Cuando un gran escritor como Luis Landero nos advierte de que su última obra no es literaria en sentido estricto, podemos no creerle y estaremos acertados. Incluso podemos pensar que si todas las obras consideradas no literarias por sus autores lo fueran tanto como ésta, estaríamos más rodeados de literatura y tal vez la vida no sólo estaría hecha de años y de afanes, como nos dice el autor al principio.
Y como estamos ante una obra que sin ser estrictamente novela podría serlo, resulta que su lectura nos produce el placer de toda gran novela. De toda gran literatura.
Porque el libro que nos ocupa, como por otra parte, toda la obra de este excelente escritor extremeño (y no nos explicamos porqué éste es el primer comentario en este blog, también mea culpa), sin parecerlo, o acaso por ello, es gran literatura, diga lo que quiera su autor.
No hace falta haber leído alguna de sus anteriores novelas, cuyas lecturas, por cierto, recomendamos, pero si hay que elegir algunas, me quedaría con Hoy, Júpiter, o la que le encumbró, Juegos de la edad tardía. No hace falta, decimos, haber leído alguna de sus anteriores novelas para disfrutar de ésta, por ahora, última, recién publicada. Y decimos que se trata de un grandísimo escritor porque hay que serlo para convertir un texto sin pretensiones de literatura en literatura sin otras pretensiones. No hace falta apoyarse en una trama, en unos personajes -en este caso, el propio narrador/autor-, en el desarrollo de una acción o en un desenlace para crear una novela. Tampoco hace falta pretender escribir una novela para que surja finalmente, si quien escribe tiene el talento sobrado para hacerlo.
El comienzo de esto que el autor no pretendía que fuese novela es el comienzo de una novela frustrada. "Me asqueaban mis propias palabras, que un rato antes habían comparecido ante mí llenas de novedad y de vigor, y que ahora me sonaban falsas y artificiosas, como si yo fuese aquel mendigo que agita y hace sonar su vasito de plástico ante el lector, implorando la limosna de su admiración".
Para quienes a veces hemos hecho intentos de escribir, es la confesión que todos los frustrados escritores debemos hacer y la que siempre hemos deseado oír de un buen novelista, por aquello del consuelo de los tontos. La diferencia es que, en este último caso, el intento fallido de una narración acaba en final feliz para el lector: el relato de una vida que se deja leer como si fuera una novela, pero sin el "como si fuera". De modo que nuestro escritor logra vencer la frustración y se lanza al vacío porque, en el fondo, sabe que "escribir es lo más creativo, lo más gozoso, el soplo que da vida a las figuras aún inertes".
¿Quién no tiene una vida susceptible de ser escrita? Es lo que tiene la de Landero, como la de todos, y en su caso, magistralmente contada por él mismo. Un muchacho de un pueblo pacense, Alburquerque, hijo de un labriego y una modista, que de niño emigra con su familia al madrileño barrio de Prosperidad, entonces, principios de los sesenta, un arrabal. Sus estudios; la vida en la capital; la difícil relación con su padre, obsesionado por que su hijo estudiara derecho para que tuviera un despacho y pudiera convertirse en un hombre de provecho; sus primeros trabajos; su sueño de ser un afamado guitarrista (que da título a otra de sus novelas); la muerte de su padre, que le marcó para siempre; las largas conversaciones con su madre; la visión del mundo desde el balcón, un lugar fronterizo entre la vida interior y todo lo demás. Y el jeito, esa palabra de origen portugués usada en zonas de Extremadura y también de Canarias, cuyo significado es destreza, y empleada aquí para referirse a las cosas bien hechas, con dedicación, con destreza pero, sobre todo, con corazón y con alma. Como este hermoso libro escrito con jeito.