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Psicología, política y Samuel Fuller

José Miguel Álvarez Gil 17 de Diciembre de 2012 a las 14:32 h

Corredor sin retorno (1963) es ante todo una de las películas más importantes de Sam Fuller y, como muchas de ellas, resulta provocadora y desconcertante a partes iguales. Provocadora porque muchas escenas lo eran para un espectador de 1963 por su alto contenido sexual y político. Desconcertante porque la violencia y las actuaciones de los enfermos mentales no escatiman en detalles sórdidos y violentos.

La trama en principio resulta de lo más sencilla. John Barret, en una magistral interpretación de Peter Breck, representa a un periodista lleno de ambición, cuyo único deseo es obtener el premio Pulitzer. Para lograrlo, se hará pasar por un trastornado para entrar en un sanatorio mental donde se ha cometido un asesinato. Una vez dentro, tratará de ganarse la confianza de los pacientes para averiguar la identidad del asesino. Sin embargo, pronto se dará cuenta que cuanto más se acerque a la verdad de lo sucedido, su mente sufrirá los estragos de su estancia allí.
Aunque la película es todo un clásico y muy conocida, no queremos desvelar demasiados detalles porque consideramos que lo mejor es verla. Además, la trama no es más que un pretexto para denunciar aquellos problemas de la sociedad norteamericana que más le preocupaban a Samuel Fuller cuando rodó la película. El Manicomio no es más que un medio, muy adecuado por otra parte, para reflejar mejor determinadas patologías que desea mostrar al gran público. Esas patologías se nos muestran a través de tres enfermos con los que Johnny Barret tendrá que vérselas para intentar sonsacarles quién mató a un paciente llamado Sloan y por qué, aprovechando sus leves ratos de lucidez. Cada uno de ellos representa un problema muy presente en la sociedad americana de principios de los 60.
En Stuart ya aparecen condensados dos problemas que vivía la sociedad americana de la época: el miedo al comunismo y las consecuencias de la reciente guerra de Corea. Stuart fue sometido a un lavado de cerebro después de ser capturado por los comunistas y una vez liberado fue calificado de traidor al regresar a su país. Obsesionado por la Guerra de Secesión, representa muy bien las consecuencias psicológicas sufridas por muchos veteranos así como el miedo que existía a la extensión del comunismo. Aquí Fuller entronca nada menos que con El candidato del miedo, película exactamente de la misma época, que analiza las posibilidades de modificar el pensamiento de una persona incluso sin que pueda darse cuenta.
El siguiente personaje es Trent, el primer estudiante negro en una universidad del Sur. El rechazo sufrido le ha llevado a adoptar el racismo imperante creyéndose, nada menos, que miembro del Ku Klux Klan. Aquí Fuller consigue dos efectos, por un lado tocar un tema tan candente como el de la segregación de la minoría negra que el Gobierno trataba de superar con no pocas dificultades, mientras denuncia lo absurdo del racismo al colocar ese discurso en boca de un hombre negro, lo que supone llevarlo al más completo absurdo.
Y por último Boden, un científico traumatizado por su contribución a la causa de la bomba atómica que sufre un regreso a su infancia. Otro tema muy candente en una sociedad que acababa de sufrir, con la Crisis de los Misiles, uno de los momentos más tensos de la Guerra Fría.
Así, racismo, militarismo, Guerra Fría y peligro nuclear se aúnan para crear una verdadera histeria colectiva, todos ello dentro de un manicomio como reflejo de una sociedad que el propio Fuller consideraba que mostraba signos evidentes de enfermedad.

Centrándonos ahora en los aspectos psicológicos de la obra de Fuller, conviene resaltar que el Manicomio, lejos de ser un centro de cura, sería un sitio en donde incluso personas sanas acaban enfermando por el ambiente y el tratamiento recibido. Johnny Barret no soportará el ambiente del manicomio donde una disciplina carcelaria, la convivencia con otros enfermos mentales y las terapias aplicadas le acabarán convirtiendo en un paciente más. Convivir con alguien que simula clavarte un puñal, al igual que hizo con su esposa, mientras canta un aria, peleas, gritos y alaridos, enfermeros que abusan de los pacientes, incluso un grupo de ninfómanas que le intentan violar, mientras la afasia, la confusión y las pérdidas de memoria se van apoderando de él a consecuencia de los tratamientos con electroshocks. Todo ello llevará a Barret a una situación límite que ni su ambición personal ni la del periódico para el que trabaja querrán interrumpir.

Aquí, pese a no pocos aciertos, se dan también unas cuantas incongruencias y ciertos mitos en torno a ciertas patologías y tratamientos. Por un lado el DSM-IV ya no considera la ninfomanía como un trastorno y desde luego en la película está tratado con excesivo morbo; aunque el tratamiento con electroshocks sí podría provocar afasia y pérdida de memoria, los efectos no suelen ir más allá de unas semanas. Otra cosa es que en la película este tratamiento aparezca como una forma de tortura al aplicarse sin anestesia, pero hoy día sigue siendo un tratamiento eficaz en depresiones graves y trastornos bipolares.

Pero sin duda la pregunta que uno se hace desde un principio es la posibilidad de que una persona sana pueda engañar a un psiquiatra haciéndose pasar por un enfermo sin que se den cuenta del engaño. No solo eso, si no que será precisamente dentro del manicomio dónde acabará enfermando. Aquí parece ponerse en duda, no sólo la idoneidad de los sanatorios mentales para el tratamiento de las enfermedades, algo que ya había sido denunciado en otras películas como Nido de víboras, sino también se da un cuestionamiento de la propia psiquiatría que ni cura ni es capaz de diferenciar a un paciente sano de los demás.


