Este hermoso título corresponde a una de las mejores obras literarias de los últimos años: la autobiografía novelada de la infancia y adolescencia del escritor Amos Oz, Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2007, Premio Goethe 2005 por este libro y Premio Heinrich Heine 2008, entre otros. Se me ocurren tres razones (ojalá me equivoque) por las que es más que probable que al laureado Amos Oz nunca lleguen a darle el Nobel: porque es judío de Israel -y no es fácil que haya ningún escritor palestino de su talla para compartirlo "ex aequo"-, porque lleva más de treinta años promoviendo la paz con Palestina y Oriente Medio a través del movimiento pacifista Paz ahora -lo que le vale el rechazo del conservadurismo y, en general, de toda la clase política israelí- y porque escribe con tan insultante y aparente facilidad y con tan poco artificio que siempre habrá otro escritor más pedante que parezca merecerlo más.
El conflicto palestino-israelí es de tal complejidad que está hoy tan lejos de resolverse como hace cincuenta años. Si uno pertenece a uno de los dos bandos, está condenado a que le acusen de parte interesada, en el caso de que defienda a los suyos, o de traidor, si es que promueve la paz. Y si uno no pertenece a ninguno de los dos bandos, está condenado a no terminar de entenderlo y a que le tachen de entrometido. Aunque se han escrito riadas de tinta sobre el asunto, dudo que haya un solo libro de "historia" que pueda librarse de tales estigmas. Lo más fácil, desde luego, es acusar de "genocida" al Estado de Israel y simpatizar con Palestina, ahora la parte más débil. "¡Ellos que sufrieron los horrores del Holocausto! ¿Cómo son capaces de semejantes atrocidades?", dicen en Europa muchas voces bienpensantes descalificando a "los judíos" cuando deberían limitarse a criticar al Estado de Israel. No es tan fácil, no. En primer lugar, ¡basta ya de antisemitismo! (y, por cierto, "semitas" son tanto judíos como árabes). Si Israel practica, y no hay duda en mi opinión, "terrorismo de estado" -¡que no genocidio!- lo hace a imagen y semejanza del nacionalismo europeo que dio origen al propio estado israelí y en respuesta -una respuesta paranoide de quien tiene buenos motivos para pensar que antes o después será aniquilado por sus vecinos y dejado a su suerte una vez más por el mundo en general- a una guerra que los israelíes no iniciaron. Por otra parte, a los palestinos se les impuso en su suelo patrio -por conveniencia de una Europa que primero aniquiló, por activa o por pasiva, a los judíos y quiso luego librarse de los pocos que habían sobrevivido- la creación de un Estado foráneo que tenían buenos motivos para no querer reconocer, algo además a lo que la sangre derramada y por derramar contribuirá bastante poco. En el fondo, lo peor del caso es que, al margen de voluntades particulares, ninguna de las dos partes cree de verdad posible la paz, y ése acaso sea el principal obstáculo para lograrla. Habrá esperanza de paz para los vivos el día en que unos y otros logren, como Príamo y Aquiles, llorar juntos a sus muertos (oportuna sugerencia de Anabel).
Lo mejor de la buena literatura es que, además del disfrute que reporta, muestra y hace comprensible la realidad del modo más profundo: no con argumentos, expuestos a veces aquí o allá por algún personaje, sino con vidas y sentimientos. Uno de los grandes aciertos de Amos Oz es hacernos comprender mejor la problemática de Israel a través del relato de los sentimientos y vivencias de un niño que nunca ha llegado entender por qué su madre se suicidó cuando él tenía sólo doce años.
Oz nos presenta un retablo magistral de los personajes que poblaron su infancia: sus abuelos (¡genial sobre todo el retrato de la abuela Shlomit!), sus tíos y tías, sus padres, sus vecinos, convecinos y conocidos, muchos de ellos intelectuales. El telón de fondo: los tiempos oscuros de la emigración forzosa desde la verde Europa a un país prácticamente desértico, la época del Protectorado británico, la terrible guerra posterior contra el mundo árabe y los primeros y vacilantes pasos del nuevo estado israelí. De forma casi obsesiva, aunque no por ello molesta, rinde especial homenaje -un homenaje de amor sin caer en la hagiografía- a su padre, sabio (y mujeriego) bibliotecario que siempre aspiró y nunca llegó a profesor universitario, y a su enigmática, atractiva e imaginativa madre, a quien la estrechez física e intelectual de aquel árido Israel pareció sepultar en vida.
La técnica narrativa empleada por Oz es verdaderamente soberbia. El relato sigue un tenue despliegue temporal lineal, continuamente interrumpido por el desarrollo de historias particulares de ciertos personajes vinculados con la biografía posterior de Oz, que por momentos nos aproximan al hoy del escritor, a su acto de recordar y escribir ante nuestros ojos. En algunos casos son esos mismos personajes los que ponen al lector, como en su día al escritor, al tanto de recuerdos y episodios que él mismo no vivió directamente. El suicidio de su madre -así como la insuperable frustración y las difíciles relaciones con su padre que aquel terrible hecho le produjeron- sobrevuela todo el libro, como una referencia constante desde la que el escritor rememora una y otra vez aquellos años. Un episodio sobrecogedor, anunciado una y otra vez, pero que al mismo tiempo juega al escondite con el lector como un misterio policíaco hasta la última página del libro, donde se nos narra con una contenida y al mismo tiempo emotiva objetividad. La depresión de la madre y las semanas inmediatamente posteriores a su suicidio alcanzan una intensidad narrativa muy elevada. Consigue que la complicidad con el lector sea total. Oz tiene, además, muchas otras virtudes, como un fino sentido del humor que sabe disciplinar y combinar con el relato de escenas cargadas de dramatismo, o la rara virtud de saber hablar de sentimientos y saber reflejarlos como pocos sin caer en el sentimentalismo fácil. Aquí y allá una buena metáfora; pocas, muy pocas licencias poéticas; precisión y concisión en las descripciones; habilidad singular para redondear y coser cada uno de los fragmentos de estas estupendas memorias, que lo son también porque así recordamos, a retazos, a historias que se salen del tiempo narrado, a fuerza de sentimientos y sensaciones y no de datos y marcas sobre un calendario.
Amos Oz recrea de maravilla aquel niño que fue, aquella mirada limpia, inteligente, observadora y juguetona de su primera infancia, transformada luego, tras la pérdida de la madre, en la mirada amarga, sobria y autocrítica del adolescente que decide ingresar en un kibutz para sacudirse la carga de nostalgia e intelectualidad de la generación de sus padres y abuelos, que tan difícil les había hecho adaptarse al país naciente. La narración culmina en esta hermosa paradoja: el kibutz, que debía hacer de él un campesino de piel tostada, termina por convertir a Amos Klausner en Amos Oz, en un fantástico escritor.
Extraordinario. Y excelente la traducción de la profesora complutense Raquel García Lozano (publicada originalmente por Siruela y cedida luego a la más asequible Ediciones DeBolsillo).
El mejor libro de uno de los mejores.
Yo no me lo perdería.