Javier Gimeno puso indirectamente en mis manos una edición chilena de Los trenes se van al purgatorio (ver imagen inferior). Abonada a la literatura hispanoamericana y mucho más al realismo mágico, me pareció tener en las manos al género renovado, con una cara nueva, más brillante. Un pequeño tesoro. Así que, con el empuje recibido por el premio Alfaguara de novela 2010, y la publicación masiva de El arte de la resurrección no tuve dudas y nada me apeteció más.
Suelo discutir con mis amigos sobre la importancia de un buen argumento frente a lo formal, a lo que presto mucha atención. Me gustan la historias bien contadas igual que los libros bien publicados. La cosa debe ser poco intelectual, pero tiene en mi valoración de la literatura un peso importante. Bien, Hernán Rivera Letelier, a quien no debemos perder de vista (lo mucho escrito es sólo el principio), aúna ambas con una naturalidad maestra.
Un originalísimo argumento, (ya conocido por la trascendencia de la edición) con un reencarnado de Jesucristo, El cristo de Elquí, cruzando el desierto chileno en busca de Magalena Mercado, una prostituta beata, para proponerle evangelizar juntos, sirve de excusa al autor para narrar las dificilísimas condiciones de vida y laborales de las salitreras del desierto chileno. Con un lenguaje hábil y bien manejado y una narración directa y poética, el autor nos acerca a personajes tiernos como don Anónimo o don Manuel, perversos como el padre Sigfrido y a descripciones de lugares y situaciones (La oficina de La Piojo, la historia de la gallina Sinforosa), con un excelente sentido del humor y una emotividad fuera de lo común. En la narración, lo mágico y lo real se confunden, tienen la misma credibilidad y te envuelven ante una realidad durísima tamizada por la imaginación.
Te enriquecen las pequeñas historias de la historia, las precisas descripciones, los personajes que lo habitan y el perfecto dominio de nuestro olvidado y desusado lenguaje.
Comencé leyendo deprisa, deprisa, enganchada a una narración envolvente y divertida que no quería abandonar, ralentizando poco a poco la lectura para no llegar nunca al final, a la última página, al momento en el que me abandonara la magia.