Ya sé, ya sé... Lo políticamente correcto cuando se es aceptablemente intelectual es decir que te gustan las pequeñas tiendas de barrio, donde ese señor tan amable que te conoce de toda la vida te atiende con trato familiar... ¡Pero es que a mí me pirran las grandes superficies! Y cuanto más grandes, mejor. Me encanta vagabundear por entre los pasillos atiborrados de productos inverosímiles. Soy de las que no dudan demasiado en probar unas absurdas galletas de chocolate ecológico importadas de la Isla Mauricio y no me molesta perder el tiempo husmeando entre mercancías exóticas que jamás compraré.
Con las librerías, me pasa algo parecido: me gustan grandes. Resultaría elegante afirmar que disfruto sobre todo en esas pequeñas librerías donde un librero sabio y vocacional es capaz de recomendar a cada cual qué leer. ¡Y acierta! Yo soy muy tímida. Por no hacerle un feo al amable librero, sería capaz de comprar, siguiendo sus indicaciones, El niño del pijamas a rayas, lo último de la narrativa hispano-americana -que, por lo general, me aburre-, o el mismísimo Hombre lento de Coetzee. Por otra parte, poseo una natural tendencia libertaria, apaciblemente escondida tras mi timidez, que me lleva a desconfiar de las recomendaciones. Sé, además, que mis gustos a menudo no coinciden con la apreciación general. Por volver a productos de los que alimentan el cuerpo y no el alma, mi chico acostumbra a decirme que sería excelente probando yogures para una marca comercial: los que me gustan podrían descartarlos de su producción. Recuerdo también cómo durante años, cada vez que visitaba su tienda, discutía con un amable frutero sobre mi incomprensible afición a los pomelos blancos, cuando todo el mundo sabe que los únicos apetecibles son los rosas. Al final dejé de ir por su negocio. Un argumento definitivo: está muy bien pasear por el pueblo o por el barrio y que todo el mundo te conozca y te salude, ¿pero qué me decís del estimulante anonimato de las calles de Nueva York?
Me gusta entrar en una tienda y que nadie me pregunte lo que quiero. Le agradezco mucho a quien sabe dar los buenos días sin intentar ningún ulterior acercamiento. Si se trata de una librería, la pregunta que sigue -ese cortés ¿podemos ayudarte?- realmente me incomoda, porque las más de las veces no sé lo que busco. Me gusta pasear por una librería como otros se pasean por el monte y espero a saber qué quiero hasta ver qué libros -ellos mismos y sin necesidad de intermediarios- se me ofrecen. Siento verdadero placer al fisgonear entre los anaqueles, hojeando un libro aquí y otro allá, sin que nadie repare en mí, como si me hubiera convertido en el hombre invisible. Una portada, un nombre, un título, el formato reconocible de una editorial de esas que saben elegir, te llama. Te aproximas. Lo coges en tus manos con dedos anhelantes. Lo toqueteas mientras deliberas si seguir adelante. Lo dejas. O lo tomas, y al manipularlo con delicadeza, escuchas el chasquido inconfundible de unas páginas abriéndose virginalmente por primera vez, acompañado del embriagador efluvio a libro nuevo. La boca se te hace agua. También puede ocurrir que, sin haber salido de la librería, el libro haya pasado ya por muchas manos. Alguien antes que tú ha violentado su celofán y se ha internado entre sus páginas. Te alegras: nada más frustrante que un libro que aprieta firmemente sus hojas, rígidamente arropado por su envoltura de celofán, para que no puedas meterle mano. Luego, un libro lleva a otro. Y cuantos más haya a tu alcance, mejor. La relación con los libros siempre es de civilizada promiscuidad: ni tú has exigido al primero fidelidad, ni él te la demanda a ti. Con frecuencia, él mismo te indicará su posible sucesor.
Sí, ya sé. Me diréis que todo eso también puede hacerse en una librería pequeña. No completamente. Nadie desconoce el destino de un libro que, antes de pasar por caja, ha pasado por muchas manos. Nadie lo quiere para comprarlo, sino que sólo es objeto de una pecaminosamente rápida relación de hojeo. Únicamente valdrá para saldos. En una librería de las grandes saben que ha servido de generosa iniciación para muchos posibles compradores y lo aceptan con benevolencia. En una librería pequeña es más probable que el librero contemple sus libros como un severo padre burgués cuidaría antaño de la honra de sus hijas casaderas: ¡que nadie los toque más de lo necesario! Una librería grande ofrece, asimismo, otras distracciones. Por ejemplo, en los entreactos entre libro y libro te puedes dedicar a realizar estudios antropológicos de campo, tales como observar a los visitantes de la librería repartidos por secciones. ¡Muy interesante!
Hay libreros que se precian de saber elegir su mercancía. ¡No llevan a su tienda cualquier cosa! Pero, ¿quién se atreverá a no ofrecer ese best-seller que tanto ayuda a sanear el negocio? ¿Quién sabe si no dejarán de escoger, en cambio, precisamente aquello que yo deseo? Muchas veces la selección se guía simplemente por modas o por supuestas cualidades indiscutibles que, sin embargo, no todo lector tiene por qué compartir. Así que, si es por mí, ¡que lo traigan todo! Y que me permitan mirar, cotillear, hurgar y manosear sin restricciones, que ya decidiré yo. Y si además de libros me ponen a tiro discos, películas o material de oficina, ¡tanto mejor!
Por todo ello, insisto: por mucho que haya quien piense que el tamaño no importa, ¡yo las prefiero grandes!