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Yellowstone, naturaleza a la americana

19 de Junio de 2017 a las 17:09 h

Grand Prismatic Spring

Más de un tercio de Yellowstone, incluida la fuente termal Grand Prismatic Spring, se asienta sobre la caldera de un volcán gigantesco, muy antiguo y todavía activo. Algún día entrará en erupción, con consecuencias catastróficas, pero según los científicos la probabilidad de que esto ocurra en breve es extremadamente baja.

Foto: Michael Nichols

El fallecido pronto fue identificado como Lance Crosby, de 63 años, natural de Billings, Montana. Trabajaba de enfermero con contratos temporales en un dispensario médico del parque y esa misma mañana sus compañeros de trabajo habían alertado de su desaparición.

La investigación reveló que Crosby había salido la víspera a practicar senderismo en solitario, sin espray antiosos, y se había topado con una osa grizzly y sus dos crías. Después de matarlo y empezar a devorarlo, dejando que sus oseznos también participasen del banquete, la osa había semienterrado los restos con tierra y pinaza, como hacen los grizzlies cuando pretenden reservar para más tarde una pieza de carne. El personal del parque logró atrapar a la osa y, tras demostrar fehacientemente su intervención en la muerte de Crosby gracias al ADN, le administró un sedante y un anestésico y la sacrificó, aduciendo que una grizzly adulta que había devorado carne humana y ocultado los despojos era demasiado peligrosa para seguir con vida, aun cuando el fatal encuentro no hubiese sido culpa suya. «Estamos consternados por esta tragedia y no dejamos de pensar en los allegados de la víctima», declaró Dan Wenk, superintendente del parque, un hombre razonable al frente de una misión complicada: conseguir que Yellowstone sea un lugar seguro tanto para las personas como para la fauna.

Los grizzlies pueden ser peligrosos, huelga decirlo. Pero el peligro que representan debe valorarse con perspectiva. La muerte de Lance Crosby fue solo la séptima en este parque atribuida a un oso en el último siglo. En sus 144 años de historia desde que se fundó ha habido mu­chos más casos de ahogamientos, escaldamientos en las fuentes termales y hasta suicidios que de muertes en las garras de un oso. Casi otras tantas personas han muerto alcanzadas por un rayo. Y ha habido dos víctimas de bisontes.

La verdadera lección de la muerte de Lance Crosby -y de la muerte igualmente lamentable de la osa- es que debemos tener muy presente algo que olvidamos con demasiada facilidad: el Parque Nacional de Yellowstone es un espacio natural circunscrito sin demasiado éxito a unas lindes artificiales, impuestas por el hombre. Rebosa maravillas naturales -animales indómitos, cañones profundos, cascadas rugientes, aguas hirvientes- que son un regalo para la vista, pero complican la visita.

 

Animales obligados a respetar las normas humanas

La mayoría de los visitantes de Yellowstone observan a un oso parado en el arcén desde el interior del coche, suben a un mirador que do­mina un río caudaloso, pasean por pasarelas de madera entre los géiseres: viven el parque como quien contempla un diorama. No corren riesgos, no se mojan la ropa. Pero basta alejarse 200 me­tros de la carretera y adentrarse en un barranco arbolado o en una llanura tapizada de artemisa para que se revele imprescindible llevar encima aquello que le faltó a Crosby: un espray antiosos. He ahí la paradoja de Yellowstone y de la mayoría de los parques nacionales de todo el mundo: una naturaleza constreñida, gestionada, una fauna salvaje obligada a respetar las normas humanas. La paradoja de la naturaleza cultivada.
El panorama se complica todavía más por el hecho de que el término «Yellowstone» denota algo más que un parque nacional. También da nombre a un gran ecosistema, el conjunto más vasto y rico de paisajes mayoritariamente vírgenes y de fauna en buena parte salvaje de los Estados Unidos contiguos.

