goodall, Freddie Mercury y ¡yo mismo!"
Sobre evolución y sociedad os invito a leer este artículo publicado recientemente:
http://www.jotdown.es/2016/05/llanto-del-macaco/
Fuente: http://www.investigacionyciencia.es/blogs