Recientemente, hemos conocido noticias relacionadas con la contaminación alimentaria (las albóndigas de IKEA, la contaminación por carne de caballo, etc.. Y es que los alimentos han sido fuente de intoxicación desde que existe la humanidad. Está provocada por bacterias, virus, parásitos y tóxinas.
Ya en el siglo X, León VI, emperador bizantino, prohibió el consumo de morcillas por una intoxicación. Aunque los historiadores creen que las causantes fueron las salchichas. Fue en el siglo XIX cuando Justino Kermer, médico alemán, descubrió sus efectos llamándolo “botulismo” (palabra latina “bolutus” para “salchicha”).
El identificación de la bacteria se debió a Pierre van Ermengem a raíz de un brote de botulismo (1895) provocado por la ingestión de jamón ahumado. Esta enfermedad se desencadena por la acción de una toxina, una de las más tóxicas conocidas, formada por dos péptidos, uno pesado y otro ligero. La primera reconoce y se une a las células de las fibras nerviosas y facilita el camino a la segunda, la más ligera (la peptidasa). La toxina botulínica descompone las proteínas liberando neurotransmisores como la acetilicona, que impiden la transmisión del impulso nervioso. La dosis letal promedio de toxina en personas es de sólo 30 nanogramos.
Ahora bien, la parte positiva de esta toxina es su uso terapéutico en tratamientos de espamos oculares y faciales, estrabismos, sudoración excesiva… y la aplicación estrella del siglo XXI, el Botox.
Fuente: Chemistry world