El Gran Ecosistema de Yellowstone es un territorio en forma de ameba que abarca también el Parque Nacional del Grand Teton, partes de bosques nacionales, refugios de vida salvaje y otros terrenos públicos y privados que en total suman unos nueve millones de hectáreas. Circunda esta enorme ameba una zona de transición donde es más fácil dar con reses que con uapitíes, con silos que con osos grizzly, con el ladrido de un labrador negro que con el aullido de un lobo. Y alrededor de esa zona de transición se extienden los Estados Unidos del siglo XXI: autopistas, campos de cultivo, ciudades, aparcamientos, centros comerciales, interminables barrios residenciales, campos de golf, Starbucks...

Pregunta: ¿tenemos alguna posibilidad de preservar, en el mismo corazón de los Estados Unidos modernos, este vestigio del paisaje primordial del continente americano, una muestra de virginidad auténtica, un lugar de gloriosa inhospitalidad, rebosante de depredadores y presas? ¿Puede conjugarse un espacio de esas características y dimensiones con las necesidades y preferencias humanas? Solo el tiempo -y nuestras decisiones- lo dirá. Pero si la respuesta es sí, entonces la respuesta es Yellowstone.

El parque se encuentra sobre lo que los geólogos llaman la meseta de Yellowstone, una altiplanicie con una altitud media de 2.400 metros sobre el nivel del mar. Alfombran esta gran elevación densos bosques de pinos retorcidos y altos prados de hierba y salvia, además de una red viaria que reticula con suaves ondulaciones un terreno de apariencia fría y estática. Nada más lejos de la realidad.

Geología de Yellowstone

La altura de la meseta de Yellowstone tiene una impactante explicación geológica: debajo de ella hay un enorme punto caliente de actividad volcánica, una gigantesca grieta que atraviesa el manto y la corteza terrestre por la que asciende el magma, cuyo calor funde las rocas y crea así una pluma mantélica de impresionantes dimensiones. Ese torrente térmico incluye dos cámaras magmáticas superpuestas de roca parcialmente fundida que elevan el suelo. Alrededor de la meseta, a modo de un caótico sistema de murallas, se alzan montañas aún más antiguas y altas, como los montes Teton y las cordilleras del Absaroka y del Gallatin. En la meseta, los geólogos han demostrado la existencia de tres enormes calderas, cicatrices de las tres formidables erupciones de los últimos 2,1 millones de años. Esas explosiones y las fuerzas volcánicas que las propiciaron han granjeado al punto caliente de Yellowstone la etiqueta de «supervolcán». Los volcanes corrientes suelen surgir en el borde de las placas litosféricas; los supervolcanes, en cambio, arden directamente bajo ellas, como una tea estática que levanta ampollas a través de una plancha de acero. Y la tea de Yellowstone, alimento de erupciones enormes, probablemente sea la mayor que flamea bajo los continentes de la Tierra.

Llegaron los seres humanos, los antepasados remotos de Los Que Comen Ovejas, los bannock, los crow y otros pueblos nativos cuyas tradiciones todavía hoy los vinculan con este lugar. Estas tribus nómadas entraban y salían de la meseta en busca de alimento, pieles y una habitación cómoda según la estación. Más tarde llegaron las primeras oleadas de europeos y americanos del Este. A diferencia de otras zonas del Oeste americano, Yellowstone no fue objeto de disputas ni colonizaciones durante esa invasión, en parte porque la altitud de la meseta se traducía en inviernos especialmente crudos. Algunos montañeros y tramperos exploraron un poco la zona y contaron lo que habían visto. Mucho más tarde, sin embargo, entre 1869 y 1871, tres expediciones de hombres blancos, procedentes de la ciudad y acompañados de personal militar, visitaron el lugar y quedaron impresionados por el paisaje, en especial por los géiseres, el profundo cañón fluvial y las cascadas.

