¿Creíais que me había olvidado de la segunda entrega de ¡POBRES DIABLOS!? ¡Escépticos! ...Todo llega.
Pocas obras tan plagadas de demonios -me refiero a los de verdad, no a cosas como el demonio de la desesperación o el sinsentido, por no hablar de aquellos inducidos químicamente (alcohol u otras drogas)- como las de Isaac Bashevis Singer.
A lo largo de sus cuentos -lo que a mí más me gusta de su producción literaria- Singer nos ofrece todo un catálogo de demonios, espíritus y almas -y también cuerpos- en pena realmente notable.
Para quien todavía no se haya introducido -o no lo bastante- en la obra del premio Nobel de Literatura de 1978 sugiero asomarse a ella a través de una de sus colecciones de cuentos, Short Friday (Un viernes breve) en su edición en inglés (Singer escribía en yiddish, pero colaboraba en las versiones inglesas de sus obras), de la que hay una traducción castellana (difícil de encontrar a no ser en la Biblioteca Complutense) con el título Una boda en Browsnville. Desconozco los motivos que llevaron al editor en castellano a elegir como título un cuento diferente de los incluidos en la colección de aquel por el que había optado el propio Singer, aunque tampoco habría que sorprenderse tanto en un país en el que un sucinto Avanti! se convierte en ¿Qué ocurrió entre mi padre y tu madre? y el más bien prosaico Paint Your Wagon, es decir, Pinta tu carromato, en el mucho más sugerente La leyenda de la ciudad sin nombre.
Por entre los variados cuentos que componen Un viernes breve los demonios aparecen y desaparecen. Los demonios de Isaac Bashevis Singer son, por supuesto, judíos. No dan mucho miedo. Suelen poseer un irónico sentido del humor y conocen bien a fondo los textos sagrados: para ser un buen demonio hay que estar preparado. Viven sin problemas entre los hombres y, a decir verdad, no está claro que sean ni mejores ni peores que ellos. Los hombres y mujeres de las narraciones de Singer son también, en su gran mayoría, judíos y, por lo general, tan insignificantes como los demonios con los que tan fácilmente se entremezclan (¡qué lejos estamos del arrogante Satán de Milton!). Es decir, que tanto hombres como demonios encajan muy bien en la categoría de "pobres diablos".
Por los personajes que la pueblan y los escenarios habituales en los que sucede -un gueto abarrotado o el añorado shtetl, la pequeña aldea núcleo de la arrasada cultura europea judeo-oriental, o bien los lugares de la emigración amueblados por la nostalgia, como ese Brownsville neoyorkino al que alude el título castellano- muchos buscarán en la obra de I.B. Singer historias de colorido costumbrista, más interesantes acaso que otras por retratar una cultura extinguida o incluso por estar escritas originalmente en una lengua moribunda. Ahora que tan de moda está la literatura -o la música, el cine, la cocina ...o lo que sea- con denominación de origen, ésta sería para más de uno recomendación suficiente. No digo yo que no. Pero hay mucho más.
La manera en que lo maravilloso se imbrica en lo cotidiano impide hablar de costumbrismo. Aunque la tradición yiddish abunde en golems y dibbukim, no se trata de relatar viejas leyendas. En la narrativa de Singer hay, además, demasiada pasión. Pasión, en su forma más clásica: pasión erótica, pasión de los seres humanos por los seres humanos. Los humildes y a menudo humillados personajes de Singer, que reciben poco de la vida y esperan aún menos, esconden torrentes de arrebatada pasión.
Quizás porque crecimos con cuentos de príncipes y princesas, de damas hermosas y elegantes y caballeros apuestos y aguerridos, tendemos a juzgar míseras a las personas que llevan vidas miserables. Como si la pobreza y la humillación pusieran sordina a los sentimientos, estamos ciertos de que sus historias vulgares carecerán de brillo, aunque acaso posean el dramatismo feroz de la lucha por la vida. Creemos que porque se trata de gente venida a menos en lo que tienen, han de ser asimismo gente venida a menos en lo que sienten.
Los personajes de Singer no son habitualmente ricos. Con frecuencia no son ni jóvenes ni brillantes. No son casi nunca hermosos. Pero mantienen intacta la capacidad humana de sentir en toda su intensidad. A algunos sus pasiones les conceden una frágil felicidad. Otros son devastados por ellas. La ambigua fugacidad de lo humano no permite casi nunca otra cosa. No hay grandes apoteosis ni, por lo general, grandes tragedias, sino efímeros momentos de fulgor que pueden valer por toda una vida.
Es esta inusual capacidad para revelar lo que sienten hombres y mujeres pequeños -como somos todos-, sin recurrir a la ayuda fácil de grandes acontecimientos, lo mejor y lo más universal de las historias de Singer. Lo que hace que sus personajes no se queden en una mera curiosidad cultural y que, en el fondo, poco importe que se trate de judíos pobres de una extinta aldea en algún lugar de la Europa oriental o de habitantes de un poblado junto al lago Tanganica. La pluma de Singer toca la universalidad de lo humano porque, más allá de culturas y épocas, situaciones y circunstancias, y toda la serie de diferencias insignificantes, todos los hombres sienten parecido.
En Un viernes breve vais a encontrar intensas historias de amor y desamor. A mí me gustan especialmente Taibele y su demonio, Yajid y Yajida, El ayuno y el delicioso relato que da título a la edición en inglés, Un viernes breve. Encontraréis además muchas otras cosas. Como todo gran escritor, Isaac Bashevis Singer sabe acumular temas y significados, solapándolos con naturalidad y maestría como las tejas de un buen tejado.
La propia literatura puede ser el tema. En Taibele y su demonio, un hombre se hace pasar por un demonio para compartir la tibieza de la cama de la alegre y abandonada Taibele y la conquista con mucho cariño y con imaginación para contar historias que la hacen reír y soñar. Junto con la bonita historia de amor, Taibele nos habla de la imaginación y la literatura como el poder de los débiles -tema que nos retrotraería hasta las Mil y una noches-.
En El último demonio, el último representante de toda la especie de los diablos sobrevive sorbiendo las letras hebreas de un viejo libro en yiddish en una aldea judía polaca asolada por un pogromo: su tarea ya no tiene sentido, puesto que los hombres se bastan por sí solos para el mal y cuando consuma la última letra morirá al quedar sin alimento. Al mismo tiempo, se trata de una reflexión sobre el escritor y la escritura.
¡Pobres demonios que se quedan sin oficio! Termino concediendo la palabra al último de ellos: "Yo, un demonio, doy testimonio de que ya no queda ningún demonio. ¿Para qué va a haber demonios si el hombre mismo es un demonio? ¿Para qué persuadir a hacer el mal a alguien que ya está convencido? Yo soy el último de los persuasores."
Ana Isabel Rábade Obradó