Lauren Slater ha analizado esta cuestión y otras muchas en su imprescindible obra Cuerdos entre los locos, en donde varios experimentos psicológicos llevados en el último siglo pusieron de manifiesto las limitaciones de la Psicología para comprender el funcionamiento de la mente humana como un órgano más del cuerpo humano. Cuenta Lauren como a principios de los años 70, el profesor David Rosenhan de la Universidad de Stanford, se dispuso a llevar a cabo un experimento en el que involucró a ocho personas con el propósito de poner en entredicho a la Psiquiatría. Aunque habían surgido algunas críticas, la Psiquiatría y el Psicoanálisis gozaban todavía en 1970 de mucho prestigio tanto académico como social. Pues bien, el experimento era sencillo, esas ocho personas tenían que acudir a diferentes hospitales psiquiátricos aduciendo que oían una voz interior que decía "zas". Rosenhan intentó que ninguno consumiera las pastillas que les diesen y que tuviesen un comportamiento lo más correcto posible. El resultado del experimento fue recogido en un artículo publicado por la revista Science con el llamativo título On Being Sane in Insane Places, provocando una verdadera explosión en los cimientos de la disciplina psiquiátrica. La respuesta no se hizo esperar, destacando la de Robert Spitzer, cuestionando la forma de actuar de Rosenhan. Sin embargo todo se vino abajo cuando un hospital retó a Rosenhan a que le enviara pacientes sanos fingiendo trastornos. Al cabo de unos meses, el hospital informó a Rosenhan que habían detectado a cuarenta y un pacientes falsos, pero en realidad aquél no había enviado ninguno. Como señala Slater, la psiquiatría agachó la cabeza.

El experimento obligó a la psiquiatría a ser mucho más rigurosa, y el propio Robert Spitzer se encargó de una profunda revisión del DSM, apareciendo la tercera versión en 1980 en donde se establecían unos criterios más precisos para diagnosticar los trastornos mentales. Con todo y eso, la propia autora de Cuerdos entre los locos, volvió a intentar el mismo experimento de Rosenhan décadas después. Era diferente, ella había estudiado Psicología y además había sufrido algunos trastornos en su adolescencia. Pero también cualquier psiquiatra podía estar prevenido ante un experimento que deberían conocer por la gran polvareda que levantó en su momento. El resultado estuvo claro, confirmando lo descubierto por Rosenhan décadas antes, en los ocho ingresos realizados en diferentes hospitales, casi todos le diagnosticaron depresión con características psicóticas, y en todos le recetaron antipsicóticos y antidepresivos. Ni sufría alucinaciones, ni depresión, el diagnóstico no se fundaba en la persona en sí sino en esquemas preexistentes. Y aún así todos los psiquiatras diagnosticaron los mismos males y recetaron los mismos medicamentos. En el caso de Lauren Slater, era la medicación la que influía en las decisiones. Con esto quedó en entredicho incluso la rigurosa revisión llevada a cabo por Spitzer del DSM-II.

Eso sí, las frecuentes denuncias que se han hecho contra los manicomios parecen haber tenido un resultado positivo porque a Slater, ni la ingresaron ni sufrió ningún tipo de mal trato, muy al contrario. Treinta años antes, Rosenhan, fallecido recientemente, pudo documentar como falsos pacientes eran ingresados durante casi dos meses, mientras en el sanatorio mental donde ingresó eran frecuentes las palizas a enfermos por cosas nimias. Al menos en el experimento de Slauter nada de eso se pudo observar, sin embargo ella no llegó a ingresar en ningún caso pero el trato recibido no era el mismo, sin duda era mucho más humano.

Abusos que aparecen en el film de Fuller, y que son la causa del asesinato del paciente Sloan. Johnny Barret conseguirá descubrir al asesino pero pagará un precio muy alto. En esto encontramos una referencia al periodismo y también un elemento autobiográfico del propio Fuller, quien empezó trabajando como periodista y debía conocer los despropósitos que se cometían para obtener una noticia, cuanto más sensacionalista mejor. A veces dudamos de si el protagonista no tenía ya algún tipo de patología que acaba desarrollándose durante su internamiento, porque realmente la forma de sacrificar la relación con su prometida en aras de conseguir su objetivo es realmente propia de alguien con cierto desequilibrio mental. Esto daría  para todo un debate sobre la moralidad que debería presidir en la profesión periodística y la cuestionabilidad de determinados métodos para la obtención de noticias. El eterno debate de si el fin justifica los medios, que en el caso de la película que analizamos sería más bien de cómo fin y medios acaban siendo una misma cosa, inseparables.

Finalmente, cabría preguntarse si es la ambición desmedida o más bien el descubrimiento de la verdad lo que lleva al protagonista a su final. No queda claro, a Fuller le gustaba ser muy primitivo, muy provocador, muy exagerado, pero desde luego la película no deja impasible a nadie, y ese era el objetivo del director. Sean la denuncias de los males de la sociedad norteamericana de la época, de los métodos empleados por la Psiquiatría, del ambiente insano de los manicomios, lo cierto es que Fuller puso de manifiesto toda su disconformidad con lo que vivía a su alrededor.

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