Uno de aquellos hombres, Nathaniel Langford, quien llegó en 1870, era un publicista del Ferrocarril del Pacífico Norte. Otro integrante de esa misma expedición, Walter Trumbull, apuntaba más tarde en un artículo que la meseta podía tener futuro como pasto ovino, pero predecía: «Cuando, gracias al Ferrocarril del Pacífico Norte, las cataratas del Yellowstone y la cuenca de los géiseres estén bien comunicadas, seguramente no habrá en América destino más apreciado para tomar las aguas y pasar las vacaciones de verano». Langford y sus colegas vieron que aquella popularidad reportaría pingües beneficios al ferrocarril y a quienquiera que se hiciese con una parte del pastel, ya fuese vendiendo billetes de tren o llenando hoteles.

La siguiente expedición la dirigió en 1871 Ferdinand V. Hayden, director del Servicio Geológico de los Territorios de Estados Unidos. Participaban el fotógrafo William Henry Jackson y el pintor Thomas Moran, cuyas imágenes permi­tieron a la población del Este (y al Congreso) ver e imaginar Yellowstone. Un agente del Ferrocarril del Pacífico Norte sugirió que los legisladores protegiesen la «Gran Cuenca de los Géiseres» como parque público. Hayden se sumó a la idea y, junto con Langford y otros compinches del ferrocarril, presionaron por ella, ya delineada en un proyecto de ley que abarcaba las cuencas de los géiseres, el Gran Cañón del Yellowstone, Mammoth Hot Springs, el lago Yellowstone, el valle del Lamar y otros parajes, en total un rectángulo de casi un millón de hectáreas.

El primer parque nacional del mundo

El 1 de marzo de 1872 el presidente Ulysses S. Grant, aun sin ser un gran valedor de la protección paisajística, aceptó la solicitud, sancionó la ley y convirtió Yellowstone en el primer parque nacional del mundo. Aquella ley hacía caso omiso de cualquier reivindicación previa sobre el territorio por parte de los grupos nativos, como era de esperar en aquellos tiempos. Hablaba literalmente de «un parque público o terreno de recreo para beneficio y disfrute de la ciudadanía», refiriéndose implícitamente a los no indígenas. Dentro de aquel parque se prohibía tanto «la destrucción gratuita» como la pesca y la caza con ánimo de lucro. La frontera que lo enmarcaba era rectilínea, aunque la ecología no lo fuese. Quedaba así sentada la paradoja.

En un principio el parque era una idea huérfana sin un objetivo claro, sin personal, sin presupuesto. Se instaló el caos. Los cazadores pro­fesionales operaban en la zona a plena luz del día, abatiendo uapitíes, bisontes, carneros de las Rocosas y otros ungulados en cantidades industriales. Corre la historia de que una pareja de cazadores conocidos como los hermanos Bottler mataron unos 2.000 uapitíes cerca de Mammoth Hot Springs a principios de 1875; según se cuenta, se llevaban únicamente la lengua y la piel y abandonaban los despojos a la podredumbre o a los carroñeros. Ese relato no cuenta cuántos grizzlies mataron los hermanos Bottler, pero no cabe duda de que los despojos abandonados eran un peligroso imán que atraía a los osos y los ponía a tiro de los cazadores armados. Una piel de uapití costaba entre seis y ocho dólares, una cantidad importante para la época, y un cazador podía abatir entre 25 y 50 ejemplares al día. «Entre 1871 y 1881 se produjo aquí una matanza masiva», afirma Lee Whittlesey, actual historiógrafo de Yellowstone. Las laderas quedaban sembradas de cornamentas. Los turistas iban y venían a su antojo, no en grandes multitudes, pero dejando tras de sí un impacto considerable: había quien destruía los conos de los géiseres, grababa su nombre, mataba un cisne trompetero o cualquier otro animal sin motivo. Cayeron las poblaciones de ungulados. En 1886, por pura desesperación, el Gobierno envió el Ejército para que protegiera Yellowstone; allí estuvo 30 años, hasta que se fundó el Servicio de Parques Nacionales en 1916, hace ahora cien años.

Con todo, hasta bien entrada la época moderna, los depredadores sufrieron una persecución implacable en Yellowstone, como consecuencia de una política errada. La idea de que el parque debía proteger la fauna y no solo los géiseres y los cañones llegó más tarde, aunque en un principio se refería únicamente a los «animales buenos», las presas que codiciaban los cazadores, las truchas que anhelaban los pescadores, los herbívoros benignos que los turistas podían admirar sin peligro: uapitíes y ciervos, berrendos y alces, bisontes y carneros de las Rocosas.
La persecución de los «animales malos» si­guió ejerciéndose como siempre.

Desde la década de 1870 los depredadores se mataban con balas, trampas, venenos. Un superintendente llegó incluso a alentar a tramperos profesionales a matar castores para que no construyesen las presas que inundaban el parque. Las nutrias se consideraban depredadores, una etiqueta condenatoria, y durante un tiempo hasta las mofetas estuvieron sentenciadas a muerte. No se puso fin a la matanza de lobos hasta que no quedó un solo ejemplar, no solo en Yellowstone (hacia 1930), sino en todo el Oeste americano.

Recuperación del lobo en Yellowstone

Pero estos abusos, estas políticas erradas y estas inercias nefastas acabaron, e incluso se revirtieron, y a finales del siglo XX Yellowstone recuperó su integridad. En 1995 y 1996, cuando se cumplían 70 años desde que el último lobo aullara en Yellowstone, se soltaron en el parque 31 ejemplares procedentes del oeste de Canadá que previamente habían pasado por recintos de aclimatación. Se hicieron al paisaje, se reprodujeron, prosperaron en el parque y se extendieron por toda la región. Al mismo tiempo se soltaron otros 35 lobos en el centro de Idaho. Veinte años más tarde unos 500 lobos habitan el Gran Ecosistema de Yellowstone. En el norte de las Rocosas hay otros 1.300 individuos, y el lobo gris -tal es su nombre común, aunque el color varía del pardo claro al negro- ha salido de la lista de especies en peligro en Idaho y en Montana. (En Wyoming, el tercer estado al que pertenece Yellowstone, la situación es más complicada). Hoy en torno a un centenar de lobos divididos en diez manadas viven principalmente en el Parque Nacional de Yellowstone, donde Doug Smith, director del Proyecto Lobo de Yellowstone, encabeza la iniciativa que supervisa, gestiona y protege su población.

Una fría mañana de diciembre, en un aeropuerto cerca de Gardiner, al norte del parque, me abrocho el cinturón en la parte de atrás de un helicóptero al lado de Doug Smith para echar una ojeada al proyecto en acción. Smith lleva 37 años trabajando con lobos -con los de Yellowstone desde su reintroducción- y ha acollarado a más de 500 individuos. El helicóptero despega y emprende el vuelo hacia el río Yellowstone; a los mandos va Jim Pope, un piloto con inclinaciones acrobáticas especialista en la captura de fauna. Pope nivela el aparato y vuelve a ascender, adentrándose en el parque rumbo hacia el sur, sobrevolando las estribaciones y después la cima del monte Sepulcher. Un viento gélido azota el helicóptero mientras las copas de los árboles corren a toda velocidad 50 metros más abajo.


Al final aterrizamos suavemente en un claro nevado detrás del monte. La tripulación de Pope, dos «guardas de asalto» cuya misión consiste en disparar una red, saltar a tierra y administrar un tranquilizante a los animales capturados, ya han inmovilizado dos lobos.
Está presente un colega de Smith, Dan Stahler, quien junto con otros dos biólogos trabaja en los lobos sedados. Arrodillado en la nieve, Stahler casi ha terminado de colocar el collar al ejemplar de más talla, un hermoso macho negro de unos tres años de edad, con una leve lesión en el ojo derecho. El otro es una hembra joven de color gris claro y cabeza entre marrón y rojiza.

Con las manos enfundadas en unos guantes quirúrgicos, Stahler extrae sangre de la pata derecha del macho y a continuación toma de la oreja derecha una pequeña muestra de tejido que someterá a análisis genéticos. Mientras tanto, Smith pone un collar a la hembra. Después mide al macho: pata delantera derecha, longitud corporal, canino superior (tres centímetros). Los caninos superiores son las piezas que tanto imponen cuando el lobo muestra los dientes al enemigo, pero Smith me indica que me fije en las muelas carniceras. «Funcionan como cizallas -me dice-. Ni siquiera con el lobo sedado se le ocurre a nadie meter la mano ahí dentro», añade, aunque eso es justamente lo que él está haciendo. Las carniceras son las piezas clave, afiladas y potentes, especializadas en cortar carne y romper huesos.

Smith y los demás trabajan con celeridad. Izan al macho con una eslinga para pesarlo: 55 kilos. Toman una muestra de heces y le implantan un microchip entre los omóplatos. Pesan y tallan a la hembra. Le toman la temperatura por vía rectal. Está algo baja, de modo que la ponen sobre una lona de plástico, la cubren con anoraks y le colocan bolsas de calor instantáneo en las ingles mientras terminan las tareas. Recopilados todos los datos, Smith me anima a arrodillarme en la nieve junto al gran macho y sostenerle la cabeza para la foto. Al sujetarlo con delicadeza, me percato de que el pelaje negro está matizado por pelos entrecanos o de punta plateada. Tiene la lengua fuera, fláccida como un trapo. Está drogado y desvalido, pero es un animal magnífico.
«Mire qué ojos», dice Smith. Los tiene abiertos de par en par y refulgen en marrón cobrizo.

«Esto es naturaleza virgen -exclama-. Esto es lo que nuestro mundo está empeñado en aniquilar. Aquí mismo, esta mirada. Nosotros queremos preservarla. Esa es la razón de ser del Parque de Yellowstone».

También lo es los osos grizzly, a pesar del empeño humano en sentido contrario. En las primeras décadas posteriores a la fundación del parque -y durante buena parte del siglo XX- los grizzlies recibían comida de los turistas y podían devorar la basura de los vertederos situados cerca de los hoteles. Se creía que así se volverían «mansos» y por ende más fáciles de observar: un espectáculo natural. Lejos de amansarse, sin embargo, no han dejado de ser animales salvajes, fuertes y bien armados, celosos de su soledad, paladines acérrimos de sus crías en el caso de las hembras. La muerte de Lance Crosby en agosto de 2015 no es sino un recordatorio de todo eso.

La dieta de los osos grizzly

También son voraces: tienen que comer. En Yellowstone, la dieta del grizzly incluye 226 clases diferentes de animales, plantas y hongos que consumen en cantidades ingentes, sobre todo en otoño, cuando hacen acopio de grasas para la hibernación. Algunos de sus alimentos cruciales, como la trucha degollada o los piñones de pino blanco americano, están en declive por las alteraciones que los humanos hemos causado en el ecosistema. Pero el grizzly es un animal adaptable, insisten los expertos; sabrá amoldarse a los cambios.

Kerry Gunther, quien gestiona las poblaciones de osos del parque, me habla de ello una tarde mientras contemplamos un lugar en el corazón del parque que no figura en los mapas turísticos: un curioso manantial que los grizzlies usan a modo de bañera. Hemos andado campo a través toda la mañana para llegar hasta allí y almorzar en una loma mientras charlamos sobre lo que él ha visto en 30 años de estudio y gestión del oso en Yellowstone. Es un hombre de afirmaciones prudentes, tolerante con las opiniones ajenas y dotado de templanza suficiente para calificar de «interesantes» las agrias polémicas en las que él y otros gestores se ven inmersos cuando reciben críticas por ambos lados.

En los años ochenta, me dice, «hasta la última hembra adulta era crucial para la población. Las cifras aún eran bajas». Había pocos osos porque en la década anterior la población de grizzlies había caído en picado tras un cambio en la gestión, que dejó de considerar la fauna salvaje como un espectáculo «amansado» y empezó a prestar más atención a la ecología. Un momento crítico de ese cambio fue el Informe Leopold de 1963, un hito en la evolución del discurso sobre los objetivos y políticas de Yellowstone. Emitió el informe un comité revisor presidido por A. Starker Leopold, un biólogo de renombre. Titulado «Gestión de la vida salvaje en los parques nacionales», no era la primera opinión es­­pecializada que sugería un enfoque ecológico de la gestión de los parques, pero al tratarse de un estudio de asesoría especial encargado por el secretario de Interior, Stewart Udall, revestía más importancia que anteriores recomendaciones. El informe afirmaba que las condiciones de cada parque nacional debían «mantenerse o, si fuese necesario, recrearse» para representar «una viñeta de la América primitiva», evidenciando de este modo la paradoja de la naturaleza cultivada. Este informe y otros factores -en particular la reacción pública a dos muertes humanas causadas por grizzlies, aparentemente no relacionadas, pero acaecidas la misma noche de agosto de 1967 en el Parque Nacional Glacier- condujeron a la clausura de todos los vertederos de Yellowstone.

La retirada de aquella barra libre de comida dejó a los osos hambrientos, desconcertados ante tan repentina privación, irritados. Crearon problemas y pagaron las consecuencias, disminuyó su tasa reproductiva y la población cayó en picado, tanto que es posible que llegase a haber menos de 140 grizzlies en todo el ecosistema. Solo en 1971 murieron más de 40 en distintos percances; entre ellos osos que habían sido marcados y liberados. Si esa tendencia se hubiese prolongado otra década, el grizzly de Yellowstone habría podido extinguirse. Pero en 1975 la Ley de Especies Amenazadas lo incluyó en la categoría de especie amenazada en los 48 estados contiguos. Cesó su caza, al menos como actividad deportiva en el Gran Ecosistema de Yellowstone, y el parque adoptó nuevas políticas para proteger a los osos de las personas y viceversa.

«Dedicamos mucho tiempo a gestionar osos concretos, sobre todo hembras, a trabajar con denuedo para que siguiesen con vida», recuerda Gunther, quien llegó a Yellowstone en 1983. Todo estribaba en prevenir el conflicto entre osos y humanos implantando medidas prácticas tales como instalar papeleras y contenedores a prueba de osos, patrullar las zonas de acampada, explicar a los visitantes por qué no debían dar de comer a los osos ni permitir que se llevasen alimentos humanos. La filosofía era mantener a humanos y grizzlies a una distancia respetuosa y fomentar que los osos dependiesen de los alimentos naturales que habían empezado a redescubrir a raíz del cierre de los vertederos.

Funcionó. La mayoría de las hembras sobrevivió y parió más oseznos, «y la población dio un vuelco», señala Gunther. Dentro del parque au­mentó la cifra de grizzlies; además se amplió su área de distribución: hoy hay osos en zonas periféricas del ecosistema en las que llevaban décadas sin verse. Los osos grizzly son díficiles de censar, pero el último cálculo aproximado apunta a una población de 717 osos solo en la zona central del ecosistema. En el ecosistema entero, dice Gunther, «creo que podrían llegar tranquilamente al millar». Con estas cifras, la tendencia de las últimas décadas y la creencia de que el Gran Ecosistema de Yellowstone no podría estar más poblado de osos de lo que actualmente está, muchos biólogos especializados tanto del estado como del país sugieren que empieza a ser el momento de retirar al grizzly de Yellow­stone la protección que le concede la Ley de Especies Amenazadas. Pero sigue siendo una sugerencia polémica.

 

Un santuario de vida salvaje

Yellowstone es hoy un gran santuario para la fauna salvaje. El lobo ha vuelto. La población de grizzlies ha remontado tras tocar fondo en los años setenta. El castor se ha recuperado de una larga decadencia. El bisonte, que estuvo al borde mismo de la extinción, vive hoy sano y salvo en el parque, donde empieza a extenderse más allá de sus lindes. Se han puesto en marcha iniciativas para proteger los cruciales corredores migratorios del berrendo. El uapití abunda, aunque no tanto como en las décadas en las que no había lobos para depredarlo. También el pigargo americano. Todos estos datos hacen de Yellowstone un refugio de fauna salvaje que funciona a las mil maravillas.

en su interior todo está interconectado. El lobo lo está con el grizzly, porque ambos compiten por los ungulados, sobre todo crías de uapití y adultos debilitados por el invierno o por los rigores de la época de celo, en otoño. El pino blanco americano, con el escarabajo del pino de montaña, que mata al árbol y experimenta estallidos de población asociados al cambio climático. El bisonte, con las políticas ganaderas, que a causa de la brucelosis (probablemente introducida en Estados Unidos con el ganado) han llevado al estado de Montana a autorizar que se maten aquellos bisontes de Yellowstone que traspasen los límites del parque.

Estas interconexiones subrayan la realidad de que el ecosistema de Yellowstone -como cualquier otro- es un conglomerado interactivo e intrincado de seres vivos, relaciones, factores físicos, circunstancias geológicas, accidentes históricos y procesos biológicos. Los cambios que se propagan en estas redes de conexión, de animal a planta, de depredador a presa, de un nivel de la cadena trófica al siguiente, son objeto de interés -y de debate- entre los científicos que estudian la fauna y la flora de Yellowstone. Pero conviene recordar que cualquier perturbación tiene efectos secundarios, normalmente imprevistos y a veces irreversibles. Devolver los lobos a Yellowstone, por ejemplo, no soluciona necesariamente todos los problemas que causó su desaparición original.

El Gran Ecosistema de Yellowstone enciende las iras de muchos, en parte porque todo el mundo espera de él algo distinto en función de sus intereses concretos. En medio de la controversia reluce una verdad importante: que los que viven, trabajan, cazan, pescan y pasean por estas tierras no son los únicos con intereses legítimos. Este lugar pertenece al país entero, al mundo entero. El Parque Nacional de Yellowstone recibió más de cuatro millones de visitas en 2015; el Parque Nacional del Grand Teton, más de tres millones. Los visitantes que han pasado por estos lugares se sienten partícipes de ellos, y eso es positivo.

Entre tanto, todos los parques del país están faltos de fondos para llevar a cabo la ímproba labor que tienen por delante; el Estado cubre una mínima parte de sus gastos de funcionamiento y mejora, mientras iniciativas tan cruciales como el Proyecto Lobo de Yellowstone, por ejemplo, salen adelante con financiación privada canalizada por organizaciones «amigas», como la Fundación Parque de Yellowstone. Los parques necesitan apoyo político para tomar decisiones difíciles, como la que quizá se revele irremisible cuando la masificación imponga la restricción total de los vehículos privados.

Las cuestiones faunísticas más controvertidas -en especial el asunto del grizzly, el bisonte y el lobo- exigen soluciones colaborativas, no una guerra interminable. Aquellos que se entregan con pasión a la causa han de reconocer que la intransigencia ética no es una estrategia, sino solo una forma de autocomplacencia. Los diversos integrantes del Comité de Coordinación del Gran Yellowstone, órgano federal que supervisa los territorios federales del ecosistema de Yellowstone, necesitan integrar colectivos privados y tomar decisiones audaces que trasciendan la política territorial. Parece que el cambio climático empieza a dañar Yellowstone -con sus rangos térmicos, sus ciclos de insectos, sus se­quías y quién sabe qué más- y es imprescindible que busquemos soluciones mejores.

Sin duda es mucho más fácil decirlo que ha­cerlo. Pero si esperamos del grizzly de Yellow­stone que se adapte, modifique su conducta y se amolde a nuevas realidades, ¿no deberíamos esperarlo también de nosotros mismos?

Fuente: www.nationalgeographic.es

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